Nada
sabía de Julián Monzón, cronista y trabajador de la memoria. Y quizá nada
hubiera sabido sin el trabajo, en este caso, como editor y, también, trabajador
de la memoria, que realiza Ricardo Maldonado a través de su editorial:
Ediciones del Clé. Hasta mis manos llegó “Recuerdos del pasado”, el libro de
Monzón, cuya 1ra. edición es de 1930, y de 2017 la del Clé. Se consigna antes
del prólogo del autor tres cartas a Monzón: la primera del Dr. Delio Panizza de
mayo de 1923, la segunda de Martiniano Leguizamón de junio de 1923, y la última
del historiador César Blas Pérez Colman, que le recomienda lo siguiente el 2 de
julio de 1926: “(…) me permito insinuarle la idea, de que coleccione estos sus
trabajos y los publique en un volumen, ya que el cosmopolitismo va haciéndonos
perder hasta los últimos vestigios de nuestro pasado tan poético como honesto y
viril. (…)”. Creo que desde estas tres apoyaturas Monzón encaró el libro. Una
acción que se agradece. “Recuerdos del pasado” es asomarse a otro mundo, uno
que existió sobre los mismos lugares en donde hoy hacemos nuestra vida. Me
sucedió que cada vez que aparecía nombrada Gualeguay, un cierto nerviosismo me
transitaba, qué iba a conocer, qué era aquello que llegaba desde el más allá
del pasado: hechos y lugares históricos, o la mecánica de la yerra: que me
llevó a la que presencié de la mano del amigo doctor Rodrigo Ayala; lo mismo
ocurría con cada nombre aparecido, tantos buenos fantasmas. Dice Monzón en su
prólogo (escrito en Rosario Tala en abril de 1929) sobre la razón que sustenta
sus páginas,: “(…) En ellas se refleja
la vida y costumbres de los viejos moradores de mi terruño, de todo Entre Ríos
y de los mismos pueblos del litoral. (…)”. No conozco la fecha de nacimiento de
Monzón, sus recuerdos rozan ciertos años, ya andaba a caballo en la década de
1870; era hombre mayor cuando publicó el libro. También desconozco la fecha de
su muerte.
Pinceladas
que dibujan la aldea natal: “(…) Recuerdo aún la rústica y escasa edificación
que constituía lo que hoy, con énfasis, llamamos Ciudad del Rosario Tala, como
a los principales vecinos y sus familias. (…) Estábamos muy vinculados con
aquel pueblo que llamábamos ‘Gualeguay Grande’, donde se iba en excursiones de
recreo y a buscar lo que aquí no se encontraba, como vamos hoy a las grandes
Ciudades. (…)”. Destacan en la memoria de Monzón ciertos personajes o anécdotas
que transitan la maravilla: “(…) Era párroco de aquella feligresía el cura Juan
de Rosas y Escobar, porteño, rosista acérrimo, alcoholista empedernido y
enemigo mortal de los gallegos. Tenía más de soldado que de sacerdote, y muchos
actos se contaban, más que impropios, ofensivos a la sagrada misión que
desempeñaba. (…) Un día le servía yo de monaguillo en la misa, y al servirle
las vinajeras le eché agua en vez de vino; inocente equivocación que lo irritó
tanto que mirándome con ojos centelleantes me amenazó con los puños cerrados,
diciéndome con voz ronca, especie de gruñido: ¡Sino mirara Dios te arrancaba
las orejas! Contaban que una vez, estaba muy enojado, porque se criticaba su
conducta, culpando a las mujeres de esa irreverencia. Y que, aprovechando la
misa de un domingo para desahogarse, increpó a éstas su mal proceder,
concluyendo con el siguiente apóstrofe: ‘¿Quiénes son ustedes para censurar mi
vida? No son más que unas chismosas, que no valen lo que vale mi moro viejo’.
(…)”.
Alrededor
de la escuela: “(…) la disciplina era rigurosa como en tropa de línea. El
rebenque y la palmeta eran los instrumentos que se usaban para corregir las
faltas, aplicando azotes por docena, según la gravedad del caso.
Los
estudios se hacían en alta voz, formando una gritería infernal, que más parecía
un lago de ranas que una sala de enseñanza escolar. Sin embargo, se aprendía
pronto y bien, y con estudios tan limitados, algunos hicieron lucida carrera,
ocupando elevados puestos públicos (…). La indumentaria era muy pobre; muchos
iban de chiripá y descalzos, otros con calzón de cotín y mal calzados y pocos
eran los que iban bien vestidos. El abrigo de los pobres en invierno, era el
poncho de picote o de bayeta.
Solo
tres quedan de mis condiscípulos: Florentino Barreto (a) Totón, Demetrio
Pereyra y Gregorio Montenegro; vecino de Las Raíces el primero, de esta Ciudad
el segundo y de Gualeguay el tercero. Los demás han muerto. (…)”.
Los
muertos al cementerio: “(…) El Cementerio estaba en el espacio que mediaba
entre el Templo y la Escuela. Pocos eran los que se enterraban con cajón; la
gran mayoría iban a la fosa con una simple mortaja.
Los
cajones eran de formas rústicas y forrados con zaraza negra, cuanto más. Los
muertos en la campaña, se traían en carretas tiradas por bueyes o en pequeñas
carretillas de un solo pértigo; únicos vehículos que había entonces y que sólo los
tenían los ricos hacendados. O bien se conducían sobre caballos que traían de
tiro; ya tendidos sobre el lomo o montados y vestidos, simulando cabalgantes
vivos. (…)”.
La
pobreza, presente: “(…) Los pobres iban con frecuencia a las estancias a pedir
carne, que nunca se les negaba. No debe extrañarse ese desprendimiento, pues
los novillos gordos de tres años arriba, sólo valían tres pesos bolivianos.
(…)”.
Enfermedades,
y remedios que asombran: (…) El Arte de Curar estaba en manos de simples
curanderos, siendo los principales: don Francisco Moreno, don Juan Campodónico
y la vieja Raimunda Cariaga.
No
había boticas; los medicamentos se componían de yerbas, grasas y otros
elementos naturales, sin mezcla ni adulteración artificial.
No
había los medios que hay ahora para descubrir las enfermedades. Todo se hacía
rutinariamente a la simple vista; por los informes que daba el paciente, por
las observaciones que se hacían de los orines, por presunciones o por
adivinanzas.
Muy
pocas eran las enfermedades descubiertas por estos medicastros sugestionadores:
la tisis, llamada también mal de calenturas; pasmo de frío o de sol; puntadas
que llevan el nombre del lugar donde aparecían; erupciones cutáneas como
sarampión, viruela, etc.; siendo una de las más temibles la puntada de clavo, o
sea ataque cerebral, llamada también chabalongo. El célebre Moreno decía, que
para el chavalongo (terminología de su propio caletre) no había mejor remedio
que el gallo negro muerto y abierto; y así, con plumas y chorreando sangre,
puesto sobre la cabeza del enfermo. (…)”.
Algunos
de los Capítulos del libro: La yerra, La trilla, Corrida de la bandera, la
corrida de sortija, Las carreras de caballos, Los troperos, Las diligencias,
Peleadores y bandoleros, Las yeguadas alzadas-Grandes volteadas, Funerales en
vida, Velorios e insepulturas de los angelitos. Cierra el libro Monzón,
admirador de Urquiza, haciendo memoria de su participación en la tropa de López
Jordán, con anécdotas y opiniones. También refiere situaciones que le tocó
vivir siendo autoridad policial en Rosario Tala.
En
“Velorios e insepultura de los angelitos” me encontré con costumbres sobre las
que nunca había leído: “Era tradicional la costumbre de dejar sin sepultura los
chicos que morían en la campaña, en los tiempos pasados; depositándolos en los
árboles o en otro lugar al aire libre.
Cuando
moría un chico, se amortajaba adornándolo con cintas de colores y así se
velaba; muchas veces hasta que empezaba su descomposición.
Estos
velorios no asumían el carácter serio y apesadumbrado del de los adultos; por
el contrario, en ellos rebosaba la alegría con todas las manifestaciones de una
gran fiesta.
Las
familias vecinas concurrían a ellos ataviadas con lo mejor que tenían, para
terciar en todos los alegres y chistosos actos que allí se celebraban.
Los
homenajes con que se despedía de este mundo al angelito, empezaban generalmente
con el baile. (…)”.
Hay
otros mundos en el libro de Julián Monzón, mundos cuya ceniza forman los
caminos por los que hoy transitamos nuestras vidas. Esta nota es apenas un
esbozo de las riquezas a encontrar en su lectura. Las sensaciones van desde la
comprensión del paisaje general y sus limitaciones, hasta la ruptura, a manos
del asombro, de ese mismo escenario armado en el pensamiento. Era otra vida,
otros destinos y quehaceres cotidianos. Y muy necesario es saber de aquello que
ya no es. Aquello que “fue” gracias al accionar salvaje del tiempo y su paso
seguro. El tiempo mismo es personaje del libro.
Como
final para esta lectura recomendada para todo lector atento, cito las últimas
líneas de “Lo que era mi pueblo a mediados del siglo pasado”: “(…) Todo era
relativo en la vida de aquel pueblo; la sencillez y la ingenuidad reinaban en
todos los actos, ya públicos como privados.
Las
transacciones sobre bienes y obligaciones en general, que comúnmente se hacían
de palabra, se basaban en esa moral típica y se cumplían honradamente y con
exactitud.
¡Qué
lejos estamos de aquellos tiempos! Entonces todo era elemental y pobre; pero
giraba dentro de la franqueza y de la lealtad. Hoy vivimos dentro de la
civilización, del progreso y de la riqueza, pero acechados por la doblez y la
falsía”. Pensaba en Julián Monzón, cuál hubiera sido la percepción actual sobre
“la doblez y la falsía”, y la posverdad. Pensar que Monzón señalaba el cambio
allá cerquita de 1930, ahí nomás de la Década Infame.
Es
“Recuerdos del pasado. Vida y costumbres de Entre Ríos en los tiempos viejos”
de Julián Monzón un libro/lugar al cual regresar. Guardo el impulso de volver a
sus historias.
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