Así se titula el capítulo IX de “Memorias de un provinciano” (1967) de
Carlos Mastronardi. El capítulo consta de varias páginas, y en ellas cantidad
de momentos, postales de vida y de sufrimiento en los días de este amigo de don
Carlos, el egregio escritor gualeyo. Mastronardi se toma su tiempo para contar
al amigo, hay pasajes en los que quizá repita la idea, el aroma; leyendo, se me
ocurre, que a su manera de contar le ha sido imposible liberarse de la pena que
esta historia le provocaba. El autor está movilizado, emocionado, y lo
transmite, y entonces el lector queda a merced de un relato de triunfo y tristeza:
“Los domingos por la tarde solía visitarme Nicolás Infantino, inolvidable amigo
cuyos antecesores mantuvieron afectuoso trato con los míos. (…) Para no
fraccionar la vida de Infantino, la contaré de una sola vez, por más que sufra
el orden sucesivo y me aparte del ámbito temporal en que ahora estoy situado.
Debería reducirme a sus años de juventud –esperanzados y apacibles- pero diré
también su infortunio, su declinación y su muerte. Por lo demás, el tiempo no
lo modificaba: nunca tocó su intimidad generosa. Toda experiencia se resuelve
en adaptación y en avenimiento con el mundo, pero las vicisitudes que padeció
mi amigo no lo movieron de su centro ni agotaron su obstinada ternura. Se
mantuvo demasiado fiel a sí mismo. Ejercía sus nobles principios en cualquier
ambiente, sin preocuparse mucho de los efectos. De ahí las situaciones absurdas
y los contrastes irrisorios o dramáticos que suscitaba y que solían dejarlo
perplejo. Incapaz de llegar al desprecio y poco sensible a la malignidad de los
otros, sólo percibía virtudes hasta en aquellos que especulaban con su inmensa
buena fe. Prefirió disolverse como individuo para ser en cierto modo la
humanidad”.
Carlos Mastronardi |
Como en una novela de misterio, Mastronardi desliza detalles: “(…) Era
de agradable aspecto. El pelo de un rubio apagado y los rasgos finos y
regulares hacían olvidar su delgadez excesiva. Fueron suyos el ademán cortés y
la voz suave. Sensible a todas las formas de la buena convivencia, bastaba un
saludo para conquistarlo. No se cuidó de revisar las doctrinas y consejos
recibidos en los años de infancia, de modo que los aplicaba tal como subsistían
en su espíritu. Siempre se atuvo a un concepto muy firme de los deberes
familiares: todos para uno y uno para todos. El quebranto de ese principio lo
confundía y apenaba. Como siempre estuvo, diré así, un poco lejos de su cuerpo,
sólo padeció sufrimientos morales.
En sus años de mocedad, antes de disgregarse la familia, encontraba sin
esfuerzo buenos empleos, vestía con pulcritud y era dichoso cada treinta días,
al poner en manos de la madre casi todo su sueldo. La soledad lo cercó de modo
paulatino y hubo un momento en que el desamparo y el anhelo de calor afectuoso
lo llevaron a buscar compañía en ambientes menos parecidos a su persona. Salía
de la turbia casa de remates o de la rueda de gente entregada al juego para
visitar una galería de cuadros o para comer en la casa del honesto y normal
corredor de seguros agrícolas. Como no pedía sino buena voluntad, era
inagotable la gratitud que dispensaba a todo aquel que alguna vez, dándole
muestras de aprecio y llaneza, lo había llevado a su casa”.
Infantino buscando atajos: “(…) Para olvidar a los duros gerentes a cuyas
órdenes trabajaba, para evadirse de la chatura burocrática, se allegó a las
tertulias de pintores y escritores. Esos momentos felices transcurrían en los
cafés. Presenció largas discusiones con atención humilde y silenciosa. Cuando
alguien le daba a entender que ese ambiente no era el suyo, solía contestar:
-No importa mi persona. Hay que buscar lo más elevado y valioso. Me
limito a oír estos interesantes debates”.
No encajar siempre tuvo su precio: “(…) En razón de su carácter nada
común, muchos lo juzgaban inclasificable, extraño, absurdo. ¿Quién era
Infantino? La naturaleza vaporosa o ambigua de los valores, diré así, se
manifestaba en él de modo ejemplar. Podía ser definido según tablas morales
positivas o negativas; para unos era admirable y para otros deleznable. El
rostro del bien, siempre tornasolado y mudadizo, se vuelve simultáneamente
hacia el cielo y hacia el infierno. En toda ética social está lo incierto y
vario, pero su diversidad es más evidente cuando encarna en hombres como
Infantino”.
Típico de Mastronardi, por un lado la palabra como puñal, y por otro,
esta línea de poeta: “(…) Infantino era la emoción sin dueño, perdida”. Y
¿dónde estaba el amigo escritor?: “(…) Compartí con él numerosas noches, pues
al término de mis tareas periodísticas, venía a visitarme. En la calle o en el
restaurante, contaba con emoción las extrañas cosas que le ocurrían. A veces
eran hechos triviales, pero también el interés que ponía en ellos reflejaba su
carácter. La perplejidad o la ternura –nunca la indignación- lo volvía
confidencial o elocuente”.
Cuando el hombre se va quedando sin cuerda, cuando siente que se lo va
tragando la sombra, comienza una transformación en un animal otro, en este
caso, anota Mastronardi la figura del “perro derrotado”: “(…) Los contrastes
hicieron de él un ‘chien battu’. En sus noches de soledad y agobio erraba por
las calles con la cabeza baja, incierto el paso y la mirada en el suelo. Esa
propensión le permitía realizar modestos descubrimientos. Con frecuencia
encontraba llaves, hebillas, relojitos, monedas, lápices. Ya lo tenía decidido:
todo lo que encontrase sería para su sobrino, por quien sentía mucho cariño. (…)
Humilde y como olvidado de sí mismo, sólo conocía placeres morales. La
confianza que se le demostraba era para él un don del cielo. (…) Dócil a una
costumbre antigua, caminaba solo, hacia la medianoche, por las calles del
centro. Quería pasar la mayor parte del tiempo fuera de la casa de su hermana
casada, donde vivió los últimos años. El ambiente doméstico y, en particular,
la hostilidad que le demostraba su cuñado, lo volvía callejero, errante”.
Vivir casi en la calle, resistirla, hacerse habitué de la medianoche de
una ciudad como Buenos Aires, y en esto no importa en qué época suceda, tiene
aparejada la amistad con sus malos fantasmas: “(…) Y una noche fue arrestado
por triste, por andar solo y sin rumbo. Otra vez, visto por la policía mientras
recobraba fuerzas en el umbral de un comercio de alhajas y relojes fue llevado
a la seccional por ‘sospechoso’”. Anota Mastronardi: “arrestado por triste”, y
acomoda el camino que indefectiblemente lleva hacia la nada. Y enseguida el
escritor ancla otra de sus verdades, sus hallazgos de vida, de hombre atento a
su transitar: “(…) Infantino salía a buscar la vida para olvidar la vida. Como
todos los hombres, pero de un modo particularmente notorio, puesto que la suya
era una situación extrema, concebía valores y virtudes que lo ayudaban a estar
en el mundo. Me enseñó que todo puede tener o no tener sentido, según el
apetito de realidad que nos haga estimar o desestimar las cosas. Los dudosos
esplendores ante los cuales se deslumbraba me llevaron a pensar que sus
jerarquías no eran más vulnerables que las que admiran los otros mortales”.
Me digo que hay triunfo y derrota en la vida de Infantino, como hay
triunfos y derrotas en la vida de todos nosotros, y es más, soy un convencido de
que las derrotas y las arrugadas ocupan más asientos que tanta forzada alharaca
festiva. Pienso ahora en otro desbarrancado que también nos ha contado
Mastronardi: Silverio Mejía, el gualeyo que vestía de negro. Otro hombre común
con sus historias a cuesta, con sus miradas, con la construcción del mundo que
todos necesitamos construir para poder apoyarnos en él, cada cual a su gusto,
por ejemplo, con Dios o sin Dios. Me digo, todos, de alguna manera, tratamos de
construir el cordón de una vereda, o al menos la parte baja de una pared, para
cuando el vuelo ya no se nos dé, y las fuerzas flaqueen, cuando terminemos un
poco jugando el rol de la paloma que se siente morir. Apoyados contra un mundo,
desde ahí habrá que jugar la suerte de las últimas miradas.
Hay mucha información sobre Infantino en este capítulo del libro citado;
este cronista, este lector, tuvo que elegir entre tantas decisiones de vida que
rondaron la simple tristeza que, a la vez, presenta un ligero sabor a victoria.
Infantino se hizo historia gracias a un amigo, y ese amigo le sacó punta al
lápiz y entonces habló de los hombres y la vida, y entonces Infantino y el
escritor fueron páginas de un libro que a cada paso invita al pensamiento, y entrega
empujoncitos para abismarse en una idea, en un recuerdo.
De los últimos tramos del relato extraigo estas líneas referidas al
final de Infantino, escribió el poeta: “(…) Se agostó sin sobrellevar dolores
físicos, como quien consuma un acto voluntario y furtivo, como si hubiese
querido retirarse lentamente de un mundo con el cual no se entendía. Los
médicos no dieron con la causa de la enfermedad. Su tumba está en Morón”.
No dejo de pensar en esa tumba. Una lluvia triste la sigue mojando en su
ya segura ausencia.
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