domingo, 31 de julio de 2016

Serenata y libertad

Escribía en la nota de la semana pasada la anécdota que me contó una dama anónima de Gualeguay. En ella hacía referencia a la presencia de Roberto “Cachete” González como hombre decidido a dar una serenata a una damisela. Hacía referencia al paisaje, a que uno nunca sabe de la totalidad de los elementos que lo forman, y bien lo supo Cachete que llegó con el guitarrero, y la dama estaba sentada al lado del novio. Pero antes, el hombre que era Cachete, había decidido hacer la jugada, sin tener todos los pájaros en la mano, tan solo teniendo en el pecho el plumaje de la pasión. Imagino que Cachete habrá pensado en el hecho innegable, comúnmente señalado con la frase: “el ‘no’ ya lo tenés”. Especie esta de la que muchos hemos echado mano cuando había que encarar, porque se la pretendía y se la soñaba, a la damisela más linda, la más interesante, la que prometía el paraíso en la mirada.
Aun conociendo el porte del desafío, uno encaraba, el hombre enfrentaba la cordillera de los Andes e intentaba el cruce. En la nota hacía referencia a una película: “La pandilla salvaje” (The wild bunch) (1969) del director norteamericano Sam Peckinpah, el apóstol de la violencia; un director que realizó unas pocas películas notables, y otras en las que dominaron la obra, y las tijeras, los productores. En la mencionada, una de las mejores, un western terminal, esas historias que transcurrían cuando el oeste norteamericano quedaba de lado o era aplastado por la civilización del capital ordenado, un grupo de amigos, hombres fuera de la ley, se proponen salvar a un amigo preso por un general mexicano. Se escucha la frase decisiva en la puerta del prostíbulo donde la pandilla mata el tiempo pensando en la suerte del amigo: “¿Por qué no?”. Confirman la carga de las armas y caminan por las calles de una ciudad pobre para hacer la jugada, el intento, el cruce de los Andes, la serenata, en este caso, sangrienta; porque estos hombres ante todo eran amigos, tenían un código que no estaban dispuestos a dejar de lado. Entonces, en una de las secuencias antológicas de la historia del cine, la violencia se desata y se lleva puestos a propios y extraños.
La pandilla, liderada por William Holden y Ernest Borgnine, sabía que el “no”, lo imposible, ya lo tenía, y sin embargo, salieron a la calle. “La pandilla salvaje” es una película a la que siempre vuelvo, por muchos de sus valores, actuaciones, cuidado estético, riqueza en el guión, y ante todo, por su parada ética, por esto mismo que acabo de escribir: jugarse en pos de lo que se cree, de los valores que se defienden, de la poesía que más nos gusta. Hay un terreno, debería haberlo, en las personas, en que nada es negociable, yo llamo a ese territorio: mis patrias internas. Hay muchas situaciones o acciones con las que no estamos de acuerdo, y la mayoría de las veces estamos obligados a hacerlas; entonces no deberíamos dejar de hacer o de intentar, aquello que nos hace felices, que nos acerca a la plenitud, esas acciones que nos permiten, cada mañana, mirarnos al espejo del baño y no sentir desprecio por el muchacho amanecido.
Marisa González, hija de Cachete, luego de leer la nota, me dijo: “Es cierto, a mi viejo lo tenía sin cuidado el ‘no’ del otro. Lo que avanzó fue producto de ir corriendo esos temores”.
Ayer mismo me encontraba trabajando con material sobre Cachete, que me acercó Marisa. Y me encontré con un afiche de publicidad de la exposición de Cachete en SAAP (Sociedad Argentina de Artistas Plásticos), ubicada en calle Viamonte, a unas cuadras del Bajo, en Buenos Aires. La muestra se desarrolló entre el 24 de setiembre y el 12 de octubre de 1990. Entre las obras que Cachete expuso en aquella oportunidad, hay un título que atrapa mi atención: “Hay veces que me encanta dibujar como se me canta”.
Me pregunto cómo será el cuadro, espero encontrarme con él en algún momento, poder identificarlo. Cuando leí este título, pensé en la serenata de Cachete en Gualeguay, y pensé en que este hombre nunca perdió de vista la sustanciosa y necesaria presencia de la libertad.
Cachete González
Cachete era un artista, y como tal, era un hombre que necesitaba las manos libres, y las almas en las manos para subirse al impulso. Quizá todo se trate de seguir al susodicho, de subir al impulso creador que nos saque de la contemplación del paisaje. Si bien es necesaria la contemplación atenta, a conciencia despierta, es también necesario romper amarras con el muelle y dejarse partir. Caminar hasta una casa para dar una serenata en el silencio de una medianoche en Gualeguay; caminar hasta el taller, aunque Marisa me cuenta que en las casas sucesivas de Cachete, todas ellas eran taller, cada uno de los ambientes, y en ese taller había obras y sobre ellas, algunas veces, eran hasta los mismos hijos del artista los que intervenían con algún garabato; decía entonces, caminar en el taller que era la casa toda, y pintar en esas veces en que le encantaba pintar “como se me canta”, y ahora que anoto, me digo, otra vez una canción, claro, la de la libertad de decirle, por difícil que fuera la parada, estoy enamorado de vos, mujer; y la libertad de pintar como cuando fue la primera vez, libre de todo saber, libre de todo condicionante, libre del barullo, siempre el barullo, lo llamo así pero por la cantidad nutrida de voces que por lo general habita en la cabeza de un creador, voces e imágenes que le cuentan, que le sugieren, que le exigen, ah, las voces que habitarían en los pensamientos de Cachete, y la música, y las palabras de tantos poetas haciéndose canción, formando rondas alrededor de una imagen de mujer, o de un cuadro que cante de gatos, payasos, Chaplines y otros aparecidos.
Llueve sobre la zona de chacras gualeya, y pienso en Cachete desde que desperté, pienso en él y en el título del cuadro; así anduve media mañana hasta que yo mismo me dispuse a escribir la nota para el diario como se me canta, hablando exactamente de ello, confesando que no tengo más en mis manos: un pintor y el título de un cuadro, y que haberme encontrado con esta sociedad, ella o algo que tiene que ver con ella, más el impulso de escritura que me funda desde que tengo memoria, me dice, como si las estrellas del “Nocturno a mi barrio” del Gordo Pichuco, me dijeran a mí también, vení, quedate aquí. Pero sé que no fueron las estrellas sino, quizás, tal vez, la lluvia, la que hoy se metió en mi chamuyo con Cachete. Esa misma lluvia que limita y libera. Porque cuando llueve uno elige los movimientos posibles dentro de Gualeguay, y más con tanta tierra durmiendo frente a la puerta de mi casa, esa misma tierra que a poco de saber de humedades se transforma en barro; cantidades de barro como para nacer miles de Golems gualeyos que, es sabido, toman vida ni bien se les coloca en la boca un pedazo de galleta; y entonces, decía, la lluvia limita, pero a la vez es la que mejor abre mi puerta para salir a jugar al patio, para pensar en otras instancias, además de las terrenas. Qué hacer, cómo no hablar con fantasmas escuchando el murmullo de los muertos jugando a la lluvia, jugando a acariciar las chapas del techo de mi casa, cómo, de qué manera entonces encarar la escritura de una nota otra; imposible, en cambio sí, puede ser, un poco de información, mínima, y después suposiciones, razones en sintonía poética, y esto quiere decir: especies poco comprobables, pero de una realidad tan húmeda como el barro que ya rodea la casa.
Escribir como se me canta, le digo a Cachete, es exactamente hacer esto que ahora hago, sumar imágenes que fijan su acierto o no en sensaciones, y la libertad de querer contar, de liberar ese revuelto gramajo que muchos llevamos dentro, y que poco quizá tenga que ver con una nota para ser leída en domingo, en la ciudad de Cachete, en la ciudad en la que hace tres años me juego los días de la mejor manera que me sale. Escribo mejor en días de lluvia, creo que vivo mejor en días de lluvia, me acuerdo más de mis padres, de mi hermano, de nuestras distancias; me acuerdo más de mis amigos en la gran ciudad, en los muertos que allá quedaron y que sin embargo están conmigo; me acuerdo de Diego Ruiz, un amigo y un gran trabajador de la memoria, compañero del periódico Desde Boedo, que hoy se está jugando el pellejo en una clínica. Por todo esto es que le contaba a Cachete que tanto lo entiendo cuando se va de serenata tras la felicidad, cuando pinta como se le canta porque pinta en pos de la felicidad, y le confieso que el dios más grande de esta vida se llama Tiempo, el señor Tiempo es al que todos deberíamos elevar la oración; y no hablo señalando el tiempo que se gasta cuando nadie presta atención, no hablo del tiempo que se fuma como un cigarrillo, hablo del tiempo, del otro, el que nos acunó, nos acompañó, de ese tiempo que en algún momento nos va dejar a un lado del camino. Alabados los seguidores de este dios que practican el rezo de la memoria, para saber de dónde vienen y para saber también a dónde van; y en esto de ser humanos, alabados y comprendidos ellos, nosotros, porque es de esta manera cuando más se ven las ausencias. Pero atención, este dios es el que también te da la chance de descubrir el mundo fantasmal que nos rodea. Dice el dios Tiempo que nada se acaba mientras alguien recuerde, mientras algunos abran los libros y se pregunten por los cuadros y las fotos. Le decía esto a Cachete, un especialista en volver para una serenata o para pintar como se le canta, y también para alentar a este escriba en un día de lluvia. Este día está para ver una vez más “La pandilla salvaje”, y correr un poquito más el “no” de los demás, y los miedos, y así andar como se nos canta.
William Holden: ¿Por qué no?

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