domingo, 22 de mayo de 2016

Ortiz y Mastronardi en la biblioteca

A través de varias notas pude dar cuenta de las miradas de Carlos Mastronardi sobre su amigo Juan L. Ortiz. El relato testimonial se guarda en un libro notable: “Memorias de un provinciano” (1967). Mastronardi, en las páginas en que retrata, en que cuenta a Juanele, y al hacerlo él mismo se hace relato, refiere elementos, imágenes, sensaciones, que tienen que ver con aquello que el poeta Ricardo Maldonado llama el segundo nacimiento. Dice Maldonado que el hombre es parido dos veces en la vida. La primera cuando la madre; la segunda cuando es parida la identidad de ese hombre, la sustancia que, con diferentes matices pero sin perder el rumbo de fundación, se proyectará en dirección al futuro. Ese segundo nacimiento del hombre será determinante en el mapa de las cuestiones más importantes de la vida; ese hombre tendrá pista firme frente al universo cotidiano. Mastronardi recuerda momentos fundacionales junto a Juanele, cuenta a un Juanele que fue ejemplo a seguir, y establece sensibilidades diversas. Los muchachos que alguna vez fueron, llegaron a la adultez con pista cierta de gustos y posiciones. Dueños de una identidad, compañeros en la sintonía poética, fijaron destino y memoria.
Dice Mastronardi de esos encuentros y caminatas con Juanele entre los árboles del parque Quintana, mientras entre ellos pronunciaban esos poemas que ni siquiera pensaban publicar: “(…) Pocas experiencias han dejado en mí una huella tan profunda como esas noches suburbanas en que la desolación y el olvido parecían retenerme para siempre”.
Los días llevaron a Mastronardi hacia la gran ciudad, pero “(…) Después de muchos años, luego de haber intentado la abogacía y la poesía en Buenos Aires, arraigué otra vez en Gualeguay”.
La biblioteca de Gualeguay por Jorge Lupo
Mastronardi, como el Gordo Pichuco, siempre estaba volviendo al barrio que lo vio nacer. Y ese regreso señalado por el poeta marcó un nuevo encuentro con Juanele: “(…) Entonces volvimos a encontrarnos en la querida biblioteca de nuestras mocedades. Por esas fechas, los directores de la entidad solían pedir opinión a mi amigo cuando se trataba de adquirir libros. En dos ocasiones integramos con Ortiz la comisión de aquélla. Y si en los altos anaqueles se advirtieron signos de una renovación alentadora, ello se debió a su espíritu emprendedor y abierto; más de una vez propuso y logró la compra de obras en verdad admirables. Hice cuanto pude por secundarlo en la tarea de quebrantar la rutina que pesaba sobre el organismo educacional del cual dependía la biblioteca”.
Así en la tierra como en el cielo, en las historias, y por mejor intencionadas que estas sean, aparecen “peros”, algunos por simple envidia o celo, y otros alentados desde la ignorancia y el miedo. Continúa Mastronardi: “(…) Esa racha de aire nuevo, como ocurre siempre, causó algunos constipados espirituales. Suscitamos una creciente prevención en los socios que, para no ver perturbadas sus estáticas concepciones del mundo y de la cultura, optaban por ‘no innovar’. Logramos darle acceso a Proust, pero nuestras reiteradas menciones de Joyce no tuvieron eco. Sin ninguna ironía nos preguntaban: ‘¿Quién lo conoce aquí?’. Empezaban por el fin, y, además, como lo próximo parece más real que lo remoto, querían poblar los estantes de libros enérgicamente nacionales. Según los más temerosos (entre los cuales se contaba un agrónomo que hizo traer un manual de apicultura y otro sobre la siembra de la remolacha forrajera), estábamos llevando adelante un plan revolucionario, cuya primera etapa consistía en desviar a la juventud del recto camino. En opinión de algunos socios, Ortiz y yo habíamos invitado, para que ocuparan la tribuna de la entidad, a escritores de la Capital Federal que no hicieron sino apresurar ese proceso lamentable. Los visitantes, sin embargo, fueron los hombres más lúcidos y tranquilos de la generación llamada de Martín Fierro, como también algunos profesores cuyas ideas no tenían nada de aterradoras. De nada valían las explicaciones. El recelo ganaba los ánimos, la curia dijo su palabra reprobatoria y algunos rentistas cautelosos retiraron sus ahorros de los bancos para evitar que un golpe de mano de las supuestas brigadas de choque los dejara en la calle…”.
Juan L. Ortiz
La revolución hacía punta en la biblioteca de Gualeguay, caída en manos de dos personas raras, oscuras, y que para peor, eran poetas que poco sabían de la moral y las buenas costumbres que tiene aparejado el cultivo del dinero. Esta revolución pasaba por Proust y Joyce, y vaya uno a saber el resto de los nombres con los que se iban a robar el alma de la juventud. Dos demonios en la altura del edificio de calle 25 de Mayo, a pasos, ahí nomás, del nido de las fuerzas vivas de la ciudad. Dos poetas de ayer que hoy son bandera y orgullo de la Capital de la Cultura de la Provincia de Entre Ríos, me digo, y entonces me pregunto por la ciudad y la gente de ayer, una galaxia que no está a años luz de este presente, sino a un puñado de décadas. Pienso en ello porque los “constipados espirituales” tuvieron desarrollo y descendencia. Palabra de Mastronardi: “(…) Claro está que ni éramos teístas muy convencidos ni entregábamos el domingo al sacramento de la misa, pero inútil es subrayar que sólo comportábamos un peligro en la medida en que el libre examen de las ideas nos parecía una irrenunciable conquista humana”. El quehacer de los poetas importaba como posición moral, una esquina ética, hecha conciencia durante el segundo nacimiento, un convencimiento trabajado desde la sabiduría acumulada por los hombres pensantes. Continúa el poeta: “(…) Ya enfrentados los bandos, el manejo de la biblioteca fue el anhelo más firme de quienes nos sospechaban poderes demoníacos. Convenientemente bendecida, una comisión de señoras salió a ganar adeptos. Un estanciero educable comprometió sufragios y propuso a sus amigos una ortodoxa lista de candidatos. Se quería volver a la tranquilidad mediante una comisión directiva que no dejase resquicios a la subversión. La gente de iglesia, luego de proponer algunos nombres para las vocalías, resolvió llevar sus feligreses al acto comicial, que debía realizarse por la noche. Y ocurrió algo extraordinario. Ancianos que hacía más de una década permanecían recluidos en sus casas, lisiados que casi nunca abandonaban el lecho y que no entendían bien los motivos de la convocatoria, se agolparon en el vestíbulo de la biblioteca para pedir precisiones acerca de su cometido electoral. Una de esas reliquias susurró que desde la misa del Gallo de 1920, no salía de noche. El esfuerzo de la curia me pareció admirable, no por su terrenal eficacia, sino por su índole milagrosa: había operado la resurrección de los muertos”.
Carlos Mastronardi
Cuenta la historia de Gualeguay que entonces aquella vez los demonios alojados en el alma de dos de sus poetas más notables fueron derrotados por las fuerzas del bien. Cada vez que visito la biblioteca que hoy lleva el nombre de uno de los demonios derrotados, estoy seguro de que es un lugar habitado por buenos fantasmas, gente buena de ayer devenida en buen fantasma de hoy, gente con buenas intenciones como Roberto Beracochea, me digo, él debe andar entre las mesas, también imagino la visita de Cachete González, porque esta Gualeguay sí que sabe de estar habitada por buenos fantasmas. Sólo una vez pude ver un grupo de fantasmas sufrientes reunidos en la puerta de la biblioteca, no parecían malos, pero algo, supongo que alguna especie de culpa, los dejaba afuera: ninguno llegó hasta el cielo del edificio. Calculo que Catón los habrá devuelto a los confines de la naturaleza.
Antonio Castro
Mastronardi, el hombre que recuerda las historias de ayer, cuenta de qué manera los caminos de los amigos poetas se abrieron después de un tiempo; se abrieron como si se enfrentaran a una encrucijada blusera, no podía ser de otra manera, pienso, ya que en estas encrucijadas el hombre puede encontrar al diablo para venderle su alma: “(…) La vida nos separó uno o dos años después de estas batallas electorales. Regresé a Buenos Aires para integrar la redacción de ‘El Diario’. Mi amigo Ortiz, que tenía un empleo en el Registro Civil de Gualeguay (asentaba las fechas que son tan importantes para los humanos), luego de jubilarse, radicó venturosamente en Paraná. No quiso dejar su Entre Ríos”.
Pepe Quintana
Mastronardi y Ortiz, dos poetas nacidos en Gualeguay; dos nombres ilustres en el cielo gualeyo de hoy, donde respiran los notables; dos figuras en el mural de Medrano y Saldaña: “El paseo de los nuestros”; dos obras notables que hoy ocupan espacio en algún estante de la biblioteca Mastronardi, en su cielo.

Me viene a la memoria, casi con seguridad desde alguna charla con Nidya Rampoldi, una referencia a estos temas de señalar, culpar, y de practicar el chisme, sobre la manera de andar por la vida de quienes no adhieren al centro normativo sobre el que patina la mayoría. Pienso en Antonio Castro, en cómo mejoró el trato de la sociedad de la mayoría cuando el artista se declaró fallecido, porque ya no podía ser ácido, ni invitado molesto, ya no decía: “Parejito, parejito, todo una mierda”. Pienso en otro creador molesto: Pepe Quintana. Y me digo que ellos: Ortiz, Mastronardi, Castro y Quintana van de cara al viento que sigue llegando desde el río. Ahí están sus obras. El otro día esperaba a Marisa, hija de Cachete González, en el gran ambiente de entrada del Club Social. Desde mi sillón observaba el Castro maravilloso que engalana una pared. Después reparé en que sobre mi cabeza había colgado un Maddonni. Sonreí al pensar en los resurrectos de todas las épocas.
Derlis Maddonni

1 comentario:

  1. Gracias por etse informe de estos queridos embajadores de las letras Ines Setuain
    info@inessetuain.com.ar

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