domingo, 7 de enero de 2018

Una mesa de café en Gualeguay

En el barrio de Boedo me fundé dentro de una garúa luminosa: la memoria de la ciudad. Una memoria: desde mi Boedo, mi Buenos Aires. Y mientras escribo sé que hoy, de esta historia de amor, de estos amores, me separa cierta distancia. Hasta este cronista se ha hecho recuerdo: al fin maravilloso fantasma que vuelve siempre a casa. Desde una humana poética ciudadana construí la “urbanía” que me identifica. Soy urbano dentro de la chacra gualeya, desde donde escribo hace casi 5 años.
La memoria se funda en gestos. Es un gesto de mis almas, de mis patrias internas, el regreso a casa: a aquella que fue de infancia y primera juventud en Martín Coronado, donde nació el amor por la palabra en todos sus estados; a aquellos departamentos alquilados y sus historias en los que fui por la vida en los barrios de Boedo y San Cristóbal.
La memoria se funda en gestos, repito, y gestos decisivos tuvieron lugar en la órbita de innumerables mesas de café. El café, el bar, son referencias, pistas fundacionales luego de producido el big bang que daría inicio al gen ciudadano en la gran aldea de Buenos Aires. Lugares que fueron mutando, “haciéndose” en y desde los días de los parroquianos. Hace años escribía un pensamiento, una sensación de la que estuve convencido, y de la que hoy, como devenido fantasma, percibo como cierta: todo puede ocurrir alrededor de una mesa de café.
Café Margot. Acrílico de Rolando Lois.
Hace pocos días, en el café Margot de Boedo, ubicado en la esquina de San Ignacio, un pasaje, y la avenida Boedo, se colocó en una de sus mesas, una placa de bronce en recuerdo de un habitué especialísimo del lugar, y de la ciudad toda: el amigo Diego Ruiz. La placa dice: “A Diego Ruiz, porteño inclaudicable, barriólogo, presidente de Baires Popular, compañero entrañable, en homenaje y recuerdo de sus amigos. 16-11-1953/2-9-2016”. Diego, entonces hoy, un buen fantasma, llevó en sus maneras de andar por la vida -él mismo lo era- la prueba de la existencia de la ciudad, de los hombres que la hicieron, y de los lugares desde donde partieron para sus labores. Diego era un trabajador de la memoria, para prueba están sus notas publicadas en el periódico “Desde Boedo” dirigido por nuestro amigo el periodista Mario Bellocchio. A lo largo de un buen puñado de años nos encontramos entre palabras y cafés en las páginas del periódico, y en las mesas del Margot. Mientras pienso en Diego viene el recuerdo de su libro “Mascarones de proa de La Boca”. Y también el recuerdo de la entrevista que le hice para el diario “Tiempo Argentino” en el Museo Quinquela Martín de La Boca. Diego era memoria de barrio, de ciudad, de sus habitantes, de ayer y de hoy; porque su mirada establecía puentes entre épocas y entonces encontraba ideas que ayudaban a establecer la mecánica de los paisajes. Su memoria era prodigiosa, en sintonía de humor, lo llamaba: “la memoria que humilla”, como para ilustrar de manera liviana, porque jamás molestaba su saber, y sí, siempre, su manera de iluminar producía asombro. La impresión era que, por ejemplo, no necesitaba cotejar fecha alguna, los números junto a la historia o la anécdota necesaria para ilustrar, simplemente fluía, aparecía, casi magia.
Entonces, en el café Margot hay una mesa que lleva en su cuerpo, en su historia, en su aroma de tiempo, porque dentro del Margot se puede saber de ese aroma, una plaquita con el recuerdo de Diego Ruiz. Pero no es la única, también está la mesa que lleva la señal de vida del Gordo González, otro personaje para guardar en la memoria de mi barrio. El Gordo era un feliz exceso: como hincha de San Lorenzo, como buscador de señales físicas del Boedo natal: adoquines originales de la avenida Boedo, o el dato de estirpe poética que aseguraba que la creación de la “milonguita” (un clásico de las panaderías porteñas) se había llevado a cabo en Boedo. Recuerdo sus ojos apasionados, un día lunes, en la trastienda del Margot, cuando dio la noticia durante un encuentro del Alpedismo Boedense acuñado por el poeta Rubén Derlis (bajo esta designación, un grupo de personas se encontraba a hablar al pedo en el Margot).
Hay otra mesa con placa en el susodicho café, y en ella se homenajea a varios actores del quehacer cultural boedense, se trata de “La Mesa de Soñar: Aquí nacieron: Realizaciones Culturales Boedo XXI; Ediciones Papeles de Boedo; Periódico Desde Boedo; Grupo Baires Popular, no pocos libros del barrio hacia el mundo y otras aventuras espaciales del espíritu. Este lugar siempre acogerá los desvelos de los irreductibles ensoñantes. Abril de 2004”. En dicha mesa de sueños aparece el periódico “Desde Boedo”, un espacio/tiempo de encuentro, un alma a la que habrán de invocar aquellos que en el futuro quieran saber sobre cómo era la vida en el barrio.
Un bronce más se guarda entre las mesas del Margot, la que recuerda la presencia del artista plástico Juan Manuel Sánchez, un habitué notable, fue integrante del recordado grupo Espartaco, cuyo líder fuera otro notable: el plástico Ricardo Carpani.
Toda esta introducción centrada en el Margot tiene por objetivo señalar el valor del café como lugar de encuentro de la comunidad. Alrededor de una mesa de café puede nacer un libro, una amistad, un amor, puede nacer la sana costumbre de la reflexión, la mirada atenta a través de la ventana puede revelar, por ejemplo, durante una lluvia lenta, los grandes secretos del mejor universo, el que se reconoce en el alquimista que todos podemos llevar adentro, ese que sabe del diálogo entre sus almas, las patrias internas. Tomar asiento frente a una mesa de café es descubrirse, puede que a través de una lectura, una idea o los ojos soñados de la más hermosa de las damiselas. Me pasó en mi otro lugar en el mundo, el Cao, ahí miré a los ojos de Evangelina, gualeya de origen.
El cronista se fue de la gran ciudad, volvió en espíritu a Buenos Aires, y desde allá lo trajo de regreso a la ciudad/río de Gualeguay, una vez más, la presencia de su compañera. Lo dicho, hace casi 5 años que habito la ciudad, y entonces sigo el impulso y pregunto, ¿cómo es posible que no haya hoy un café en la ciudad/río? Y no hablo de algún simulacro al paso, como podía ser el ya casi olvidado “Las Margaritas”. Hablo de un café como el Margot, el Cao, donde, por ejemplo, un escritor pueda sentarse un par de horas a trabajar, o una pareja a arreglar su mundo, o dos amigos a charlar en un lugar neutral que a la vez les signifique su “casa”.
Me siento muy cómodo hablando con la poeta Tuky Carboni en su casa; igual con Aron Jajan en su oficina o también en su casa; cómodo en casa de Nidya Rampoldi, y voy a dar solo estos ejemplos de encuentro en la ciudad/río de Gualeguay; con ellos, cada uno de los encuentros pudo haberse dado entre las bondades del universo amanecido en una mesa de café. Y ahí la cuestión, cómo es posible, luego de haber conocido la tradición de bar, café, confitería, que guarda la historia de esta ciudad, y cito algunos nombres de ayer: El Águila, El Murugarren, Mayo, Irún; decía cómo es posible que huella semejante haya quedado escondida entre las sombras.
Esquina de El Murugarren.
En la ciudad/río de Gualeguay quedan adoquines en muchas de sus calles, la lluvia no falta, y más allá de que muchos de sus habitantes solo piensen en el dinero, hay también muchos gualeyos que, además de pensar en la moneda que necesitan para transitar este áspero presente, se aplican a tratar de entrarle a los diversos caminos que pueden conducir hasta el arte. Pienso, qué bien que les vendría un café, un paisaje corrido de la corrida, porque si no se está atento, la velocidad se lleva puesto paisaje y criatura, memorias y ceremonias. Tener un café a la mano es contar con la oportunidad de reforzar la identidad, los pensamientos, puede significar para cualquiera correrse de la imagen sagrada de la costeleta de la noche o del mediodía; puede significar para el que, por ejemplo, intenta escribir, un espacio de soledad acompañada, donde no interrumpa la tv, alguna necesidad cotidiana de la casa o la familia; hay en un café la posibilidad de la libertad trabajada en el murmullo hermano de los ahí presentes; todos ellos entendiendo los significados de ocupar un sitio alrededor de una mesa de café. Sentarse a habitar una mesa de café no es una pérdida de tiempo, nunca lo es, lo anoto para aquellos que todo lo miden por los frutos en metálico que depara toda acción. Sentarse a una mesa de café es la posibilidad de encontrar el camino para “ser” en la vida, o para reafirmar, siempre desde la reflexión, la identidad o el trabajo creativo que acompañará durante toda la vida.
La ciudad/río de Gualeguay necesita de un café, como los tuvo ayer, con la cultura y la gente haciendo la vida entre sus mesas. Una mesa de café acepta todas las sintonías, todos los destinos. Fue uno de los aprendizajes en mi aldea natal, y es, el café, algo que me falta en esta, mi nueva ciudad, el espacio/tiempo que aprendí a querer desde mi trabajo y los días de mi vida; ayer en la ciudad, en Carmen Gadea 222 (y cada vez que pienso en esa casa me encuentro con la sonrisa, el saludo, de Enrique Martínez, hoy un buen fantasma), y en este presente desde la chacra gualeya.

Pienso en que falta el café, en que me falta el café mientras espera nuevos vientos la novela en la que trabajo, una novela totalmente gualeya; y ahí está, duerme hace un tiempo; mientras tanto la pienso, pero a esta manera de pensar le falta algo, el tiempo de reflexión en un café; y además, digo, todo este tema referido a sensaciones sobre la escritura: ¿es que el periodista se comió al novelista?, sería para charlarlo en un café, en órbita a una mesa de café, y mirar por la ventana para ver una calle adoquinada de la ciudad/río de Gualeguay.

1 comentario:

  1. Muy buena la nota, Edgardo. Sólo tendrías que salvar un error que no es pequeño: Carpani no fue el fundador, nada que ver, fue sólo un integrante que llegó a estar poco más de dos años, si no menos. Los fundadores fueron Juan Manuel Sánchez y Mario Mollari; la tercera integrante: Elena Diz y después Carpani, Cessano, Bute, etc.

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