domingo, 24 de julio de 2016

Serenatas gualeyas

La distancia puede tener su influencia traicionera en la mirada de un hombre que vive en una ciudad e intenta armar el rompecabezas del amor en otra. Ese hombre además intenta agasajar esa pulsión salvaje que lo lleva siempre hasta la más bella de las damiselas, es decir, la que primero tiene a la mano; en ese “mientras tanto” dice presente el hecho nefasto de la distancia: o sea, cuando la amada soñada acredita domicilio en otra ciudad. El paisaje es otro, no es lo mismo Buenos Aires que Gualeguay a la hora de descorchar las verdades necesarias; llegar de visita no alcanza, incluso ser amigo de la familia tampoco asegura un triunfo, aunque más no sea, temporario, contra los molinos de viento con que se emperifolla cada centímetro del llamado destino. El hombre es artífice de su propio destino, una mentira acentuada en los 90, cuando el primer miserable. No siempre, hermano, por más que muchos aplaudan la especie en este presente.
Llevaba muchas horas viajar de Buenos Aires a Gualeguay, horas que un hombre pensante y apasionado -como el personaje del episodio que en breve se conocerá- utiliza para planear el lance con la historia. Este hombre intentará, ya lo decidió, atajar el penal de su vida. La distancia, la diferencia de paisajes, la ignorancia de las trampas del destino, las incongruencias en las que siempre se fundan las historias de amor, patean el penal, y el arquero de Estudiantes adivina la punta, y vuela.
Imagino que vuela como volaba cuando tomaba pincel, témpera, tintas, lápices, papeles, cartones, maderas, cajas de pizza o servilletas de bar, y dibujaba las aristas pinchudas de la vida.
Era sabido, Cachete González era muy enamoradizo. Ella tenía quince años -ella, la que elige guardar su nombre-, y él le llevaba 8 o 9. La miraba, y ella se daba cuenta. El sueño de Cachete coincidía con la cercanía de las noches de navidad y fin de año. Entre algarabías varias andaba el destino del artista.
Encaró Cachete, como todo hombre decidido que sabe que el “no” ya lo tiene, y entonces se preguntó: ¿por qué no?, como en el final de la película “La pandilla Salvaje” (1971) de Sam Peckinpah, y caminó por las calles gualeyas a jugarse otra estocada por el amor y la justicia. Caminaba Cachete y caminaba el guitarrista, ambos prestos a desenfundar una serenata cerca de la hora preferida de los fantasmas: la medianoche (es que desde siempre Cachete anduvo practicando para llevar, como hoy lleva, su vida de buen fantasma para felicidad de todos los gualeyos).
Llegaron a destino. Hacía mucho calor. Los padres de la dama estaban sentados en la puerta de la casa, y ella -junto a su novio, el que luego sería su esposo- estaba sentada en uno de los tres escalones que había en el zaguán para acceder a la puerta cancel. Ella se puso de novia desde muy joven, y Cachete vivía en Buenos Aires, y eran otros los tiempos y los paisajes; no había manera, a veces, de saber o adivinar tanto.
Qué momento, no había otra chica en la casa. Ella declara que siempre tuvo bastante oído. Cachete cantó feísimo. No hay recuerdo de qué cantó, quizás algún valsecito de aquella época. Ahí estaba Cachete, parado en la calle. En la casa, el público hacía sus cuentas: ¿para quién era la serenata: a la familia, al papá, a la nena o al novio de la nena? El caso es que todos callaron, también Cachete que, después de cumplir con la parada, marchó hacia la noche gualeya. Adivinó la punta, voló como vuelan tantos jugados de espíritu, pero no llegó, apenas rozó la felicidad.
Desde que conocí esta historia que pienso en las serenatas gualeyas. Silvia Aída Ceballos, una de mis cómplices cuando se trata de buscar memorias, guarda recuerdos, y además hizo algunas preguntas.
Silvia Aída me dice que: “El interesado en dedicar una serenata buscaba a alguien que tocara la guitarra y supiese cantar. Lo acompañaba en el momento de la dedicatoria”. Pienso, se ve que a Cachete no le dio para contratar guitarrero y cantor, todo en uno.
La casa de los tres poetas (foto de Julio Montana).
Silvia Aída vivió muchos años en la casa donde vivieran tres poetas gualeyos (Juanele Ortiz, Amaro Villanueva y Gamboa Igarzábal), hoy queda la ochava frente al parque Quintana; sirve de refugio a un kiosco. En ese barrio del parque se identificaba a los siguientes músicos: “Entre los cantores estaban: Pierino González, Héctor Troncoso (Toto), y Samuel, que tenía un boliche en la esquina de Narvarte y 25 de mayo”.
Me cuenta Silvia que se estilaba golpear la ventana. Imagino que luego se cruzaban los dedos. Entonces desde adentro de la casa se contestaba con el típico: ¿Quién es? Era cuando el enamorado respondía: Serenata. Si había suerte y entonces aceptación, venía la dedicatoria, y algo fundamental: de parte de quién venía el intento de búsqueda de la felicidad.
Silvia Aída hace memoria: “Recuerdo que en una oportunidad, en la casa de mi infancia, coincidía el espacio físico en que se daba la serenata con la letra de la canción. Decía: ‘Vine al pie de tu vieja ventana, mi bien, / a ofrecerte, mi vida este canto de amor / (...) Asoma tu carita y no me hagas más sufrir, / (...)’, esta serenata se la dedicó Julio Suárez a su novia Laura Ceballos, y el cantor y guitarrero fue Samuel”.
Julio Suárez eligió “A tu ventana”, un tango de Ambrosio Río con música de Guillermo Barbieri.
Continúa Silvia: “En esa misma ventana cantó Pierino González, con el punteo de la cuerdas entonó una canción que decía: ‘Te quiero, ay / mi linda muñequita / yo sé que tú comprendes / la pena que hay en mí. // Te adoro, ay / mi linda muñequita / yo sé que tú comprendes / mi amor sentimental. (…)’. Esta fue dedicada a Lucrecia, otra de mis hermanas”. En los años 50 la canción era interpretada por el trío Los Panchos.
Silvia Aída en esos años tenía aproximadamente 13 años, afirma que: “Eran canciones que todos entonábamos, porque eran acorde al romanticismo que vivía la juventud”.
Un gualeyo residente en Buenos Aires, el señor Ernesto Schlotthauer, le contó a Silvia Aída sobre una serenata de la que fue testigo. Fue una serenata ofrecida sobre calle San Antonio, donde había casas con balcones. La agasajada y familia salieron al balcón a mirar a los actores. Y al finalizar, los padres agasajaron con una bebida, en agradecimiento por la atención. En esa oportunidad el cantor y guitarrero fue Toto Troncoso.
Aclara la memoriosa que: “También estaban los que no se animaban a cantar, y los que no sabían nada de guitarra. En esos casos daban serenata con una victrola. En una oportunidad el disco quedó fijo en el mismo surco, entonces el enamorado salió corriendo con la victrola abajo del brazo. Fue muy gracioso”.
El Negro Cueva, de San Nicolás, le contó a Silvia que por la zona del club Sociedad Sportiva había un cantor guitarrero que era contratado para dar serenata. Se llamaba Mateo Martínez.
Agrega Silvia: “Los que tocaban con acordeón y guitarra eran los hermanos Covitti, quienes daban serenata a distintas familias conocidas. En esta oportunidad no cantaban canciones de amor, dedicaban tangos, milongas y valses. Se los convidaba con botellas de bebida, caña o ginebra en invierno, y con sidras, si era fin de año”.
También les tocaba dar serenata a jóvenes inexpertos que por ejemplo, se enamoraban de mujeres un poco mayor que ellos, y además pertenecientes a la categoría de viuda. Iba un joven enamorado de una viuda con una guitarra, sin saber música, y se largaba a cantar letras escritas por su propia mano y alma. El amor quemaba, y entonces a jugarse. Contaba Yolanda Almada, hija de la viuda: “Que en esas ocasiones no se le agradecía”. Había un elemento: para realizar la jugada, el enamorado necesitaba de un empujoncito, y ese toque podía ser, y era, contraproducente para la conquista. Para animarse a golpear la ventana, el joven, el muchacho que pretendía, había pasado previamente a tomar unas copas en el boliche.
Pensaba en Cachete González y en la falta de información por causa de la distancia entre las geografías de los protagonistas; pero pienso en que, al final de cuentas, todos terminamos dando serenatas sin tener toda la información. Tomamos la guitarra y las palabras y hacemos la jugada, así nosotros, los hombres, y ellas, las que toman, a su vez, el puñado de sus sueños, ganas y planes, y entonces se disponen, sí, “¿por qué no?”, a escuchar, tal o cual música. Nos cantamos a nosotros mismos, y ellas escuchan sus propias canciones; luego, en muchos casos, diría que en la mayoría, no se pasa de la mirada sobre uno mismo. Cuando se toma la guitarra para dar serenata, y cuando se dispone a la escucha, tanto en el bolsillo del caballero como en la cartera de la dama, habría, me digo, que esquivar el calor del verano, porque apunta al calor del desierto, y es ahí donde se dan con mayor frecuencia los espejismos, esas películas que filmamos nosotros mismos. ¿Puede salvar una guitarra, la palabra en la canción?

Descorcho la botella que me pasaron a través de la reja, y brindo a la salud de la eternidad del enigma, la incertidumbre; no hay, por suerte, final cantado para ninguna historia.

1 comentario:

  1. felicitaciones y nuevamente gracias gracias por rescatar historias de mi Gualeguay querido

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