domingo, 1 de julio de 2018

"Crocante" de silencio


“Crocante de silencio amanecido”: sigo el impulso, anoto una línea no periodística en este inicio de nota que juega/sueña a redescubrir, cada día, el silencio. Juego y sueño que se hace realidad dentro de la chacra gualeya.
No es que el silencio no pueda hallarse en el centro de la ciudad/río de Gualeguay, recuerdo ahora mismo a Julio Faggiana hablándome de su laborar por las madrugadas: su casa sobre una calle asfaltada, sin embargo, ahí el hombre se hermana/encuentra con el silencio amigo. Tan necesaria su presencia cuando pide la palabra nuestro puñado de almas. Pero la chacra gualeya tiene ese “no sé qué” -siempre hay un tango por escribir- habitado por destacados ciudadanos de la noche. Y es en la noche, cuando la noche se viste de invierno, cuando el viento acalla su voz: cuando el rocío viene con segunda intención, con aire de intentar una nueva eternidad, y entonces sueña su sueño despertando de punta en blanco.
Un “crocante” es invitación a la palabra todavía no dicha, no escrita; puede ser un quiebre de pequeños pliegues que nos avisa que es conveniente mantener la atención en alto; es la oportunidad para que el susurro de lo quebradizo se haga aroma en nuestras conciencias.
Miro por la ventana de la cocina. Sobre la foto de la chacra gualeya se deshojan, a cada momento, cada uno de los cuatro álamos del fondo, y entonces pienso en que la vida nos quiere en cada intento. Sobre la misma foto, llueve con “finito” de garúa, desde el jacarandá joven, su delicada fronda. El viento del sur convoca, dice, cuenta, la va de poeta; detrás de la arboleda cercana, se levanta el sol, que apenas entibia las almas. Luego, en la mañana, con plenitud de manos frías, llama la escritura y ahí voy: acá estoy, timón de bote pobre en mano, tratando de ser cauce en esta idea que se “viaja” a través del teclado con destino de pantalla y papel. Escritorio en frío, y aun así, almas atentas porque escucharon, sintieron, supieron, de la bondad del “crocante” y de su hacedor: uno de los dioses otros que resisten en esta chacra gualeya.
Un silencio de chacra gualeya como dios que funda una comunidad de detalles en el más simple de los cotidianos. “Sucedidos” entre el paisaje todavía verde, y con algunos fuegos ocres del otoño y el invierno sobre las calles de tierra, los árboles; luces conteniendo la respiración desde el atardecer, el humo tímido de los hogares que saben qué es arder con poca leña; cielos con nubes que colaboran en arranques amarretes de tanta estrella no solidaria. Es en este silencio donde el rocío llega con aire de eternidad y la va de punta en blanco. Es en este momento de chacra gualeya donde el rocío se transmuta, noches con esencia de alquimista, en escarcha que se desespera por abrazarse a tanta vida.
Presencia de helada y escarcha en el aquietarse del viento, en la primera parte de la noche y en las madrugadas de cada uno de los seres vivos que saben de su arribo. Una helada es silencio, y silencio será hasta el momento del quiebre. En eso pensé, en este nuevo invierno, cuando por primera vez pisé en el jardín la curva de los primeros pastos escarchados. Y silencio fue en la parición de la escarcha, y silencio es necesario para poder escuchar el quiebre, el “crocante”, la voz crocante de una naturaleza que hermana.
A mi hija Julia le conté, hace ya un tiempo, que el pasto en invierno puede enseñar su cualidad crocante; también le conté del crocante que dice el pan tostado; sobre el quiebre del pan, le di a Julia una manera de nombrarlo: le dije que era pan con ruido, así como el pasto también puede venir con ruido: un ruidito, una queja, un alerta amigo que invita y nos sostiene en la atención necesaria a la música que nos sucede, que nos rodea, a cada momento. Mundos mágicos alumbrados a partir de lo quebradizo, a partir de las posibilidades que ofrece el silencio.
Fue el silencio en la chacra gualeya quien me ayudó a volver hasta la escarcha sobre el caminito que corría junto a las vías del ferrocarril Urquiza –que llevó y trajo de regreso a tanto entrerriano desterrado en Buenos Aires, tanto Mansa Tuca, diría el poeta Ricardo Maldonado-, cuando mi pibe, mi yo gurí, caminaba hacia la estación de Martín Coronado en la provincia de Buenos Aires; el caminito estaba hecho con durmientes con cobertura de alquitrán, y sobre el manto negro el rastro blanco, y blanco sobre tanto yuyo del costado de la vía; silencio mediante fue además volver sobre los charquitos de superficie escarchada: vidrios finitos que se rajaban al primer toque; y digo que en el silencio de este invierno, acá, ya de regreso en la chacra, pude ver, y es más, pude oír el susurro que produce el deslizamiento de “fierritos” (apenas unos centímetros) de hielo nacidos en la canaleta de las chapas del techo que, después de la primera mirada de febo, iniciaron su corrimiento de final como glaciares de morondanga, y cayeron, caen, patinan, y entonces uno los ve llegar desde la altura de la chapa a la vereda sobre la tierra también silenciosa: grisines de hielo: un juego de palitos chinos de hielo, de escarcha rejuntada en otra sintonía creadora.
El silencio es la magia que todo esto hace posible: escuchar un crocante, sea de pasto, de pan, o el crocante de una idea que nos llama. Me digo, además, que el mejor silencio se funda en las noches, y en las primeras horas de la mañana, cuando se puede observar a conciencia la bondad de los comienzos esperanzados de cada día de la vida.
En el silencio de la chacra gualeya escuché por primera vez el canto de las ranas; venía desde el mismo misterio desde donde llega aquello que nos avisa del aroma “crocante” en ciertos elementos del paisaje y la criatura. Pienso en una comunidad de ranas cantando desde un grupo de álamos que está a cierta distancia de la casa. Imagino agua al pie de los árboles, y entonces el canto feliz luego de que la primera rana saltara sobre la primera curva verde escarchada. En Martín Coronado supe de ranas en la zanja, pero nada sabía de su canto persistente de festejo: es una sombra abismada de misterio en esas noches con exceso de luna llena.
"Lechuza en la encrucijada" acrílico de Rolando Lois
En un silencio pleno en noche de chacra gualeya me encontré con el llamado de una lechuza. Ese grito/chistido/saludo, creo, se produjo luego de que la lechuza se tomara su tiempo de observación y pensamiento. Sí, ella eligió mi compañía. Cuando la escuché escribía en el escritorio, ubicado al frente de la casa; por las paralelas de la persiana, luego del grito, pude ver a la lechuza parada sobre una de las columnas del frente. Me miraba. Miraba y pensaba. ¿Se dará cuenta de que lo estoy invitando a que me piense? Después del grito volvió el silencio a la chacra gualeya, y ella, ya mi amiga, la lechuza, cruzó pensamiento, manos frías, la luz sobre la mesa, sobrevoló papelitos, lapiceras y libros, entró por el teclado y se guardó en mi escritura. Esta no es la primera vez que aparece, que llama, y reclama su espacio, su tinta; en este caso, en la previa de una noche que promete helada con poema de escarcha.
Cuando el silencio de chacra gualeya acomoda sus gustos y circunstancias, y en su espíritu está el otro buen poema de acomodar el destino de una lluvia ligera sobre la tierra reseca y las chapas del techo de las casas, y aún más, sobre los recreos perdidos por tanto humano que distraído descuida su norte de amor, digo, cuando desde el silencio brota una lluvia lenta, fina, delicada, toda una damisela llegada del cielo a golpear a la puerta de tantas buenas memorias, se acentúan, para el después, las ganas de que ese rocío con cara de garúa llegue a transmutarse en escarcha que se quiebre mañana, y nos lleve a soñar con mayor decisión, sed y felices desesperaciones pensando en la bondad del nacimiento del nuevo día. Porque el “crocante” despierta, porque hace ruido, y porque además es ruido nacido en el más puro de los silencios, como lo es el silencio que se amanece en la chacra gualeya.
En este silencio de chacra, me lo digo siempre, lo comento, lo escribo: se puede escuchar al otro que fuimos, al de ayer, y a la comunidad de almas que hoy nos forma; se puede escuchar al otro que está a nuestro lado, en la misma casa, en el mismo tiempo/espacio en el que nos fundamos; se puede escuchar al otro que puede ser nuestro vecino, sea este amigo o simplemente un conocido más entre los tantos habitantes de la ciudad/río de Gualeguay; se puede escuchar al otro hermano de la provincia, del país; se puede escuchar a través del puñado de pensamientos que nos llevan a desear un “verdadero” bien común: escuchar desde un silencio para todos.
En el silencio, me repito, se pueden aquietar velocidades y bullas varias, aquietar las crestas de las olas más salvajes, esas que impulsan a la criatura a hacer omisión de sentimientos e ideales justos, lo dicho: para así poder escuchar al otro,  para comprender al otro.
La vida misma se presenta en su calidad de “crocante” posible, y sano es tener conciencia de su fragilidad. La naturaleza da cátedra sobre la condición crocante de todo aquello que haya sido pintado en verde, para toda aquella criatura que se mueva sobre la tierra, el agua y el aire.
En un silencio de chacra gualeya entonces se escucha la voz del pasto crocante, el pan con ruido, el canto de las ranas, el llamado de la lechuza, la caricia de la lluvia, y la voz del otro que hoy es grito.
La condición “crocante” en la naturaleza avisa, a través del quiebre momentáneo del más hermoso de los silencios, que es mejor andar atento: para escuchar mejor, para vivir mejor.

1 comentario:

  1. Que belleza el pasto crocante, que bella descripción del invierno, tan especial que embellece una estación que a los mayores no nos es grata. Un elogio al silencio necesario para escuchar, contrasentido? No , una verdad, escuchar, apreciar, sentir, reflexionar. Tan distinto al permanente ruido urbano. Muy bello gracias Edgardo.

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