La distancia puede tener su influencia traicionera en la mirada de un
hombre que vive en una ciudad e intenta armar el rompecabezas del amor en otra.
Ese hombre además intenta agasajar esa pulsión salvaje que lo lleva siempre
hasta la más bella de las damiselas, es decir, la que primero tiene a la mano;
en ese “mientras tanto” dice presente el hecho nefasto de la distancia: o sea, cuando
la amada soñada acredita domicilio en otra ciudad. El paisaje es otro, no es lo
mismo Buenos Aires que Gualeguay a la hora de descorchar las verdades
necesarias; llegar de visita no alcanza, incluso ser amigo de la familia
tampoco asegura un triunfo, aunque más no sea, temporario, contra los molinos
de viento con que se emperifolla cada centímetro del llamado destino. El hombre
es artífice de su propio destino, una mentira acentuada en los 90, cuando el
primer miserable. No siempre, hermano, por más que muchos aplaudan la especie en
este presente.
Llevaba muchas horas viajar de Buenos Aires a Gualeguay, horas que un
hombre pensante y apasionado -como el personaje del episodio que en breve se
conocerá- utiliza para planear el lance con la historia. Este hombre intentará,
ya lo decidió, atajar el penal de su vida. La distancia, la diferencia de
paisajes, la ignorancia de las trampas del destino, las incongruencias en las
que siempre se fundan las historias de amor, patean el penal, y el arquero de
Estudiantes adivina la punta, y vuela.
Imagino que vuela como volaba cuando tomaba pincel, témpera, tintas,
lápices, papeles, cartones, maderas, cajas de pizza o servilletas de bar, y
dibujaba las aristas pinchudas de la vida.
Era sabido, Cachete González era muy enamoradizo. Ella tenía quince años
-ella, la que elige guardar su nombre-, y él le llevaba 8 o 9. La miraba, y
ella se daba cuenta. El sueño de Cachete coincidía con la cercanía de las
noches de navidad y fin de año. Entre algarabías varias andaba el destino del
artista.
Encaró Cachete, como todo hombre decidido que sabe que el “no” ya lo
tiene, y entonces se preguntó: ¿por qué no?, como en el final de la película
“La pandilla Salvaje” (1971) de Sam Peckinpah, y caminó por las calles gualeyas
a jugarse otra estocada por el amor y la justicia. Caminaba Cachete y caminaba
el guitarrista, ambos prestos a desenfundar una serenata cerca de la hora
preferida de los fantasmas: la medianoche (es que desde siempre Cachete anduvo
practicando para llevar, como hoy lleva, su vida de buen fantasma para
felicidad de todos los gualeyos).
Llegaron a destino. Hacía mucho calor. Los padres de la dama estaban
sentados en la puerta de la casa, y ella -junto a su novio, el que luego sería
su esposo- estaba sentada en uno de los tres escalones que había en el zaguán
para acceder a la puerta cancel. Ella se puso de novia desde muy joven, y
Cachete vivía en Buenos Aires, y eran otros los tiempos y los paisajes; no
había manera, a veces, de saber o adivinar tanto.
Qué momento, no había otra chica en la casa. Ella declara que siempre
tuvo bastante oído. Cachete cantó feísimo. No hay recuerdo de qué cantó, quizás
algún valsecito de aquella época. Ahí estaba Cachete, parado en la calle. En la
casa, el público hacía sus cuentas: ¿para quién era la serenata: a la familia,
al papá, a la nena o al novio de la nena? El caso es que todos callaron,
también Cachete que, después de cumplir con la parada, marchó hacia la noche
gualeya. Adivinó la punta, voló como vuelan tantos jugados de espíritu, pero no
llegó, apenas rozó la felicidad.
Desde que conocí esta historia que pienso en las serenatas gualeyas.
Silvia Aída Ceballos, una de mis cómplices cuando se trata de buscar memorias, guarda
recuerdos, y además hizo algunas preguntas.
Silvia Aída me dice que: “El interesado en dedicar una serenata buscaba
a alguien que tocara la guitarra y supiese cantar. Lo acompañaba en el momento
de la dedicatoria”. Pienso, se ve que a Cachete no le dio para contratar
guitarrero y cantor, todo en uno.
La casa de los tres poetas (foto de Julio Montana). |
Silvia Aída vivió muchos años en la casa donde vivieran tres poetas
gualeyos (Juanele Ortiz, Amaro Villanueva y Gamboa Igarzábal), hoy queda la
ochava frente al parque Quintana; sirve de refugio a un kiosco. En ese barrio
del parque se identificaba a los siguientes músicos: “Entre los cantores
estaban: Pierino González, Héctor Troncoso (Toto), y Samuel, que tenía un
boliche en la esquina de Narvarte y 25 de mayo”.
Me cuenta Silvia que se estilaba golpear la ventana. Imagino que luego se
cruzaban los dedos. Entonces desde adentro de la casa se contestaba con el
típico: ¿Quién es? Era cuando el enamorado respondía: Serenata. Si había suerte
y entonces aceptación, venía la dedicatoria, y algo fundamental: de parte de
quién venía el intento de búsqueda de la felicidad.
Silvia Aída hace memoria: “Recuerdo que en una oportunidad, en la casa
de mi infancia, coincidía el espacio físico en que se daba la serenata con la
letra de la canción. Decía: ‘Vine al pie de tu vieja ventana, mi bien, / a
ofrecerte, mi vida este canto de amor / (...) Asoma tu carita y no me hagas más
sufrir, / (...)’, esta serenata se la dedicó Julio Suárez a su novia Laura
Ceballos, y el cantor y guitarrero fue Samuel”.
Julio Suárez eligió “A tu ventana”, un tango de Ambrosio Río con música
de Guillermo Barbieri.
Continúa Silvia: “En esa misma ventana cantó Pierino González, con el
punteo de la cuerdas entonó una canción que decía: ‘Te quiero, ay / mi linda
muñequita / yo sé que tú comprendes / la pena que hay en mí. // Te adoro, ay /
mi linda muñequita / yo sé que tú comprendes / mi amor sentimental. (…)’. Esta
fue dedicada a Lucrecia, otra de mis hermanas”. En los años 50 la canción era
interpretada por el trío Los Panchos.
Silvia Aída en esos años tenía aproximadamente 13 años, afirma que: “Eran
canciones que todos entonábamos, porque eran acorde al romanticismo que vivía
la juventud”.
Un gualeyo residente en Buenos Aires, el señor Ernesto Schlotthauer, le contó
a Silvia Aída sobre una serenata de la que fue testigo. Fue una serenata
ofrecida sobre calle San Antonio, donde había casas con balcones. La agasajada
y familia salieron al balcón a mirar a los actores. Y al finalizar, los padres
agasajaron con una bebida, en agradecimiento por la atención. En esa
oportunidad el cantor y guitarrero fue Toto Troncoso.
Aclara la memoriosa que: “También estaban los que no se animaban a
cantar, y los que no sabían nada de guitarra. En esos casos daban serenata con
una victrola. En una oportunidad el disco quedó fijo en el mismo surco,
entonces el enamorado salió corriendo con la victrola abajo del brazo. Fue muy
gracioso”.
El Negro Cueva, de San Nicolás, le contó a Silvia que por la zona del
club Sociedad Sportiva había un cantor guitarrero que era contratado para dar
serenata. Se llamaba Mateo Martínez.
Agrega Silvia: “Los que tocaban con acordeón y guitarra eran los
hermanos Covitti, quienes daban serenata a distintas familias conocidas. En
esta oportunidad no cantaban canciones de amor, dedicaban tangos, milongas y
valses. Se los convidaba con botellas de bebida, caña o ginebra en invierno, y
con sidras, si era fin de año”.
También les tocaba dar serenata a jóvenes inexpertos que por ejemplo, se
enamoraban de mujeres un poco mayor que ellos, y además pertenecientes a la
categoría de viuda. Iba un joven enamorado de una viuda con una guitarra, sin
saber música, y se largaba a cantar letras escritas por su propia mano y alma.
El amor quemaba, y entonces a jugarse. Contaba Yolanda Almada, hija de la
viuda: “Que en esas ocasiones no se le agradecía”. Había un elemento: para
realizar la jugada, el enamorado necesitaba de un empujoncito, y ese toque
podía ser, y era, contraproducente para la conquista. Para animarse a golpear
la ventana, el joven, el muchacho que pretendía, había pasado previamente a
tomar unas copas en el boliche.
Pensaba en Cachete González y en la falta de información por causa de la
distancia entre las geografías de los protagonistas; pero pienso en que, al
final de cuentas, todos terminamos dando serenatas sin tener toda la
información. Tomamos la guitarra y las palabras y hacemos la jugada, así
nosotros, los hombres, y ellas, las que toman, a su vez, el puñado de sus
sueños, ganas y planes, y entonces se disponen, sí, “¿por qué no?”, a escuchar,
tal o cual música. Nos cantamos a nosotros mismos, y ellas escuchan sus propias
canciones; luego, en muchos casos, diría que en la mayoría, no se pasa de la
mirada sobre uno mismo. Cuando se toma la guitarra para dar serenata, y cuando
se dispone a la escucha, tanto en el bolsillo del caballero como en la cartera
de la dama, habría, me digo, que esquivar el calor del verano, porque apunta al
calor del desierto, y es ahí donde se dan con mayor frecuencia los espejismos,
esas películas que filmamos nosotros mismos. ¿Puede salvar una guitarra, la
palabra en la canción?
Descorcho la botella que me pasaron a través de la reja, y brindo a la
salud de la eternidad del enigma, la incertidumbre; no hay, por suerte, final
cantado para ninguna historia.
felicitaciones y nuevamente gracias gracias por rescatar historias de mi Gualeguay querido
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