En mi encuentro
con la ciudad de Gualeguay fui, progresivamente, relacionándome con un nombre:
Antonio Castro, junto al de su oficio o, mejor aún, su pasión: el dibujo, la
pintura. A la vez descubrí algunos de sus cuadros: en la casa de Marta Argot,
en el Museo Quirós, en la óptica de Carlos Almirón, en el Club Social, en el
diario El Debate Pregón, y por último, con el dato previo, y es más, con muchas
ganas de ver las obras, en la casa de la profesora Nidya Rampoldi.
Sabía de Nidya a
través de la lectura de dos de sus libros: “Gualeguay de bolsillo” (2008) y
“Formas y Colores de Gualeguay” (2004) (en ambos títulos junto a: Daniel
Gabriel y Patricia Míguez Iñarra). Pero no sabía que era autora de “Antonio
Castro. Hombre de la costa” (2009). Fue el amigo pintor Raúl Gastaldi quien me
anotició y, más tarde, consiguió un ejemplar del libro. Tenía mucho interés en
saber de la vida y de la obra de Castro. Había escuchado puntas de historias o imágenes
de mano de varias personas, entre ellas: Vicente Cúneo y Raúl Gastaldi,
compañeros de oficio. Saber que había un libro me produjo cierta ansiedad, y
por tanto la lectura fue inmediata.
Rampoldi avisa
en el prólogo: “El presente trabajo es un opúsculo testimonial dirigido a
quienes conocieron a Antonio en persona o por sus obras. La hibridación del
género literario quizá entorpezca el estudio crítico de este pequeño libro,
pero lo que me interesa es la riqueza de la vida y lo que hacemos con ella, no
tengo ambiciones artísticas”. La forma, que la autora señala como híbrida, sale
airosa del desafío. El libro cumple con su destino de contar a un hombre y su
obra. El camino elegido es la sumatoria de caminos. En él aparecen dos
entrevistas de distintos autores, recuerdos personales de Nidya, escritos sobre
Castro realizados para un encuentro de escritores, un texto del plástico Derlis
Maddonni, la letra de una canción de Cary Pico, y esto solo por nombrar algunos
de los caminos utilizados por Rampoldi para componer su libro. Hay más detalles:
algunos ínfimos por pertenecer a lo más simple del cotidiano. Lo cierto es que
en el trabajo hay un rastro de Castro y de su obra que se va completando a
través de las señales aparecidas en estos textos de diverso origen. Una punta
aparece en una entrevista y se continúa en la siguiente; una idea, la señal de
una historia toma cuerpo haciendo contacto con el análisis de la pintura o con
el relato de una imagen de la vida del pintor. La sensación final para el
lector es la de estar leyendo literatura, es estar transitando los capítulos de
una novela.
Nidya cuenta los
motivos por los que decidió escribir sobre Antonio Castro: “Tenía una serie de
datos de su vida que tenían el mérito suficiente como para que fueran editados.
Nunca hice una investigación, no era mi intención. Sentí que tenía que hacerlo,
de lo contrario era un pecado de omisión. Quise dejar el testimonio de lo que
sabía, esa fue mi necesidad. Y es agradecimiento, cambiaron mi vida estos
cuadros. Y agradecimiento por la presencia de este hombre en esta ciudad. Te
diría que lo mío fue un acto político, yo quiero que la gente tenga memoria”.
“Estos cuadros”,
dice la autora, y fueron esos dos cuadros los que quería ir a ver en directo en
su casa. Ella cuenta el origen de esas presencias, es más, cuenta en el libro
que el mismo Castro eligió el lugar donde debían ser colgados: en la misma
pared, la pared que está frente a la puerta de entrada. El pintor dijo que las
obras se complementaban y que debían estar juntas. Rampoldi anotó: “Y allí
quedaron. Nos han alegrado la vida y dado energía por más de treinta años.”
Cuenta Nidya: “Nosotros, durante treinta y pico de años abrimos la puerta y
encontramos los cuadros. Sin ellos esta casa sería nada, tienen mucha fuerza.
Nos han hecho ser distintos, no podés convivir con algo tan logrado, y que no
te influya. Para nosotros trabajaba un cuñado de Castro, y a través de él
Antonio nos regaló la oportunidad de vivir con estas obras”.
Pregunto cómo
era Castro: “Era un hombre de pocas palabras, un hombre al que a lo mejor vos le
hablabas o le hacías una pregunta directa, y demoraba en contestar. Tenía
silencios hasta que entraba en confianza. Era una persona sumamente sencilla, y
de una claridad y ubicación total en el mundo. Al principio, cuando fui y me
mostró los dos cuadros (a mí me gustó uno, el otro no tanto, y entonces no lo
quería), él era silencios, apenas nos mirábamos. Era un tipo que vos lo mirabas
y su apariencia no te decía nada, vos te preguntabas, ¿qué será?, ¿qué hará de
su vida?, ¿será pescador?, pero cuando te miraba, cuando te dejaba la mirada
fija, tenía una mirada muy fuerte, muy penetrante, te llegaba hasta la planta
de los pies. Pensaba antes de hablar, decía frases cortas y certeras. A través
de los años fui haciendo amistad, él exponía y yo tenía alumnos, soy profesora
de plástica. Llevaba los alumnos porque aprendían más en la exposición que en
un año de clases: chicos de escuela común, que iban porque los mandaban, y que sólo
tenían dos horas a la semana de mi materia. Lo que veían los motivaba, y yo les
daba tareas: hacer una recreación, una descripción, y era otro querer hacer.
Mientras todo esto pasaba nos sentábamos y charlábamos mucho. Esas veces fueron
una muy buena oportunidad para conocer su vida y sus cosas. Nunca frecuenté su
casa. Castro sí frecuentaba la casa de Eise Osman. Caía en cualquier momento,
cuando tenía ganas de charlar y comer comida, porque él en su casa se arreglaba
con cosas simples. Siempre fue bien recibido. Castro era muy agradable, un
hombre que había leído mucho”.
Al igual que en
la vida de Cachete González, en la de Castro tiene sitio destacado el maestro
Roberto Epele: “Castro hizo la primaria en la escuela nº 8, después estuvo tres
años en el Hogar Escuela San Juan Bosco. El maestro Epele era un tipo muy
especial, alentó a muchísima gente en Gualeguay. Hubo una muchachada que fue
tocada por este hombre. Los ayudó para madurar en sus artes: pintores,
escritores. Después Castro no paró de leer y pintar, embarcado: pintaba y leía,
preso: pintaba y leía. Tenía los objetivos claros, y no le importaba dónde
estaba”. En la entrevista de Pablo Guercovich, Castro recordó: “Y al ver Epele
que yo tenía afición por el dibujo, empezó a mandarme a lo Bisso para comprar
papel y carbonilla. También me daba libros… no, no me los daba, disimulaba. Una
vez yo estaba leyendo en el piso y él dejó caer desde el escritorio un libro de
historia del arte. Me acuerdo del primer nombre que leí: Rafael Sanzio. Y así
Epele me iba educando sin esfuerzo, y sin que yo me diera cuenta, ¿viste?”.
Nidya recuerda
su sorpresa: “Una vez le pregunté cómo estaba, me dijo: ‘Parejito, parejito,
todo una mierda’, y me llamó la atención que se expresara así un hombre tan
correcto. Pero después me enteré, escuchando a Cary Pico, que era su dicho
personal. Él era un optimista, lo ves en el rostro de sus personajes, en su
pintura. Yo creo que él tenía un cristianismo interno, tenía su fe de que hay
una redención, y eso lo hacía perseverar, porque si no, no hubiese podido pintar
como pintaba. Todos los pintores de esta época son extraordinarios, pero vos
los mirás, fijate por ejemplo Cachete, y hay como una onda depresiva. Es que
fueron épocas muy jodidas. Pero Antonio es como que se escapó, hizo su rancho
en la costa del río, y pudo salvar su espíritu de esa tribulación tremenda que
fue la Argentina
en la segunda mitad del siglo XX”. Cary Pico escribió “Viejo Antonio”, una
canción: “En la injusta repartija / de la vida, la sortija para algunos / solo
es; / este mundo es ‘parejito, parejito’, / viejo Antonio / como lo definió
usted”.
Pregunto por la
memoria, por su acto político: “El drama del ser humano es que el conocimiento,
la experiencia, no es fácilmente transmisible, y si se pierde la transmisión,
como pasó en los 90, se genera un agujero que para superarlo se necesitan
muchísimos años. Yo he visto acá en los 90 y hasta el 2002 que la gente se
azotaba: y no tenemos nada, no hay nada que importe, no pasa nunca nada, y nos
veníamos cayendo, y yo que había venido de otro lugar y había quedado asombrada
con esta ciudad y su gente, pensaba: no puede ser que no sepan que acá hay
cosas valiosísimas. Somos todos víctimas: alumnos, maestros, ciudadanos. Hay
tres libros de historia que son mi basamento, escritos con todo el rigor de un
historiador: Humberto Vico, pero eso no es para cualquier estómago. No podés
mandar a los chicos a que lo lean, y no podés dárselo a los maestros, que no
tienen tiempo de hacerlo y bajar los datos. Fue una de las razones para hacer
mis libros: acercar la información, sintetizarla, hacerla más accesible”.
Su primer libro
fue “Espacios públicos con historia” (2002) (junto a: Claudio Piaggio, Daniel
Gabriel y Patricia Míguez Iñarra). El último lo compuso junto a su hija
Patricia: “Calles con historia. San Antonio del Gualeguay Grande” (2013).
En el momento de
hacer memoria sobre el destino de algunos artistas, quizá la ciudad chica tenga
las mismas bondades y tragedias que por lo general están presentes en el barrio
de la ciudad grande. Es común que poco interés despierte entre la gente aquel que
busca entrar en los dominios del arte. Al artista se lo puede ver: en una mesa
de café en Buenos Aires o en la orilla del Gualeguay. Ocurre que como toma café
en nuestra mesa o en la de al lado, como pesca en silencio como cualquiera, o
pasea por el Parque Quintana, la presencia se hace costumbre, y es esta, una de
las bondades del barrio: el contacto directo, humano, y simple del cotidiano, que
tan bueno es festejar, pero que puede generar al mismo tiempo la no valoración
del quehacer creativo de ese hombre. ¿Por qué?, muy fácil, ¿cómo va a ser
importante lo que hace si vive a la vuelta de la esquina, si pesca o fuma en la
mesa o en el árbol de al lado? Ocurre entonces que todos saben que es pintor,
escritor, poeta, escultor, actor, pero la mayoría no tiene el impulso de
profundizar en lo que este señor hace, para así poder contribuir a una seria
difusión y memoria del hombre que trabaja dentro de la cultura. Hay que tener
muy en claro que la obra no es sólo de él, sino de todos. La memoria es
esencial para la historia de un barrio, una ciudad, un país, y su práctica
comienza por casa. Así lo entendió Nidya Rampoldi cuando inició la guarda
memoriosa de la presencia del pintor Antonio Castro (1931-2002) en Gualeguay,
ese personaje que estaba todos los días, el que tantos vieron “paradito en la
esquina o caminando despacito”. Sin el trabajo de Nidya Rampoldi, sin la
presencia de su libro, por ejemplo, quizá nadie sabría del significado que
tenía para Castro estar pasando por días complicados: “En esos días me contó
que a veces su necesidad de pintar era muy grande: en una ocasión tenía
pinturas pero carecía de soporte y no tenía dinero. Así varios días. Salía por
el río, visitaba amigos pero no lograba solucionar la situación. No podía
dormir. Una madrugada se despertó con una idea clara: tenía sábanas…
- Tensé una sobre la pared y tranquilo me puse
a pintar”.
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