Pienso en ventanas, y la primera referencia que me llega desde la
memoria, es un libro notable, hablo de “Ventanas de Manhattan” del escritor
español Antonio Muñoz Molina: “La ventana daba a un patio interior grande,
oscuro, con ventiladores y máquinas que rugían, con muros de ladrillo negros de
hollín, con otras ventanas que pertenecían a habitaciones idénticas, con los
cristales ligeramente opacos de mugre, algunas de ellas iluminadas cuando caía
la noche, mostrando la presencia fugaz y lejana de alguien, el interior de una
habitación exactamente igual a la mía. (…)”. Así comienza el libro. Un registro
de gran ciudad. Recuerdo que, cuando ya llevaba un año de vida en la chacra
gualeya, viajé con la familia a Buenos Aires. La escapada fue de una semana, y nos
refugiamos en el departamento que nos prestara el amigo poeta José Muchnik en
Boedo. No lo pude evitar, miré cien veces por las ventanas hacia las ventanas
de los otros departamentos. Me molestaba la presencia cercana entre mundos
privados, me preguntaba, ¿cómo pude vivir en estos lugares durante 30 años?
Añoraba mis ventanas hacia el verde gualeyo.
Pienso entonces en las ventanas de Gualeguay como posibilidad de
libertad, opuestas a aquellas de mi pasado. Una ventana es la posibilidad de
llegar a los aromas de otro mundo, es más, de otro mundo y muchas veces de otro
tiempo. La memoria, de múltiples sintonías, puede entrar y salir por una
ventana. Por una ventana se puede ver llegar a la persona amada. Por una
ventana se puede llegar al misterio de la palabra y del silencio. Es la
posibilidad de encontrarse con el otro y con uno mismo. La vida a través de la
ventana. Es mejor que nuestra alma tenga ventanas, de igual modo nuestras
patrias internas; con una ventana se puede llevar mejor los vaivenes de
cualquier oscuridad. Ventanas contra las tormentas, mirar por nuestras ventanas
mientras seguimos atados, a lo Turner, por elección, a nuestras ideas, para
mejor ver el paisaje donde tantos infiernos pueden ser fundados.
Guardo un registro muy personal, un recuerdo gualeyo, construido
alrededor de una ventana. La imagen la guardé en un texto que forma parte de
“Una historia para Julia” (Ediciones del Clé, 2015), libro donde Julia, mi
hija, es personaje central. La escena es de julio de 2014: “Tu jardín Tru-la-la
funciona en una casa vieja de puerta y ventanas altas que dan sobre la vereda.
Por una de ellas se ven hamacas y otros juegos. Cuando mamá Evangelina y papá
te van a buscar a la nochecita, esa ventana está abierta, pero ahí no hay
nadie. En cambio por la otra, las pocas veces que queda abierta y cuando faltan
unos diez minutos para la salida, se puede ver a todos los chicos bailando.
Escribo ‘a todos’, pero no tengo más ojos que para vos. Con mamá intentamos
pegarnos al marco de las rejas para mirarte y que vos no te des cuenta. No
queremos interrumpirte, para que todos disfrutemos. No puedo creer que te
muevas tan ajustada a la música, con tanta libertad y felicidad. Te miro y creo
que siempre te voy a mirar en ese momento, no importa que pasen muchos años o
todos los años de la vida. “A dormir” avisa Naty o Chona y todos se acuestan en
el piso. Veo cómo disfrutás el piso, en casa es uno de tus refugios. A mí
siempre me gustó encontrarme con el fresquito de la baldosa. Otra vez de pie y
música: y ahí va Julia con sus pasitos cortos, avance y retroceso, brazos y
manos que acompañan la vida del aire. Y yo te miro, mamá Evangelina te mira,
qué maravilla esos minutos. Quiero decirte que cada vez que quieras vernos, no
tenés más que mirar hacia una ventana que dé a la calle, en cualquier tiempo y
lugar, y ahí vas a encontrar la felicidad: la tuya y la nuestra”.
Ahora bien, por qué estoy hablando de ventanas, estas naos maravillosas
que transitan, la mayoría de las veces sin gozar de atención alguna, por
nuestras vidas. Hará unos dos meses, y gracias a los vientos benevolentes que a
veces soplan por las redes sociales, me encontré con dos fotos tomadas por Fabricio
Castañeda, reconocido trabajador de la cultura que siempre está en movimiento.
Guardé las fotos y comencé a espiarlas. Algo empezó a llamarme desde las
imágenes. Le escribí a Fabricio para decirle que sus fotos me gustaron mucho.
Él me dijo que pertenecían a una serie, un mismo tema en el que trabaja hace un
tiempo. El título de la serie: “Ventanas de Gualeguay”, el que lleva esta nota,
porque si pienso en Gualeguay, además de lo dicho más arriba, concurren a mi
memoria las dos fotos de Fabricio.
Y por qué creo que sucede esto, porque esas fotos, es decir, desde esas
ventanas, me llega el impulso de contar una historia. Las ventanas de Fabricio
son una invitación al relato, a la ficción verdadera, o a la verdad mejor
mentida, es que en tantas posibilidades juega el nervio de la escritura.
Las ventanas como pasadizo, como túnel, una invitación para salir y para
entrar a mundos diversos, paisajes otros.
La ventana de una de las fotografías, la que tiene rejas, me lleva a
pensar en una historia que me contara Pepe Quintana, gualeyo memorioso, hace
unos meses atrás. Las rejas debían impedir la fuga de los perros. Cuando vi la
susodicha ventana, me dije, esta puede ser la casa de aquella mujer, Pilar, de
la que me habló Pepe. Si pudiera entrar por la ventana, y a través de ella
viajar en el tiempo, llegaría al patio donde Pilar había hecho construir un
mástil. Todas las mañanas se levantaba, preparaba el mate, como todo ciudadano
gualeyo, y después aprontaba la victrola. Entonces ella cantaba el Himno Nacional
a los gritos. Izaba la bandera. El mástil estaba casi en el centro de la
manzana. Se borran las calles verdaderas, no digo dónde vivió realmente Pilar,
y tampoco sé a qué casa corresponde la ventana que atrapó el encuadre de
Fabricio. Sin embargo, el recuerdo de Pepe, la imagen de Fabricio y esta
escritura se dan una mano para contar esta historia chiquita de una gualeya
llamada Pilar. Después que izaba la bandera, ella se dirigía al cementerio. No
al ubicado frente a la plaza, donde para el día de ánimas, se dejaban los
carros con sus brazos apuntando al cielo; carros y caballos de la gente que
venía de las chacras a velar las tumbas de sus finados. Pilar caminaba hasta su
propio cementerio, el que tenía en el fondo de su casa que, al igual que el
mástil, se refugiaba casi en el centro de la manzana. Cuenta la leyenda que
Pilar había querido ser monja, pero que la habían echado por loca. Lo cierto es
que Pilar tenía alma bondadosa, por eso el cementerio. Cuidaba de las tumbas y
de la identidad de sus adorados perros. Se guarda memoria, lo asegura Pepe: cada
tumba con su correspondiente lápida, de los nombres de algunos de los animales:
anteojito, medio anteojito, doble anteojito, tres anteojitos. La pregunta se
hace inevitable, si los que están a la “vista” son solo algunos, ¿cuál fue la
maldición que azotaba a las mascotas de Pilar?
La ventana pintada de un color verde sucio, descascarada, sin vidrios,
que encontró Fabricio en su ciudad/río de Gualeguay fue, y cuando ya la ventana
contaba con estas señales de abandono, o presentaba esta ineludible pátina de
tiempo, por la que Martín Velásquez, vio, una mañana, sobre calle San Lorenzo,
a Catón camino al cementerio. El llevador de muertos se detuvo frente a la
ventana. Ellos se reconocieron. Martín vio que, a la izquierda, en la calle, el
coche tirado por caballos empenachados de negro, el que abría el
acompañamiento, se detenía. Pensó: Porque se detuvo el jefe. Catón sacó la
boina del bolsillo del pantalón y se la colocó. Encendió un cigarro. Sonrió.
Martín abrió lentamente las dos hojas de la ventana. Se acercó para ver
a Catón, que se veía como cuando hace tanto tiempo lo cruzaba en la plaza
Constitución.
Catón sacó de un bolsillo un cartón doblado al medio. Lo abrió para que
Martín pudiera ver su tesoro. Una foto, Catón enseñaba su foto. Sonreía. La dio
vuelta para que Martín pudiera ver el sello de la casa de fotografías de
Kayayán.
La boina volvió al bolsillo del pantalón, la foto a uno de los del saco.
Apagó el cigarro sobre la mancha circular que aparece en la pared, bajo la
ventana. Luego de hacerlo, se irguió. Guardó el resto del cigarro en otro
bolsillo.
Comenzó a caminar y junto con él se movió el acompañamiento.
Martín Velásquez no recuerda cuántos años llevaba muerto Catón cuando
volvió a verlo a través de la ventana.
Dudo que Velásquez haya vivido sobre calle San Lorenzo, desconozco a qué
casa pertenece la ventana; otra vez, la memoria de Martín, la imagen de
Fabricio y la escritura de este escriba se dan la mano para contar una historia
(hecha de retazos de historias) del ilustre Catón, llevador gualeyo, autóctona
confluencia de los ríos Anubis y Caronte.
A través de la ventana del frente de la casa, la que corresponde al
escritorio, espío la columna donde viene, cada noche, mi lechuza amiga a pensar
y observar el laborar de tantas criaturas. A través de las ventanas que dan al
jardín del fondo, veo durante todo el día la manifestación de la vida.
Existencias desde el canto, como la de los pájaros; existencias desde el
silencio trabajador, como la de las hormigas. Existencias en verde y cielo
entran a mi casa a través de las ventanas, y a través de ellas mis almas
confluyen con el afuera. Por las ventanas de mi casa en la chacra gualeya entra
la palabra del universo naturaleza, y entra la coexistencia del hombre con el
paisaje, la fundación de la sociedad. Pienso y detengo la mirada, cada día,
sobre el jacarandá joven, el espinillo, los álamos bien al fondo del terreno, y
sobre la alegría de sabernos todos en órbita de la pulsión vital. Todo al
alcance, en un primer movimiento, con solo atravesar una ventana. Esa misma
ventana que hace unos días dejaba pasar al interior de la casa y mi memoria, el
sonido del helicóptero utilizado en la búsqueda de Micaela García.
Hay una historia para contar detrás de cada una de las fotos de Fabricio
Castañeda. Tenemos una charla pendiente. Fabricio tituló su serie: “Ventanas de
Gualeguay”, y abrió el juego de la libertad, quizá la esencia primera, la
sustancia fundacional de toda ventana dentro de esta aldea, la ciudad/río.
muy emotivo.
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