domingo, 6 de noviembre de 2016

El tiempo todo entero

Todos necesitamos una vida confortable, y no me refiero a las bondades de un sillón. Confortable, habitable, construida entre la cópula salvaje (ay, los destinos y la velocidad) de la persona que vamos siendo desde la cuna (el riesgo de hacer lo que podemos con lo que hicieron de nosotros, sí, Sartre incluido) con cada una de las flechas indicadoras, tormentas y trampas que nos provee el oleaje mayor con que se define y baña la sociedad. Necesitamos construir una vida, su andamiaje interno, también su fachada: construir nuestra casa, nuestras maneras y verdades, el relato de cada una de las señales que afirmamos: nos acompañan desde la cuna (a veces sí y a veces no tanto), el nacimiento de cada una de nuestras patrias internas, esos espacios no negociables por moneda o conveniencia: construir una vida, que no es más que una casa, la primera (habrá que entender que muy bien esta puede ser la única, sin importar la cantidad de aldeas que podamos habitar en el transcurso de los días). Y como siempre, acompañan los miedos. Me digo que, con suerte, también acompaña la duda; es mejor con la duda: nunca al lado de Gardel y los guitarristas, nunca en el fondo del último tacho de basura.
Gastón Díaz generó el encuentro, la invitación, y estas palabras de apertura. En su sala Espacio Teatral Liebre de Marzo presentó como director la obra “El tiempo todo entero” de Romina Paula. La vida de las criaturas estuvo a cargo de Indiana Bonfanti (Úrsula, la madre), Luz Balzer (Antonia, la hija), Bruno Carboni (Lorenzo, el hijo) y Christian Larroquette (Maximiliano, amigo de Lorenzo). La ficha técnica se completa con Mario Ramos (asistente), Giuliano Benedetti (escenografía), Agustín Colli (gráfica).
Hay un personaje central, Antonia, ella no colecciona animalitos de cristal como Laura (el personaje de “Zoo de cristal” de Tennessee Williams, obra en la que se nutre el trabajo de Romina Paula), colecciona sus palabras y juicios sobre pintura y música, y propone apasionados relatos que tienen que ver con la sangre ajena: la que fue escrita por otras manos y que ella completa con su imaginación. Su hermano Lorenzo invita a su amigo a la casa. Antonia dice a Maximiliano (trabaja en una parrilla): “¿Yo te digo que tu vida es rara y que deberías ser de otra manera y de lo raro que me parecés porque trabajás todos los días en un mismo lugar y atendés gente y les das de comer sólo para sentirte mejor después, cuando no estás trabajando? Yo no necesito ese contraste para poder soportar el tiempo. Soporto mi tiempo entero, todo, sin parar”.
Antonia sufre y disfruta de una lejanía con el mundo, le alcanza con su casa, mamá y hermano, y algún aparecido como Maximiliano. Úrsula, preocupada por su encierro, hace referencia a que la gente sale, viaja “para conocer”. Antonia la frena: “Ya dijiste eso, pero ¿qué significa conocer? ¿Ver algo cinco minutos o media hora, un día o una semana entera, eso es conocer? Mamá contesta: “Bueno, no sé”. Y Antonia redondea su verdad: “No sabés porque eso no es conocer, eso es ver. Conocer es apropiarse. Yo no necesito ver algo en vivo para conocerlo, prefiero imaginármelo. Creo, incluso, que el vínculo es mucho más profundo si le adjudicás atributos a las cosas, atributos que imaginaste vos, que son una combinación de algo del objeto X, la ‘Fontana de Trevi’, por ejemplo, y tu imaginación. O mejor: una combinación entre la ‘Fontana’, lo que te contaron de la ‘Fontana’, lo que viste de la ‘Fontana’ en alguna película y tu imaginación. Y algo que puedas haber leído, alguna descripción de la fuente en alguna novela”.
En “El tiempo todo entero” se habla de la vida, y como siempre que de ella se trata, de las decisiones: la vida es elección, y entonces la vida es entender la mejor manera de gastar el tiempo que nos toque en suerte.
Pregunté a Gastón Díaz la historia de la obra, por qué dirigirla. Bruno Carboni (Lorenzo) le propuso hacer “El zoo de cristal”, de T. Williams. Gastón tenía experiencia con el autor, uno de sus preferidos, había colaborado en la adaptación de “Un tranvía llamado deseo”, y actuado y dirigido una pieza breve: “No puedo imaginar el mañana”. Cuenta: “Metimos el hocico en el El Zoo, y de inmediato saltaba a la vista la necesidad de una gran adaptación para llevarla hoy en día a escena. Entonces recordé una puesta que había visto, una versión muy libre de la obra, que conservaba los personajes, los vínculos, y cierta sensibilidad, pero transformaba la historia consiguiendo, creo yo, de manera contundente, interpelar al espectador de hoy. La obra era El Tiempo Todo Entero, de una autora que no tiene ni 40 años, y que en el proceso de ensayos nos fascinó en la medida que avanzábamos sobre las capas del material. A diferencia de otros trabajos, donde se busca la obra para el grupo, en este caso inventamos el grupo para el material. Eso otorgó la libertad de decidir a quién considerábamos mejor para cubrir cada rol”.
El director muestra su juego: “Fue así que se incorporaron Luz, Indiana y Christian como el mejor recurso humano disponible. Desde mi punto de vista, fueron elecciones muy acertadas. Hay algo en cada uno de los integrantes del grupo que encaja justo con los personajes que deben interpretar. Podría decir incluso que los actores tienen algo de su personaje, y viceversa. Creo que en este momento de la historia de la cultura, del teatro en particular, y de las artes performáticas, de mucha literatura, los límites entre la invención y lo biográfico están como difuminados; y trabajar plantándose en ese lugar es muy estimulante”.
Gastón continúa con su idea: “Pasamos una etapa en que la actuación, como otras manifestaciones, se escudaban detrás de posicionamientos que pueden expresarse en esta frase, por ejemplo: ‘no soy yo, es el personaje’. Como una manera de decir ‘yo no estoy implicado en eso, no tengo la responsabilidad’. Eso está cambiando. Últimamente trabajo desde este punto de vista: la actuación es siempre un relato personal. Y en la medida que el que le pone el cuerpo a esa premisa se atreve a exponerse, a crear con lo que tiene, a ser él mismo y el encuentro con sus compañeros, el suceso principal, la historia, puede contarse, puede pasar a través de ellos. Al menos ese es el desafío que nos propusimos, que contemplaba generar cierta intimidad con los espectadores, no dejarlos tranquilos afuera, meterlos en el problema. Claro que después el público hace lo que quiere, y de hecho, lo hizo. Para algunos directamente se trata de una comedia, y casi en cada momento encuentran motivos de risa; mientras que otros, sobre todo hacia el final, se emocionan de manera franca”.
El director puede tener la obra, sus ideas, pero hacen falta ellos: los actores: “El grupo está integrado por personas con recorridos muy distintos; Indiana con mucha experiencia, otros con más recorrido pero muy corta edad, como Luz, que tiene 19 años, y Christian, que empezó teatro el año pasado. A pesar de estas diferencias, se formó un grupo hermoso, de gran compañerismo, y de entrega a un nivel profesional al trabajo. Ensayamos con disciplina durante seis meses, y fuimos armando como una pequeña familia paralela, en la ficción y en la vida real. Como director agradezco profundamente la dedicación y les profeso mi admiración”.
Gastón Díaz menciona una anécdota, un momento: “Hubo una función en la que el cielo estuvo a punto de desplomarse durante la primera mitad de la obra, y desde mi puesto en la consola de luces, pensaba en suspender por el ruido de la lluvia, y los chicos zafaron esa situación, llevaron adelante la función sin flaquear, como verdaderos grandes, unos héroes de la escena. Ahí sucedió cierta magia, esa alquimia que uno siempre le pide al teatro, y que de tanto en tanto, el teatro te regala”. Fue precisamente esa noche cuando vi la obra. Pensé que la saludable caída de la lluvia sobre el techo de chapas, una de las bondades que puede ofrecer Gualeguay, en este caso podía transformarse en barranco para los actores. Ellos siguieron, igual el público. A la salida noté algo extraño, las veredas y la calle estaban secas, como si, como afirma Gastón, toda la furia del agua se hubiese concentrado sobre el techo de Liebre de Marzo para probar al grupo.
“El tiempo…” es una obra con pasajes felices, está bien contada, corta y con sustancia; distintas historias o miradas que invitan al espectador al saludable ejercicio del pensamiento. Así como el director habla de la bondad de que en cada actor haya algo del personaje y viceversa, una manera de completar la invitación sería poder ver de qué lado de las historias se acomoda cada uno de los que está afuera. Es cierto, muchos se ríen y nada más, es de esperar que otros den un paso más de cara al riesgo. Tiene razón Gastón cuando habla del cruce entre la invención y lo biográfico: me digo que ellos podían ser ellos y, de hecho, lo fueron. Anoto, de manera destacada, la naturalidad de Indiana Bonfanti.

Antonia en su encierro es sobreviviente en una isla. Puede temblar su paisaje, pero ella se cuida cuidándolo. Pienso en Gualeguay, con tantos habitantes queriéndola eterna isla escondida, con tantos que no paran de mirar para afuera; de perfecto nada, pocos intentarán apropiarse de la Fontana de Trevi. Gloria eterna a Anita, Marcello y Federico.

No hay comentarios:

Publicar un comentario