Quedó
establecido en la sociedad de la cáscara, del cartón pintado, de la miseria
efectivamente globalizada para salvaguardar la riqueza en manos de pocos, que
aquel que no logra una posición económica visible, o aquel que no logra el
reconocimiento de los demás, y esto sin importar a qué se dedique el susodicho,
es un fracasado. Quedó establecido que la fama va atada con el éxito económico,
y que este combo es el símbolo único de la felicidad.
Quien
no triunfa de esta manera es mirado, de mínima, con desconfianza por las
“fuerzas vivas” de la sociedad que defiende, por esencia y convencimiento, la
única maquinita posible: la de la producción de una sustancia o imagen a vender.
Quien no factura lo debido, no existe. Quien no es famoso, sea a través de
acciones de cualquier tipo o a las bondades a la carta que pueda ofrecer su
apariencia personal, no existe. Quien no aparece en imagen de video, y es retransmitida
su presencia a través de cantidad de dispositivos asociados a la imagen, no
existe. Así en todos los niveles y caminos tendidos a lo largo y ancho de esta
sociedad. Hay una cantidad de personas muy ocupadas en señalar y despreciar a
quienes “no existen”. Entre los no famosos, uno de los principales
discriminados es el trabajador que, automáticamente es asociado a la categoría
de ratón que debe dejar su vida en la tarea –siempre que tenga trabajo, dicho esto
para graficar el presente ideológico- y olvidarse de cualquier tipo de aroma
justiciero en el sueldo y sus derechos. Aquella gente que señala con espanto,
que marca diferencia con el que está por debajo de su nivel económico -jamás
hace la cuenta de que ellos están mucho más cerca del piso que de la terraza
donde navega el “éxito” de los “dueños”- mira con asco disimulado. Asociado a
este desprecio sobre el trabajador, aparece una versión recargada de la misma
especie; a este otro susodicho se lo desprecia por pobre, por su andar de
sobreviviente, y además se lo marca con furia mayor con el calificativo de
“fracasado”. Me refiero a quien trabaja en el ámbito de la cultura, o mejor, a aquel
que dirige su fuerza de vida al trabajo de un oficio que, con esfuerzo y viento
a favor, lo puede llevar hasta algunos de los territorios por donde se mueve la
damisela arisca del arte. El escritor, el plástico, el bailarín, el músico, el
cineasta, el fotógrafo, el artesano: aquellos trabajadores de toda la vida en
sus oficios son para la sociedad del éxito, si nadie los filma para ser mentados
a los cuatro vientos: “fracasados”; lo dicho, mucho más fracasados que –orgullo
en alto- un simple trabajador, una de esas personas que a nadie importa si,
además, hacen de su actividad un mismísimo arte. Se agrega al cartelito de “fracasado”,
una mirada mezcla de contención y lástima por ser quienes son: escritores a los
que leen pocos, músicos a quien pocos escuchan, actores que nadie tiene en
cuenta. El fracaso y la lástima tienen una vuelta de tuerca mayor cuando el que
pierde su tiempo tonteando con palabras, pinturitas o notas -el arte como
refugio para una sarta de vagos e inútiles-, decía, se acentúa cuando el
observador, el “humano normal”, ve que el “fracasado” es una persona cercana.
Qué va a ser escritor, si es mi vecino, si camina en el parque; qué va a ser
actor si compra en el almacén. Porque en la sociedad de la cáscara se asocia al
creador, al que la va de artista, como una persona lejana; esos son los
importantes, los artistas de verdad. La cercanía mata el interés, y son
contados los que se acercan a ver qué pinta el artista plástico del barrio.
El baile (1995) de Roberto "Cachete" González. |
Esta
es la mirada de la mayoría de la sociedad, la misma mirada de la que habla
nuestro poeta Carlos Mastronardi en su libro “Memorias de un provinciano”
(1967). Mastronardi señala una resultante infaltable en este paisaje triste,
nacido en el ejercicio pleno de la ignorancia y la falta de curiosidad, y es el
hecho que se da cuando el vecino que escribe, por un milagro insospechado,
llega al reconocimiento fuera de las fronteras de la aldea; es ahí cuando su
presencia es festejada; desaparece, o mejor, se lava la cara, la mirada de la
lástima, el título de vago se barre bajo la alfombra, y se lo convida a la mesa
de la sociedad; las “fuerzas vivas”, desde ellas, y desde su comparsa de
imitadores y desclasados, dibujan la actitud tramposa del poder, que si juzga
conveniencia, intentará la adhesión del poeta, el pintor, el músico. Fagocitar
mientras se monta el circo de figuración, éxito y fama.
Otra
flecha indicadora en los tiempos de la sociedad de la cáscara, es la que
aconseja, a la hora de crear bienes culturales pensados siempre para el gran
consumo: “liviandad” en la mayoría de las propuestas, para así ser funcionales al
sistema. Si tenés un sentimiento genuino, si portás ideas que no cotizan en la
bolsa de los viejos de la bolsa, si tenés una idea de contenido o tu propuesta
no encaja en los cánones aceptados para la sana, sanísima, elaboración del
alimento balanceado para pollos que se sirve en el gran comedero gran; si así
fuera, vos, artista, tenés un problema. El sistema vende espectacularidad,
cáscara, vacío, facilismos varios para que la mayor parte de los pollos
picoteen sin preguntarse demasiado; y para que esta jugada conduzca al
escenario de la vaca atada, al vaso de agua; para que la sociedad no corra el
riesgo de andar preguntándose por la sustancia que de verdad pueda nutrir las almas,
hace falta la concurrencia de la velocidad y la bulla. Se va como en montaña
rusa rumbo al barranco donde se mueven los muertos en vida; una imagen de la
linealidad mortal de los humanos está a disposición en la velocidad y la bulla
de tanta serie que, como burla que casi nadie ve, enseña la triste vida del
zombie: todos comportándose de la misma manera: arrastrados en pos de los
mismos intereses.
Entonces
¿qué hacer frente al plano general con que abre esta película? Pues, en
paralelo, se trata de abrir cada vez más el juego. La búsqueda, el encuentro,
la necesidad de acercarse a uno de los oficios que pueden llevarnos al mundo
del arte, comienza, como los mejores momentos de la vida, con el juego. Ese
juego fundacional no debe perderse en el “mientras tanto” del trabajo. El juego
mismo cambiará sintonías a lo largo de los días. Hay casos en que el juego en
este paisaje puede servir por un tiempo, y muchas veces ser acallado porque no
existe aún la pulsión decisiva, o porque el mandato de la conveniencia lo saca
del camino (¿De qué vas a vivir si sos actor?); ese juego puede quedar en
estado latente hasta que la pasión pueda dar su ¡buen día! Pero en aquellos en
que no se acalla el juego, que siguen laborando con las herramientas en alto a
lo largo de la vida, aquellos que muchas veces se sienten embarullados,
mareados por la velocidad, y como frutilla del postre: son señalados como condenados
al “fracaso”, es necesaria una revisión y fortalecimiento de la identidad y del
compromiso con el trabajo. Hace falta dar la batalla de la resistencia desde
una revalorización de las ideas de fundación del intento artístico.
Fotografía de Mauricio Echegaray |
Aquel
juego amanecido con sintonía de descubrimiento se mantuvo en el tiempo; muchas
pueden haber sido las razones que sumaron voluntades: un libro, un cuadro, una
película, el contacto con un maestro de la vida que haya dejado huella. El
juego del arte fue llave esencial para abrir la puerta de la identidad y de la
pasión. Identidad porque se sabe quién es uno, o cómo queremos ser; y la pasión
que acompaña: una magia que va a nuestro lado como la sombra, y que colabora
con la idea de certeza para con el camino elegido. Un apasionado nunca abandona
el impulso; que a veces la pulsión lleva un tiempo en aflorar, sí, y en esto no
hay pérdida de calidad, cada uno con sus tiempos, con su proceso de formación.
La
pasión como una sombra, y es en esa figura, la sombra, donde mejor se cuida una
pasión auténtica y el trabajo a conciencia en un oficio. Existe un gran árbol
de los famosos, en él los notables: aquellos que, obra indiscutida mediante,
ocupan su lugar con justicia; y también aquellos que fueron izados gracias a
las bondades del mercado y sus recetas de vender. Bajo el follaje, la sombra:
los barrios aledaños donde los “fracasados”, los que apenas son tenidos en
cuenta por especialistas y curiosos bienintencionados, laboran sus historias.
La sombra, bien entendida, tiene la bondad de ser refugio donde no hay lugar
para la velocidad y la bulla; es paisaje para un quehacer a conciencia, feliz, genuino,
atado a los sentimientos, a las ideas del artista. La sombra es libertad en un
mundo condicionado por cantidad de casilleros. Como a todo árbol en la vida lo
mueve el viento del destino; mientras la sombra se hamaca, y más allá de la
posible magia del después, es decir: la oportunidad de enseñar la obra a más
interesados, importa saber de la magia primera, que es la creadora, la
fundacional, la parición en libertad del sueño, de lo entrevisto entre nuestras
almas. Hay que resistir a la estupidez y la ignorancia desde la mejor de las
sombras. El título de “fracasado” que maneja con más o menos disimulo la
sociedad de la cáscara para con los hacedores que no tienen renombre, es una circunstancia
a conocer, pero que de ninguna manera debe pesar al artista en formación (si
todo va bien, nunca se deja de aprender). Importa el acto creativo, lo dicho,
en libertad, a conciencia, siendo fiel a las historias de vida, siendo fiel al
compromiso ético que nos hermana con el oficio. Todo ello sostiene el trabajo
que se extiende en el día a día, en la vida del artista que no renuncia a su
encuentro/búsqueda. Trabajo que tiene en contra todos los elementos que exhibe nuestro
mundo actual, donde es un problema tener ideas, ya que se vive de la repetición
insípida de los mismos estímulos.
En
la ciudad/río de Gualeguay hay cantidad de artistas que hacen su trabajo en y
desde la sombra; los sigue un puñado de personas; y son felices en el intento
sincero. Pienso en sus declaraciones juradas de vida como personas que aman sus
oficios, que van con los pies sobre la tierra de su fantasía creadora. Pienso
en mi compañera: Evangelina Gálligo; ella y su baile de tango milonguero: un
encuentro en intimidad con la música, con el tango como sujeto poético, y con
el otro; un baile de detalle: cada movimiento del pie tiene sus razones en la
pasión, lo mismo ocurre en el abrazo; y todo sucede sobre la tierra de los
hombres y mujeres que transitan lo verdaderamente sentido, sin urgencia, sin la
necesidad de andar “volando” imágenes gastadas, sin necesidad de bailar para el
afuera, porque importa primero el escenario interior; sin él no hay resistencia
posible, sin memoria de nuestros maestros estamos condenados, ahí sí, al éxito
de los escenarios para nada. Se trata de entender -de tener vergüenza- que
cuando se sube a un escenario hay que tener un mundo interno para ofrendar.
Sólo así no se termina siendo cómplice de la sociedad de la cáscara, plena de
lucecitas de colores, mentiras y malentendidos. Cada uno con su baile para
“ser” en el baile de todos.
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