Avisa el calor sobre la chacra gualeya. La chacra, mi lugar en el mundo
desde hace dos años, goza de una ventaja sobre las calles de la ciudad/río de
Gualeguay: cuando febo le pone énfasis a su presencia veraniega, la zona de
chacras, hacia el final del día, respira dentro de un apreciable registro con
varios grados centígrados menos. Digo que el paisaje es mucho más fresquito, y
silencioso, y amigo, y que posee una marcada intensión para convocar el
pensamiento, la reflexión, y la mismísima contemplación que puede llegar al
ensueño: el viaje en el tiempo.
Hacia el final del día, en verano, reposera a gusto, tomo asiento en la
galería del fondo y enfoco la mirada hacia el centro del espacio que separa el
jacarandá joven y el espinillo. Así dispuesto, recibo el susodicho fresquito, y
comienzo a ejercer el pensamiento y la memoria. La luz del día va guardando su
respiración, y nace la lamparita sobre la ventana que da al churrasquero.
Sucedió un viernes de diciembre. Miré hacia la luz, recordé un asado
lejano. Fue cuando vi su figura sobre la parte superior del churrasquero: un
mamboretá. Era la primera vez que veía uno en una actitud que no era la
natural. Parecía abismarse sobre la boca del churrasquero: dirigía su cabeza
hacia la tierra, hacia la ausencia de asado; como si mirara al sur extendía su
rezo en dirección contraria a lo que comúnmente se entiende como la casa de
Dios: el cielo. ¿Reza por nosotros?, me pregunté, o nos sugiere que no
esperemos tanto de Dios, y que entonces “nos recemos”, sí, nosotros mismos,
como ciudadanos y como especie. Un mamboretá cabeza abajo como cabeza abajo
está este mundo.
Recordé una línea con pregunta incluida: “Mamboretá, ¿dónde está Dios?”.
La línea me llevó al recuerdo de un libro: “Dios, el mamboretá y la mosca”
(1974) de Thomas Moro Simpson (1929), un hombre que sabe de mezclar en buenas
dosis la filosofía y la literatura, autor además “Formas lógicas, realidad y
significado” (1964), “Semántica filosófica: problemas y discusiones” (1973).
Busqué en la biblioteca, costó, pero apareció el libro, leí: “Los griegos lo
llamaban ‘El profeta’. Y el entomólogo Fabre, a quien debo esta información
erudita, lo llamó ‘el tigre de los insectos’.
Con tales antecedentes acerca de su condición entre criminal y sagrada,
lo encontré un día sobre la mesa de un bar próximo a la Boca. Me senté y estuve
a punto de preguntarle, con la voz crédula de los niños: ‘Mamboretá, ¿dónde
está Dios?’.
Leí con atención: “(…) El mamboretá responde a esta pregunta señalando
el cielo con las patas delanteras. Algunos sospechan, sin embargo, que su
respuesta contiene un elemento de ironía satánica. Sea como fuere, yo no hice
la pregunta; la edad me ha vuelto reservado y prudente, y opté por limitarme a
observar.
El mamboretá se hallaba inmóvil. Sus cuatro patas traseras, como finas y
tensas ramas verdes, sostenían un largo tallo del que surgían dos brazos -o
patas- laterales, y en cuyo extremo vigilaba una cabeza impasible. La cabeza me
recordó que el mamboretá es un animal; pero su cuerpo verde y ramificado
sugería un vegetal en acecho.
De pronto extendió una de sus patas delanteras con el propósito de
atrapar una mosca fugitiva, y a partir de entonces reiteró el ataque hasta que
sus garfios sujetaron la presa. En esta operación movía solamente su pata
izquierda; el resto del cuerpo continuaba inmóvil, lo que añadía a la hibridez
biológica del mamboretá un tercer elemento de frialdad mecánica.
Lo vi con mis propios ojos, en la esquina de Montes de Oca y Suárez: el
mamboretá, que tenía agarrada a la mosca con los garfios de la pata izquierda,
la colocó en seguida sobre la parte interior de la otra pata. Me acerqué y vi
que la infortunada mosca yacía sobre una hilera de filosos dientes; la sierra
se dobló hacia dentro, y la mosca dejó instantáneamente de pensar. En efecto:
la cabeza de la mosca quedó separada del cuerpo en forma definitiva. Entonces
el mamboretá comenzó a devorarla lentamente, sosteniendo el manjar con las dos
patas. El festín duró largo rato, hasta que la cabeza del díptero fue deglutida
íntegramente por el dinámico profeta. Cuando éste acabó su obra unió con
devoción las patas delanteras, y en postura de caníbal creyente pidió perdón a
Dios por sus horrendos crímenes.
¿Y Dios, mamboretá, dónde está Dios?
Probablemente –me dije-, mientras el mamboretá deglute a la mosca Dios
revisa con angustia los mecanismos del universo. Esta hipótesis ha sido
confirmada por Darío, quien relata el infortunio de una paloma devorada por un
gavilán ‘infame’ (sic), que ‘con furor se la metió en el buche’ (sic). De
acuerdo con la versión del poeta, en el instante en que el gavilán consumaba el
palomicidio el Autor del Universo tuvo la sospecha de un error inicial: ‘Y
entonces el buen Dios, allá en su trono, / mientras Satán, por distraer su
encono, / aplaudía a aquél pájaro zahareño, / se puso a meditar, arrugó el
ceño, / y pensó, al recordar sus vastos planes / y recorrer sus puntos y sus
comas, / que cuando creó palomas / no debió haber creado gavilanes’.
Thomas Moro Simpson |
Pero Leibniz ha negado hace mucho que Dios sea capaz de arrepentimiento,
como lo sugiere el relato de Darío: según el filósofo alemán, éste es ‘el mejor
de los mundos posibles’ (sic), y Dios no pudo haber creado otro mejor, de igual
modo que no puede crear un triángulo redondo. Y si creó lo mejor, no puede
arrepentirse.
Los argumentos de Leibniz son completos y sospechosos; basta observar
que su punto de vista es quizás el del mamboretá, pero nunca el de la mosca.
Queda otra alternativa: Dios sabe que éste no es el mejor de los mundos, y es
incapaz de arrepentirse. En tal caso, una oscura complicidad uniría el
mamboretá con Dios, lo que es suficiente para explicar el elemento de ironía
que hallamos en el gesto del profeta, y la reiterada vacuidad de su acto de
contrición. ¡No hay salvación para las moscas!
Estas reflexiones algo inconexas habían apartado mis ojos del mamboretá,
pero comprobé que éste se hallaba todavía en mi mesa, con las patas unidas en
dirección al cielo. Lo miré, vagamente espantado, y renuncié a pedir el
apetecido café con leche, sagrado manjar de un porteño en horas de la tarde. Me
alejé con el sentimiento de que alguien me observaba, y huí del Gran Mamboretá
que nos acecha en cada esquina del fatigado universo”.
El libro quedó sobre mi escritorio. Quedé pensativo. Esperé con ansiedad
la llegada del fresquito en la noche. ¿Volvería a mi churrasquero el mamboretá
abismado? Mientras llegaba el fin del día, pensé varias veces en que gracias a
una imagen y un recuerdo aparecido en Gualeguay, yo había llegado hasta el
corazón de La Boca, hasta el corazón de un café detenido allá lejos en el
tiempo, y a uno de esos momentos de maravilla en que un escritor sabe que
efectivamente ha saltado un conejo de su galera a la cocina de su hoja en
blanco.
Encendí la luz sobre el churrasquero y me dispuse a esperar al
mensajero. Noche fresca. Dos piedras de hielo en el vaso pequeño y cuatro
tragos de whisky. En el silencio del paisaje, entre las estrellas, un avión
iluminado como arbolito navideño dejaba escuchar su letanía. Lo seguí con la
vista unos minutos, hasta que de manera imprevista fijé la mirada sobre la
pared del churrasquero: el mamboretá no estaba. Supe así que no volvería, que
no habría otra señal para este observador.
Entonces me quedé con lo visto, con las puntas de mi pensamiento luego
de la visita, y con lo leído en el libro de Simpson.
Miraba el universo por la ventana que hay entre mis árboles; pensaba en
el profeta y en el tigre, en la condición “criminal y sagrada” de este
insecto/animal/vegetal: el “caníbal creyente” en su “frialdad mecánica” y me
decía por lo bajo: te desayuna/te almuerza/te cena la cabeza, y cuando
desaparece la cabeza: dejás de pensar. Luego reza por él, no por vos, como si
fuera en domingo y lavara su culpa sin mucho esfuerzo.
Nos observan, y si no estamos atentos, de manera segura nos ganamos el
turno como alimento del Gran Mamboretá, un asociado, un profesional que
acondiciona su imagen para así poder lavar/cortar más cabezas.
Había, me digo, en el abismarse del mamboretá sobre la tierra de los
hombres, una cuota de burla; no rezaba por nosotros; quizá sí nos mandaba a que
“nos recemos”, pero avisa tarde.
No adhiero a la lógica de la injusticia en el mundo de Dios, que será el
mejor para muchos analistas de la mecánica de los misterios, pero que sigue
dando desierto en las copas de casi todos.
“¡No hay salvación para las moscas!”, escribió Simpson en un café de La
Boca.
Mamboretá, ¿dónde está el poder? No me contestó. Miró hacia el cielo.
Sólo afiló sus brazos de rezar.
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