Leer a Carlos Mastronardi (1901-1976) en “Memorias de un provinciano”
(1967) puede traer consecuencias, felices consecuencias, como por ejemplo, el
viaje en el tiempo: por el propio relato, un verdadero viaje en el tiempo y la
memoria de parte del autor, y además un viaje propio de parte del lector.
Así fue como me encontré otra vez frente al Profe Ricardo en el café
Margot de Boedo; recuerdo esa tarde en que contestó sobre su dieta alimenticia:
No, pollo no como, pollo comen los suicidas. El Profe llevaba desplegada su
pipa y su pensamiento de filósofo y poeta. Dio aquella vez su explicación sobre
el significado aciago que encierra la ingesta de pollos, razones incuestionables
porque eran todas nacidas de su veta de poeta, fantasías verdaderas. La última
vez que vi al Profe estaba internado, le faltaba poco para mudarse al otro
barrio, me dijo: Edgardo, sabés, me dan de comer pollo, y se reía. Me quedé con
la sonrisa, y esa sonrisa pudo más que su imagen recortada dentro del ataúd.
El Gallego en la barra del Cao (foto: Mario Bellocchio) |
Así fue como me encontré, gracias a Mastronardi, sentado a una mesa del
Cao de San Cristóbal, en la vereda, sobre Matheu, compartiendo la tarde, la
charla, la palabra calma, con el Gallego, Manuel Guillermo Pérez Bravo, momentos
después de haber dejado su trabajo en la barra del mismísimo Cao, en el preciso
momento en que disfrutaba su fernet con coca como solo saben hacerlo los poetas:
su poesía estaba en sus dibujos y fileteados, en sus ideas, en su comprensión
del paisaje, en su sabiduría. ¿Cómo es que disfrutan los poetas?, es muy
simple, hacen todo sabiendo, sintiendo, experimentando la finitud de las
historias, de todas ellas y de todos los momentos, por chiquitos que estos sean.
Con el Gallego hablábamos de la vida en nuestra ciudad, a esta altura, una
Buenos Aires de ayer.
Entre tantos temas charlados con el Profe y el Gallego, inevitable que
saliera uno de los desafíos mayores que contienen los días: la relación con la
mujer. Ambos personajes citados tenían su rodaje callejero y vivencial, y
siempre fue interesante escucharlos. Tuve la suerte de conocer sus puntos de
vista, resultantes, como siempre, de las historias transitadas con suertes y
ausencias de la susodicha; ambos hablaron de la mujer desde su veta poética.
Tuve esa suerte, algo que no le pasó a Mastronardi con el señor Teghizzi: “(…)
En una pensión de la calle Piedras al 300, en la cual viví dos años, me fue
presentado un viajante de comercio que se llamaba Mario Teghizzi, quien formuló
preguntas acerca de la posible duración de un juicio contencioso que se
proponía iniciar. Calvo, menudo, secundario, Teghizzi me dijo que era casado y
que tenía una cuestión pendiente con su suegro. Frecuentaba la casa de la calle
Piedras porque en ella vivía un muchacho, comprovinciano suyo, a quien pedía
mínimos favores. Sin embargo, cuando no lo encontraba, su fastidio crecía hasta
la procacidad. Lo juzgó un insensato el día en que, no obstante haber pagado
todo el mes de pensión, avisó por teléfono que almorzaría en otro lugar.
Teghizzi, como tantos hombres de su condición, había perdido todos los
sentidos, excepto el sentido práctico. Cuando el trato que mantenía conmigo
creó cierta confianza unilateral, me hizo conocer lo que podría llamarse su
concepción de la vida. En realidad, se trataba de algunas sórdidas habilidades
que le permitían sortear lo imprevisto. Luego de hablarme de los problemas que
debe resolver el hombre casado, bosquejó una suerte de filosofía del
matrimonio. Me dijo que su mujer era más bien fea y que ello le daba
tranquilidad. Recuerdo sus palabras:
-Es mejor una mujer insignificante, como la mía, pues siempre pasa
desapercibida y uno se libra de jodiendas y conflictos. Las mujeres lindas,
además de rendir poco en su hogar, tarde o temprano ocasionan líos. Yo vivo con
los pies bien asentados en la tierra y no me dejo arrastrar por lo vistoso.
Busco lo seguro, porque todo el resto es papel pintado. Como soy viajante de
comercio, paso muchos días lejos de mi casa. Y si dejo en mi casa una mujer
poco llamativa, estoy más seguro de su fidelidad. Nadie la codicia y es difícil
que abandone a su marido. Yo tengo organizada mi vida y no quiero cambios ni
porrazos a estas alturas. Cuando posea mi experiencia, me dará la razón. Créame,
amigo: es buen negocio una fea”.
Carlos Mastronardi |
El poeta cuenta, se mira, piensa, todavía impresionado por la “filosofía
de vida” de semejante pensador, que Mastronardi califica de “secundario” y de
personaje “práctico”, una especie que hoy anda de parabienes en la superficie
de este mundo globalizado: “(…) Teghizzi y sus muchos iguales me mostraban una
realidad que no era la que yo había imaginado. Cierta propensión romántica me
impedía sentir el mundo como un inmenso prosaísmo donde todo tuviera valor de
uso. Y un vago sentimiento estético, acaso estimulado por los poetas de la
segunda mitad del siglo XIX (según Regnier, ‘vivre avilit’), me apartaba con
fuerza de lo inmediato y me inducía a creer que nada oprime tanto el espíritu
como la imperiosa noción de provecho. No era el mío, juzgado con estrictez, un
principio moral; más bien sospechaba que todo empeño posesivo y todo afán
tendido hacia las cosas engendran opacidad y aburrimiento. Pensé que esas
direcciones del ánimo no operan ninguna modificación interna, decisiva, pues su
fin no puede ser otro que producir un ‘efecto’ social, externo. En grado
apreciable, perduraba en mí esa intuición mágica del mundo que es propia de la
infancia. Como tantos muchachos provincianos que dejan su medio natal, imaginé
que la ciudad era la fiesta, la negación de la chatura y la monotonía. Por eso,
cuando cerca de la medianoche, después de haber pasado unas horas en la
biblioteca de la Facultad, regresaba por la triste calle Moreno sin encontrar
otra cosa que sombra y viento, cerradas las puertas y apagadas las voces, me
dominaba una sorpresa parecida al desengaño y me decía que la vida es la misma
en todas partes. Pese a mi candor, advertí que las convenciones suelen ser más
visibles que la realidad”.
Es cierto, la vida transita altiva o rastrera en todos lados, está en
uno tratar de hacer la diferencia, de componer, cada día, el mejor poema que se
pueda para escaparle a la chatura de sentimientos, a la sequía aromática en los
caminos, a la ausencia de sueños, y con ello colaborar con la construcción de un
mundo con justicia, una sociedad donde importa la suerte del hermano, donde se
respeta a las personas.
Mastronardi iba de visita a la casa del tío Ricardo, un especialista en dar
alojamiento a los amigos. Cuenta el poeta: “(…) Esa costumbre generosa de mi
tío me permitió conocer algunos curiosos huéspedes, algunos caracteres
singulares. Hago memoria de cierto doctor Centeno, hombre amable y profesor
erudito en casi todas las materias ajenas a su especialidad. Me parece que
enseñaba Derecho Civil sin mucha dedicación, pero sus conocimientos de
botánica, arqueología, semántica y arte incaico eran impresionantes. Le debo
muchas sobremesas amenísimas a ese sabio que se aventuraba a conversar conmigo.
Solía decirme que para gustar de la vida es preciso adoptar previamente, una
posición escéptica: todo lo agradable que pueda ocurrirnos será dádiva
inesperada, sorpresa venturosa”.
Queda claro, hay maneras y maneras de entrarle a la vida, hay maneras y
maneras de construir nuestro mapa interior. Me gusta fundar la tinta para la
escritura de la vida manteniendo la respiración del trabajo en equilibrio, ni
en las alturas por donde acostumbra andar el señor Gardel, ni en las
profundidades del último tacho de basura. ¿Por qué?, porque, creo, que la vida
se da un tanto mejor si nos reconocemos trabajadores de los días, y es sabido,
tratándose de días, los hay de muy distinto palo; entonces, siendo un
trabajador se está atento al oleaje, ni muy arriba ni muy abajo, en la debida
línea de flotación que se ha ganado con el trabajo, porque, eso sí, si hay algo
seguro es lo que deja a la vista ese trabajo: el rastro, las señales del
tránsito, el relato vibrante: las ganas se notan, se suman, definen muchas
veces la mejor cara de la moneda. Después, se puede, cómo no, transitar como el
señor Centeno anotando la buena como un extra, una gracia del destino, algo que
no lo mareaba al extremo de creer que tenía la vaca atada; y que de ninguna
manera la ausencia de premios quiere significar que todo era una reverenda
porquería. En todo caso su método hablaba de un hombre atento, cuidadoso, y
mucho más evolucionado que el señor Teghizzi, el secundario.
Mientras buscaba encontrarme conmigo mismo, allá lejos en otra Buenos
Aires, y hasta lejos todavía de mis encuentros con el Profe Ricardo y el
Gallego, viví unos años en San Telmo, y trabajaba en una oficina en Avenida de
Mayo y Bernardo de Irigoyen. Casi a diario caminaba por la calle Piedras, y
entonces pasaba frente al lugar donde vivió Mastronardi; en mi refugio sobre
avenida Independencia, estaba a unas cuadras del edificio donde funcionaba la biblioteca
de donde Mastronardi salía a la noche para enterarse de la realidad. Y andaba
mi muchacho, aquel que fui, aguardando que pasara el tiempo, construyendo
alguna idea, una sospecha en torno al universo en el que empezaba a otear con
cierto interés romántico. Digo, fue una suerte haber caminado por calles donde siempre
transitó la poesía.
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