Pasan los años y
sigo encontrándome con mi amiga; diría, a esta altura de la función, que su
compañía es de toda la vida. No ha habido amiga más fiel; ella: la escritura,
respira junto a mi lado desde que yo era pibe, cuando con un poco de juego y
otro tanto de verdad afirmaba que iba a ser poeta como mi abuelo paterno Julio
Martín. Acurrucadas en algún sobre amarillento, algunas de mis poesías de los
10 años, duermen, bien escondidas, el sueño de haber confirmado el impulso.
Después de estos juegos verdaderos, llegaron las lecturas, el alimento, y
entonces a crecer en ganas, a festejar ese impulso a través de las palabras de
los otros. Traté de avanzar con atención en las historias, con la misma concentración
que en esos días le dispensaba a la pelota de fútbol y los campeonatos en el
club 12 de Octubre de Martín Coronado. Se podía, se pudo, y hoy también se
puede: leer el libro, patear una pelota, y ver mucho cine, otra manera
interesante de llegar a las historias. Interesante también es llegar a los
relatos a través de los recuerdos de la gente que habita la misma calle que
nosotros, el barrio, y luego la ciudad conectada a la galaxia mundo. El relato,
cada uno, es memoria, y entonces vida de otro tiempo.
La escritura dio
forma a una manera de andar: atento a los estímulos, y a veces, al más simple
de los escalones del cotidiano; una manera de andar: una manera de ser. La
escritura fundó y se funda en mi identidad: mis banderas, mis patrias internas,
las miradas, las ideas, y ya que hablo de escritura, digo, esta identidad en la
que uno sabe, a conciencia, en qué lista anota el alma y en cuáles no lo hace
ni lo hará.
Mientras escribo
afirmo que me ubico en órbita sobre el tema a tratar; si se trata de una nota: escribiendo
como si pintara al acrílico, que seca rápido; si el desafío es el argumento de
una novela: escribo como si estuviera frente a un cuadro que espera óleo y sus
tiempos lentos de secado. Mi papá, Rolando, mi viejo, artista plástico él, me
enseñó estas cosas que aplico a la escritura; pero además, digo, habito una
órbita mayor a estas sintonías, y esta tiene que ver con mi vida toda girando sobre
la hoja amiga apoyada sobre mi escritorio, sobre la pantalla en blanco, sobre
la posibilidad siempre presente de poder contar una historia.
Viviendo de esta
manera es que suceden encuentros de detalle entre la vida cotidiana y la escritura,
por ejemplo: un momento en que ayudaba a mi viejo a pintar la sala de
exposiciones de Estímulo de Bellas Artes en Buenos Aires (enero 2008). Desde el
oficio de pintor de Rolando, herramienta con la que la familia Lois cubrió sus
necesidades económicas (con el arte no se come, o en todo caso, comen unos pocos),
yo me encontraba con la escritura, titulé el texto “Escribir desde el murmullo”:
“Lo descubrí en el ir y venir del rodillo sobre las paredes del salón, durante
el tiempo en que jugué a ser un pintor. Un rodillo es un artefacto de mango
plástico que sostiene un dispositivo de metal que a su vez recibe el cilindro
que, vestido como osito de peluche, se empapa con pintura, y en este caso
pintura látex con un agregado mínimo de agua para facilitar la acción cubritiva
sobre el tipo de superficie que ponía el pecho al beige clarito.
El recorrido del
rodillo cargado con pintura me llevó una y otra vez a una misma imagen y
sonido: una calle cualquiera de Buenos Aires cuando la lluvia fina es manto
sobre el paisaje, mientras ella misma calla, cuando ella es muda o silenciosa
en el contacto con dicho paisaje. Tan distinta la lluvia fina, o su ínfima
expresión: la garúa, de la lluvia violenta con sus sonoridades efectistas.
Cuando la lluvia
fina “es” sobre la ciudad nace en las calles un murmullo mínimo, suave. Las
ruedas de los autos en su plenitud de giro mágico, misterioso, sobre el asfalto
húmedo, son el origen de dicho murmullo.
El rodillo rueda y
recorre la pared que, seca en la primera pasada, va tomando humedad y entonces
el rodillo o la rueda húmeda pasa, se desliza, sobre la calle vertical de la
pared. Es el látex con su toque de agua el que llega hasta el brazo que lleva y
trae el rodillo. Llega como si fuera lluvia fina, no violenta, como si llegara
la garúa y su murmullo sobre mi cuerpo, la ciudad primera.
Nada más placentero
que escribir en un café, cerca de una ventana abierta a una Buenos Aires de
lluvia fina, calles y autos.
En los cafés
escribo tan solo y a la vez tan acompañado que a veces me da miedo la fuerza
del extravío que me aleja y me acerca: ¿volveré al café?, ¿saldré de la
página?, ¿final para esta tinta roja?
El murmullo de la
gente arrulla mi escritura en su momento interior, antes de salir a jugar, pero
el arrullo o el extravío nacido del aroma de ese sonido se multiplica cuando el
murmullo es el otro, el murmullo mínimo, suave, de la lluvia, la calle y los
autos, que pasa a través de mí, de la ventana, de mi ventana.
Cuando el rodillo
iba y venía reparé en que para que un paño de la pared quedara cubierto,
pintado, hacía falta que yo pasara el artefacto, mi brazo, mi mano de escribir
varias veces por el lugar. Con la repetición, con la vuelta al territorio
delineado momentos antes, se lograba, se iba logrando, la textura, la carnadura
requerida para hacer de la pared pintada, una pared o un personaje pintado,
creíble. Mientras tanto la lluvia fina sobre mi brazo, como si estuviera en un
café, en mi Buenos Aires y todo, absolutamente todo, quisiera pasar por mi
ventana para hacerme feliz durante la labor, en capítulos, sobre las distintas
maneras de escribir”.
Descubrir una
semejanza entre el ir y venir del rodillo sobre la pared, y las lecturas
sucesivas, los arreglos, el barrido de basuritas en la escritura de una
historia para ir allanando el relato o los personajes, me acaba de ocurrir
nuevamente, y esta vez en la chacra gualeya.
Me encontré
escribiendo mientras cortaba el pasto en el fondo de casa. Y si bien el ida y
vuelta de la cortadora podría aparecer como hermana del movimiento creativo del
rodillo, no fue en la acción de corte donde mi memoria remitía a la escritura,
sino a los momentos en que uno empieza a vislumbrar la belleza en el paisaje
del jardín. Quizá todo empezó con un juego para Julia, mi hija, o más que
juego, una sorpresa que derivó en un juego que hoy pide cada vez que hay que cortar
el pasto. Hice los movimientos justos, de modesto joven manos de tijera, sobre
el pasto y escribí el nombre de mi hija. Julia lo reconoció al instante.
Más allá de este
detalle, el trabajo progresivo, tan necesario en la escritura, volvió a entrar
en el transcurso del día; a esta altura es una manera de vivir: escribiendo,
contando las señales entrevistas. Empezar a ver cómo queda el paisaje del fondo
(creo que a resguardo escribo mejor), decía, “ver” es el nexo mágico que me
lleva hasta mi oficio, hasta ese momento en que uno empieza a desmalezar
detalles, errores, desde los simples de tipiado, hasta las pifiadas de
construcción, y entonces empiezan a respirar las primeras trazas del relato que
serán las que irán enhebrando los caminos de la escritura definitiva.
Es el momento, el
lugar, el refugio espacio/temporal en que puede alumbrar la belleza, pero como
un todo imperfecto, como en todo territorio donde transite lo humano; pienso en
la belleza como en el momento en que la puerta de calle se abre para que entre
el aroma y la brisa que saben de alentar la llegada de la felicidad. Digo
belleza y felicidad, repito, imperfectas, pero con el enorme valor del intento
sincero del hombre para “encontrarse” en la vida, en este caso, a través de
este oficio maravilloso de la escritura.
Hay potenciales
presencias poéticas en todas las personas y oficios, puede el poeta “ser” en el
panadero, en el obrero, en el pescador; poesía en el hombre que un día se subió
a la torre de la telefónica y se sacó una foto en las alturas de otra Gualeguay
(saludos Ariel); hombre y oficio despuntan a la vista de quien pueda
descubrirse y descubrir una vida como la suya en el otro. Agrego al cerrajero,
pienso en el cerrajero lector de calle San Antonio, porque se me ocurre hablar
de la llave. Creo que la llave en esta vida está en poder ver, sin nieblas
peligrosas, que el buen destino está a la mano cuando el hombre aprende a verse
en el semejante. Porque en definitiva, a la mayoría de los hombres nos unen las
mismas necesidades, los mismos sueños de paz y justicia. Mamá Evangelina le
cuenta a Julia la historia de un hombre que hace mal su trabajo porque no le
importa el paisaje que contamina su fábrica: un hombre al que no le importa el
hombre. Yo le digo a Julia que es bonito ser una buena persona, es más lindo
que ser malo.
Es en este tratar
de ser donde me encuentro con la escritura curioseando entre los días,
fresqueando las ideas en la chacra gualeya. La belleza del corte del pasto, la
belleza de la pared pintada, la belleza de un libro terminado, son momentos
determinantes en la vida de cualquier hombre, repito: hombre y oficio, hacer y
desear lo mejor para todos y, como siempre, en el “mientras tanto” de los días:
el ir y venir del rodillo, la cortadora y la criatura imperfecta.
Qué paz esa imagen...
ResponderEliminarRaquel