domingo, 1 de mayo de 2016

Mastronardi: Ortiz y algo más

Repito, y lo seguiré haciendo, que leer la prosa de Carlos Mastronardi en “Memorias de un provinciano” (1967) es una de las maravillas que la vida lectora puede ofrecer a quien cree en las palabras hacedoras de recuerdos. Sigo de recorrida por las páginas que se ocupan de Juan Laurentino Ortiz. Mastronardi lo va componiendo con pinceladas, imágenes, sucesivas: “(…) Magro, vibrátil y de tez ligeramente oscura, Ortiz tenía el aspecto de una estilizada garza mora. Esos rasgos exteriores condecían con su índole sensitiva. Se hubiera dicho que su magrez era otra forma de humildad. Vivía en función de los bienes más elevados y nobles. Lector omnívoro, mantuvo trato íntimo con todas las obras literarias de que disponía la biblioteca local”. Y en ese hacer del escritor contando al amigo allá lejos y hace tiempo, se disparó, sin él saberlo, una flecha de tiempo que dio en el centro de mis días de vida gualeya. Pensé en que hoy camino el mismo paisaje ciudadano, la misma biblioteca, y que además puedo tomar del estante el mismo ejemplar que Juanele quizá tomara para su intimidad. Un libro en la mano de un hombre, y ahora recuerdo cuando estuve a un lado de José Saramago, justo en el momento en que el escritor acariciaba un ejemplar de su novela: “La caverna”. Dijo: “Hay que cuidar la forma libro, porque dentro hay un hombre, el autor”. La lectura puede abrir la puerta de varios mundos, digo, y ante todo el íntimo: una ceremonia secreta.
Carlos Mastronardi
Mastronardi da pista sobre la formación de Juanele: “(…) Su adolescencia había gozado versos de Acuña, de Flores, de Asunción Silva, pero luego dio con los clásicos y más tarde puso su interés en los escritores europeos del siglo XIX y del nuestro. Banchs, entre los poetas argentinos por entonces vivientes, era su predilecto. Proclive al intimismo, como entonces se decía, sospecho que Almafuerte le parecía demasiado asertórico y Lugones demasiado brillante. Tendía naturalmente al medio tono y al matiz. Entre los ultramarinos, Samain, Laforgue, D’Annunzio y Juan Ramón Jiménez lo llevaban al éxtasis. Asimismo la prosa etérea y sugestiva de Rodenbach estaba siempre en su conversación. Los movimientos literarios que ocurrieron durante la primera guerra mundial o poco después, sin duda ensancharon su visión y retocaron sus preferencias”.
Y en este lugar, Mastronardi, el memorioso, hace una consideración sobre el lector de provincia; y entremezcla pequeñas señales, faros en la tormenta para quien busca entre las pasiones guardadas en los libros, que alientan el pensamiento, y que además invitan a la charla, a la magia de la palabra en la ronda de una conversación: “(…) A este respecto, diré que la evolución del gusto, como nadie lo ignora, suele estar determinada por las circunstancias. El escrutinio de valores estéticos es tarea que en el ámbito provinciano resulta singularmente dura y costosa. El lector que no hace de la lectura un pasatiempo, sino que se propone ahondar en el espíritu de las obras y enriquecer el suyo propio, sufre de soledad y, por consiguiente, no puede establecer esas fecundas confrontaciones que son inherentes al diálogo. Perdido en un pueblo de provincia, debe atenerse al dictamen escrito que le llega desde los populosos centros donde se cruzan todas las corrientes de la cultura. Como es evidente, ese tipo de dictamen no siempre trasluce un estricto criterio valorativo. En muchos casos, disimula o suaviza los contornos de la realidad a que se aplica. Suele ajustarse a convenciones que, en cambio, raras veces aparecen en el curso del lenguaje oral. De tal modo, ese apartado testigo del arte nunca goza de los bienes que son acarreo natural de la conversación, más suelta y libre cuanto más privada. Tiene que extraer de sí lo que falta en su medio, por manera que esa relación es una limitada relación dual. Ningún puente, ninguna mediación, le permite tomar posiciones frente al poeta o al novelista que, por el solo hecho de serlo, cae sobre él con todo su prestigio genérico. En apreciable medida, el arte es cosa social, ya que se hace ‘entre’ los hombres. Pero el lector que está solo y que desea aplicar un criterio judicativo a la obra que tiene entre manos, cumple ese propósito dentro de un ámbito puramente subjetivo, librado a sus recuerdos, a sus gustos, a su espíritu sin ventanas. Dadas estas condiciones, entrega a la sensibilidad lo que es pertenencia del juicio. Por consiguiente, el valor histórico de las obras, es decir, las resonancias que éstas suscitan en una época o un ambiente –rebrotes, influencias, analogías- no ingresa en su apagado mundo especulativo. Las circunstancias le impiden mover sus facultades analíticas; se convierte, pues, en pasivo contemplador del arte. En cuanto se vuelve total consentimiento, cabría decir que su modestia excesiva lo entorpece. Por mucho que su riqueza interna sea considerable, acatará con veneración inocente los nombres y los títulos que propagan las decisivas ciudades. Y esa mansa actitud acabará por anular todo sentido crítico. Ignoro si las cosas han cambiado, pero estas modalidades eran muy fuertes a principios de siglo, cuando conocí a Ortiz. Quizá yo le llevé un poco de la dureza estimativa que aprendí en Buenos Aires. Por lo demás, antes de abandonar la provincia y de confrontar puntos de vista por la vía del diálogo, estas propensiones fueron también mías. Un fervor a la vez avasallante y fácil me privaba de esa libertad que es condición del buen discernimiento. Creo que dicho desnivel se manifiesta con fogosidad en todo joven que intenta formar su espíritu en un ambiente retirado y sin el socorro de la comunicación viva”. Mastronardi me habla de la defensa del sentido crítico, del valor de la conversación, del cruce de ideas y pareceres, de la oposición: decir “no” al paquete cerrado que envía la gran ciudad, la búsqueda a través de varios caminos. Y le digo gracias desde estos tiempos confusos que me tocan en suerte.
Juan Laurentino Ortiz
Mastronardi vuelve a ubicarse en las cercanías de la casa esquinera donde Juanele vivía frente al río. Todavía se puede ver la fachada de la casa. Siempre que voy camino al Parque, detengo la mirada en la presencia del testigo silencioso; y otra vez, la cercanía otra, la emotiva, de andar entre los mismos árboles como entre los mismos libros: “(…) Durante nuestros largos paseos por el parque, entre espinillos y eucaliptos, junto a las barrancas del Gualeguay, Ortiz se avenía a decirme sus versos. Antes, claro está, debía esforzarme por vencer su reserva pudorosa. Le pagaba ese don muy malamente, puesto que le hacía conocer mis vacilantes alejandrinos, donde sucesivamente aparecían Nervo, Herrera y Reissig, Carriego y otros mentores. Ese intercambio, cumplido a media voz, tenía los caracteres de un fraterno rito secreto. Con el cielo ya oscuro, dejábamos aquel lugar apacible donde la apariencia y la esencia de Entre Ríos son una misma cosa perdurable. A favor de los candiles de las afueras, desde su noche proletaria, algunos vecinos nos miraban como si nos temieran conspiradores. Otras veces, al salir de la biblioteca (yo hacía mi aprendizaje de Balzac, Zola y Eca de Queiros) reanudábamos el velado rito poético. Sobrevenían nuestros poemas, que en modo alguno pensábamos publicar, pues ni siquiera nos había rozado la idea de hacerlo. Estábamos al margen de todo, ignorábamos el mundo literario y, en lo que respecta a mis versos, no eran sino esas notas entreveradas y confusas que emite la orquesta antes de empezar su trabajo. Pero no daba comienzo al mío: se me iba el tiempo en afirmaciones previas, tal como lo pierden esos malos payadores que templan indefinidamente su instrumento. Otro era el caso de Ortiz: la timidez y el recato le impedían poner en luz sus hermosos poemas. Camino de su casa se los oía decir. La quietud era grande y el sensible cielo estrellado tenía más realidad que el pueblo sin voces, desierto. El viento ahondaba la noche y recorría las calles con su silbido, como preguntando por alguno. Detrás de la plaza, a medida que salíamos del empedrado, las luces se volvían tristes y ralas, los ladridos que vulneraban el silencio eran más frecuentes y el cercano campo oscuro se posesionaba de nosotros con la fuerza y el misterio del destino. (…)”.
En cada comentario de Mastronardi se descubre la profunda sabiduría en los territorios amigos de la lectura y la escritura. Son palabras de escritor que comprendió a conciencia el tránsito en el “mientras tanto” del oficio, y que por lo tanto deja registro de los territorios del afuera, que también juegan como parte del lance desesperadamente humano que guarda la poesía, el arte.

“La quietud era grande y el sensible cielo estrellado tenía más realidad que el pueblo sin voces, desierto”, anota quien hace memoria, y entonces funda en el relato la apariencia mágica que siempre ofrece Gualeguay a todo aquel que quiera saber de esa otra sintonía, la que nace a través de formas y sonidos, de las sombras y el viento en la suerte que marca el destino. Lo expresado por Mastronardi, esas señales en el paisaje y el ánimo de los que aún estamos vivos, es la mecánica por la que con tanta asiduidad nos visitan la memoria de los muertos. Imagino que viven en las copas de los árboles del Quintana, y que desde allí se descuelgan aceptando la invitación: la apertura de la puerta que se da cuando un escritor como Mastronardi deja el rastro en un libro, o cuando un gualeyo cualquiera camina junto al río y repara en el viento, en el murmullo de los árboles.

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