La
noticia de la presentación del libro “Alma y desvelo” a realizarse en la escuela
Castelli el 15 de junio, fue impulso explícito para proponer una charla con
Julio Faggiana. El diálogo que se dio en casa de Julio quedó en mi memoria como
un momento especial. No fui en busca de una cronología artística, de letras y
premios, imaginé encontrarme con un Faggiana intimista. Y agradecí, mientras se
daba la charla, la posibilidad de escuchar a este hombre. Julio Faggiana, lo
supe en ese “mientras tanto”, es hombre solidario, hombre que está del lado de
aquellos que menos tienen; es hombre reflexivo, y profundamente religioso; un hombre
a salvo de cualquier jugarreta que le quiera propinar el ego; me dijo: “Soy de
perfil bajo”. Habla de manera tranquila, busca las palabras con tiempo. Piensa.
También habla con la mirada.
Justamente
sobre las bondades de la mirada, dijo: “El que contempla, observa, aprende
mucho; a veces, mucho más que en algunos textos. Y el mensaje está en la
mirada. La mirada es más poderosa, en expresión, que la palabra; desde ya todo
depende de la capacidad de cada uno para captarla. La creación sin el favor de
la mirada es superficial y se nota. Lamento mucho que se confunda al común, que
compra en un bazar y no distingue qué tiene valor y qué no”.
Empezamos
hablando de años, y Julio apuntó: “Nací en 1952, pero en una de esas somos de
la misma edad; la edad que se lleva adentro, en nuestra psicología, en el
intelecto, es la que tenemos. No me doy cuenta de mis años, no tengo un
almanaque en la cabeza; el tiempo gira, y si estoy bien tengo 10 años, y cuando
me siento mal, soy un viejito. Hay momentos en que soy un niño y salgo con
cosas de niño, y soy feliz”.
De
a poco Julio Faggiana va desgranando su historia: “Un amigo de la infancia,
Roberto Salatino, escribió hace un tiempo que yo era primero en todo, que tenía
mucha velocidad en las competencias, en el pensamiento. Nunca me di cuenta de
eso. Era como un adelantado en el tiempo. Crecí en la costa, en la pureza del
paisaje, siempre muy travieso, saliéndome de las reglas. Tenía un impulso de
libertad muy fuerte. Sentía que podía”.
La
velocidad de Julio será personaje importante en el desarrollo de sus días: “Soy
un tipo de reflexionar sobre la vida. Luego de ir a mucha velocidad de
pensamiento -pensaba demasiado, no paraba, y no me daba cuenta de que todo me
resbalaba-, ocurrieron situaciones en mi vida que me provocaron un giro mental.
Empecé a mirar a la gente, a observar que no estaba solo, que estaba dentro de
una humanidad, dentro de un paisaje, dentro de la vida toda. Recién comprendo
lo que es la vida a los 40 y pico de años. Yo era un chico que jugaba: era
pasar, pasar. Empecé a mirarme, primero a encontrarme con mí mismo, mi energía
en aquello que me daba fuerza: la naturaleza, el río, que es lo más simple que siempre
nos llama a nosotros, los costeros, y a todos, agua somos. Por problemas en el
corazón, pasé al otro lado. En ese entonces ya era profesor de música. Eso
sirvió para despertarme”.
Anoté
más arriba: “su vida”, la de Julio, y es mejor que me refiera a “sus vidas”: “Siempre
supe que podía, y quizá por ello pude salir en el electroshock 17 del paro
cardíaco, en el 97, y al año siguiente estuve en el borde de la muerte súbita.
Soy como un caso especial. Sentí una transformación. A mi familia, los médicos,
ya le habían dicho que no volvía, y salí. Todo por vivir acelerado. Desaparecí
y volví a aparecer. Sentía, cuando estaba yéndome -de acá (se toca el pecho),
pero de acá no (señala la cabeza)- escuchaba a los que me atendían, y empecé a
irme, tranquilo: veía un cielo celeste de otoño, sin nubes blancas; me dormía,
me quedé en ese recuerdo. Desperté estaqueado en terapia intensiva. Viví mucho
la bohemia, por la música y las letras, todo eso se terminó cuando tuve el
problema. Elegí la vida para seguir sembrando. Fue no entregarme”.
Las
“consecuencias” del regreso: “Me hizo ver los sentimientos, que no debía ser
tan indiferente a la vida, antes estaba sólo en mis cosas. Supe que era una
lucecita más dentro del firmamento. Más humano. Sentí que había que recuperar
el tiempo perdido y terminar la misión. Porque si estoy de vuelta, debo cumplir
con una misión en este tiempo. La misión tiene que ver con transmitir
vivencias, ideas; a veces un papel y un lápiz es la excusa para la docencia; hacerle
entender al alumno otras cosas más allá de una guitarra, un sonido, la palabra.
Mis alumnos son jóvenes, y con ellos se establece un diálogo, hay confianza y
cariño. No solo dar el dato, ir más allá”.
Las
primeras señales dentro de su interés por la música: “De pibe pedía guitarras
prestadas; eran épocas de no consumo, se pedía prestada o se hacía
artesanalmente. El hogar de mis padres era humilde, pero creció el ingenio para
encontrar en un semi juguete una guitarra que producía sonidos agradables; las
cuerdas estaban hechas con tanza, pero el oído iba creciendo o uno lo tenía de
nacimiento. Mis padres no eran músicos, pero después, preguntando a mis
mayores, supe que en generaciones anteriores sí, hubo violinistas, vengo de una
familia –Faggiana- de inmigrantes italianos, de colonos; y también averigüé
sobre la otra parte de la familia, la más criolla, y sí, también los hubo. Yo
tenía una actitud. Me interesaba todo lo que era música, letras; en la escuela
primaria me gustaba hacer las composiciones; siempre fui de tener mucha
fantasía; a mis amigos de la escuela les decía que yo iba a ser artista; tenía
6/7/8 años, yo no iba a ser como mi papá o mi mamá, tener un oficio. Soñaba,
deliraba imaginando que ya era artista. Se reían todos. Y bueno, mi vida la
consagré a la música y las letras. Aprendí a tocar la guitarra de manera
autodidacta. Renuncié a la escuela porque tenía mis propias definiciones. Un
profesor llamó a mi madre. Yo estaba en 2° año, era repitente. Y le dijo que
conmigo no insistiera más, que yo no iba a terminar la escuela, y que quería hacer
mi música y mis letras. Era rebelde, quería ser yo mismo, desde esos años sé
que no puedo disfrazarme. Mi madre lo aceptó, desde el primario le decía que
iba a ser un artista. Y ni en sueños sabía lo que era un artista”.
Faggiana en la Castelli |
Julio
abre la ventana a sus madrugadas: “Mi vida transcurre de madrugada, en silencio.
Me gusta la composición musical, por ahí se me ocurre una letra y escribo. Se
pasan las horas y se me viene el día encima. Así toda la vida. A veces, hasta
que no termino una obra o una parte, no paro; aprovecho el momento creativo
para desarrollar la idea al máximo; en el verano voy sin límite, en el invierno
el frío me corre un poco. Esa es mi felicidad. No es fácil convivir con una
persona como yo, porque uno vive en tiempos distintos. Desde el 2008 que uso
computadora. Antes, todo manuscrito”.
Aclaración,
definición, esquina propia: “Una cosa es quién soy y otra es cómo me siento. Me
siento como uno más del montón. Soy sociable, con muchas amistades, siempre soy
bien tratado, caigo bien por mi forma de ser; ellos me ponen un rótulo, yo no
me atrevo, salvo cuando era pibe, a decir soy artista, guitarrista, escritor,
no. Soy polifacético, he armado coros, dúos, tríos, hago mis canciones,
acompaño a otros músicos en grabaciones, escribo, todo eso es parte de mi
misión”.
Sobre
su escritura: “Siempre escribí. Fui un profesional de la música, viví de ella,
pero con el libro no lo podía hacer, y tampoco tenía dinero para editar. No
publicaba, pero sí acumulaba material. Llegaba de madrugada y anotaba en un
papel para no olvidar la frase, porque hay situaciones que te inspiran; la
mayor parte de mi trabajo tiene su origen en la realidad, después se redondea
la escritura. Me siento más cómodo con la palabra escrita, no con la hablada.
La guitarra es una prolongación de mí mismo. Mi escritura es regular, no muy
elevada, pero superior a mi palabra hablada, tengo demasiados puntos
suspensivos. “Tesoro del agua” es cercano a lo que sería una poesía primaria,
en “Alma y desvelo” le escapé al poemario, y entran citas y reflexiones,
también poemas, sobre todo del amor en todas sus expresiones: el amor a la mujer,
a la tierra, el paisaje, y entonces nuestro río, la vegetación, los verdes, los
buenos y los malos personajes, el costero, el isleño, quiero a esta ciudad. Me
expreso a partir de lo que siento y he vivido. Cada uno tiene sus palabras. ‘Unos
escriben pensando…, otros lo hacen sintiendo. He allí, la notable diferencia’
(leído de ‘Alma y desvelo’)”.
La
sustancia sobre la que trabaja: “Lo mío tiene que ver con el recuerdo, con la
añoranza, y más a esta edad, cuando se recuerda más lo lejano que lo cercano.
En esa memoria encuentro las comparaciones lógicas, encuentro un tiempo mejor,
una vida mejor; busco en el ayer de dónde vengo, cómo viví, porque cuando lo
viví, no lo analicé; por eso lo hago hoy. La palabra recuerdo está siempre
presente en mi escritura. Ayer era más libre: en eso de ser uno mismo; no había
deseos de tener cosas, que tanto hay en estos días; antes no se conocía, y no
se deseaba. Uno es feliz no deseando aquello que no se puede tener. Ayer era
hacer los juegos con las propias manos. Ser creativo, desarrollar el ingenio.
Son muchos valores que se han perdido, y yo quisiera que los chicos hoy tuvieran
esos valores”.
Julio
Faggiana relata una postal de la costa de su infancia: “Crecí en la orilla,
entre cazadores furtivos: bicheros, nutrieros, pescadores, gente con códigos,
cuando todo era ranchitos de paja y barro. Aquel cuadro de Antonio (lo señala)
trata de un pescador que murió joven: Vieja del Agua. Morían jóvenes por
razones de nutrición, el alcoholismo, la vida sufrida, los fríos. Murió en el Puerto
de los Huesos, se quedó en la canoa; lo trajeron los hermanos; lo pintó Castro”.
Hacia
el final de la entrevista -o mejor, al final de la charla, porque la palabra
fue de ida y vuelta: fue una comunión, un encuentro, estábamos cómodos en la
tarde/noche, habitantes de un refugio en la ciudad/río de Gualeguay-, mientras
miraba cómo sus guitarras guardaban silencio, mientras tenía sus dos libros
entre mis manos, pregunté a Julio Faggiana qué pensaba, cómo vivía hoy la
presencia de la muerte. Me dijo: “Es como si estuviera educado para ello, tuve
una educación sobre lo que nace, vive y se muere. A la muerte no la espero; si
quiere, que me espere ella. No pierdo el tiempo pensándola, lo gano charlando
con vos. Trato de darle más intensidad a lo que no viví, es decir, en un tiempo
breve, vivir más”.
En
todo momento Julio Faggiana habló rodeado de cantidades notorias de puntos
suspensivos; lo disfruté, en los puntos suspensivos está el tiempo para la
reflexión, igual que en el trago corto de vino, mientras se valora la charla,
la comunicación, con el otro.
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