domingo, 15 de diciembre de 2013

Nidya Rampoldi cuenta a Antonio Castro, artista plástico de Gualeguay

En mi encuentro con la ciudad de Gualeguay fui, progresivamente, relacionándome con un nombre: Antonio Castro, junto al de su oficio o, mejor aún, su pasión: el dibujo, la pintura. A la vez descubrí algunos de sus cuadros: en la casa de Marta Argot, en el Museo Quirós, en la óptica de Carlos Almirón, en el Club Social, en el diario El Debate Pregón, y por último, con el dato previo, y es más, con muchas ganas de ver las obras, en la casa de la profesora Nidya Rampoldi.
Sabía de Nidya a través de la lectura de dos de sus libros: “Gualeguay de bolsillo” (2008) y “Formas y Colores de Gualeguay” (2004) (en ambos títulos junto a: Daniel Gabriel y Patricia Míguez Iñarra). Pero no sabía que era autora de “Antonio Castro. Hombre de la costa” (2009). Fue el amigo pintor Raúl Gastaldi quien me anotició y, más tarde, consiguió un ejemplar del libro. Tenía mucho interés en saber de la vida y de la obra de Castro. Había escuchado puntas de historias o imágenes de mano de varias personas, entre ellas: Vicente Cúneo y Raúl Gastaldi, compañeros de oficio. Saber que había un libro me produjo cierta ansiedad, y por tanto la lectura fue inmediata.
Rampoldi avisa en el prólogo: “El presente trabajo es un opúsculo testimonial dirigido a quienes conocieron a Antonio en persona o por sus obras. La hibridación del género literario quizá entorpezca el estudio crítico de este pequeño libro, pero lo que me interesa es la riqueza de la vida y lo que hacemos con ella, no tengo ambiciones artísticas”. La forma, que la autora señala como híbrida, sale airosa del desafío. El libro cumple con su destino de contar a un hombre y su obra. El camino elegido es la sumatoria de caminos. En él aparecen dos entrevistas de distintos autores, recuerdos personales de Nidya, escritos sobre Castro realizados para un encuentro de escritores, un texto del plástico Derlis Maddonni, la letra de una canción de Cary Pico, y esto solo por nombrar algunos de los caminos utilizados por Rampoldi para componer su libro. Hay más detalles: algunos ínfimos por pertenecer a lo más simple del cotidiano. Lo cierto es que en el trabajo hay un rastro de Castro y de su obra que se va completando a través de las señales aparecidas en estos textos de diverso origen. Una punta aparece en una entrevista y se continúa en la siguiente; una idea, la señal de una historia toma cuerpo haciendo contacto con el análisis de la pintura o con el relato de una imagen de la vida del pintor. La sensación final para el lector es la de estar leyendo literatura, es estar transitando los capítulos de una novela.
Nidya cuenta los motivos por los que decidió escribir sobre Antonio Castro: “Tenía una serie de datos de su vida que tenían el mérito suficiente como para que fueran editados. Nunca hice una investigación, no era mi intención. Sentí que tenía que hacerlo, de lo contrario era un pecado de omisión. Quise dejar el testimonio de lo que sabía, esa fue mi necesidad. Y es agradecimiento, cambiaron mi vida estos cuadros. Y agradecimiento por la presencia de este hombre en esta ciudad. Te diría que lo mío fue un acto político, yo quiero que la gente tenga memoria”.
“Estos cuadros”, dice la autora, y fueron esos dos cuadros los que quería ir a ver en directo en su casa. Ella cuenta el origen de esas presencias, es más, cuenta en el libro que el mismo Castro eligió el lugar donde debían ser colgados: en la misma pared, la pared que está frente a la puerta de entrada. El pintor dijo que las obras se complementaban y que debían estar juntas. Rampoldi anotó: “Y allí quedaron. Nos han alegrado la vida y dado energía por más de treinta años.” Cuenta Nidya: “Nosotros, durante treinta y pico de años abrimos la puerta y encontramos los cuadros. Sin ellos esta casa sería nada, tienen mucha fuerza. Nos han hecho ser distintos, no podés convivir con algo tan logrado, y que no te influya. Para nosotros trabajaba un cuñado de Castro, y a través de él Antonio nos regaló la oportunidad de vivir con estas obras”.
Pregunto cómo era Castro: “Era un hombre de pocas palabras, un hombre al que a lo mejor vos le hablabas o le hacías una pregunta directa, y demoraba en contestar. Tenía silencios hasta que entraba en confianza. Era una persona sumamente sencilla, y de una claridad y ubicación total en el mundo. Al principio, cuando fui y me mostró los dos cuadros (a mí me gustó uno, el otro no tanto, y entonces no lo quería), él era silencios, apenas nos mirábamos. Era un tipo que vos lo mirabas y su apariencia no te decía nada, vos te preguntabas, ¿qué será?, ¿qué hará de su vida?, ¿será pescador?, pero cuando te miraba, cuando te dejaba la mirada fija, tenía una mirada muy fuerte, muy penetrante, te llegaba hasta la planta de los pies. Pensaba antes de hablar, decía frases cortas y certeras. A través de los años fui haciendo amistad, él exponía y yo tenía alumnos, soy profesora de plástica. Llevaba los alumnos porque aprendían más en la exposición que en un año de clases: chicos de escuela común, que iban porque los mandaban, y que sólo tenían dos horas a la semana de mi materia. Lo que veían los motivaba, y yo les daba tareas: hacer una recreación, una descripción, y era otro querer hacer. Mientras todo esto pasaba nos sentábamos y charlábamos mucho. Esas veces fueron una muy buena oportunidad para conocer su vida y sus cosas. Nunca frecuenté su casa. Castro sí frecuentaba la casa de Eise Osman. Caía en cualquier momento, cuando tenía ganas de charlar y comer comida, porque él en su casa se arreglaba con cosas simples. Siempre fue bien recibido. Castro era muy agradable, un hombre que había leído mucho”.
Al igual que en la vida de Cachete González, en la de Castro tiene sitio destacado el maestro Roberto Epele: “Castro hizo la primaria en la escuela nº 8, después estuvo tres años en el Hogar Escuela San Juan Bosco. El maestro Epele era un tipo muy especial, alentó a muchísima gente en Gualeguay. Hubo una muchachada que fue tocada por este hombre. Los ayudó para madurar en sus artes: pintores, escritores. Después Castro no paró de leer y pintar, embarcado: pintaba y leía, preso: pintaba y leía. Tenía los objetivos claros, y no le importaba dónde estaba”. En la entrevista de Pablo Guercovich, Castro recordó: “Y al ver Epele que yo tenía afición por el dibujo, empezó a mandarme a lo Bisso para comprar papel y carbonilla. También me daba libros… no, no me los daba, disimulaba. Una vez yo estaba leyendo en el piso y él dejó caer desde el escritorio un libro de historia del arte. Me acuerdo del primer nombre que leí: Rafael Sanzio. Y así Epele me iba educando sin esfuerzo, y sin que yo me diera cuenta, ¿viste?”.
Nidya recuerda su sorpresa: “Una vez le pregunté cómo estaba, me dijo: ‘Parejito, parejito, todo una mierda’, y me llamó la atención que se expresara así un hombre tan correcto. Pero después me enteré, escuchando a Cary Pico, que era su dicho personal. Él era un optimista, lo ves en el rostro de sus personajes, en su pintura. Yo creo que él tenía un cristianismo interno, tenía su fe de que hay una redención, y eso lo hacía perseverar, porque si no, no hubiese podido pintar como pintaba. Todos los pintores de esta época son extraordinarios, pero vos los mirás, fijate por ejemplo Cachete, y hay como una onda depresiva. Es que fueron épocas muy jodidas. Pero Antonio es como que se escapó, hizo su rancho en la costa del río, y pudo salvar su espíritu de esa tribulación tremenda que fue la Argentina en la segunda mitad del siglo XX”. Cary Pico escribió “Viejo Antonio”, una canción: “En la injusta repartija / de la vida, la sortija para algunos / solo es; / este mundo es ‘parejito, parejito’, / viejo Antonio / como lo definió usted”.
Pregunto por la memoria, por su acto político: “El drama del ser humano es que el conocimiento, la experiencia, no es fácilmente transmisible, y si se pierde la transmisión, como pasó en los 90, se genera un agujero que para superarlo se necesitan muchísimos años. Yo he visto acá en los 90 y hasta el 2002 que la gente se azotaba: y no tenemos nada, no hay nada que importe, no pasa nunca nada, y nos veníamos cayendo, y yo que había venido de otro lugar y había quedado asombrada con esta ciudad y su gente, pensaba: no puede ser que no sepan que acá hay cosas valiosísimas. Somos todos víctimas: alumnos, maestros, ciudadanos. Hay tres libros de historia que son mi basamento, escritos con todo el rigor de un historiador: Humberto Vico, pero eso no es para cualquier estómago. No podés mandar a los chicos a que lo lean, y no podés dárselo a los maestros, que no tienen tiempo de hacerlo y bajar los datos. Fue una de las razones para hacer mis libros: acercar la información, sintetizarla, hacerla más accesible”.
Su primer libro fue “Espacios públicos con historia” (2002) (junto a: Claudio Piaggio, Daniel Gabriel y Patricia Míguez Iñarra). El último lo compuso junto a su hija Patricia: “Calles con historia. San Antonio del Gualeguay Grande” (2013).
En el momento de hacer memoria sobre el destino de algunos artistas, quizá la ciudad chica tenga las mismas bondades y tragedias que por lo general están presentes en el barrio de la ciudad grande. Es común que poco interés despierte entre la gente aquel que busca entrar en los dominios del arte. Al artista se lo puede ver: en una mesa de café en Buenos Aires o en la orilla del Gualeguay. Ocurre que como toma café en nuestra mesa o en la de al lado, como pesca en silencio como cualquiera, o pasea por el Parque Quintana, la presencia se hace costumbre, y es esta, una de las bondades del barrio: el contacto directo, humano, y simple del cotidiano, que tan bueno es festejar, pero que puede generar al mismo tiempo la no valoración del quehacer creativo de ese hombre. ¿Por qué?, muy fácil, ¿cómo va a ser importante lo que hace si vive a la vuelta de la esquina, si pesca o fuma en la mesa o en el árbol de al lado? Ocurre entonces que todos saben que es pintor, escritor, poeta, escultor, actor, pero la mayoría no tiene el impulso de profundizar en lo que este señor hace, para así poder contribuir a una seria difusión y memoria del hombre que trabaja dentro de la cultura. Hay que tener muy en claro que la obra no es sólo de él, sino de todos. La memoria es esencial para la historia de un barrio, una ciudad, un país, y su práctica comienza por casa. Así lo entendió Nidya Rampoldi cuando inició la guarda memoriosa de la presencia del pintor Antonio Castro (1931-2002) en Gualeguay, ese personaje que estaba todos los días, el que tantos vieron “paradito en la esquina o caminando despacito”. Sin el trabajo de Nidya Rampoldi, sin la presencia de su libro, por ejemplo, quizá nadie sabría del significado que tenía para Castro estar pasando por días complicados: “En esos días me contó que a veces su necesidad de pintar era muy grande: en una ocasión tenía pinturas pero carecía de soporte y no tenía dinero. Así varios días. Salía por el río, visitaba amigos pero no lograba solucionar la situación. No podía dormir. Una madrugada se despertó con una idea clara: tenía sábanas…

- Tensé una sobre la pared y tranquilo me puse a pintar”.

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