domingo, 21 de enero de 2018

Acento de chacra gualeya

Un disparo certero de piedra en medio de la chacra gualeya. Un gurí poco atento al oleaje de la vida y de la muerte, tensó gomera y apuntó sobre el plumaje quieto dentro del paisaje de una rama. Llegó la muerte, me dije; y la carrera del gurí para contemplar su obra.
En el cotidiano de la chacra gualeya se vive un tanto más cerca de los elementos que hacen a la vida y a la muerte, un par de amigas que siempre van de la mano. Vuelvo a la imagen del pájaro, pero le recorto al gurí con gomera, y dejo un pájaro vivo, con su plena poesía en desarrollo, su misterio; y elijo descubrir en el cotidiano la presencia constante de un colibrí, como ejemplo de la maravilla de la vida y la naturaleza. Siempre hay un colibrí entre las flores del jardín. Como contrapartida, un perro elige un rincón en la chacra para terminar de morir, por viejo o porque comió lo que no debía en su hambruna desesperada; sabido es que los perros comen cada vez menos, cuenta que viene atada a la menor ingesta -por lo tanto un nacimiento menor de sobras- de los hombres capaces de la ofrenda al otro: sea persona canina o persona atrapada en destino salvaje. La chacra permite estas sintonías para quien está con ganas de mirar. En ella se pudo ver, por ejemplo, en estos recientes días de fiesta, la pulsión a que lleva el amor, que puede ser tan desesperante como el hambre, y digo amor como norte y búsqueda en una de sus sintonías: la compañía que mitiga la soledad, que tan desesperante puede ella también ser, y entonces sobre esta chacra donde se manifiesta toda vida, en días de fiesta, se festejaba el descorche de la botella que podía, por ejemplo, significar compañía, paréntesis en la soledad por un rato, compartir un momento casi irreal, pero tan necesario para la sed de tanto desesperado; porque la botella que invita a la palabra ligera puede descorcharse, y descorcharse puede la memoria, que tantas veces guarda sabor amargo, triste. Y todas estas posibilidades en la chacra gualeya, creo, aparecen subrayadas cuando se mira el acento, siempre presente -con él no hay errata u olvido posible-, hablo del acento que lleva toda vida: la marca de la muerte condiciona, juega barajas sobre toda existencia, hasta en el simulacro del más distraído, postura esta originada en la ignorancia cultivada y la mentira administrada, o en el más chato desinterés por el ejercicio del pensamiento. Hay distintas maneras de morir, y varias la muertes que pueden respirarse durante la vida.
Encuentro en la chacra.
La presencia de la muerte en nuestro futuro nos modifica, nos escribe, nos hace relato y personaje dentro de la novela que, cada uno, deberá escribir desde sus días. La muerte es escritura desde afuera y desde adentro. Revisaba hace unos días algo que escribí a partir de un poema: “Testamento”, escrito por Francisco Benítez (Kiko), destacado integrante, ya fallecido, de la APDH de Gualeguay. En el poema, Kiko anotó: “(…) No le temo a la muerte, ya es mi amiga, / vino junto conmigo al nacimiento, / ese marzo lejano allá en mi Sauce / y desde entonces anduvimos juntos. (…)”. Y entonces me preguntaba si Kiko habría leído la novela “Los cuadernos de Malte Laurids Brigge” de Rainer Maria Rilke. La pregunta apareció cuando Kiko señala a la muerte como compañera del nacimiento. Pensaba en que muy bien la idea pudo nacer desde una clara pulsión vital, a modo de revelación sensitiva.
Junto a la cercanía de la muerte, o a la proyección del hecho, aparece, creo, un impulso de soltar las amarras al puerto; se busca establecer y fortalecer la identidad y fijar una distancia emotiva con el paisaje. A mi memoria llegan un par de poemas escritos por Derlis Maddonni, artista plástico, pensador, poeta, habitante ineludible del cielo de la ciudad/río de Gualeguay. Luis Alberto Salvarezza, poeta, ensayista y plástico de Concepción del Uruguay es autor de “Derlis Maddonni” (2014). El libro guarda el intercambio epistolar entre estos dos amigos artistas. En este rescate de Salvarezza se hace referencia a Oliverio O., que era una de las almas que vivían en Maddonni, era el alma que firmaba la mayoría de sus poemas. Dice Maddonni en un poema fechado en 1996/97: “He intentado autorretratarme varias veces, de varias formas, por eso ‘en memoria de mis personalidades muertas’, escribí: Soy una asociación civil / de múltiples personalidades / sin fines de lucro. // Soy muchos que se reúnen en uno / que se activa al negarse siempre / para ser otros / para ser el mismo / para crearse. // Juego a que soy otros / impostor que se disfraza de lo que quiere huir / pero se desnuda ante todos y cualquiera. // Soy un club de admiradores de mí mismo / la vanidad me guía buscándome hombre / durante la luz y la noche / sin séptimo día. // Mis todos y yo / existimos en la confrontación / con la muerte virtual o real. / La muerte existe. // Para no mentir / quiere ser un eslabón / insoslayable de la vida”.
Maddonni también le dice a Salvarezza en diciembre de 1993: “Salvarezza, porque mi mundo, un pedacito, quedará a salvo por tu generosidad, te acerco ‘Fuera de mí’: Puesto que de mí / en mí queda poco / y todo lo mío lo he dado sin reservas, apenas moriré. / Moriré muy poco, casi nada. / Todo lo mío quedará / en los papeles de líneas tensas / tiernas o arremolinadas, / en las palabras mal escritas / sin sintaxis, ágatas combinadas. / Todo lo mío quedará por ahí / y el resto, ese poco / morirá conmigo. / Pero mi mundo estará a salvo / fuera de mí”.
El poema de Maddonni descorchó mi memoria, y fui en viaje directo a una respuesta, una línea, un pensamiento, que Troilo, el Gordo Pichuco, le dio a María Ester Gilio en la entrevista publicada en la revista “Crisis” en septiembre de 1974. Pichuco hacía referencia a un momento: “Estaba Perón en el teatro. Él había hecho posible que una orquesta típica llegara al Colón. Cuando voy a entrar, me encuentro en la puerta, esperándome, a Lunghi, uno de los músicos más viejos del Colón. Él sabía lo que significaba para nosotros tocar allí. Quería saludarme, que le presentara la orquesta. Pobrecito... Cuando se estaba muriendo, me mandó llamar. ‘Maestrito, no me deje morir’, me decía”. En ese momento Gilio desliza: “¿Y vos?”. Entonces Troilo contesta: “Y yo. ¡Qué querés! Uno se va muriendo con cada amigo que se muere. Uno no se muere de golpe, ¿sabés? Llega un momento que de Pichuco ya no queda nada. Se lo fueron llevando de a poco”.
Foto Mario Bellocchio
Desde esta tarde en la chacra gualeya pienso en mi viejo, Rolando, en su vida y memoria como artista plástico en su ciudad: Buenos Aires. Trato de imaginar aquellas reuniones de los viernes en el bar Florida, ubicado sobre calle Viamonte, donde hoy está el Centro Cultural Borges. En ese bar se juntaban un grupo de pintores, sucedió durante varios años de la década del ’70. Como ocurre siempre, hubo una primera vez y una última. De aquellos habitués voy a nombrar a uno en representación del grupo: el gualeyo Roberto “Cachete” González. De todo ese grupo de artistas, solo uno hoy sigue haciendo memoria, mi viejo. Rolando siempre me dice: “Soy el último que queda”. Y Rolando es el que sigue recordando a otros amigos pintores que yo conocí, a los que llegué a través de su amistad. Nombro a Eolo Pons, Rodolfo Medina, Juan José Cartasso. Aprendí a través de mi padre el significado de la palabra memoria, de aquello que significa el ejercicio cabal de la memoria. Siempre cuenta anécdotas, pequeñas historias, ideas y pensamientos que giran alrededor de su manera de entender el mundo, y proyectada esta mirada hacia esos otros pintores, esforzados artistas que durante toda la vida trabajaron su oficio. Mi viejo siempre contó estas pequeñas historias, pistas, señales. Pienso hoy que es la manera de cumplir con la responsabilidad de ser el que queda para hacer memoria. Claro que una memoria como esta, más allá de, por ejemplo, mi presencia que también intenta guardar memoria, él la realiza en soledad. Como se ha sugerido, uno se va yendo, y nunca es de golpe. Hacer memoria es un acto ético, una esquina a ocupar desde la valentía y, sí, cómo no, desde el llanto nacido en el cruce de la felicidad de haber estado con la melancolía por aquello que ya no es, y que de alguna manera sigue estando.
Calle 115. Foto Mario Bellocchio
Tener conciencia de la finitud de la vida es algo fundamental para el disfrute de los días. Saber cada día de la existencia de la Parca es, creo, una pincelada a favor de la buena salud mental; saber de ella no para andar llorando por los rincones, sino para no dejar la vida para mañana. Porque mañana bien puede no llegar. La muerte como motor de vida, porque si un día no voy a estar, debo dar hoy mi presente con todas las letras. Y después, claro, siempre la memoria. Supe de la muerte cuando fui al velorio de mi compañerito de segundo grado: Roberto Ferrazo; supe más de la muerte con Néstor Hugo Ortiz, mi amigo del barrio cuando andábamos por los 14; supe de ella con la muerte de los abuelos, y allí entonces se guardó en la memoria Julio Martín, mi abuelo paterno, el poeta a quien desde pibe quise emular. Y entre mis muertos como adulto nombro a mi amigo y maestro, el novelista Gabriel Montergous, y sus cenizas, las que llevé hasta la cima del Mogote Bayo, en Merlo, San Luis; y mi amiga Liliana Bustos, que todavía me mira desde la foto en mi biblioteca: desde su silla, a un lado de la estatua que recuerda al poeta Fernando Pessoa en el café donde fue habitué, en su amada Lisboa.

Pienso, en este final de nota, que el mismo Pessoa era un especialista en esto de ser varias almas en una; pienso en todas las imágenes e historias que llevo en mi memoria, como mi viejo; pienso en que tanto me identifico con las palabras de Kiko Benítez, Rilke, Maddonni y Troilo: en que soy tantos, en que nos vamos yendo de a poco porque nos fuimos con el otro, en el cotidiano amanecido desde la bondad de los relatos y los afectos. Pienso en que esta chacra gualeya acentúa, me acentúa, en esto de andar descubriendo pensamientos alrededor de los días de la vida y de la muerte.

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