domingo, 15 de septiembre de 2013

Vicente Cúneo, artista plástico de Gualeguay (1ra. entrega)

Vicente Cúneo dibujando en la escuela.
Antes de entrevistar a Vicente Cúneo, lo adiviné un buen tipo. Después vi algunas de sus obras, y supe que era buen pintor, que era un artista. Luego leí poemas y cuentos, y lo supe agradecido con su familia, su gente, su paisaje, es decir, que había adivinado bastante bien. Por último lo escuché con atención, y supe que me había quedado corto con todo lo adivinado sobre su manera de ser, y lo entrevisto en su quehacer dentro del misterio de la creación.
Una biografía básica del artista plástico Cúneo: fue alumno del reconocido Roberto Cachete González, también ha enriquecido su alma la relación mantenida con artistas como Carlos Cúneo, Derlis Maddonni, Antonio Castro y Carlos Montella. El listado de exposiciones realizadas en los últimos treinta años, es amplio. Una biografía básica del maestro Cúneo: Nació en Gualeguay el 27 de abril de 1951. En 1969 se recibió de Maestro Normal Nacional en la Escuela Normal Ernesto A. Bavio. Se desempeñó como docente, maestro y director de escuelas del nivel primario en la ciudad, en General Galarza, en Islas de Las Lechiguanas,  en el 1º, 2º y 8º Distritos, y como Director de la Escuela Nº 16 de Lazo. Esta apretada síntesis dice mucho, pero es solo el esqueleto de una vida. Elegí ubicar unos pocos datos para de alguna manera trabajar como el pintor Vicente Cúneo trabaja el principio de un cuadro. Una vez que sabe o sospecha o adivina por donde empezar el juego, dice que planta cuatro o cinco elementos, y que esas líneas son el esqueleto sobre el que luego se amigan la materia y los colores.
La pregunta sobre cómo define su pintura lo pone un tanto incómodo, Vicente Cúneo es hombre de hablar desde el llano: “Un dibujante amigo, Slongo, tiene una página en la web (ensuciandolasparedes.blogspot.com), me pidió pinturas. Al pie escribió unas líneas, me define en dos aristas: hiperrealismo y surrealismo, jugando al mismo tiempo. No me puedo desprender de lo figurativo, en mis cuadros el árbol es árbol, por supuesto que es mi interpretación del árbol, o de una cara, y a su vez juego con las imágenes y es donde toco el surrealismo. Trato de buscarle expresividad a los objetos que uno mete de manera figurativa en el cuadro, intento que tengan la posibilidad de decir algo más. Trabajo en dimensiones que no están en las dos que tiene el espacio plástico: el alto y el ancho. El primer desafío del artista es lograr la profundidad para buscar meter en la ficción al que mira. Trato también que no se me escape el movimiento. Lo usaba Cachete González, Maddonni, grandes artistas que venían de una corriente que trataba de dar a la mirada la posibilidad de recrear, por ejemplo, el movimiento de una mano. No es que tenga veinte dedos, hay cinco, que al estar en movimiento, entre dedos esfumados y nítidos, tratan de captar algo tan difícil de tener en lo estático: lo dinámico. Además superpongo planos, esto lo usaron los cubistas, trato de encontrar otros elementos en torno a un objeto para tratar de ver las otras caras, exploto todas las posibilidades que brinda el mundo de la plástica”.

Los changarines, acuarela.
La nueva consulta apunta a la temática de su obra: “La temática gira en torno a mi paisaje, siempre digo que nací donde me hubiera gustado nacer, vivo en el lugar donde me hubiera gustado vivir. Quizá mi arte todavía esté en deuda con mi paisaje, trato de devolver lo recibido en este andar por el mundo: el río, el campo, la ciudad misma, la cara de nuestra gente. Si trabajo sobre una cara, no se trata de ser fiel a ella, sino buscar en los ojos, en la boca, todo lo que significa la expresión humana, y llegar a la síntesis de lo visto. Lo mismo sucede con el paisaje entrerriano, lo estudio a través de las diferencias con otros, a través de las líneas, y cuando trato de pintar un cuadro quiero que sea la síntesis de un momento o de una suma de momentos pasados. Me lo decía Cachete, se trata de aprovecharlo, sino después se escapa”.
Pregunto cómo es que funciona Cúneo cuando da los primeros pasos sobre un cuadro: “Cuando abordo la idea de un cuadro voy definiendo con qué lo voy a hacer, exploro materiales, la idea me da vueltas en la cabeza, se hace obsesión, inquietud, y encuentro la tranquilidad cuando lo empiezo a desarrollar, no cuando lo termino. Creo que el cuadro no se termina nunca. Salgo de la inquietud cuando logré manejar las posibilidades que te da el mundo de la plástica, cuando siento que puedo expresar todo aquello que me está inquietando. Vuelco la idea con las cuatro o cinco líneas primarias como para armar una especie de esqueleto, y después voy tomando las decisiones, color, materiales. Ahí es cuando se pone en juego algo digno de comentar. En esa toma de decisiones se puede pensar que entrás en el mundo de la razón, pero a veces las decisiones se toman con el sentimiento, incluso hasta con la intuición. Lo que resulta es independiente de este proceso, que es un momento único, y al que explora este mundo tal vez le significa la motivación fundamental para hacerlo. Es muy lindo compartir lo que uno hace con la gente, ese momento sirve para el camino que viene, pero el que está en la plástica, o en cualquier otro arte, el instante de creación, cuando uno maneja elementos que tienen que ver con uno mismo, con la memoria del corazón, la razón, la intuición, eso es lo que ayuda a seguir en la búsqueda constante. Lo podés llevar al terreno del misterio, empezás con un paisaje y terminás en otro lado, no te lo explicás porque no está en juego sólo la razón, es una experiencia grata y única. Maddonni me decía que no dibujara cuando estuviera con problemas, porque va a salir tu preocupación, y es verdad. Trabajo cuando creo que el clima es el adecuado. Cachete me decía probá poner música clásica, de la forma que te guste, suave, un poco fuerte, y vas a ver cómo ganás en soltura, en comunicar aquello que querés, y también es verdad. Música clásica, una experiencia artística del hombre”.
Zapukay, acuarela.
A esta altura es necesario preguntar por el maestro: “A Cachete González lo conocía desde chico. Cuando él andaba por Gualeguay, siempre me quedaba con ganas de poder hablarle. Conocía su trabajo, yo era vecino de su hermana, en el barrio también vivía la madre, conocía a sus hijos, su familia, incluso su hermano era pariente de mi familia. De a poco fui cruzando algunas palabras y viendo sus cosas. Yo andaba cerca de los treinta años cuando empecé a tomar en serio lo que hacía, y más cuando empecé a compartir estos temas con él. Yo le contaba que desde muy chico, en mi niñez en la calle, porque los juegos eran en la calle, en la vereda, con todos los vecinos, cosa que hoy, bueno, es triste ver que los chicos juegan con la pantalla y nada más, es más ficción que realidad, y la mía era, por ejemplo, la bolilla, la rayuela, y yo, terminaba la jornada y tenía la necesidad de dibujar, como me saliera, el dedo con la bolilla o los pibes jugando a la pelota. Cachete me decía que yo estaba marcado para este mundo de la plástica: Vos tenés la necesidad de contar con este lenguaje. Eran clases maravillosas cuando él me explicaba desde todo su saber cada una de las cosas. No era solamente probá este material, este papel, era entrarle a lo profundo del asunto. Bien sabemos que era un expresivo total, qué fuerza vital en sus trabajos, y lo sabía transmitir. A veces nos poníamos a mirar una revista de arte sobre Manet, y me hacía ver cómo este tipo metía la pintura, y a esa enseñanza se agregaban las anécdotas, la biografía, la época, pero importaba, por ejemplo, cómo había trabajado la luz. Yo atendía con un silencio respetuoso, y él pegaba bien en el centro de lo que yo quería y sigo queriendo, mi pasión por la pintura. Estar con él, en las circunstancias que fueran, en el lugar que fuera, era maravilloso, siempre había lugar para el aprendizaje. Me hacía ver la composición, la sección áurea, y a veces me lo hacía entender de una manera muy simple. Un día me dijo que tratara de armar un cuadrito con mis dedos, y que mirara a través del cuadro un lugar cualquiera: Y cambiás, cambiás, como quien mira a través de una cámara fotográfica, y te vas a dar cuenta cómo los elementos tienen su juego dentro del cuadro dependiendo cómo mires o desde dónde mirés. El cuadro es sujetar en el espacio/tiempo una visión. Yo andaba como loco con eso en la calle, se habrán reído mucho conmigo. Cachete me enseñó a tomar apuntes casi como una gimnasia, tratando de conocer los objetos y grabando sus diferencias, para que cuando dibuje obtenga mayor libertad. No tuve una enseñanza académica, sí tuve una enseñanza de vida, todos los detalles los dábamos vuelta en medio del sentir del hombre, de la misión del hombre, temas profundos. Yo le tiraba mis interrogantes, y él se prendía y terminaba haciendo maravillas. Comprendí por qué yo renegaba con lo que dibujaba, lo comparaba, y pensaba que no servía para nada. Cachete me decía que no, que de alguna manera yo necesitaba dibujar y pintar, y que no importaba lo que hiciera por otro lado para ganarme la vida: Importa sí, esto que hacés. Si a vos te parece, dejá todo a un lado, como si este mundo fuera por un costado, pero en realidad va por el centro, y dale la importancia cuando vos te sientas bien para dársela. Tenía razón, después uno va buscando una manera, no metódica, una hora, un momento, hasta que termina haciendo, trabajando, y esto también implicó un aprendizaje. Cachete me dijo que el hecho de intentar pintar, dibujar, desarrollar la actividad plástica, no es sólo meterse en ese mundo, uno debe estar compenetrado con todo lo que va pasando en la cultura, y aprender quiénes son los mejores escritores, los músicos, para que el desarrollo sea general”.
En el relato aparece un segundo maestro: “Cachete me dijo que viera a Roberto Beracochea, que había sido mi profesor. Una persona que apoyaba a todo aquel que quería estudiar, así como fue el maestro Epele del Hogar Escuela San Juan Bosco, que ayudó a Cachete. Me anotó dos o tres libros. Fue reiniciar con Roberto la amistad que habíamos tenido de profesor a alumno, como profesor me había encantado. Beracochea me abrió su pinacoteca, pude acceder a su biblioteca. Cachete y él fueron escalones muy importantes en mi crecimiento. También fue importante estar con Maddonni haciendo unas rayas, con Montilla viendo su lugar de trabajo, o después incursionar con ilustraciones en algunos diarios. Todo es aprendizaje. Hay que conocerse a uno mismo, para saber de sus limitaciones, para saber de las aperturas”.
Manauta desconocía la razón por la que su ciudad dio tantos hijos notables a la cultura. Vicente Cúneo aporta su mirada: “Por suerte en Entre Ríos tenemos a cada metro, cuando no es un arroyito, una laguna, un estero, el río, y entonces tenemos el cielo doble, cómo no vamos a ser inspirados para el arte”.

Los primeros años de la Difusora Popular

La Difusora Popular en 1940: Humberto Alarcón Muñiz, Roberto Marcó y Aron Jajan. Se aprecia el equipo transmisor y la carpa de terciopelo negro que protegía la acústica.
Mientras buscaba datos sobre la confitería El Águila llegué hasta el señor Aron Jajan. Mis preguntas tuvieron respuesta, pero en la charla comenzaron a surgir pistas de otros recuerdos. En la memoria los hechos se encadenan, a veces por pertenecer a una misma sintonía, otras porque simplemente se tensó el hilo maravilloso del recuerdo, y es entonces cuando arroyos impensados pueden volver al río. Jajan nombró la Difusora Popular. Quien recuerda va camino a los 89 años, tiene una memoria envidiable, la voz clara, y lo impulsa una felicidad propia de los hombres que han vivido a gusto.
Señaló la época. Los aparatos de radio eran costosos (se compraban en cuotas), y había pocos entre los vecinos. Junto a la radio de esos años hubo una presencia con historia: “Existió en Gualeguay el sistema de la difusora, que funcionaba a través de parlantes metálicos repartidos en la ciudad. Se pasaba música, información y publicidad. A la calle Sarmiento, entre Maipú y Belgrano, la vereda del oeste, la llamo la cuadra de las difusoras. En la esquina de Sarmiento y Maipú últimamente estaba la peluquería de Lombardi, y en la esquina con Belgrano el negocio de Pérez Arzuaga. Más o menos a la mitad de cuadra existía, a principios de la década del 30, la Propaladora Sarmiento de Enrique Sturzenegger, uno de los primeros pilotos civiles que hubo en Gualeguay. Tenía cuatro o cinco parlantes en la zona del granitullo, el viejo empedrado. En la esquina de Sarmiento y Maipú nació el 1º de febrero de 1935 el diario ‘El Día’, que apoyaba a la UCR, y cuyo primer director fue el doctor Miguel Aguirrezabala. ‘El Día’ colocó una torre de doce metros de altura para poner una sirena, al estilo de lo que fue la del diario La Prensa en Buenos Aires, que sonaba en acontecimientos extraordinarios. Después se agregaron cuatro parlantes en la torre y el diario también fue difusora. Fue ahí donde yo di, siendo muy jovencito, mis primeros pasos como locutor. El diario le compró a Carlos Germano un equipo para pasar música y noticias. De la esquina del diario, diez o quince metros sobre Sarmiento, hacia el norte, había un zaguán, entrando a la izquierda, había una pieza y desde ahí operaba la difusora. Se estableció una especie de sociedad entre Carlos Germano y el diario. Cuando termina dicha sociedad, Germano instala la Difusora Popular una media cuadra más sobre la misma vereda. Alquila un local, la sala de transmisión era una carpa de terciopelo para tener una mayor acústica. Pero nosotros transmitíamos con la puerta abierta a la calle, no había motos, pasaba un auto de vez en cuando, y muchas veces había amigos parados en la puerta”.
Aron Jajan se propone seguir con la descripción de la calle de las difusoras, pero antes recuerda el inicio de la Difusora Popular: “El 1º de enero de 1939 empezaron las audiciones de ensayo: la música era de discos de pasta. Se evaluó el alcance de los parlantes y otros detalles. El 8 de enero se produce la inauguración oficial. Difusora Popular había obtenido una ordenanza municipal que la habilitaba a poner los parlantes. La Municipalidad con esa ordenanza le exigía la difusión del Boletín Municipal, y además el municipio designaba una persona para revisar y autorizar la programación. En ese lugar fue designado el profesor Miguel Lesca, y yo, que atendía el programa de la mañana y a veces el de la tarde, iba el día anterior con un cuaderno donde se detallaba el programa musical del día siguiente, el horario del informativo, etc. Concurrió a la inauguración José Surraco, que era el intendente de Gualeguay, porque el titular, Luis Carbone había renunciado; Carlos Germano, su hermano Rodolfo; el médico Atilio Daneri, concejal; Oscar Henderson que tenía farmacia y que tuvo muchos programas publicitarios; Roberto Marcó, mi compañero ‘speaker’ como se decía antes; y quien pasaba los noticieros que era Humberto Alarcón Muñiz”.

Parlante metálico de la Difusora Popular (Museo Ambrosetti).

Jajan termina con la descripción de la calle: “Germano, que tenía una casa de venta de artefactos para el hogar, donde después se armarían y venderían, en cuotas, las primeras radios, compró, a la vuelta, sobre Maipú, la vereda norte, una casa que al frente tenía vidriera para los artículos de venta, espacio para el taller, un patio grande y al fondo otra edificación donde se ubicó la Difusora. Ese estudio ya tenía paredes de telgopor, no sé si ya se llamaba así. Esa Difusora se incendió, yo ya no estaba. Se perdió una discoteca maravillosa de discos de pasta. La Difusora Popular volvió entonces a la calle Sarmiento, donde ahora están los consultorios médicos 25 de Mayo, es decir enfrente de donde se desarrolló toda esta historia. Ahí terminó su existencia, cuando el advenimiento de la radio en la propia ciudad, en 1973. Por esto llamo a la cuadra de esa manera. Estuve en la Difusora hasta 1945”.
Arón Jajan es un amante de la música, recuerda: “La Difusora tenía una discoteca muy hermosa que se fue formando con música española. Había zarzuelas, en esa época muy de moda: ‘La verbena de la paloma’, ‘La gran vía’, ‘Luisa Fernanda’, ‘La rosa del azafrán’. También muchos cantantes solistas españoles. Fue famoso Miguel Fleta, sobre todo cuando cantaba la jota ‘Te quiero’ de ‘El huésped sevillano’, que es hermosa. Yo quisiera volver a encontrar alguna grabación. Grabaciones de Emilio Sagi-Barba, de la mujer: Luisa Vela. En esa época vinieron a la Argentina las principales figuras de la música clásica: Arturo Toscanini, Leopoldo Stocowsky, violinistas como Jascha Heifetz y Yehudi Menuhin, Arthur Rubinstein en el piano, y hubo un Instituto Argentino de Cultura Musical que grabó muchas de las obras, como por ejemplo las nueve sinfonías de Beethoven, que algunas fueron tocadas por Stocowsky, Toscanini. Había una soprano maravillosa Lily Pons, yo no la vi, pero me contaron que era una persona de físico pequeño, y la calidad de su voz cubría el escenario del Colón. La Difusora pasaba toda esa música y la gente escuchaba, se paraba debajo de esos parlantes. Los domingos a la mañana se daban los conciertos dominicales, yo era el que los pasaba, era interesante porque había comentarios sobre la orquesta que ejecutaba, sobre los distintos movimientos de la sinfonía, información que escribía Carlos Germano, y las consultas que él hacía en libros era por las fechas, lo demás lo hacía al correr de la máquina, sabía mucho”. Por el micrófono de la Difusora desfilaron artistas muy conocidos y famosos: Pepe Iglesias “El zorro”, la cancionista Amanda Ledesma, el recitador Domingo Rémoli, que vino acompañado de Abel Fleury, célebre guitarrista que después acompañó al recitador Fernando Ochoa, y que también formó el conjunto “Las 20 guitarras gauchas”. Cuando se presentó en el cine Variedades la orquesta típica dirigida por Roberto Zerrillo, se la invitó a que tocara en el patio de la Difusora. Jajan dice que tuvieron que usar un cable más largo para acercar el micrófono.
La Difusora Popular tenía cuatro parlantes en la Plaza Constitución, había en la calle Maipú, en la Plaza San Martín, y en muchos lugares de la calle San Antonio. Los jueves por la noche, en verano, se conectaban los parlantes de la plaza Constitución, y uno de los pocos médicos que había en Gualeguay daba una conferencia. Se transmitía por más que estuvieran cayendo piedras; cuando llovía, a menos que un vecino abriera la celosía, nadie los escuchaba. Cuenta Jajan de uno de esos días: “Jorge Núñez era pianista. Fue periodista, y después director de una radio de Concordia. El Gallego, así le decíamos, iba siempre. Un día de tormenta estábamos los dos solos. Le digo: Tocate algo en el piano, anuncio la obra, voy a decir que es un solo de piano. Lo desafío: ¿Te animás a tocar la Rapsodia Húngara Nº2 de Listz? Dijo que sí. El Gallego hizo lo que quiso con el piano, y ese momento quedó sólo para nosotros”.
La Difusora era parte de los actos patrios. A ella concurrían el jefe del regimiento 3 de Caballería, el intendente, el jefe de policía, el párroco, que en esa época era Manuel Peralta. Se pasaba el himno, se decían unas palabras, y después el grupo de notables iba a la gala en el Teatro Italia. La Difusora tenía presencia en la sociedad, era una institución.
El memorioso da un jugoso detalle técnico de aquellos días: “La corriente eléctrica en Gualeguay era continua, no alternada. La continua tenía el inconveniente de la oscilación del voltaje, entonces nosotros hacíamos lo siguiente con los discos de pasta de 78 revoluciones por minuto. Antes de empezar la programación, colocábamos un papelito entre el plato y el disco. Dábamos marcha y contábamos las veces que el papelito nos pegaba en el dedo durante un minuto, si daba 78, bien, si daba menos, movíamos la palanquita para darle un poco más de velocidad, y si era 80, la bajábamos”.
Jajan destacó una actividad más de la Difusora: “Hubo un ciclo que se llamó ‘Ensayos’, una especie de certamen para los artistas locales, donde iban cantores de Gualeguay, algunas, pocas, cancionistas, me acuerdo de Amalia Campodónico. Se nombró un jurado integrado por figuras calificadísimas: Fidel Díaz, profesor de música de la Escuela Normal, un profesor de música que había llegado a la ciudad, Landazábal, que daba clases a domicilio, y el pianista Serra. A los participantes se les daba algún reconocimiento, pero la finalidad era mostrar los valores que tenía Gualeguay. Si bien vivíamos de la publicidad, Difusora Popular fue un medio de difusión cultural que para esa época fue muy importante”.
El contacto con la música provocó una marca feliz en la vida de Aron Jajan. Primero el gusto como oyente, y después, gracias al trabajo, conociendo a los hacedores principales del arte: “Escuchar música, ir a conciertos, escuchar a gente que sabe hablar, el trabajo terminó siendo un gusto, un placer”.
Mientras charlábamos en su casa, Jajan decía que así como él quiso enterarse en su momento de cómo había sido el ayer, hoy también puede haber jóvenes con ganas de saber cómo fue la Gualeguay del pasado. Habló con cariño de la Difusora, un sistema de difusión que hoy bien se podría tomar como una ficción literaria. Hablamos mientras que en muchos lugares, adentro y afuera de las personas, la velocidad se lleva puesta la vida. Fue un encuentro para hacer memoria por la memoria.
Jajan recordó: “Un día apareció en Gualeguay, no me acuerdo cómo se llamaba, olvidé su nombre hace tanto, un español, un cantante, que andaba linyereando. Lo llevamos a la Difusora y cantó la jota ‘Te quiero’. Fue una delicia. Nunca más supe de él”.
Hacer memoria significa tratar de salvar vivencias. Jajan confesó que no puede detener el almanaque, pero sí puede sentirse más joven contando historias.

Roberto "Cachete" González: Marisa González, palabra de hija

Catálogo muestra homenaje de octubre de 2012.
Algunos padres tienen la suerte de que su quehacer se guarde en la memoria de los hijos. Esta sociedad entre padres e hijos se da o se comienza a tejer a partir de la contemplación. Luego aparece la observación acentuada que termina, de manera inevitable, en una formulación de preguntas que lleva al hijo a la categoría de testigo irrefutable de la historia. Saber de mamá o saber de papá es un asunto que lleva toda una vida. Algunos hijos aceptan la invitación. Es el caso de Marisa González, hija del destacado artista plástico gualeyo Roberto “Cachete” González. Ella hace memoria, se emociona al volver sobre su padre, y sobre su historia en Gualeguay. Ella recuerda desde un departamento en Palermo. En las paredes hay obras de su padre, en su biblioteca catálogos de la última exposición homenaje (octubre 2012) a este grande de la pintura argentina. Cachete González nació el 9 de febrero de 1928 y falleció el 26 de enero de 1998. Fue uno de los muchachos alentados en sus inquietudes (Salvado, dirá Marisa) por el maestro Roberto Epele en el Hogar Escuela San Juan Bosco. En la década del 60 tuvo su momento de gloria: su obra en París, su nombre acompañado por los de pares notables: Policastro, Soldi, Castagnino, Berni. Luego vino el silencio, esas barbaridades que puede cometer el mercado del arte con obras que no fueron concebidas como mercancía. Leticia Manauta, hija de Juan José, otro gualeyo ilustre, me decía hace poco: “(…) Todos esos personajes de mi infancia, como lo fue Cachete, un protegido de papá, fue por un tiempo mi profesor de dibujo, y él y su en ese momento reciente esposa pintaron en la casa de Vicente López un mural sobre las Tierras Blancas, así que mi hermana y yo dormíamos en un living de gente no pudiente pero con un mural. Leí tu artículo de Cachete (aparecido en El Debate Pregón el 28 de julio)  y me pareció muy extraño que alguien se acordara, por supuesto me alegró, pero hacía años que nadie lo mencionaba. Y que me hables de su hija aún más, porque después de tantos años nunca supe qué había sido de sus hijos”. Hablé de Marisa porque es memoria de su padre, como lo es Leticia del suyo. Para resquebrajar el silencio Marisa cuenta, palabra de hija: “Mi casa era un taller de pintura, si yo quería dibujaba en las paredes. Un taller es así, vos podés pintar en cualquier lado. Mi mamá, Lidya, también pintaba, ella era una retratista excelente y cantante de ópera. En la casa no había un living, había pinturas en todos lados. Mi viejo fue muy generoso con sus conocimientos, y eso fue muy bueno para nosotros, porque todo el tiempo él nos promovía para que pintáramos, todo el tiempo nos llevaba a los museos, a los teatros. Había ahí toda una cuestión de avidez, porque a él no lo dejaron estudiar, por eso su avidez por saber. Tenía mucha facilidad para aprender. Nos llevaba a todos lados y nos explicaba. Si nos llevaba a Gualeguay, igual; me acuerdo una vez en Paso de Alonso, un atardecer. Había un puente por donde pasaba el tren, y él nos contaba que cuando éramos chiquitos, él nos llevaba en ese tren, y nos decía: ¡Miren, miren, chicos!, los colores, cómo es el rojo, el violeta. Mi vieja no nos transmitió tanto. Hay gente que puede y otra que no, es un don, y mi viejo lo tenía. Si alguien es generoso con su saber, transmite. Siempre lo hablamos con mis hermanos, porque no se generaba competencia, la propuesta era hacer, nos invitaba a hacer”.

El hombre caballo de Cachete González.
Marisa da pista de su infancia, hace memoria, respira profundo, cuenta: “Hay dibujos de él de cuando nosotros éramos chiquitos, mirá, me pasó que voy a la exposición de octubre y me encuentro con un cuadro donde están los dibujos de mis hermanos, míos, frases que decíamos nosotros, un cuadro muy particular. Parece que él le trabajó arriba. También puede ser, supongo, que fuera un cuadro en el quizá no trabajó mucho y que ahí quedó, cuadro que cuando venían y le compraban todo por dos pesos, se fue en el montón. Pero específicamente en ese cuadro estábamos todos representados con nuestros dibujitos. Esa exposición fue hermosa, había cuadros de los 60. A mí me impactó ir a ver esa muestra, porque era mi infancia, las paredes de la galería eran las paredes de mi casa. Cuadros que había dejado de ver por años. Llegué a la muestra y volví a mi casa de infancia, yo recuerdo que estaba tal cuadro en tal pared, recuerdo cuando los hacía, y lo que pasaba en ese momento”.
En qué horas del día trabajaba Cachete, fue mi pregunta: “Mi viejo trabajaba mayormente de noche. Se quedaba despierto. Vos escuchabas que iba, venía, hacía. De repente entraba a los gritos, no encontraba la tijera: ¿Dónde está la tijera? (se ríe). Me acuerdo de la vez que se enojó mucho. Teníamos un gatito, vivíamos en un departamento en un octavo piso. Después de trabajar, se fue a acostar. Esa vez se acostó temprano, y cuando se levantó, encontró que todos los dibujos que había hecho estaban distintos. La pintura estaba fresca cuando los dejó en el piso, y el gato con sus patitas llenó de huellas todos los cuadros. Era común que dejara los cuadros en el piso mientras trabajaba. Quería tirar el gato por la ventana. Todos escondimos el gato, hecho un bollo, debajo de la cama, y nos sentamos arriba. Quería el gato y no lo encontraba. Finalmente se le pasó el enojo y el gato sobrevivió. Se llamaba Gatúbelo (se ríe) porque pensábamos que era nena y después supimos que era nene. Pintaba de noche, era anárquico. Si no pintaba era porque andaba mal, si andaba angustiado, no hacía nada. Y cuando no trabajaba se mortificaba, era todo un drama porque se desesperaba. Fuera de eso, él no podía dejar de pintar. Él estaba en una pizzería y dibujaba en una servilleta. Mi viejo dibujaba en los apoya platos de papel, en las cajas redondas de pizza, vivía dibujando y regalaba todo, todo el tiempo. Fue muy productivo”.
En la obra de Cachete González hay una presencia de lo social, al menos esa es mi idea luego de haber visto algunos de sus cuadros, consulto a Marisa: “Sus temas eran lo social, pero en parte, mi viejo la pasó tan mal de chico, fue tan duro lo que le pasó, que me parece que lo social era su angustia contenida frente a otras escenas. Mi viejo, si nos compraba un juguete… me acuerdo de una vez que nos llevó a Palermo y había unos chiquitos pobres mirando fascinados el juguete, mi viejo nos dijo: Chicos después les compro otro, y les dejamos el juguete. No podía no hacerlo, no lo hacía porque era progre, esos chiquitos eran él cuando quiso un juguete y no lo tuvo. Lo social está, pero creo que está desde lo que él padeció”.
Marisa recuerda la relación de Cachete con la escritura y los libros: “Es impresionante lo que armó, porque él no estudió, el padrastro lo mandó a trabajar de pibe, después leyó muchísimo, se emocionaba con la poesía, tenía algo especial con la escritura. Guardo un libro del poeta italiano Giuseppe Ungaretti, está lleno de sus dibujitos, debajo de cada poema hay una frase suya, un dibujo. En los libros, nos sigue pasando, encontramos dibujos, en la contratapa, al pie de página, en todos lados, o pensamientos propios”. Luego cuenta la última mesa de dibujo de su padre: “Cuando él falleció y fuimos a la casa, sobre la mesa en la que él dibujaba había una hoja grande de papel. Estaba toda escrita: definiciones de diccionario, libros que quería leer, cosas que buscaba, frases, mi amor por la lectura viene de ahí. Al lado de la cama tenía pilas de libros. Leíamos ‘Fabián Leyes’ y ‘El huinca’, compartíamos esas historietas, nos encantaba. Mucho tiempo después compartimos el gusto por ‘Asterix’ y ‘Lucky Luke’”.
La historia, las ideas de Cachete González, dicen presente en la palabra de Marisa, hay orgullo en su voz, pero en ningún momento habla de un superhéroe, describe un ser humano, con aciertos y errores, y es esta manera de contarlo lo que hace que el recuerdo del gualeyo ilustre sea tan verdadero, tanto que uno cree haberlo conocido: “Mi viejo tuvo una vida muy difícil, contó con muchos rechazos, el padre no le hablo nunca, tuvo una madre muy difícil, y el marido de la mamá lo sacó de la escuela y lo mandó a trabajar. Mi viejo vivió en el borde, en un bordecito, cualquier cosa lo sacaba del eje. Fue duro, y cómo sufría, se despertaba gritando por las pesadillas. Salía del eje y no pintaba, gritaba, en una época tomó mucho, eso fue complicado. Nosotros tuvimos una infancia muy difícil, pero más allá de que si un día gritó o no, yo tomé de mi viejo elementos fundamentales para mi vida y mi subjetividad. Mi viejo se traduce en un par de frases que me dijo y que para mí fueron fundamentales en mi vida, y no puedo olvidarme de cómo la pasó él, me dijo: M’hija no hay que tenerse lástima, y eso armó en mí como un motor, y la otra, él decía que la familia, el arte, sus pinturas, todos nosotros, todo ese conjunto, ¿viste la película de Fellini: ‘Y la nave va’?, bueno, y no por la película en sí, sino por el título, todo era la nave. Por ahí le iba mal, y entonces se levantaba a las seis de la mañana con un cucharón y una olla y empezaba a darle: Vamos, chicos, arriba, la nave va, empezamos de vuelta, la nave va. Nada de quedarse a llorar, pobrecito de mí. Y mirá que se mandaba unos cagadones, él y mi mamá también. Y además vivir del arte cuando tenés cuatro hijos y pagás alquiler, no es fácil. Una vez le vendió una muestra a Art Gallery y le pagaron como un año de laburo, decía: Gano como Perfumo. Él se fue a Paraná, vinieron unas gitanas, y mi mamá les dio toda la plata. Mi papá cayó en una depresión, pero después siguió”.
Marisa le saca punta al recuerdo y ensaya una última mirada: “Él no sabía vender su obra, y mi mamá no ayudaba mucho, y por otro lado no era una persona fácil de domar. Cuando lo vi en el cajón no podía creer que algo lo hubiera encuadrado, con él no existía el horario, la formalidad, nada de eso lo atravesaba, no había normas, por sus maneras fue un personaje muy controvertido”.
Marisa nació en Gualeguay, después vivió con sus padres y hermanos en Buenos Aires. Gualeguay pasó a ser el paraíso cuando llegaban las vacaciones escolares. Me cuenta que Cachete en los últimos años quería venir a enseñar pintura a su ciudad, a hacer algo por su Gualeguay.
Creo que nunca va a dejar de regresar. Camino la ciudad, hablo con la gente, lo nombro y entonces aparece el recuerdo, la anécdota. Roberto “Cachete” González está presente en la memoria y el quehacer cotidiano de Gualeguay. Su buen fantasma dibuja en el aire que sobrevuela el adoquín, el cemento y el río.

Jorge Luis Borges y Carlos Mastronardi, amigos

Jorge Luis Borges
Los escritores Jorge Luis Borges (1899-1986) y Carlos Mastronardi (1901-1976) fueron amigos y dejaron constancia de la relación. La amistad se desarrolló en Buenos Aires y en Gualeguay, y es en esta ciudad donde Borges rindió homenaje a su amigo fallecido. Toda amistad tiene testigos, todavía más cuando se trata de escritores notables. En calidad de testigo aparece en esta historia Aron Jajan, una memoria atenta al paisaje y las personas de su Gualeguay natal, la ciudad de toda su vida.
Borges conoció a Mastronardi en 1921, a poco de haber regresado de Europa. Mastronardi había dejado su Gualeguay natal y buscaba refugio en Buenos Aires. En la gran ciudad se relacionará con los escritores de la revista Martín Fierro.
En “Siete conversaciones con Jorge Luis Borges” (Fernando Sorrentino, 1973), el autor de “El Aleph” dijo: “Nos hicimos muy amigos y nos dimos al curioso vicio de descubrir la ciudad de Buenos Aires. De suerte que yo recuerdo muchas noches y muchas madrugadas pasadas con Carlos Mastronardi, desflorando los fondos de Palermo, el bajo de Saavedra, el barrio de la Chacarita, el puente Alsina, las largas y apacibles calles de Barracas, y discutiendo siempre sobre problemas estéticos, ya que la poesía era nuestra pasión”. En 1986 Borges dijo al diario “El País” de Madrid: “Con Mastronardi profesamos una curiosa amistad. Una amistad que no necesitó de la frecuencia; a veces pasamos un año sin vernos, pero eso no significaba una sombra en nuestro trato. Nos sentíamos amigos y podíamos serlo sin frecuentarnos, sin confirmaciones, sin dudas de ninguna especie”. En esa misma entrevista agregó: “Era, como yo, un autodidacto ajeno al rigor azaroso de los exámenes y a esa “contradictio in adjecto”, la lectura obligatoria. Leía por placer, y sólo interrogaba los textos que realmente le interesaban, los que nos acompañarán hasta el fin. Durante más de medio siglo fuimos amigos”.
La Academia Argentina de Letras publicó “Borges”(2007), un libro inédito de Mastronardi. Es un análisis de la persona del autor de “El libro de arena”, un riesgoso intento por definir cuando se estuvo tan cerca del analizado: “(43) Hace muchos años, durante una homérica caminata nocturna y ya de regreso al centro de la ciudad, a esa hora en que toda conversación se vuelve íntima, nos (confió) con descontento y modestia: ‘Quisiera escribir de manera más suelta y llana’. Le recordamos aquello de las estrofas que brotan como agua de manantial, y entonces, llevado naturalmente por el curso de la meditación, nos responde: ‘Cierto… escribir poemas en el tono, por ejemplo, ¿de ‘aquí me pongo a cantar…’?”.
En otro fragmento: “(46) En gira de conferencias, visita la ciudad entrerriana de Gualeguay. Se aloja en la casa del joven poeta Alfredo Veiravé, que siente a su vecindad una alegría reverente y tímida. Al término de la sobremesa, poco antes de acostarse, Borges le pide un elemental vaso de agua. Veiravé se lo trae y le dice que alguna vez podrá contar a sus hijos que un poeta ilustre bebió en ese vaso. Borges sonríe nerviosamente y le contesta: ‘Dirán que Ud. dio de beber a un impostor.’”.
Mastronardi consigna la siguiente anécdota: “(64) Borges acaba de ascender a un tranvía con su amigo C.M., paisano del general Urquiza, es decir, hijo de Entre Ríos. En una especie de lucha cortés, uno detiene las manos del otro, pues ambos quieren pagar el boleto de la conducción. El porteño logra poner las monedas en la diestra del guarda al tiempo que pregunta a su amigo: ‘¿Querés otra Pavón?’”.


Casa de Carlos Mastronardi en Gualeguay (hoy Cruz Roja).
En el libro sobre Borges su autor, de manera inevitable, vuelca pistas sobre él mismo: “(69) Se atribuyen muchas demoras y dilaciones a C.M., poeta ligeramente entrerriano. Su proverbial lentitud ya es festiva leyenda. Quienes lo citan o lo invitan, dan por sabido que llegará con una hora de retraso, por lo menos. Por su parte, C.M. observa irónicamente que el espacio es menos accesible que el tiempo, ya que requiere el auxilio instrumental del cuerpo, cuando no el uso de esos otros instrumentos que son los vehículos. Asimismo, confiesa que todas sus felicidades se parecen a la quietud. Innecesario es decir que este rasgo de su naturaleza cuenta con la benignidad de sus amigos, que de antemano lo disculpan. Tan morosa costumbre inspira a Borges el siguiente comentario risueño: ‘Creo que C.M. llega con puntualidad a las citas, pero quiere ser fiel a una tradición, y para ello se impone un adecuado retraso. Ya no es tardío. Sospecho que cuando lo cito en mi casa, llega a tiempo, pero da varias vueltas a la manzana para mantener una leyenda, para librarnos de lo imprevisto. Se demora por cortesía. Claro está que si las comidas o las cenas a que es invitado sufren muchas dilaciones, habrá que fijarlas para el día siguiente…’”.
Borges afirma en el libro de Sorrentino: “El caso de Mastronardi me parece raro en la historia de la literatura, porque, aunque ha publicado varios volúmenes, y últimamente un admirable libro de recuerdos titulado ´Memorias de un provinciano´, él sigue siendo una suerte de ‘homo unius libri’, (hombre de un solo libro): él sigue siendo autor de ese poema dedicado a Entre Ríos, a la nostalgia de Entre Ríos. Y yo diría que una de las razones que hacen que Mastronardi viva, solitario y noctámbulo, en Buenos Aires, es que en Buenos Aires puede sentir mejor la nostalgia de su Entre Ríos, que él quiere tanto”.
Carlos Mastronardi llevó entre 1930 y 1974 un diario de escritor “Cuadernos de vivir y pensar” (póstumo, 1984). Algunas de sus obras: “Tierra amanecida” (1926); “Conocimiento de la noche” (1937), que contiene “Luz de provincia”, el poema a que hace referencia Borges; “Memorias de un provinciano” (1967), donde cuenta su vida hasta la aparición de las primeras canas, y donde Buenos Aires ocupa un lugar de privilegio. A ese período en la gran ciudad se refiere Borges en la entrevista citada de “El País”: “Pocos hombres conservaron la soledad con la minuciosidad de Mastronardi. Era un inseparable amigo de la noche que sabiamente abusó de la noche y del café, que tanto se le parece a la noche. Para vivir eligió la avenida de Mayo; acaso una de las zonas más tristes de Buenos Aires. Como Augusto Dupin, el primer detective de la literatura policial, que de noche recorría las calles de París en compañía de sus amigos, Mastronardi recorría las calles de Buenos Aires buscando ese estímulo intelectual que sólo puede dar la noche de una gran ciudad”.
En “Memorias de un provinciano” Mastronardi da varias pistas sobre Borges, a continuación dos de ellas:

 “En el bar Muñich, de la avenida de Mayo, solían reunirse los jóvenes poetas. Fue en ese bar, ante cinco o seis amigos, donde Borges pidió opinión acerca de unos versos octosilábicos que le habían llegado de México. Los circunstantes los oyeron y los aprobaron con entusiasmo. Dos meses después, cuando publicó ‘Luna de enfrente’, libro que contiene algunas coplas, comprobé que eran suyos. En la incertidumbre, que tanto se parece a la modestia, los atribuyó a un autor lejano para obtener el juicio imparcial de los presentes. Siempre fue hábil en este género de sondeos”.

“Cierta mañana de primavera, Borges y su primo Guillermo Juan fueron en mi busca, pues se había organizado un almuerzo en honor del primero –acababa de aparecer ‘Luna de enfrente’- y el lugar del agasajo sólo distaba una cuadra de mi casa. Cuando llegaron yo dormía. Apenas salido del sueño, no acerté sino a saludarlos con unas palabras confusas. Nada más natural en aquella circunstancia. Como hacía poco tiempo que nos conocíamos y como era muy dado a definir personas y cosas por un atributo, Borges afirmó, lleno de asombro, que estaba ante un fantasma. A pesar de mis bromas, durante muchos meses me confundió con un espectro. Claro está que la suya era una ocurrencia festiva, pero me sentía un poco extraño en este mundo. Quizá me pensó incorpóreo o transparente como cierto personaje de Wells. Esa inclinación (nada inglesa) a ver siempre arquetipos o símbolos, determinaba todos los movimientos de su espíritu”.

Cuando muere su padre, Mastronardi vuelve a Gualeguay, a fin de la década del 20, y vuelve a Buenos Aires en 1937.
Para Mastronardi la vida en la provincia era la luz, a la oscuridad se la encontraba en la ciudad. Emma Zunz, el personaje de Borges, también supo de la luz: “Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay…”, y de la luz también sabe Aron Jajan, el hombre memoria de Gualeguay. Conocí a Jajan preguntando por la historia de la desaparecida confitería El Águila, un lugar donde no es difícil imaginar a los amigos escritores ocupando una mesa. Jajan, un testigo de Mastronardi y de Borges, tiene 89 años, una memoria clara, relato certero, y una voz agradable. Recuerda: “Carlos Mastronardi vivió sobre calle San Martín, en una casa grande que todavía está (Sociedad Pro Copa de Leche). Mi padre tenía almacén enfrente. Fue en los años treinta y pico. En la casa de los Mastronardi trabajaba una mujer, la cocinera, algo muy común en esa época. En esos años había que ir temprano a la cocina y avivar el fuego. Era una mujer mayor. Ella contó en el almacén que tenía una preocupación por el niño Carlos, y yo la escuché. Sucedía que en las mañanas, casi de madrugada, cuando se levantaba para encender el fuego de la cocina, muchas veces lo encontraba al niño Carlos: Que debe estar enfermo, dijo ella, porque a veces está mirando para arriba y escribe en un cuaderno. El niño Carlos debe estar enfermo, esa era la conclusión de la mujer. Yo era chico y escuché. Yo era un gurí y él un muchacho grande, no teníamos nada de qué hablar. Debido a su enfermedad, cuando lo veía en la vereda, lo miraba con atención”.
De izquierda a derecha: Jorge Luis Borges, Sergio Piñero, Carlos Mastronardi y Guillermo de Torre, 1927.
Jajan recuerda una anécdota sucedida en Buenos Aires: “Lo encontré una noche. Yo paraba en el hotel du Helder de la calle Rivadavia, detrás del Tortoni. Aguardaba en la puerta haciendo tiempo para cenar, y veo que viene Mastronardi. Yo lo conocía, pero no tenía contacto. Lo saludé: Buenas noches, don Carlos. Él se para y me mira. Entonces le digo quién soy y que vengo de Gualeguay. Le doy el apellido y se ve que recordó algo del vecindario. Le digo: ¿Qué anda haciendo, don Carlos? Y él me contesta: Caminando la noche, y siguió rumbo al Bajo”.
Aron Jajan guarda un último recuerdo en la galera. Esta vez habla de Borges y Mastronardi: “Cuando se descubrió el busto a Mastronardi en el cementerio, vino Borges. Dio una conferencia y contó muchas cosas de sus caminatas por Corrientes, desde el Bajo hasta la Chacarita. Mientras hablaba decía: ¿Te acordás, Carlos?, y contaba el siguiente recuerdo. Contó muchos. Mientras hablaba miraba hacia el busto. Cuando ya terminaba, dijo: Nunca le pregunté si era casado, si estaba separado o si era soltero”.
Aron Jajan dice que pensó: Claro, no tuvieron tiempo.