En la nota que escribí sobre el quehacer mágico del fotógrafo Jorge
Lupo, cuando me referí a su foto en la biblioteca Carlos Mastronardi de esta
ciudad, afirmé, sin lugar a dudas: que en la biblioteca hay fantasmas, por
ejemplo, los de los poetas Juan L. Ortiz y Carlos Mastronardi. Claro que hay
otros, pero en esta nota hablaré de ellos, o mejor dicho, uno hablará del otro.
El fragmento de maravilla que elijo rescatar pertenece al pulso de
Mastronardi. En sus “Memorias de un provinciano” (1967) el poeta recuerda, a
través de varias páginas, todas las miradas y memorias hechas alrededor de su
contacto con Juanele, comienza: “(…) Creo que en la biblioteca vi por primera
vez al poeta Juan L. Ortiz, que habría de ser uno de mis grandes amigos. Me
superaba algo en edad y mucho en versación y acierto selectivo, pues tenía ya
el gusto formado, de modo que podía leer con provecho a Taine, a Guyau y a Paul
de Sain-Víctor cuando yo apenas salía de las novelas de capa y espada. Muchas
noches abandonamos juntos ese ámbito apacible (me gustaba el olor a madera
barnizada que tantas veces respiré en él), donde habíamos iniciado una
conversación que, al cerrar la casa sus puertas, proseguíamos en la calle. A
veces lo acompañaba hasta la suya, situada en un extremo del pueblo, a pocos
pasos del río. Aún no había formado su hogar, de modo que vivía solo, en una
casa esquinera que parecía una atalaya y en la cual congregaba gatos y amigos.
(…)”.
Carlos Mastronardi |
La ronda callejera de estos amigos fantasmas, de estos conversadores de
entresombras, descorcha en mi memoria las imágenes, las historias alrededor de
la casa esquinera, a decir de Mastronardi. Casa de ochava, de otro tiempo, y a
la hora de hablar del tiempo y sus variables, y su diverso transcurrir,
recuerdo la foto tomada por Julio Montana allá por el 2001. La fachada de la
casa al fondo. Gurises tratando de remontar una pandorga. La foto tiene el
aroma del tiempo, parece mucho más antigua de lo que en verdad es; uno piensa
que Juanele puede estar espiando desde una de las ventanas, que también, en la
misma ventana pueden estar los otros dos poetas que allí vivieron: Amaro
Villanueva y Gamboa Igarzábal. Sin embargo es de 2001. Pero por esas bondades
que creo tienen tanto la vida como la muerte, estoy seguro de que por las
ventanas de la casa en la foto de Montana, los tres poetas espían la suerte de
la pandorga y los tres gurises.
Foto de Julio Montana |
Esa misma casa de ochava, ese refugio de poetas, es la que aparece en
otra foto, esta vez tomada por Juan Kayayán. Abril del 59, plena inundación a
manos del Gualeguay. El agua llegaría cerquita de la plaza Constitución. La
foto pertenece a Silvia Aída Ceballos, y esa imagen tiene una historia. Pero
antes de recrearla, sigo con la palabra de Mastronardi, de un escritor que
sencillamente podía admirar a otro escritor, y contarlo a través de la
semblanza proveniente de la parte de la memoria que vive en la felicidad. Me
digo que estos valores cada vez cotizan menos en el mundo veloz de nuestros días:
“Su piedad franciscana excedía –y excede-, el estrecho ámbito humano, y ya en
aquel tiempo recogía los pequeños animales abandonados o perdidos en los
espinosos cercos de los suburbios. En esos años, sólo entregado a la naturaleza
que lo rodeaba y a los libros que podía obtener, no pensaba en publicar sus
poemas, pero ya había escrito algunos con humilde y escondida delectación.
Cedía muchas horas libres a la lectura y el río; de modo eventual, sin embargo,
la pluma y el pincel lo atraían con parejo encanto. Fue retratista recio y
excelente paisajista, pero la poesía acabó por identificarse con su vida.
Desprovisto de colores y telas, con improvisados elementos de trabajo solía
reproducir un rostro o detener en términos de arte una puesta de sol. En sus habitaciones
de paredes rugosas y puertas con antiguos pasadores de hierro que nunca utilizó
–confiaba en la honestidad de sus vecinos- vi algunos retratos que eran obra
suya y que comportaban otros tantos homenajes a escritores de su dilección.
Allí estaban Tolstoy, Gorki, Romain Rolland, Rafael Barret y creo que Barbusse.
Si no recuerdo mal, eran retratos al carbón. El sol intruso –sobre aquella casa
insular más imperioso- y los desniveles de la rudimentaria pared habían
arqueado los cartones que presentaban esos rostros ilustres. Por otra parte,
dichos trabajos respondían a una exigencia de su intimidad y de ningún modo
forzaban el sentimiento admirativo de los otros. Nunca lo movió el afán de
convertir sus emociones en las provechosas etapas de una carrera artística o
literaria. (…)”.
Juan Laurentino Ortiz |
Siempre pensé en Juanele como un escindido, por elección, del mundo de
la cáscara; claro que leer a Mastronardi lo confirma, efectivamente, sí, era un
escindido, ese su carácter, su esquina, el puerto desde donde marchó hacia su
destino: la vida en la naturaleza, y después su escritura: “Sucinto como un
junco, suave la voz, propenso a la contemplación y al silencio, desentendido de
las rencillas locales y perdida la mirada en la lejanía, tanto su aspecto como
sus hábitos causaban una especie de amable extrañeza. Sencillo en la palabra y
en la ropa –su única coquetería era un sombrero de artista, un sombrero de ala
tan ancha que debía quitárselo para trasponer algunas puertas- y totalmente
incapacitado para la codicia, estos insólitos atributos impedían clasificarlo o
definirlo según las pautas corrientes. En vez de salir en busca de otro empleo
–tenía uno muy modesto- buscaba el recogimiento y pedía el éxtasis a las aguas
del río vecino y a los atardeceres silvestres. No escrutaba sino que se
integraba en la naturaleza: era un gajo más de aquellos árboles ribereños. Los
cielos y los campos que para los demás son lluvia y pasto, generaban en él
estados mágicos. Frecuentaba la costa frondosa, donde muchas veces lo sorprendí
como embelesado y ausente, los ojos agradecidos en el horizonte. Esos hábitos
singulares, y la fuerte impresión de irrealidad que dejaba en la gente
normalmente ávida, no lo privaba de amigos. En mis ya numerosos años no he
conocido hombre más bueno ni más comprensivo. Mantenía trato afectuoso con sus
vecinos, casi todos ellos ‘boteros’ y pescadores. En ese medio, donde el
porvenir no podía ser sino idéntico al ayer, pues todo se reducía a seguir
tirando, no causaba perplejidad ni extrañeza, pero las personas acomodadas o
por acomodarse, sólo atentas a los bienes concretos, lo apreciaban sin
entenderlo. Como nunca lo vieron arrojarse sobre las cosas con voluntad
posesiva, su carencia de avidez les traía asombro. Quizás lo juzgaban un
excéntrico o un hereje social, ya que sólo podían medirlo con sus habituales
esquemas.
Un sentimiento casi místico lo identificaba con el paisaje y una
simpatía humana siempre activa lo acercaba a los desposeídos. Los evangelistas
del anarquismo, por entonces vigente habían mojado aquella joven cabeza con sus
aguas lustrales. (…)”.
Ortiz por Norma Frigerio |
Los poetas tenían sus ceremonias en la casa de la ochava, y a no dudar,
hoy sus buenos fantasmas siguen de ronda: “Hacia el final de las tardes, en
compañía de otros amigos, acostumbrábamos leer o comentar los libros que yo
había llevado de Buenos Aires o que el azar ponía en nuestras manos. Esas
tertulias, aparte de otros sabores amables, tenían el gustoso sabor del mate.
Solían realizarse a la puerta de la casa de Ortiz, sobre la vereda de ladrillos
desparejos, en cuyas fisuras crecían los yuyos que auguraban el campo. Por la
vieja calle de tierra, donde abundaban los zanjones, mientras hablábamos de los
escritores franceses que habían surgido después del armisticio del 18 –firmado
no hacía mucho- veíamos pasar ensimismados jinetes y carros como desvanecidos
en el polvo que levantaban. Cuando el sol se ponía y empezaba a flotar en el
ambiente el habitual olor a carne asada, también pasaban, graves y espectrales,
los pescadores y demás hombres del río. Y diré, de paso, que ese olor que venía
de los lejanos fogones era parte inseparable de los borrosos anocheceres que
recuerdo: con los ojos cerrados hubiera podido saber la hora, y acaso el
pueblo, por aquella lenta combustión animal. (…)”.
Mastronardi, devenido hoy en buen fantasma, veía en el paisaje a seres
espectrales, estaban aquellos que volvían del trabajo, “los desvanecidos en el
polvo”, y estaban otros buenos fantasmas, porque el paisaje siempre se
construye con habitantes de la vida y de la muerte. Y el aroma que siempre ayuda
a recuperar el tiempo, la garúa de la memoria.
Foto de Juan Kayayán |
Vuelvo a la casa en la ochava, ahora a la de la foto de Kayayán que
comprara Rosa Cayetana Díaz, la madre de Silvia Aída Ceballos. La familia
Ceballos vivió por muchos años en la casa que habitaron los tres poetas. Hay en
la foto una figura recortada, la luz llega desde el jardín, en la puerta
lateral de la casa. Es Rosa, que explica, que sigue explicando a los
trabajadores del municipio, que no deja la casa por más que el Gualeguay amenace.
El río está al pie de las escaleras por donde, de manera rutinaria y lejos de
utilizar los escalones, Catón tomaba vuelo para llegar hasta la calle. Silvia
Aída recuerda los saltos de Catón, que sabía de la vida y de la muerte, y
entonces, por más que haya pasado el tiempo y el paisaje se haya modificado,
puedo ver el buen fantasma de Rosa asomado a la vereda lateral del kiosco que
hoy se funda en la casa de la ochava. Pienso: hasta acá me trajo el buen
fantasma de Mastronardi, me invitó a la escritura. Entonces, por una de las
ventanas, tres poetas siguen mirando desde la foto de Montana.
Sabiendo de tantas verdades emotivas, un día de lluvia compré un
sánguche en el kiosco. Pedí permiso al grupo de buenos fantasmas que sigue
reunido en la vereda. Caminé lento. La vereda no estaba despareja, pero había
aroma a asado. Me pareció escuchar un apellido de origen francés. Pensé, todas
las fotos hacen la gran foto de la memoria.
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