domingo, 24 de abril de 2016

Ortiz por Mastronardi

En la nota que escribí sobre el quehacer mágico del fotógrafo Jorge Lupo, cuando me referí a su foto en la biblioteca Carlos Mastronardi de esta ciudad, afirmé, sin lugar a dudas: que en la biblioteca hay fantasmas, por ejemplo, los de los poetas Juan L. Ortiz y Carlos Mastronardi. Claro que hay otros, pero en esta nota hablaré de ellos, o mejor dicho, uno hablará del otro.
El fragmento de maravilla que elijo rescatar pertenece al pulso de Mastronardi. En sus “Memorias de un provinciano” (1967) el poeta recuerda, a través de varias páginas, todas las miradas y memorias hechas alrededor de su contacto con Juanele, comienza: “(…) Creo que en la biblioteca vi por primera vez al poeta Juan L. Ortiz, que habría de ser uno de mis grandes amigos. Me superaba algo en edad y mucho en versación y acierto selectivo, pues tenía ya el gusto formado, de modo que podía leer con provecho a Taine, a Guyau y a Paul de Sain-Víctor cuando yo apenas salía de las novelas de capa y espada. Muchas noches abandonamos juntos ese ámbito apacible (me gustaba el olor a madera barnizada que tantas veces respiré en él), donde habíamos iniciado una conversación que, al cerrar la casa sus puertas, proseguíamos en la calle. A veces lo acompañaba hasta la suya, situada en un extremo del pueblo, a pocos pasos del río. Aún no había formado su hogar, de modo que vivía solo, en una casa esquinera que parecía una atalaya y en la cual congregaba gatos y amigos. (…)”.
Carlos Mastronardi
La ronda callejera de estos amigos fantasmas, de estos conversadores de entresombras, descorcha en mi memoria las imágenes, las historias alrededor de la casa esquinera, a decir de Mastronardi. Casa de ochava, de otro tiempo, y a la hora de hablar del tiempo y sus variables, y su diverso transcurrir, recuerdo la foto tomada por Julio Montana allá por el 2001. La fachada de la casa al fondo. Gurises tratando de remontar una pandorga. La foto tiene el aroma del tiempo, parece mucho más antigua de lo que en verdad es; uno piensa que Juanele puede estar espiando desde una de las ventanas, que también, en la misma ventana pueden estar los otros dos poetas que allí vivieron: Amaro Villanueva y Gamboa Igarzábal. Sin embargo es de 2001. Pero por esas bondades que creo tienen tanto la vida como la muerte, estoy seguro de que por las ventanas de la casa en la foto de Montana, los tres poetas espían la suerte de la pandorga y los tres gurises.
Foto de Julio Montana
Esa misma casa de ochava, ese refugio de poetas, es la que aparece en otra foto, esta vez tomada por Juan Kayayán. Abril del 59, plena inundación a manos del Gualeguay. El agua llegaría cerquita de la plaza Constitución. La foto pertenece a Silvia Aída Ceballos, y esa imagen tiene una historia. Pero antes de recrearla, sigo con la palabra de Mastronardi, de un escritor que sencillamente podía admirar a otro escritor, y contarlo a través de la semblanza proveniente de la parte de la memoria que vive en la felicidad. Me digo que estos valores cada vez cotizan menos en el mundo veloz de nuestros días: “Su piedad franciscana excedía –y excede-, el estrecho ámbito humano, y ya en aquel tiempo recogía los pequeños animales abandonados o perdidos en los espinosos cercos de los suburbios. En esos años, sólo entregado a la naturaleza que lo rodeaba y a los libros que podía obtener, no pensaba en publicar sus poemas, pero ya había escrito algunos con humilde y escondida delectación. Cedía muchas horas libres a la lectura y el río; de modo eventual, sin embargo, la pluma y el pincel lo atraían con parejo encanto. Fue retratista recio y excelente paisajista, pero la poesía acabó por identificarse con su vida. Desprovisto de colores y telas, con improvisados elementos de trabajo solía reproducir un rostro o detener en términos de arte una puesta de sol. En sus habitaciones de paredes rugosas y puertas con antiguos pasadores de hierro que nunca utilizó –confiaba en la honestidad de sus vecinos- vi algunos retratos que eran obra suya y que comportaban otros tantos homenajes a escritores de su dilección. Allí estaban Tolstoy, Gorki, Romain Rolland, Rafael Barret y creo que Barbusse. Si no recuerdo mal, eran retratos al carbón. El sol intruso –sobre aquella casa insular más imperioso- y los desniveles de la rudimentaria pared habían arqueado los cartones que presentaban esos rostros ilustres. Por otra parte, dichos trabajos respondían a una exigencia de su intimidad y de ningún modo forzaban el sentimiento admirativo de los otros. Nunca lo movió el afán de convertir sus emociones en las provechosas etapas de una carrera artística o literaria. (…)”.
Juan Laurentino Ortiz
Siempre pensé en Juanele como un escindido, por elección, del mundo de la cáscara; claro que leer a Mastronardi lo confirma, efectivamente, sí, era un escindido, ese su carácter, su esquina, el puerto desde donde marchó hacia su destino: la vida en la naturaleza, y después su escritura: “Sucinto como un junco, suave la voz, propenso a la contemplación y al silencio, desentendido de las rencillas locales y perdida la mirada en la lejanía, tanto su aspecto como sus hábitos causaban una especie de amable extrañeza. Sencillo en la palabra y en la ropa –su única coquetería era un sombrero de artista, un sombrero de ala tan ancha que debía quitárselo para trasponer algunas puertas- y totalmente incapacitado para la codicia, estos insólitos atributos impedían clasificarlo o definirlo según las pautas corrientes. En vez de salir en busca de otro empleo –tenía uno muy modesto- buscaba el recogimiento y pedía el éxtasis a las aguas del río vecino y a los atardeceres silvestres. No escrutaba sino que se integraba en la naturaleza: era un gajo más de aquellos árboles ribereños. Los cielos y los campos que para los demás son lluvia y pasto, generaban en él estados mágicos. Frecuentaba la costa frondosa, donde muchas veces lo sorprendí como embelesado y ausente, los ojos agradecidos en el horizonte. Esos hábitos singulares, y la fuerte impresión de irrealidad que dejaba en la gente normalmente ávida, no lo privaba de amigos. En mis ya numerosos años no he conocido hombre más bueno ni más comprensivo. Mantenía trato afectuoso con sus vecinos, casi todos ellos ‘boteros’ y pescadores. En ese medio, donde el porvenir no podía ser sino idéntico al ayer, pues todo se reducía a seguir tirando, no causaba perplejidad ni extrañeza, pero las personas acomodadas o por acomodarse, sólo atentas a los bienes concretos, lo apreciaban sin entenderlo. Como nunca lo vieron arrojarse sobre las cosas con voluntad posesiva, su carencia de avidez les traía asombro. Quizás lo juzgaban un excéntrico o un hereje social, ya que sólo podían medirlo con sus habituales esquemas.
Un sentimiento casi místico lo identificaba con el paisaje y una simpatía humana siempre activa lo acercaba a los desposeídos. Los evangelistas del anarquismo, por entonces vigente habían mojado aquella joven cabeza con sus aguas lustrales. (…)”.
Ortiz por Norma Frigerio
Los poetas tenían sus ceremonias en la casa de la ochava, y a no dudar, hoy sus buenos fantasmas siguen de ronda: “Hacia el final de las tardes, en compañía de otros amigos, acostumbrábamos leer o comentar los libros que yo había llevado de Buenos Aires o que el azar ponía en nuestras manos. Esas tertulias, aparte de otros sabores amables, tenían el gustoso sabor del mate. Solían realizarse a la puerta de la casa de Ortiz, sobre la vereda de ladrillos desparejos, en cuyas fisuras crecían los yuyos que auguraban el campo. Por la vieja calle de tierra, donde abundaban los zanjones, mientras hablábamos de los escritores franceses que habían surgido después del armisticio del 18 –firmado no hacía mucho- veíamos pasar ensimismados jinetes y carros como desvanecidos en el polvo que levantaban. Cuando el sol se ponía y empezaba a flotar en el ambiente el habitual olor a carne asada, también pasaban, graves y espectrales, los pescadores y demás hombres del río. Y diré, de paso, que ese olor que venía de los lejanos fogones era parte inseparable de los borrosos anocheceres que recuerdo: con los ojos cerrados hubiera podido saber la hora, y acaso el pueblo, por aquella lenta combustión animal. (…)”.
Mastronardi, devenido hoy en buen fantasma, veía en el paisaje a seres espectrales, estaban aquellos que volvían del trabajo, “los desvanecidos en el polvo”, y estaban otros buenos fantasmas, porque el paisaje siempre se construye con habitantes de la vida y de la muerte. Y el aroma que siempre ayuda a recuperar el tiempo, la garúa de la memoria.
Foto de Juan Kayayán
Vuelvo a la casa en la ochava, ahora a la de la foto de Kayayán que comprara Rosa Cayetana Díaz, la madre de Silvia Aída Ceballos. La familia Ceballos vivió por muchos años en la casa que habitaron los tres poetas. Hay en la foto una figura recortada, la luz llega desde el jardín, en la puerta lateral de la casa. Es Rosa, que explica, que sigue explicando a los trabajadores del municipio, que no deja la casa por más que el Gualeguay amenace. El río está al pie de las escaleras por donde, de manera rutinaria y lejos de utilizar los escalones, Catón tomaba vuelo para llegar hasta la calle. Silvia Aída recuerda los saltos de Catón, que sabía de la vida y de la muerte, y entonces, por más que haya pasado el tiempo y el paisaje se haya modificado, puedo ver el buen fantasma de Rosa asomado a la vereda lateral del kiosco que hoy se funda en la casa de la ochava. Pienso: hasta acá me trajo el buen fantasma de Mastronardi, me invitó a la escritura. Entonces, por una de las ventanas, tres poetas siguen mirando desde la foto de Montana.

Sabiendo de tantas verdades emotivas, un día de lluvia compré un sánguche en el kiosco. Pedí permiso al grupo de buenos fantasmas que sigue reunido en la vereda. Caminé lento. La vereda no estaba despareja, pero había aroma a asado. Me pareció escuchar un apellido de origen francés. Pensé, todas las fotos hacen la gran foto de la memoria.

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