Escribía en la nota
de la semana pasada la anécdota que me contó una dama anónima de Gualeguay. En
ella hacía referencia a la presencia de Roberto “Cachete” González como hombre
decidido a dar una serenata a una damisela. Hacía referencia al paisaje, a que
uno nunca sabe de la totalidad de los elementos que lo forman, y bien lo supo
Cachete que llegó con el guitarrero, y la dama estaba sentada al lado del
novio. Pero antes, el hombre que era Cachete, había decidido hacer la jugada,
sin tener todos los pájaros en la mano, tan solo teniendo en el pecho el
plumaje de la pasión. Imagino que Cachete habrá pensado en el hecho innegable,
comúnmente señalado con la frase: “el ‘no’ ya lo tenés”. Especie esta de la que
muchos hemos echado mano cuando había que encarar, porque se la pretendía y se
la soñaba, a la damisela más linda, la más interesante, la que prometía el
paraíso en la mirada.
Aun conociendo el
porte del desafío, uno encaraba, el hombre enfrentaba la cordillera de los
Andes e intentaba el cruce. En la nota hacía referencia a una película: “La
pandilla salvaje” (The wild bunch) (1969) del director norteamericano Sam
Peckinpah, el apóstol de la violencia; un director que realizó unas pocas
películas notables, y otras en las que dominaron la obra, y las tijeras, los
productores. En la mencionada, una de las mejores, un western terminal, esas
historias que transcurrían cuando el oeste norteamericano quedaba de lado o era
aplastado por la civilización del capital ordenado, un grupo de amigos, hombres
fuera de la ley, se proponen salvar a un amigo preso por un general mexicano.
Se escucha la frase decisiva en la puerta del prostíbulo donde la pandilla mata
el tiempo pensando en la suerte del amigo: “¿Por qué no?”. Confirman la carga
de las armas y caminan por las calles de una ciudad pobre para hacer la jugada,
el intento, el cruce de los Andes, la serenata, en este caso, sangrienta;
porque estos hombres ante todo eran amigos, tenían un código que no estaban
dispuestos a dejar de lado. Entonces, en una de las secuencias antológicas de la
historia del cine, la violencia se desata y se lleva puestos a propios y
extraños.
La pandilla,
liderada por William Holden y Ernest Borgnine, sabía que el “no”, lo imposible,
ya lo tenía, y sin embargo, salieron a la calle. “La pandilla salvaje” es una
película a la que siempre vuelvo, por muchos de sus valores, actuaciones,
cuidado estético, riqueza en el guión, y ante todo, por su parada ética, por
esto mismo que acabo de escribir: jugarse en pos de lo que se cree, de los
valores que se defienden, de la poesía que más nos gusta. Hay un terreno,
debería haberlo, en las personas, en que nada es negociable, yo llamo a ese
territorio: mis patrias internas. Hay muchas situaciones o acciones con las que
no estamos de acuerdo, y la mayoría de las veces estamos obligados a hacerlas; entonces
no deberíamos dejar de hacer o de intentar, aquello que nos hace felices, que
nos acerca a la plenitud, esas acciones que nos permiten, cada mañana, mirarnos
al espejo del baño y no sentir desprecio por el muchacho amanecido.
Marisa González,
hija de Cachete, luego de leer la nota, me dijo: “Es cierto, a mi viejo lo tenía
sin cuidado el ‘no’ del otro. Lo que avanzó fue producto de ir corriendo esos
temores”.
Ayer mismo me
encontraba trabajando con material sobre Cachete, que me acercó Marisa. Y me
encontré con un afiche de publicidad de la exposición de Cachete en SAAP
(Sociedad Argentina de Artistas Plásticos), ubicada en calle Viamonte, a unas
cuadras del Bajo, en Buenos Aires. La muestra se desarrolló entre el 24 de
setiembre y el 12 de octubre de 1990. Entre las obras que Cachete expuso en
aquella oportunidad, hay un título que atrapa mi atención: “Hay veces que me
encanta dibujar como se me canta”.
Me pregunto cómo
será el cuadro, espero encontrarme con él en algún momento, poder
identificarlo. Cuando leí este título, pensé en la serenata de Cachete en
Gualeguay, y pensé en que este hombre nunca perdió de vista la sustanciosa y
necesaria presencia de la libertad.
Cachete González |
Cachete era un
artista, y como tal, era un hombre que necesitaba las manos libres, y las almas
en las manos para subirse al impulso. Quizá todo se trate de seguir al
susodicho, de subir al impulso creador que nos saque de la contemplación del
paisaje. Si bien es necesaria la contemplación atenta, a conciencia despierta,
es también necesario romper amarras con el muelle y dejarse partir. Caminar
hasta una casa para dar una serenata en el silencio de una medianoche en
Gualeguay; caminar hasta el taller, aunque Marisa me cuenta que en las casas
sucesivas de Cachete, todas ellas eran taller, cada uno de los ambientes, y en
ese taller había obras y sobre ellas, algunas veces, eran hasta los mismos hijos
del artista los que intervenían con algún garabato; decía entonces, caminar en
el taller que era la casa toda, y pintar en esas veces en que le encantaba
pintar “como se me canta”, y ahora que anoto, me digo, otra vez una canción,
claro, la de la libertad de decirle, por difícil que fuera la parada, estoy
enamorado de vos, mujer; y la libertad de pintar como cuando fue la primera
vez, libre de todo saber, libre de todo condicionante, libre del barullo,
siempre el barullo, lo llamo así pero por la cantidad nutrida de voces que por
lo general habita en la cabeza de un creador, voces e imágenes que le cuentan,
que le sugieren, que le exigen, ah, las voces que habitarían en los
pensamientos de Cachete, y la música, y las palabras de tantos poetas
haciéndose canción, formando rondas alrededor de una imagen de mujer, o de un
cuadro que cante de gatos, payasos, Chaplines y otros aparecidos.
Llueve sobre la
zona de chacras gualeya, y pienso en Cachete desde que desperté, pienso en él y
en el título del cuadro; así anduve media mañana hasta que yo mismo me dispuse
a escribir la nota para el diario como se me canta, hablando exactamente de
ello, confesando que no tengo más en mis manos: un pintor y el título de un
cuadro, y que haberme encontrado con esta sociedad, ella o algo que tiene que
ver con ella, más el impulso de escritura que me funda desde que tengo memoria,
me dice, como si las estrellas del “Nocturno a mi barrio” del Gordo Pichuco, me
dijeran a mí también, vení, quedate aquí. Pero sé que no fueron las estrellas
sino, quizás, tal vez, la lluvia, la que hoy se metió en mi chamuyo con Cachete.
Esa misma lluvia que limita y libera. Porque cuando llueve uno elige los
movimientos posibles dentro de Gualeguay, y más con tanta tierra durmiendo
frente a la puerta de mi casa, esa misma tierra que a poco de saber de humedades
se transforma en barro; cantidades de barro como para nacer miles de Golems
gualeyos que, es sabido, toman vida ni bien se les coloca en la boca un pedazo
de galleta; y entonces, decía, la lluvia limita, pero a la vez es la que mejor
abre mi puerta para salir a jugar al patio, para pensar en otras instancias,
además de las terrenas. Qué hacer, cómo no hablar con fantasmas escuchando el
murmullo de los muertos jugando a la lluvia, jugando a acariciar las chapas del
techo de mi casa, cómo, de qué manera entonces encarar la escritura de una nota
otra; imposible, en cambio sí, puede ser, un poco de información, mínima, y
después suposiciones, razones en sintonía poética, y esto quiere decir:
especies poco comprobables, pero de una realidad tan húmeda como el barro que
ya rodea la casa.
Escribir como se me
canta, le digo a Cachete, es exactamente hacer esto que ahora hago, sumar
imágenes que fijan su acierto o no en sensaciones, y la libertad de querer
contar, de liberar ese revuelto gramajo que muchos llevamos dentro, y que poco
quizá tenga que ver con una nota para ser leída en domingo, en la ciudad de
Cachete, en la ciudad en la que hace tres años me juego los días de la mejor
manera que me sale. Escribo mejor en días de lluvia, creo que vivo mejor en
días de lluvia, me acuerdo más de mis padres, de mi hermano, de nuestras
distancias; me acuerdo más de mis amigos en la gran ciudad, en los muertos que
allá quedaron y que sin embargo están conmigo; me acuerdo de Diego Ruiz, un
amigo y un gran trabajador de la memoria, compañero del periódico Desde Boedo,
que hoy se está jugando el pellejo en una clínica. Por todo esto es que le
contaba a Cachete que tanto lo entiendo cuando se va de serenata tras la
felicidad, cuando pinta como se le canta porque pinta en pos de la felicidad, y
le confieso que el dios más grande de esta vida se llama Tiempo, el señor Tiempo
es al que todos deberíamos elevar la oración; y no hablo señalando el tiempo
que se gasta cuando nadie presta atención, no hablo del tiempo que se fuma como
un cigarrillo, hablo del tiempo, del otro, el que nos acunó, nos acompañó, de ese
tiempo que en algún momento nos va dejar a un lado del camino. Alabados los
seguidores de este dios que practican el rezo de la memoria, para saber de
dónde vienen y para saber también a dónde van; y en esto de ser humanos,
alabados y comprendidos ellos, nosotros, porque es de esta manera cuando más se
ven las ausencias. Pero atención, este dios es el que también te da la chance
de descubrir el mundo fantasmal que nos rodea. Dice el dios Tiempo que nada se
acaba mientras alguien recuerde, mientras algunos abran los libros y se
pregunten por los cuadros y las fotos. Le decía esto a Cachete, un especialista
en volver para una serenata o para pintar como se le canta, y también para
alentar a este escriba en un día de lluvia. Este día está para ver una vez más
“La pandilla salvaje”, y correr un poquito más el “no” de los demás, y los
miedos, y así andar como se nos canta.
William Holden: ¿Por qué no? |
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