domingo, 18 de diciembre de 2016

En el cielo y en la tierra

Siempre me gustó mirar el cielo en la noche. Desde pibito. Durante el día lo he mirado, lo miro, con el solo fin de saber si hay nubes; estas siempre me atrajeron, además del capricho de sus formas, las considero fundamentales para protegerme de los excesos de febo que, para suerte y desgracia, siempre asoma; prefiero las nubes con la cara sucia, imperfectas, enigmáticas, cargadas de historias y de lluvia; con la lluvia tengo una relación: ella, una de mis buenas amigas. Ahora que lo pienso, hoy, desde que habito la chacra gualeya, también miro al cielo de día para seguir el vuelo de algunos pájaros. Pero nada como mirar el cielo de noche. Y no hablo de los maravillosos paisajes de tormenta a la hora en que llegan los fantasmas. Hablo de cielo, noche, estrellas, y la Luna que se prefiera. Un paisaje vital de misterio y abismo. Casi como una mujer, diría sobre una mesa de café en Boedo, mi barrio.
Desde pibito soñé con tener un telescopio para mirar con mayor profundidad en el alto océano que nos rodea, pero el sueño, sueño fue; a lo máximo que llegué fue a poseer unos binoculares, que montaba sobre un pie, que para ese fin construyó Rolando, mi viejo. Tacho de pintura lleno de cemento en la base, un caño rectangular que llegaba hasta la altura indicada, y en el extremo, un artilugio de madera que servía para sostener mis binoculares. Luego, espiaba el cielo. Buscaba vida de otros planetas: ovnis en la noche. Soñé con llegar a ser astrónomo, pero los números nunca fueron lo mío, y hasta ahora solo supe de llegar hasta tres galaxias con pinta de aldea: Martín Coronado, en el oeste de la provincia de Buenos Aires, la ciudad de Buenos Aires, y esta ciudad/río de Gualeguay. Siempre, en todos los cielos de estas galaxias, busqué vida dentro del misterio.
La oportunidad de la lectura fue mi herramienta para mirar hacia otros mundos. Formé una biblioteca especializada en Objetos Voladores No Identificados; fui, siendo muchacho, a conferencias de especialistas sobre el tema.
Hace unos días el amigo gualeyo Gustavo Gandini señalaba en las redes sociales una nota publicada por el “Diario Uno” y escrita por Gustavo Fernández, su título: “El primer ovni en Entre Ríos”. A continuación un fragmento: “Circulan relatos orales que dicen que las etnias indígenas propias de estas regiones habían sido testigos reverenciales de luces nocturnas de extraño comportamiento en épocas prehispánicas. Pero debió esperarse hasta mediados del siglo XIX para que quedara registro escrito de la primera observación de un Objeto Volador No Identificado sobre territorio entrerriano. Con el ‘bonus’ de haber sido una observación colectiva.
El 20 de noviembre de 1855 fue un día muy particular en la ciudad de Gualeguaychú. Según el diario ‘Ecos del Litoral’ del día siguiente, en horas de la mañana, numerosos vecinos vieron aparecer una ‘luz muy brillante’, que a medida que pasaron los minutos definió su aspecto y forma. Su luminosidad no era eclipsada por el sol, sino, por el contrario, en tanto pasaba el tiempo se acrecentaba aún más. Un par de telescopios en poder de vecinos intelectualmente inquietos, permitió observar en detalle al objeto que –según relatan quienes exhumaron este curioso informe de las brumas del tiempo, el investigador local Carlos Atilio Rieger, el doctor José Brunetti y el señor Luis Luján, sobre archivos del Instituto Magnasco, de esa localidad- ‘adoptaba la forma de una medialuna en menguante, alrededor de la cual giraba un disco, como los anillos del planeta Saturno’.
Café Dutte
El extraño objeto continuó desplazándose por el cielo hasta perderse en el horizonte (lo que, teniendo en cuenta la baja construcción de entonces, permite suponer que la observación fue prolongada) y durante el resto del día fue la comidilla del pueblo, dando lugar a las más extrañas especulaciones; desde quienes, con cierta formación cultural, lo suponían un extraño fenómeno atmosférico o astronómico, hasta quienes quisieron ver en él un signo profético de naturaleza religiosa.
La anécdota quizás hubiera quedado reducida, precisamente, a eso, de no ocurrir a la noche un giro fundamental: llega a la ciudad la noticia que –en plena guerra de Crimea, que por entonces enfrentaba a las potencias europeas con Rusia, aquella que inmortalizara la ‘Carga de la Caballería Ligera’, a la que el poeta Kipling evocara con sus versos: ‘Cañones a la izquierda / cañones a la derecha / hacia el valle de la muerte / cabalgaron los seiscientos...’- las tropas aliadas, francesas, italianas e inglesas habían tomado la ciudad de Sebastopol.
Por cierto, la caída de Sebastopol había ocurrido el 9 de noviembre, y la noticia demoró todo ese tiempo tanto en virtud de las comunicaciones intercontinentales de entonces como del aislamiento de Gualeguaychú respecto a los grandes centros poblados (recordemos que la provincia de Entre Ríos fue ‘insular’ hasta 1969, y el cruce en barcazas no sólo demoraba el tráfico comercial sino también la celeridad informativa). Dado que en la localidad había una muy fuerte colectividad de esas tres nacionalidades europeas –al punto de justificar la presencia de sus respectivos consulados- buena parte del pueblo se lanzó esa noche a las calles, –según relatan los citados investigadores, a tenor de los periódicos de la época- en espontánea manifestación, ofreciendo informales ‘serenatas’ a las autoridades y (según la adjetivación propia de esos tiempos) a los más ‘caracterizados vecinos’. Una orquesta filarmónica local, dirigida por don Luis Giuffra, y una banda militar se instalaron frente al popular ‘Café Dutte’ (propiedad de un francés de apellido homónimo) alternando ‘La Marsellesa’ con el Himno Italiano. Seguramente fue en esa animada tertulia donde los más entusiastas arriesgaron que el ‘extraño evento cósmico’ de la mañana había sido un anticipo, un ‘aviso’ del júbilo que experimentaban en ese momento, como si desde alguna ignota esfera celeste poderosas potestades enviaran a un pequeño pueblo de aldeanos sudamericanos un anticipo de lujo. Parecer que, reflejado en tono altisonante y pomposo por el diario ‘Ecos’ al día siguiente, hizo perdurar por muchos años en el ideario colectivo el recuerdo del ‘aviso de los cielos sobre la batalla de Sebastopol’. (…)”.
Recién llegado a Gualeguay percibí una primera presencia: la llegada de la noche a su cielo. Hice mía la referencia desde los primeros días en la casa de la calle Gadea. Un cielo misterioso, me dije, como aquel visto durante tantos años de visitas en Merlo, San Luis. Llevo dos años mirando el cielo gualeyo, esta otra sintonía del paisaje entrerriano, desde mi lugar en la zona de chacras. Visto desde el jardín, parado entre el jacarandá joven y el espinillo, es este, mi cielo, de los más impresionantes que he tenido la suerte de poseer. Hablo de posesión porque así se nombra al egoísmo humano, quizás el único recomendable, cuando este se ocupa de una obra de arte.
Aquellas lecturas de muchacho quedaron en mi memoria. Entendí a edad temprana que, más allá de la cantidad de mentiras que se hayan podido elaborar en torno al tema, hay una base de hechos inexplicables que dejan picando casi una certeza: sí, hay alguien ahí afuera. Este enigma llamado naturaleza es más que lógico que se haya repetido en muchos lugares de este vasto universo repleto de mundos. Entonces, si el hombre hoy explora su sistema solar, y escudriña el espacio sideral desde, por ejemplo, el telescopio Hubble, ubicado en la órbita de la Tierra desde hace años, qué es lo que no hará mañana, hasta dónde llegarán sus viajes, y esperemos que no sean con carabelas y espadas. Si nosotros vamos, es lógico que ellos también se lleguen hasta nuestra gran aldea.
Recuerdo una lectura del pasado: “El libro de los condenados” (1919) de Charles Fort, un escritor e investigador norteamericano. Este libro es un catálogo de hechos extraordinarios: lluvias extrañas, de colores, portando animales menudos como ranas o peces; crónicas de diarios de distintas épocas y lugares del mundo, dando cuenta del avistamiento de luces extrañas y objetos de formas diferentes en el cielo. Para Fort había tantos misterios en la tierra como en el cielo.
El avistamiento de Gualeguaychú encajaría muy bien en este libro raro, sería una historia, un enigma más. Los parroquianos del café Dutte podrían haber sido personajes de “El libro de los condenados”.

Cada vez que salgo a la noche en el jardín del fondo, cada paso que doy hacia el lugar desde donde remonto la pandorga de mi pensamiento hacia el cielo, me gana un instante de felicidad; digo, me pasa cada vez que me abismo en uno de mis paisajes preferidos. En él encuentro luz, ideas, y silencio, un silencio que llega a través de millones de años luz, desde mundos entrevistos en sueños, en lecturas, en alguna película donde el arte juega lo suyo. He llegado lejos en el universo a través del arte. Eso sí, siempre sabiendo con claridad que uno mira desde esta tierra, y este planeta Tierra, donde muchas veces no hay ni tiempo ni espacio para las buenas historias. Nosotros mismos somos los visitados: siguen llegando hombres montados en infames carabelas. A veces pienso que también esta tendencia a buscar con la mirada vida en otros lugares, se deba a que en muchas oportunidades tiembla la posibilidad de futuro por estos lares. Me digo que sí, que quizá por esta manía humana de montarse en carabelas y ofrecer espejitos de colores y espadas, es que desde pibito busco con la mirada a los otros del universo, en este barrio y en los de más allá, porque en el otro, el hermano, está la vida: el otro es la aldea, en el diálogo con el otro se puede lograr el mejor contacto en el “todos” que nos rodea.

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