domingo, 12 de enero de 2014

El rancho de Roberto "Cachete" González

Cachete en los días del rancho.

La memoria adopta infinidad de apariencias para permanecer al alcance de aquellos a quiénes interesa la mirada al pasado. El cultivo a conciencia de la memoria es la única manera de construir un presente, y un futuro. Hay que tener en cuenta el ayer sin que esto signifique la permanencia en el lamento: todo pasado fue mejor, y tampoco andar a moco tendido mirando fotos en sintonía melanco. La memoria es el resguardo de la vida. Ojalá todos pudiéramos entrar en su sintonía.
Es posible descubrirnos construyendo memoria en inesperados encuentros con objetos de las más variadas procedencias, con los más simples utensilios cotidianos; hay memoria en las historias escritas por los cronistas, y en las historias contadas por los vecinos del barrio o de la ciudad. La tradición oral es memoria y por tanto, mientras no se consignen estas historias en el papel, esa memoria tiene la apariencia del aire. Decimos “aire”, y sobreviene el pensamiento ineludible: la inmaterialidad. Vengo de un barrio de Buenos Aires: Boedo, y sobre estas cuestiones del recuerdo, hay un poeta amigo: Rubén Derlis, que anotó en uno de sus libros: “Guía para vagabarrios”, lo siguiente: “Por las calles de Boedo lo invisible permanente rebasa de emociones el alma, hay que sostener muy fuerte el corazón, amarrarlo a la hombría, para que las palabras vueltas poemas en cada esquina no le desacomoden peligrosamente los latidos, porque este es esencialmente un barrio para sentir. (...) En este barrio, casi no quedan cosas materiales que palpar, talismanes porteños de invocación para acercar la magia: la puerta y el cancel de la casa donde habitó un pintor, el café convocante de los últimos y veros bohemios, la mesa predilecta del poeta junto a una hiniestra inexistente. (...) Quedan escasos lugares visibles de aquellos que cobijaron a los tantos nombrados (...)”. Se abre entonces un costado de la memoria: “lo invisible permanente”, y dentro de este paisaje se guardan los relatos orales de los hombres, la historia chiquita que le da sostén a la grande. Siempre recuerdo la novela “El infierno” (1908) del escritor francés Henri Barbusse (1873-1935). En ella hay un hombre moribundo. Lo cuida una enfermera en una habitación de hotel. El hombre decide contarle a quien lo cuida, su historia de amor: para que esta siga un tiempo más sobre la tierra. Le transfiere su recuerdo en un impulso por ganar un tiempo más de “eternidad”.
Es la eternidad, su posibilidad soñada, la que muchas veces atenta contra el recuerdo, porque pertenece a los hombres la tentación de confiarse: si hoy estamos, mañana también. Error. Es riesgoso dejar para mañana el ejercicio de la memoria. Y aún más cuando esa memoria tiene que ver con un vecino que gustaba de habitar el territorio del arte.
Hasta aquí está identificado “lo invisible permanente”, pero antes de llegar a esta categoría, existió lo visible, lo material que acompañaba, que hacía de soporte al relato: un escritorio, un pincel, una lapicera, una casa, un rancho. Y entonces la pregunta: ¿por qué cuesta tanto mantener la condición material de sitios relacionados con la esencia humana e histórica de un barrio, de una ciudad?
En mi nota anterior: “Pinceladas sobre la ribera de Antonio Castro”, anoté lo escrito por Nidya Rampoldi en su libro “Antonio Castro. Hombre de la costa” (2009), sobre el rancho (de fines del siglo XIX) donde Castro se encontraba con otros artistas: Cachete González, Carlos Cúneo, los poetas Veiravé y Morabes, entre otros.
Este dato quedó picando entre mis pensamientos. Consulté a Deolindo Romero, una de las memorias andantes de Gualeguay. Recordé que él me había hablado del rancho de Cachete González. Caminé hacia él, está a dos cuadras y media de mi casa.
¿Qué historias guarda dicho lugar?, el escultor Carlos Cúneo da detalles en un texto enviado a Nidya Rampoldi, Daniel Gabriel y Patricia Míguez Iñarra, los autores de “Formas y colores de Gualeguay” (2004): “El rancho: Un cuñado le cede a Cachete una precaria vivienda para vivir, Roberto viene a invitarme para hacer ‘nuestro taller’. Trasladó su cama, unos modestos enseres y comenzamos así la historia del rancho. Una sola noche durmió Cachete allí, pero por varios años fue nuestro lugar de trabajo, reunión y refugio de amigos. Debajo del rancho que prolongué y debajo de él, armé mi taller de escultura.
Por aquel tiempo Cachete viajó a Buenos Aires, visitó a Quirós, le mostró algunos trabajos y regresó sin lograr ser su discípulo, tampoco se lo pidió. Salíamos a dibujar por las tierras blancas, la gente, los ranchitos, los caballos eran nuestro objetivo y el río, punto final de la travesía. Cachete viajó a Paraná, donde sí aprendió alguna técnica de pintura, y logró una beca del gobierno de Entre Ríos, para visitar Europa.
Al rancho llegaban visitantes y se establecían improvisadas reuniones, de ellas recuerdo una discusión entre Badaracco y Morabes sobre aquel párrafo del ‘Demian’ de Hesse ‘Quería tan sólo intentar vivir todo aquello que brotara espontáneamente de mí, ¿por qué habría de serme tan difícil?’. Badaracco sostenía que si todos aplicáramos semejante pensamiento, la sociedad humana sería un caos. Morabes le decía que Cachete y Carlos eran existencialistas y sin embargo no había ningún caos a la vista.
En el rancho modelé el bajorrelieve que está en la base del monumento a San Martín, el busto de Urquiza que está en el patio de la Municipalidad, un busto de Irigoyen que se encuentra en el cementerio, otro de Segundo Gianello, uno de Veiravé, otros que escapan a mi memoria.
En uno de los constantes viajes de Roberto a Buenos Aires decide quedarse, por aquel entonces yo sentía agotadas mis posibilidades de hacer algo nuevo. Abandoné el rancho, sin retorno”.
El rancho parece estar vallado por árboles y plantas. Está al fondo del terreno. La calle: Intendente Quadri al 200. Es el rancho de la foto que aparece en el libro de Rampoldi, pero en él hay algo nuevo. No creo que esté habitado, solo guarda la apariencia de refugio posible. Una vecina me cuenta que la propiedad pertenece a gente de Buenos Aires que viene de vez en cuando. Lo nuevo, lo distinto, es que creo que ha empezado el proceso de transmutación debido a la trampa mencionada de dejar la memoria para mañana. El rancho de Cachete González y sus pares se está despidiendo de su condición de memoria material, tangible, retratable, todavía se le puede sacar fotos, todavía se lo puede bocetar. El rancho va camino a ser tomado por la tierra, por los árboles y las plantas: la naturaleza, que también es memoria, pero de otra frecuencia, terminará con esta presencia que hasta hoy tenemos a mano. El rancho está en tránsito hacia “lo invisible permanente”, a menos que nuevas manos humanas acondicionen los rincones, el lugar donde estuvo la cama donde Cachete durmió solo una noche, donde Cúneo moldeó tanto busto de personajes políticos y poetas. ¿Es que se puede salvar esta memoria?, ¿es que a alguien le interesa extender el tiempo de esta memoria material sobre la faz de esta tierra gualeya? Mañana se podrá decir que acá, sobre esta calle lateral estuvo el rancho donde un grupo de jóvenes soñaba con el arte, y estará bien. En Boedo lo practicamos. Pero por qué no darle al ladrillo y la madera la oportunidad de una nueva vuelta por el universo. Miraba la puerta y pensaba: Por ahí entró Cachete: mi querido buen fantasma, que es mi amigo desde Buenos Aires, desde que planeaba mi vida en Gualeguay. Estoy parado frente al rancho. Escribo sobre el rancho que se hace tierra. Me pregunto por los gualeyos: ¿están dispuestos a que avance la última sombra?
Parado frente al rancho reviví un recuerdo infantil. La casa de mis padres está en el oeste de la provincia de Buenos Aires. La localidad lleva el nombre de Martín Coronado (1850-1919) porque este escritor, dramaturgo y poeta, uno de los padres del teatro argentino, vivió en ese territorio.
Yo tendría unos ocho años. Había unas quince cuadras hasta la casa de mi abuela Eufemia. En un lugar de ese trayecto pasábamos frente a una casita de porte modesto. Recuerdo que suelto la mano de mi mamá y corro hasta un alambrado que está prácticamente cubierto por una enredadera. Entre las hojas y las flores de un color violeta descubro con mis dedos el alambre. Veo la casa. Está pintada de un rosa sucio y su techo es de tejas. Al frente tiene una especie de galería de techo de chapa; la sostienen tres o cuatro parantes de madera. La puerta y las ventanas son viejas. Todo es viejo, otra época. Después, supongo, habré mirado a mi papá. Una manera de decirle que me gustaba mirar la casa del escritor. Desde muy chico me acompaña ese conocimiento. Un escritor, como un pintor, es una persona especial. Abrí los ojos en una casa donde había dos bibliotecas. Mi papá es artista plástico, y tenía amigos y conocidos que también eran artistas. Mi abuelo paterno, Julio Martín, escribía poesía. Desde muy chico sé que la casa de un escritor no es una casa más, aunque en verdad lo sea. Por esta razón sentía respeto por la casita rosa. Llegó el momento en que dejé de verla, primero porque ya no hizo falta visitar a la abuela Eufemia, y porque después fue un imposible. La casa guarda un lugar en mi memoria. Siempre la veo, siempre vuelvo al alambrado y la enredadera. Ella es hoy parte de “lo invisible permanente” de Martín Coronado, y en su caso ni siquiera hubo tiempo para la transmutación, ese tránsito en medio de la decadencia y la distracción. No, sólo hizo falta la orden de demolición en los primeros años de la década del 80.
Cuenta Carlos Cúneo: “Una vez que caminábamos por las tierras blancas con Cachete, como era nuestra costumbre… Compré cinco bagres; volviendo compramos papel madera, orégano, ají molido, vino. Los hice a la parrilla, envueltos en el papel muy bien ataditos por las puntas. Se sabe cuando están cocidos porque se ve que burbujean en el interior del papel. Cuando estuvieron, le sirvo a Cachete y comemos. Pasa un rato y Cachete me dice: ¿Me das otro paquetito?”.
Me gusta imaginar que comieron esos bagres en la galería que el rancho todavía tiene al frente. ¿Me das otro paquetito?: de años a la vista, de años materiales, de años para que mis buenos fantasmas sigan discutiendo sobre los caos diversos que debe y deberán afrontar los hombres. Cualquiera sea el calibre del caos amanecido, se sobrelleva mejor si se sabe de los aromas de la memoria: una damisela con infinidad de apariencias.
Cuando le contaba a Marisa González, hija de Cachete, lo referente al rancho, me comentó: “Está enfrente de la que era su casa, que es la casa donde hay un almacén. El portón de al lado es donde vive su hermana Aurora, al 221 de Intendente Quadri. En la esquina vivía Vicente Cúneo. Ese ranchito lo conozco de verlo siempre, porque ahí vivió una señora muy viejita que se llamaba Ana. Ese predio era de los Tafarel, vendedores de leche que traían directo del campo. Cada uno llevaba su jarro. ¡Qué tiempos aquellos! ¡No sabía que ahí pintaba mi viejo!

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