domingo, 28 de agosto de 2016

Ibarra: "Asoliáu" en la memoria

Tengo intención de escribir sobre uno de los caminos posibles para emprender viaje hacia la memoria. La memoria es el paisaje que se extiende más allá de la vista, y puede ser una posibilidad para entrarle a alguna de las sintonías esquivas del arte; cuando alguien practica, respira, habita la esquina, la chacra, el pueblo, la mesa de café, la reunión con amigos, y en estos lugares le saca punta al lápiz de la palabra y el pensamiento, comienza el tránsito por la memoria: una maravilla que se da en tiempo presente, que apunta al futuro, y que se escribe y nutre en los sucedidos de ayer.
La memoria, vivir en la memoria, significa para el hombre asumir la figura de médium como feliz destino, ser el nexo entre los vivos y los muertos; ser médium entre aquellas personas que, por ignorancia o desinterés, no prestan atención al nacimiento, vida y final de las pequeñas historias, esas que fundan personas y personajes, paisajes, barrios, ciudades, familias, señales que pueden encontrarse a la vuelta de cualquier esquina, en las orillas de todos los ríos. Claro que hace falta verlas, y para ello, el fenómeno, la conexión, sólo se dará luego de la toma de conciencia.
Chango Ibarra
Tomo por caso, como ejemplo, el trabajo musical que propone el Chango Ibarra y su Banda Pueblo. Ayer tuve la oportunidad de presenciar su recital en el Club Social de Gualeguay; hace unos meses había tocado en la Cooperativa de Artistas Entrerrianos. En ambos recitales presentó su primer disco solista: “Asoliáu”. En la propuesta de anoche además interpretó adelantos de su próximo disco: “Orillas”, cuyas letras pertenecen en su totalidad a Fabricio Castañeda, otro gualeyo que se le da por andar de ronda por la memoria. Agregó además Ibarra la proyección de un corto realizado por Mauricio Echegaray y que es el primero perteneciente a la serie “De Acá”, y que está dedicado a los luthiers de Gualeguay, en este caso Vescina. El Chango interpreta con una guitarra de Vescina de 1990 el tema de Asoliáu: “Regreso” (chamamé). Banquito sobre el pasto, verde de fondo, planos cortos, y luego la mirada que se abre, se hace general, y entonces aparece el árbol, la mora vieja en el camino de la costa, el sol dando señales entre sus ramas, entre las cuerdas de la guitarra, entre las voces de los pájaros; una toma, un extracto de la naturaleza, y una de “las músicas” del Chango hablando del tiempo. Cuando termina la interpretación, una de sus manos, la izquierda, hace un gesto, parece gesto propio, se cierra y abre como si la mano estuviera despertando del viaje en el tiempo, porque de esas cuestiones trata el quehacer musical del Chango. Saber del tiempo, de su implacable paso, tiene distintas bondades y costos. Porque uno contempla la absoluta presencia de la vida desde una perspectiva poética, y esa sensibilidad es la que promueve un mayor disfrute, digo que es necesario saber de la finitud cuando se habita el paisaje, y es esa sintonía la que a su vez permite, a quien contempla, descubrir bien nítidas las ausencias. Entonces será maravilloso recordarlas, y a la vez doloroso, quizás este ejercicio a través de los días sea la representación más certera de la vida toda. En uno de los textos de su autoría que Ibarra dice entre “sus músicas” habla precisamente de la desaparición de lugares de referencia física/emotiva, allá, cuando era gurisito; y sentencia: “Todo es un regreso a lo que definitivamente somos, la infancia…”. Una verdad poética la que juega el Chango, y a uno le dan ganas de sumarse al acierto anotado. Lo compruebo a cada paso en mi trabajo, esa necesidad entre mis entrevistados, aquellos gualeyos que felices ofrendan sus recuerdos, porque se vuelve, siempre se está de regreso, y ese retornar se acentúa cuando el hombre ha asentado confusiones varias, y entonces mira, comprende, funda el principio de la vuelta a casa.
“La casa de la abuela Teresa”, tema de Asoliáu lleva el siguiente texto del Chango, que lo dice, no lo canta, lo cuenta para quien tenga abierta la puerta a la memoria: “Gualeguay, Carmen Gadea 614, la casa de la abuela Teresa. Mi abuelo se fue cuando yo era bien gurisito, por eso le quedó la casa de la abuela Teresa. Fue la casa que sentí mía, aunque solo la anduve habitando, transitando, viviendo de a ratos en un deambular de cama en cama, de pieza en pieza, sin saber cuál era la mía; pero la casa, la galería y ese banco fueron míos, el patio de atrás y el galpón con pedazos de pasados, esas cosas que se guardan más por lo que significan para la vida de recuerdos que por su útil utilidad, fueron míos…
Porque ahí construí mi memoria. Lejos de aquellos tiempos, pienso cuanto necesitaba de esos guardados recuerdos para armarla. Yo, en ese galpón de chapas, con mi imaginación indomada, indomable de niño y sus formas herrumbradas inventaba, guaridas, aventuras, máquinas, historias, deseos y más…
De ahí me quedó algo, algo que había oculto entre todo eso en el rincón más rincón, en el lugar más lugar.
Resulta que los recuerdos toman cuerpo en los objetos del pasado y al mezclarse entre ellos se hacen permeables, así es como pueden absorberse, chuparse los momentos agarrados a una vieja chapa, esa que fue de la casa del campo donde se formó una familia al amparo de ella.
La misma chapa que después fue del gallinero que alimentaba a esa familia y un día se fue en un camión a la ciudad por si hacía falta para terminar en un rincón del galpón. Ella que fue casa gallinero, útil objeto y luego un pedazo de ayer herrumbrado.
Lo que dejan los recuerdos, Carmen Gadea 614, la casa de la abuela Teresa”.
Otro ejemplo de memoria, “Los abuelos”: “He de regalar los versos más justos para aquel hombre y esta mujer. / Él se fue aferrado a un infinito regreso. Ella está, ella anda… / Los dos criados a madre sola, y no pregunten más… / pero, se animaron a una familia, de las grandes en serio. Catorce gurises pa dar de comer! / Dieron tanta, tanta vida, que el silencio y el olvido andan renegando. / (…) / Tal vez en la verdad no haya palabras / Solo creer, solo vivir, nada más / Y fueron en silencio a su encuentro / Para creer, para vivir, nada más… / (…)”.
Hasta aquí el soporte de la palabra propia del Chango en referencia a la memoria, pero también se apoya en otros autores para mantener su esquina. En Asoliáu hay letras de Fabricio Castañeda, Cecilia Méndez, y letra y música de Japo Vela. Pero la música, su trabajo íntimo, es la materia que define el lance de Ibarra con el paso del tiempo. Hay en “las músicas” del Chango, un aire aromado, a cedrón; hay una cofradía de buenos fantasmas que llega unida desde los intersticios de las historias de la naturaleza y el hombre. La música tienta al viaje en el tiempo, es la música la que detiene el presente y transporta a otro escenario; la palabra apoya certera el sonido: el primer puente a la vista. El Chango transporta almas en la guitarra, en cada mapa organizativo de su quehacer acomoda los utensilios y parte, invita, porque trabaja pensando en la gente. Guitarra que es barco, que parte y regresa a su Gualeguay. Su mirada busca, vuelve, a su infancia, y a través de ella, muchos retornan a la propia. Él a su niñez en su barrio 9 de Julio, con sus amigos, con las riquezas típicas de barrio pobre; y yo, gracias al convite, me voy y llego certero hasta mi barrio, en Martín Coronado, en el oeste de la provincia de Buenos Aires: ahí sigue la calle de tierra, la canchita de fútbol al costado de las vías del ferrocarril Urquiza, el caminito hecho de durmientes que lleva hasta la estación, el sonido nacido del paso del tren, idas y vueltas de día y de noche. Hoy quedan las vías. No hay más que metal, sin embargo hasta ahí me lleva la música y entonces nos encontramos otra vez: la gente sobre el paisaje, eternos de eternidad limitada volvemos a ser como alguna vez fuimos, o como alguna vez quise que fuéramos, que para eso sirven estos regresos, para imaginar más vidas y mejorar momentos; y esto que anoto no significa valor imperfecto, porque las realidades, y aún más las soñadas, llegan todavía más alto cuando la que sostiene es la sustancia base del recuerdo, su aceite esencial.
Ángel Ponce
La música del Chango Ibarra y su Banda Pueblo (notable Ángel Ponce) tiene un toque melanco, una pizca de saudade; es una música, “sus músicas”, como él la denomina, que se nutre de otros ritmos, y otra vez, de otros tiempos y regiones, todo macerado a voluntad bajo la sombra de su música de pertenencia, la música de su aldea y de su provincia. Es necesaria la identidad en todo creador, y a la hora de hablar del Chango, es necesario decir que su relato sonoro está siempre del lado del pueblo, de su origen, de su clase laburante; sucede en Asoliáu, y sucederá en el próximo trabajo: “Orillas” junto a Fabricio Castañeda, autor que también enfoca la mirada, quedó claro con los temas adelantados, sobre los trabajadores y los distintos oficios, ayer y hoy el arte que permita sobrevivir en una sociedad injusta.

Ibarra es un trabajador de la cultura, lo sabe, no es magia su arte, es el trabajo de un hombre que tiene en claro hacia dónde va, porque sencillamente sabe quién es y de dónde viene. Después el trabajo, la única llave que permite el encuentro, adentro y afuera del hombre.

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