domingo, 27 de abril de 2014

Néstor Medrano y la buena gente



La primera vez que entrevisté al artista plástico Néstor Medrano, nacido en Paraná en 1955 y desde hace 6 años ciudadano gualeyo, escuché una frase que se guardó en mi memoria: “Desde joven tuve la suerte de ir dando con buena gente”. Una frase de apariencia simple, pero de sustancia reveladora. Medrano recién empezaba a contar su historia. Yo no tenía referencias previas a su persona, sí sobre su pintura (Vicente Cúneo lo había destacado), y cuando escuché la frase en cuestión, pensé en que es bueno que el hombre, y todavía más el hombre dedicado al arte, sea agradecido. También pensé en que si las palabras de Medrano sustentaban la afirmación, este hombre artista era una rareza, porque lamentablemente en el mundo del arte hay superpoblación de pavos reales que no saben más que mirar una y otra vez sus propias plumas. Medrano es un tipo agradecido, lo comprobé, y entonces se me ocurrió preguntarle por algún recuerdo sobre la buena gente que supo conocer.
La primera aparición, el destacado de esta memoria, es un cultor del grabado: “En mi relación con Hipólito Vieytes, el Negro, se sumaron las coincidencias. En los años 70 yo estudiaba arquitectura. Estaba en segundo año. Dibujaba hacía tiempo. Viéndolo a la distancia, yo hacía algo totalmente distinto a lo que uno podía ver en esos años. La mayoría trabajaba el paisaje: Julio César Méndez, que fue Director del Museo de Bellas Artes de Paraná, Gloria Montoya, Carlos Castellán, Juan Carlos Migliavaca: todos, a su manera, hacían paisaje. En esa época trabajaba con birome y tintas, que eran los elementos que se usaban en la facultad. Mi imagen era hiperrealista, hacía una especie de puntillismo. En ese momento conozco al Negro, una persona muy introvertida, que con la técnica del grabado había revolucionado la imagen, ha tenido reconocimiento en la provincia y en el país. Su imagen era muy fuerte, contundente. Le mostré dibujos, enmarcó algunos, y por respeto, nunca pregunté. Después me pidió dos más. En esa época mis viejos vivían en Diamante, pero yo paraba en la casa de mi abuela en Paraná, justo enfrente vivía el Negro”. Se dice que la vida te da sorpresas, y a veces es cierto: “Al tiempo me llega una carta a Diamante donde me piden que vaya al Museo. Me recibe Julio César Méndez, y pide hablar con mi padre, suponiendo que él era el autor del trabajo, quería felicitarlo: había ganado el primer premio en dibujo. Tenía casi 19 años. Yo no tenía idea de lo que era ganar un premio, tampoco qué era un salón ni una exposición. La inauguración fue a fines de diciembre y ahí aparezco. Había sido el Negro, que había enmarcado y mandado a concurso. Nunca me dijo nada. Así me presentó en sociedad. Yo 19 y el promedio de ellos, los pintores, 35, 40, la diferencia era grande. Después me invitan a una exposición colectiva, ahí el Negro también enmarca, y quedó una foto en el hall del diario en Paraná: Linares Cardozo, que en aquella época dibujaba, Carlos Aste de Concepción del Uruguay, Carlos Castellán, Migliavaca, Gloria Montoya: gente grande y yo. Todos pintores importantes de la provincia”. Pregunto por el trato que recibió el joven Medrano: “Cada vez que yo exponía o nos encontrábamos en una reunión siempre existió un mimo muy afectuoso de parte de ellos. Lo mismo con Felipe Aldama, escultor, que lo conocí de más grande, que era un tipo que salía en páginas de diarios de Buenos Aires. Sí lamento que, a esa edad en que uno vive con muchas urgencias, no supe darme un tiempo para establecer una relación más profunda, porque trabajaba, estudiaba, militaba. Conocí luego al flaco Alfredo Godoy Wilson, dibujante, escultor, luthier y gran amigo, un poco mayor que yo. Transitamos juntos en convocatorias, salones. Mandamos al premio Joan Miró que era internacional, fuimos seleccionados y la obra expuesta en el Museo Miró de Barcelona; y hubo un segundo concurso y la obra se expuso en Taipei”. El Negro Vieytes reaparece luego de unos años: “A principios de los 80 nos invitan a Alfredo, a Derlis Maddonni y a mí para exponer en el Museo de La Paz. Ahí conozco a Derlis. Fue cuando él me dice: ¿Te acordás cuando ganamos el premio?, y yo no sabía de qué hablaba. Así me enteré: el Negro Vieytes había mandado tres trabajos míos al concurso de la revista ‘Crisis’, año 76, y con Derlis habíamos ganado, compartido, el segundo premio a nivel nacional. En esos años me mudaba mucho, y no me enteré”. Sobre Maddonni recuerda: “A Derlis lo vi en Paraná varias veces. Me pareció muy contundente su imagen, me hacía acordar a las carbonillas de Santiago Cogorno. Manchaba o resolvía en dos o tres trazos, el toque personal por el que uno intenta ser reconocido, por esa imagen, en lo que hagas, uno lo que busca es eso”. Menciono la voz propia para el escritor: “Eso mismo. Recuerdo a la señora, a Selva, y a la hija, que tendría 13 años. Cuando pasaba por Gualeguay y después de ubicar su casa, le dejaba el catálogo de una muestra por debajo de la puerta. Pero no volvimos a vernos”.
Cachete González
Paraná, el centro del mundo: “Derlis se relacionaba con el Negro Montella y con Cachete González, y los fui conociendo. A Cahete lo conocí en una exposición. Me lo presentan, y viste que a veces te parece que a la persona la conocés de antes. Nos cruzábamos en la peatonal, y por ahí agarraba y me llevaba a la librería donde él compraba papeles. Me regalaba papeles de muy buena calidad. Una vez lo encontré acompañado del doctor Pocho Vírgala, que acompañó a Juan L. Ortiz en los últimos tiempos. Llego a una reunión de café, estaba Pocho, otro muchacho Morelli, y me quieren presentar a Cachete. Él dice, no, qué me van a presentar al Negrito, es un gran artista, y yo siempre le digo, y era cierto, que hoy no alcanza con ser un buen artista, además hay que parecerlo. Me lo decía en función de cómo uno se tiene que armar en este mundo. Yo siempre tuve un perfil bajo, se refería a eso, y a la vida social que hay que desarrollar. Pero yo siempre prioricé la producción por sobre lo social. Conocí también al Negrito Montella, a principios de los 90. Él trabajaba en una empresa de transportes, y me ayudaba a trasladar las obras. Por mi militancia me tuve que mudar muchas veces. En esos tiempos la universidad te habría la cabeza”. Sobre el arte de sus compañeros: “Montella tenía una influencia importante de Cachete, en imagen, y usaba los mismos materiales. Cachete manchaba con témpera y veía qué pasaba con el trazo. En Derlis también hay rastro de Cachete, pero tenía otro temperamento y eso se notaba en el trazo y cómo resolvía. He visto carbonillas de Derlis que como imágenes son muy contundentes y simples. La obra de Cachete tiene un recorrido visual que te permite ir haciendo otra lectura de lo que él trabajaba. Creo que uno puede reconocer la obra de cada uno de ellos”. Castro entra en la memoria, y de la misma manera que con Derlis, no volvieron a verse en Gualeguay: “A Antonio Castro lo conocí en el mismo lugar donde expuso Derlis, Cachete, Montella, una galería de Paraná llamada El Farol de Pelusa Fernández, a mediados de los 80. Pelusa hacía restauración de muebles, era muy amigo de Cacho Garcilaso, que son los que establecieron un vínculo con Cachete, que cuando iba a Paraná se quedaba en un departamento de Cacho. Pelusa me enmarcó toda la obra de mi primera exposición en galería Pra. Yo no tenía una moneda, así que no le pagué, después él guardó unos cuadros por los que nunca volví a preguntar. En esos años El Farol era la única galería de arte”.
De izquierda a derecha: Mancha Silva, Derlis Maddonni, Antonio Castro y Carlos Ántola
Medrano pasó muchas veces por Gualeguay hasta que eligió refugiarse en ella. Recuerda detalles: “Cuando venía llegando a Gualeguay hice las primeras exposiciones, año 2008. Junto a un grupo de amigos (Gabriel Benedetti, Beatriz Valaro, Diana Palavecino, Alicia Cichero, Ricardo Mugnai, Vladimir Firpo, Carlos Zárate, Tomás Ferreira, Raúl Gastaldi), se nos ocurrió que podíamos hacer una asociación de artistas plásticos. Se llamó ‘Despertarte’, la cuestión era compartir, la plástica como construcción colectiva, hacer algo entre todos. Empezamos en la planta baja de la biblioteca popular, y después en una galería sobre San Antonio, cerca de plaza San Martín. Duró un año y medio. En una de esas exposiciones me encuentro con Eise Osman y la señora, Elsa Serur. Ella me pregunta si conozco a un pintor Medrano de Paraná. Le digo que tuve un alumno Medrano, pero de Nogoyá. Dice: No, debe ser una persona mayor, porque nosotros llegamos a ver una muestra colectiva con Castellán, y nombra algunos pintores más; entonces le digo: y con Migliavaca, Montoya, y sigo dando nombres. Claro, me dice la señora. Recién ahí le digo: Ese Medrano soy yo. No, pero no puede ser, dice ella. Claro, lo que te decía, tipos grandes y yo un pibe”.
Antonio Castro
Néstor Medrano opina sobre el destino de la obra de los pintores gualeyos: “Castro no trascendió mucho con su obra a la provincia. Y en eso quizá tenga que ver su vida social. Quizás aquella vez Derlis lo llevó a Paraná. Y Derlis a su vez tenía una postura ideológica muy definida, no sé si transaba con ciertos lugares. Cuenta la leyenda que cada vez que tenía que pasar por el Club Social, se cruzaba de vereda. Creo que la obra de Derlis podría haber trascendido más, no sé si a él le hubiese interesado, de haber tenido otra vida social. Y Cachete, no sé si vivir en una bohemia determinada te permite asumir la totalidad del trabajo artístico, es decir, la relación con el medio y la sociedad. No digo vivir negociando, pero creo, es mi manera, que hay que tener en cuenta este costado que tiene que ver con la difusión de la obra y del artista en los tiempos que nos toca vivir. Estoy a favor del equilibrio”.
Equilibrio parece ser la palabra, y ciertamente la idea no molesta. Claro que la actitud del artista frente a su obra está en relación directa con la identidad y con las patrias de ese universo privado. Medrano eligió un camino: compromiso con el trabajo y no tanto en los sociales del mundo arte, pero dentro de esta elección no cierra la puerta para salir a jugar fuera del taller. Considera que en estos tiempos tratar de difundir el trabajo es parte del compromiso con el oficio y la obra. Concuerdo en que ello no es entregar el alma al Diablo, sino, por el contrario, el intento sincero por dar el presente de una obra verdadera. Carlos Alberto Montella fue un hombre que pudo trabajar de otra cosa, su identidad se lo permitía. Cachete, en cambio, sólo podía pintar e intentar vivir de la pintura. Maddonni tenía territorios que no pisaba debido a su ideología y a su filosofía en relación al arte. Castro, luego de finalizado su periplo en Buenos Aires, nunca quiso abandonar el río. Pudo haber ido a Italia, cuenta Nidya Rampoldi en “Antonio Castro, hombre de la costa” (2009), pero decidió quedarse en Gualeguay. Todos ellos hombres artistas tratando de hacer lo mejor que podían frente al desafío de la vida. En eso mismo anda Néstor Medrano, y en el “mientras tanto” hace memoria y piensa sobre la buena gente que tuvo la suerte de conocer en estas tierras.

domingo, 20 de abril de 2014

Gandini y Manauta en Gualeguay: paredón y después




En el mundo que se construye a través de las redes sociales ocurre a veces el encuentro con personas que hacen uso de la herramienta a favor del pensamiento, de la reflexión. Porque no todo es cartón pintado en la virtualidad instalada. Hay personas preocupadas por el cotidiano del barrio, la ciudad, la provincia, el país, la región; hay personas que no agotan su mirada en el espejo que solo refleja la quintita propia (paisaje que atenta contra toda posible evolución mental), sino que están abiertas a la información, a la cultura del todo al que se pertenece. Este es el caso de Gustavo Gandini, vecino de Gualeguay con el que me encontré en el ciberespacio, y que ayer me recibió en su casa para hacer un poco de memoria. Gustavo es un hombre con intereses variados. A través de sus publicaciones diarias en la red da pista de un pensamiento atento al presente y al pasado.
 Cambiamos opiniones sobre algunos temas, pero lo que decidió la charla en persona, fue un cuento de Juan José Manauta. Empecé la lectura de los Cuentos Completos del Chacho, luego de que Leticia, hija del escritor, me obsequiara el libro. En ellos Gualeguay es una presencia madre: paisajes y personajes, historias chiquitas en las que a veces muy poco ocurre, historias en los alrededores del amor, la desesperación, la venganza, historias de gente del pueblo enfrentando el principal enemigo: el hambre y sus hacedores. Llegué al cuento: “El olvidado de la muerte”: el viejo Mendoza reparte correspondencia mientras va de copa y en copa en los almacenes. Llega al de doña Juana Rosales y dice “su frase sacramental”: “’Todavía estamos vivos.’ Y siguió: ‘¿Eh, doña Juana? Todavía estamos vivos’”. El Chacho ubica el almacén en un tramo de calle San Martín, entre Rioja (hoy Correa) y Monte Caseros. Aparecen en la historia el armero Blas Amodio y su hermano Juan; el peluquero don José Vallejos a quien le gustaban las historias fantásticas. Es el peluquero quien sale a la vereda del almacén y mira: “Vallejos miró esas cosas que tanto conocía. Todos los vecinos se sabían mutuamente vida y milagros, parentela y antepasados, como si todos hubiesen venido a parar allí desde una misma procedencia. Pero se conocían sobre todo en las pequeñas y grandes fallas de la conducta, en los deslices supuestos o verdaderos del comportamiento, en los defectos físicos visibles o secretos, en las costumbres insólitas, las más encubiertas. Nadie escapaba a esa regla, de modo que todos pasaban alternativamente de reo a fiscal y viceversa. La vida de cada uno estaba dictada por los otros, pero sin excepción o privilegio alguno”. Después de vivir un año en Gualeguay, entiendo muy bien lo anotado por Manauta. Pero antes de esa mirada, Vallejos se detiene en una imagen: “Tomando por frontón la pared de los Gandini, cuatro muchachos jugaban a la pelota de mano. Los Gandini soportaban estoicamente esos partidos, porque el Elvio, que los organizaba, era uno de los pelotaris infaltable”. Ante el hallazgo, le escribí a Gustavo para preguntarle si sabía de su apellido en el cuento. Dijo que no. Así arreglamos la charla.
 Gustavo dice: “El almacén era ahí”, y señala por la ventana, enfrente de su casa: es la esquina (noreste) de Belgrano (antes Ayacucho) y Ambrosetti (antes Catamarca). Lee la línea del cuento del Chacho y empieza con el cuento propio: “El paredón sería el último tramo de la pared por Belgrano, ahí no había vidriera. El almacén nació con la gran crisis del 30. Papá tenía un tío, Sanguinetti, que se fundió y dejó el lugar. Papá con un amigo, García, ponen almacén en la esquina y a continuación peluquería. Luego vino mi tío Bartolo, que trabajaba en la herrería de Lanza. Quedaron los hermanos, y García se corrió a dos cuadras. Bartolo era de 1900, papá de 1901. Mis padres se casaron en el 37, yo nací en el 41 en esta casa. Mi hermano nació a la vuelta, había una casa a continuación del negocio. Mi tío vivía en el almacén, era soltero. Después papá compró acá y yo me vine a nacer acá (se ríe). Papá era Luis Gandini, la firma fue Luis y Bartolomé Gandini”. Un puñado de recuerdos: “Era almacén, parecía de ramos generales. Se tomaba además la copa, era como un cafetín, en cambio el de Manauta era solo almacén. El padre del Chacho tenía almacén en Belgrano y Victoria (esquina noreste), donde ahora hay una veterinaria. La casa está igual. Eran competencia. Mi tío siguió solo hasta el 74, papá falleció en el 49. Era un hombre grande para la época. Era obsesivo con el trabajo. Iba al negocio a las 6 de la mañana, por ahí venía a dormir un poco de siesta, y seguía hasta la hora que hubiera gente. Mi tío igual. Venían de la nada. Papá había sido empleado en la barraca de Carbone, trabajaba con el cuero. Pudo independizarse. Siempre le admiré su capacidad de trabajo, el esfuerzo por superarse. Mi tío se casó grande, en el 47 y tuvo dos hijos”. Gustavo se abisma en la remembranza, como si espiara desde una ventana alta: “Hubo gente que me contó que la salida del sábado a la tarde era ir a comprar con la madre a lo Gandini. Era un negocio importante, era la calle de entrada a la ciudad desde las chacras. El almacén no tenía mesas, se tomaba parado, a lo sumo había banquitos de madera junto al mostrador. La parte del mostrador que era bar era de mármol, la del almacén de madera. El piso era de madera. Se tomaba mucho vino tinto. Había que sacar mamados. Mi papá era de mediana estatura, mi tío era grande. Me acuerdo de los cocheros, la esquina era parada de coches: los tres Pereira, cada uno con un coche. Recuerdo el bacalao en cajones de madera, la cerveza Quilmes con el agregado de naranjina. Había clientes fijos. Los ferroviarios que venían a tomar su copa, gente muy conocida, venían todos los días. Había más gente al anochecer: era ir de paso y tomarse una copa, una costumbre: vino, cerveza, grapa, caña, la Lusera y la Marcela, que eran aperitivos que se hacían en Concepción del Uruguay, Fernet, Cinzano. Me llamaba la atención la cantidad de cosas enlatadas que había. Se compraba mucho fiambre, 10 de queso y 10 de mortadela para llevar a la casa. Las lavanderas venían a comprar el pan de jabón. Se vendía carbón y leña, vino: venían los toneles y se llenaban las botellas. La costumbre de la copa desapareció, debía ser barato porque era toda gente humilde, aunque creo que muchos días se comía fiambre”.
Almacén Gandini: Luis Gandini en el escritorio (1938)
 Pregunto cómo fue perder a papá tan chico: “Perdí a mi papá a los 8, fue un impacto en lo afectivo, en la falta de una guía, en lo económico, una gran falta. Pensé luego en cómo hubiera sido la relación entre nosotros. En la Argentina era una época de grandes cambios, él falleció y estaba el peronismo. Mi papá era radical, como buen comerciante hijo de inmigrantes, y yo peronista”. Luis y Bartolo estudiaron las primeras y únicas letras con los curas de la parroquia San Antonio: “En esos años la educación no era para todos”.
Hoy: El buen fantasma del almacén Gandini
Ahora pregunto por el propio Gustavo: “Me fui dos años a Córdoba a estudiar derecho, pero fue complicado. Más que estudiar me dediqué a ver el movimiento de ciertos personajes. Escuché charlas de Jauretche, Frondizi, Abelardo Ramos, políticos en campaña. La política me interesó siempre. En Gualeguay conocí a Frondizi, para mí el político más importante de la Argentina por su nivel intelectual; escuché a Américo Ghioldi; observé a Balbín, y a Mac Kay en el ámbito local. Al peronismo me acerqué en los 70, antes no tomaba partido. Entré a la CGT de Gualeguay en el 75”. ¿Y después del golpe del 76?: “En Gualeguay recuerdo las detenciones del 80: los médicos. Yo no sufrí persecución, lo mío fue intangible. Ocupé el último lugar en mi trabajo en el Banco de Entre Ríos (1964/95) para que se olvidaran de mí. Siempre me sentí observado, era la manzana podrida dentro del cajón, y eso no me lo hacía sentir el gerente, sino mis compañeros. La política era mala palabra. El gerente una vez me dijo que me trataban así porque tenían miedo por lo que pasaba. Me dijo también que estaba desapareciendo gente y yo no le creí. Tengo tres primos desaparecidos, mi tío era un alto oficial de Gendarmería, apellido Surraco: están en el ‘Nunca Más’: Carlos Adolfo Surraco, nacido en Gualeguay, Basilio Pablo Surraco y Eduardo Oscar Surraco. Recuerdo que acompañé a mi madre a Buenos Aires. Fuimos a ver a mi tío, su hermano, y ella le decía: ¿Qué pasó con tus hijos?, ella sabía o intuía más que yo, que creía que sabía de política. Yo no lo quería creer”. Desconcierta ver que Carlos Adolfo Surraco, nacido en Gualeguay, no figura entre los desaparecidos de la ciudad.
Gustavo afirma que: “No heredé la inclinación a la literatura de mi madre. La lectora llamó a mi hermano Hugo por Hugo Wast; a mi hermana Anielca, que en ruso es Anita, por Ana Karenina de Gustave Flaubert, y a mí Gustavo Adolfo por Bécquer. Yo leo ensayos, libros políticos. A los 17 descubrí la revista ‘Qué’ y leí a Jauretche y a Scalabrini Ortiz. Me interesaba la historia. Tuve de profesor a Humberto Vico. Me interesó el otro lado de la historia, el revisionismo y con el peronismo proscrito. Yo creo que el pensamiento nacional está ahí”.
Hoy: El buen fantasma del almacén Manauta.
Llegué al cuento citado. Nombré a algunos de sus personajes y el paredón. Después escuché a Gustavo, y estuve frente a la construcción que albergó el almacén de los Gandini con el famoso paredón que ya no existe. Desde la puerta de la casa de Gustavo miré hacia la casa que fuera de los Manauta. Y entonces decidí releer el cuento para saber qué había quedado del pasado, o para saber hasta dónde el cuento tuvo intención de ajustarse a la realidad de ayer. A poco de la relectura me di cuenta de que las calles donde se ubica la acción marcan un cruce imposible, los nombres de las mismas son reales, pero su disposición no guarda lógica. Hubo un solo paredón de los Gandini y queda lejos del tramo disimulado sobre calle San Martín. Los nombres de las calles son reales, el paredón fue real, no así un boliche cercano con mesas, y el peluquero que debía ser García se llamó José Vallejos, así las decisiones del escritor en el momento de levantar su propia Gualeguay, mezcla de verdad y ficción, de recuerdos que se convirtieron en pura literatura. No tiene caso tratar de buscar coincidencias o no entre la ficción y la realidad, pero resultó tentador luego de escuchar la memoria de Gandini. Sí prueba este juego entre literatura y memoria, que la obra de un verdadero escritor se conecta en forma directa con la vida y de cada cruce quedan retazos, hilachas que el autor sabrá hilvanar en las historias que alumbre en la próxima mañana.
No dejo a la vista la suerte de los personajes, digo que en el cuento hay miedo y muerte. El peluquero aclaró: “-Claro –dijo Vallejos-, eso querría decir que Dios se habría olvidado de ti, que no te desea a tu lado, que te condena al infierno de esta vida terrena”. Y dijo por último: “Todavía estamos vivos”. En esta condición pienso mientras escribo esta nota sobre literatura y memoria, sobre el Chacho y los Gandini: en ella el feliz desafío de mantener, cada uno a su manera, los recuerdos con vida.

domingo, 13 de abril de 2014

En la ruta de Marcelino Román, poeta



La primera vez que supe de la existencia del poeta Marcelino Román, fue a través del relato de Aron Jajan: memorioso de Gualeguay. La aparición de Román pertenecía al rescate de los días del café Murugarren. Jajan me dijo: “Sin ninguna duda que Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi, Chacho Manauta, fueron al Murugarren. Recuerdo a Marcelino Román, un escritor que vivió en Gualeguay mientras trabajaba para el diario ‘El Día’”. Dicho diario fue fundado en 1935, y además fue difusora. La segunda noticia vino de la mano de mi amigo poeta: Rubén Derlis, que desde Buenos Aires me hablaba de Marcelino, a quien había conocido personalmente. Y a través del poeta Derlis entré en contacto con la licenciada en letras Silvia Rodríguez Paz, nacida en Nogoyá y habitante de Paraná, que también guardaba memoria de Román. Sobre el poeta también recibí información de mano de Roberto Romani a través de su último libro: “Hermanos de patria y cielo”: “En Victoria, el 2 de junio de 1908, nació Marcelino Román, hijo de don Leonardo y de Jacinta Muñoz. Estudió en la Escuela Nº 15 de Antelo. Fue peón de campo y alambrador, antes que sus inquietudes periodísticas lo llevaran a las redacciones de la madrugada en Nogoyá, Victoria, Gualeguay y Paraná”. Leí una nota de Marcelo Leites, en ella afirma sobre su obra: “La obra de Román supone un verdadero estudio antropológico de las raíces de nuestros pueblos. Ya sea su prosa como su poesía,  son un muestrario cabal de algunas de nuestras costumbres y ritos más ancestrales. Aparece la tierra, los que sufren y cantan, los marginales, los indígenas y los gauchos”.
En su libro “Tierra y gente” (1943), que publica en su último número la revista “El tren zonal”, quedan manifiestos sus intereses, sus ideales. La libertad: “Callada gloria de sentirse libre, / alegre con el alma en todas partes, / camarada del viento y de los pájaros / con la emoción de todos los paisajes.” (Alas al viento); la memoria: “Los recuerdos se me prenden / hasta que me hacen sangrar, / y adrede si ellos se duermen / yo los hago despertar.” (La culpa y los recuerdos); el amor al paisaje: “Las tucas jugando, mira / cómo andan / de adorno por la sombra, / pimpollos de luz con alas.” (Nochecita); las injusticias para con la gente: “Estoy viendo en esta guerra / que hacen para progresar, / lo que hicieron con el indio / que debían civilizar.” (Cantares montieleros); “La tierra nos esclaviza, / mas de ella no viene el mal / sino de los enredistas / que cosechan sin sembrar.” (Cantar del agricultor).
La licenciada en letras Silvia Rodríguez Paz hace memoria: “Conocí a Marcelino. Un personaje entrañable. Más que necesario, imprescindible su voz. En realidad mi frecuentación con él fue breve, en algunas mesas del Flamingo y del Japonés, en reuniones informales de escritores a las que yo -jovencita y audaz- solía colarme. Lamentablemente murió pronto y sus últimos años coincidieron con los atroces de la dictadura que nos recluyó más o menos a todos. Particularmente, lo leí detenidamente después, sobre todo en sus escritos de investigación folklórica”.
Quise saber de los cafés y los escritores en Paraná: “El Flamingo es el emblemático bar de Urquiza y San Martín que hoy por hoy -si bien sobrevive con el mismo nombre- nada tiene que ver con el de esos tiempos. El Japonés o Bar Japón estaba unos metros más allá, sobre Urquiza. Estos lugares (a los que yo iba) eran de la década del 70; en realidad los boliches ‘grossos’ de los poetas que hemos nombrado eran (por los años 30 y 40) el Sparta (después Olimpia) y el Atenas, en este último había un sector adonde ellos (los poetas) se reunían habitualmente y que se indicaba con un cartelito que lo señalaba como ‘Vinos a la izquierda’. Allí se reunían, a la salida del trabajo en el Profesorado (Carlos María Onetti, Oscar Cortés Conde, llegados a Paraná y aportando nuevo impulso a la vida literaria local) y de la redacción de El Diario (que estaba al lado) venían Marcelino Román, Amaro Villanueva y otros. También concurrían al Atenas algunos alumnos de Castellano y Literatura, como Antonio Rubén Turi (un grande, un inmenso lingüista no reconocido cabalmente a mi modo de ver), Alfonso Sola González y Carlos Álvarez. Por cierto que estos nombres no fueron permanentes durante todos estos años. Hubo idas y venidas, sobre todo en el caso de Marcelino que  ha de haber ‘andado’ recorriendo redacciones de periódicos por Gualeguay y/o Victoria al tiempo que estaba radicado acá”. El recuerdo de Román: “No fueron muchos mis encuentros con él. Era mayor por los fines de los años sesenta. Yo, estudiante del profesorado (lugar adonde no se hablaba de literatura provincial ni regional y, tal vez por eso, yo no despreciaba ocasión de ‘sacar el jugo’ a las ocasiones de frecuentar a poetas y escritores locales). Tiempo después Marcelino ya estaba enfermo y había venido un tiempo histórico muy lejano a lo poético...  Me acuerdo que usaba siempre un poncho criollo en su hombro, tengo presente la voz grave y una gran ternura en la expresión; se dirigía a los muchachos con un ‘Hermanito...’, todos lo respetábamos profundamente. Era llano en el decir, muy llano, muy entrerriano (creo recordar que en uno de los libros primeros adjunta referencias a su léxico regional) y muy profundo. Un tipazo”. Silvia acompaña la memoria emotiva con el siguiente texto: “Luis Alberto Ruiz (escritor él, historiador de la literatura entrerriana) habla de la ‘Generación de Paraná’ y en la misma ubica a Román. Junto a Reinaldo Ros (entrañable exégeta de las islas, del Delta entrerriano, su flora, su vida…), Martinez Howard, Sola González (poeta inmenso), Carlos Alberto Álvarez (paranaense por adopción), Amaro Villanueva (venido de Gualeguay), Juan L. Ortiz y otros se reunían en lugares diversos, generalmente bares, durante los finales años treinta y los cuarenta.
El término ‘generación’ es amplio en el caso de la de Paraná. No se refiere a una uniformidad en edades ni en fechas de publicaciones. Fueron varios grupos de intelectuales que se conformaron alrededor de cuestiones intelectuales, sociales, políticas. También frecuentó esos lugares un muy joven Luis Sadi Grosso, José María Díaz y otros.
Marcelino había venido de Nogoyá, adonde vivió desde adolescente hasta casi los treinta años. Allí ejerció la profesión, como  también en Victoria y Gualeguay (además de Paraná adonde se jubiló como Secretario de redacción de El Diario). Dio conferencias, participó en congresos y encuentros de periodistas. Fundó e integró la Comisión del Círculo de Periodistas, lugar donde desempeñó una tarea gremial comprometida con su pensamiento.
Sus primeros libros de poesía tienen (en opinión de Ruiz, que comparto) más vuelo literario que los últimos. En todos está –explícita- la palabra de un poeta preocupado por ser vocero de las necesidades sociales de la gente común, por denunciar los atropellos. Los describe, los nombra con nombre y apellido, hace versos a los trabajos, a los barrios, las diversiones, las costumbres, las necesidades…También ironiza y hasta ridiculiza a personajes contrarios a los intereses populares (sobre todo en la última época).
Ruiz dice que Marcelino fue ‘hombre de pueblo en todo el sentido de la palabra y trasmitió con ingenua facilidad la brega y la esperanza, la diaria batalla del hombre’ (Entre Ríos cantada).
Varias de estas poesías han sido musicalizadas por Migue Martínez (el Zurdo). En el CD ‘Paranaseando’, el Zurdo pone sus acordes de guitarra y voz a ‘Canción matinal’, ‘El silencio del rancho’, ‘Una carrera en Antelo’.
Párrafo aparte merece la obra en prosa, la investigación acabada, profunda, valiente a propósito del folklore, de los payadores, los copleros, las costumbres populares. La medicina popular, la recreación, todo ha sido investigado, revisado, sistematizado. Los textos ‘Itinerario del Payador’ y antes ‘Sentido y alcance de los estudios folklóricos’ exceden los límites nacionales; es el hombre de América, sus necesidades, intereses y valores lo que están presentes en todas las líneas de trabajo de Román”.
De “Tierra y gente”, una invitación al poeta: “Don Crisólito Pérez: Sin revés y de una pieza, / siempre entero y parejito / por añares y mudanzas / y desparejos caminos; / dándole changüí a la vida, / viviendo como al descuido; / mano abierta en todo trance, / alma y corazón lo mismo, / aunque se halle con extraños / él está con sus amigos, / que es un fogón de amistad / para todos encendido. / No le echa llave a su pecho / como tampoco a su cinto. / Pesos que van a sus manos / a cuenta de sacrificio, / los suelta al viento a volar / como libres pajaritos, / para que no se resientan / de estar quietos y oprimidos. / Plata que es puro trabajo / porque no es plata de rico, / se va como chacoteando / hasta no quedar ni cinco, / pues no puede ni guardar / monedas en el bolsillo: / no anda gustoso con ellas, / son frías y le dan frío. / Y al fin y al cabo la plata / debe cumplir su destino, / agua que debe correr / porque correr es su oficio; / pues que sin pena se vaya / aunque con dolores vino. / Después: volver al rigor; / hacer de nuevo el ovillo; / dejar disparar los días / y de atrás largar el pingo. / Acampar donde se ofrezca, / para eso es hombre aguerrido, / capaz de parar la bandera / donde lo agarre el destino. / Tan sólo quiere vivir / de acuerdo consigo mismo. / Poquitas palabras suyas / pintan su retrato vivo: / ‘¡Yo no he parido la plata / para tenerle cariño!’”.
En esta búsqueda de las señales que hacen a la memoria de Marcelino Román, tuve la suerte de preguntar sobre el poeta a Tuky Carboni, poeta y memoria generosa de su Gualeguay. Tuky me dijo que ella no lo había conocido, pero guardaba una historia que refería a Román. Grabador en mano, escuché el relato mínimo. Podría el poeta agregar al relato por amanecer: “Buscaba algo entre unas matas / en lo cerca de un ombú. / Apenas le robé un beso / se escabulló como luz.” (Camambú). Tuky dijo: “Marcelino vivió un tiempo en Gualeguay. En esa época, Emma Barrandéguy venía muy seguido porque estaba enferma su mamá. Parece que Román se enamoró de Emma, y quiso entablar una relación. Insistió muchas veces y ella le dijo que no. Cuando se dio cuenta de que ella no le iba a llevar el apunte, ahí se fue de Gualeguay. Yo le pregunté a Emma por qué ‘no’, me pareció que dos poetas podían andar muy bien. Emma me contestó que dijo que no: ‘porque él iba muy en serio’. Creo recordar que él no era separado, era viudo, después tuvo otra mujer, yo conocí a una hija. Emma me dijo que él iba en serio: que quería casamiento, y ella no. No conocí a Román, pero tengo la opinión de mucha gente: Román era un hombre muy sencillo, muy agradable, y muy especial, era un autodidacta, y también he escuchado a popes literarios despreciarlo porque no tenía formación académica”.
Hasta aquí esta primera memoria de Marcelino Román, poeta, escritor, periodista, testigo de su tierra: Entre Ríos.
Falleció en Paraná el 10 de mayo de 1981.

domingo, 6 de abril de 2014

Tres poemas a la muerte de Reynaldo Ros


La poeta Tuky Carboni es de andar convidando con sus lecturas. Ocurre con cada lector apasionado: invita, sugiere, entreabre el misterio con un nombre, unas líneas o un juicio categórico de dos palabras. Esta lectora que gusta de compartir nombró un poeta: Alfonso Sola González. Enseguida me ofreció los libros de su biblioteca: “Elegías de San Miguel” y “Cantos a la noche”. Acepté. Conocí entonces parte de la obra del notable poeta entrerriano, pero en “Cantos a la noche” mi pensamiento quedó atrapado en un poema: “A Reynaldo Ros, poeta muerto”. De esta manera un poeta que no conocía me llevó hasta otro desconocido. ¿Quién fue Reynaldo?, me dije, e inicié la búsqueda.
Reynaldo Ros

Reynaldo Ros es el seudónimo de Reinaldo Dardo Rosillo. Nació en Paraná el 24 de agosto de 1907 y murió en esa misma ciudad el 22 de octubre de 1954. Ros perteneció a la Generación del 40. Fue parte de los grupos “Vértice”, “El Camello”, “El Grillo”. Compartió el cielo de variadas tertulias con muchos poetas, en especial con Juan Laurentino Ortiz, Alfonso Sola González y Alfredo Martínez Howard. La profesora Silvia Rodríguez Paz afirma: “Es un poeta típicamente isleño; sus versos están llenos de luz, de vibraciones, de sutilezas. Lugareños y poeta conviven con libertad absoluta entre animales y árboles, rodeados de sonidos y brincos, en fidelidad y armonía. Todo es lirismo que no por ello olvida el señalamiento al ‘dolor de los pueblos tristes’, y celebra el lugar que habita desde el cual pretende que se irradien ‘las mieses que el mundo nos reclama’”. Ros fue además autor de poemas para niños. Vivió su vida de poeta entre el trajinar de la palabra sensible y el trabajo forestal realizado en las islas del Delta. Sus libros son: “La huerta azul”, y luego de su muerte “Islas en la lluvia”, editado por la Universidad Nacional de Entre Ríos. “La huerta azul” se construye a partir de una mirada a su infancia a través de textos de prosa poética. El resto de su obra se hallaba dispersa en distintas publicaciones, o en poder de familiares o amigos del poeta. Luis Sadi Grosso fue en encargado de realizar el trabajo de investigación y recolección de dicho material. El encargo fue de la Universidad. Se formó así el “Archivo Reynaldo Ros” que puede ser consultado en la Biblioteca del Rectorado de la institución. A partir de este trabajo se publicó “Islas en la lluvia” (1990), que contiene poesía y prosa. El poeta fue hasta tercer grado de la escuela primaria. Su formación: autodidacta, sobre ella dijo Juan L. Ortiz: “sencilla pero rigurosa”.

A continuación, su poema: “Islas en la lluvia”: “Las hojas, temblando, / Entre el garuar que las empapa, / Ya se despiden de los álamos, / Ya doran el vuelo de las ráfagas. / Mientras reina la lluvia, / Las horas délticas se alargan; / Y hay brazos entumidos / Y hay herramienta arrinconada. / Vuelca y vuelca de lo alto / Del hombro húmedo sus ánforas / La lluvia que, agrisándose, / Llega a borrar del panorama, / Árboles, casas, naves, ríos... / ¡La lluvia, de pie sobre las aguas!... // En los hogares, gente fuerte, / Hombres de varias razas, / Sorben café, mate o ginebra; / Fuman y charlan / De frutas, mimbres y maderas; / De hormigas, mareas y borrascas, / Y junto al fuego, las mujeres / Preparan mermeladas, / O secan blusas de trabajo / Colgándolas ante la hormalla, / O peinan a sus niños / Y, sentaditos en las faldas / Los niños, ángeles de huerto, / Saborean manzanas. / Y cuando entonan las mujeres / Una canción honda y nostálgica / Murmullos hay de bosque y lluvia / De allende el mar, en lo que cantan. / Entonces estos pobladores / Recuerdan las comarcas / Remotas donde fue su cuna, / Ya en Europa, ya en Asia. // Se duelen de los pueblos tristes, / Desde esta tierra americana / Donde en paz luchan por la vida, / Donde el pan no les falta. / Y anhelan que otros inmigrantes / De manos útiles cuanto ásperas, / Dilaten los plantíos / Aquí en estas islas y que vayan / También poblando tierra firme / Con más colonias, con más granjas / Y leguas y más leguas doren / Las mieses que el mundo nos reclama”.

Cuando murió el poeta Hugo Ditaranto, uno de mis maestros, escribí: “Cuando muere un poeta el día se quiebra, pierde presente y se hace memoria de las palabras escritas, y de lo compartido. El día no vuelve a ser lo que era o lo que podía ser, uno sigue haciendo como que el universo sigue su curso, pero no, porque sencillamente ha muerto un poeta”. Reynaldo Ros murió, y entonces apareció, inevitable, el impulso de escribir en su amigo poeta: Sola González.
Alfonso Sola González

Sola González nació en Paraná en 1917 y falleció en Mendoza en 1975. Dijo de su obra el poeta y escritor León Benarós: “Poesía de alta dignidad, de continuo decoro, participa de una cierta exaltación vigilada, de una tesitura clásica que entona y purifica el ímpetu de sus impulsos románticos”. Sus libros: “La casa muerta”, “Cantos para el atardecer de una diosa” y los ya citados. A continuación “A Reynaldo Ros, poeta muerto”. “Y a solas con las aguas / queda mi juventud”. R. Ros: “No te verán las frutas otra vez. Ni el verano / de las islas que ordena el Ibicuy. Ni el aire. // Lejos estaba yo en mi largo destierro; / mis ojos no te vieron en ese ocaso último. / sólo podré mirar algún día tu piedra / en un ocioso cementerio y el arroyo / que pasa entre los muertos como un ángel. // Ni la victoria regia será de ti el regalo, / ni los frutos que ofrecen los fuegos litorales, / ni el peso de la vida que mirábamos juntos, / ni el verso que traías en tus oscuras manos / diciendo que eran bellos el día o la pobreza. // No son los ríos los que mueren. Somos / apenas sueño junto a un río eterno / que arrastra tardes victoriosas, luces / apasionadas entre lentos barcos. // Detrás de la Isla Puente tus manos prodigiosas / no enseñarán ya nunca / el esperado paso del azul camalote / y la vieja madera de un bote andará sola / sobre el agua de siempre, entre las voces / de los que te quisimos, Reynaldo, y te llamamos / cuando la muerte cruza las pacíficas islas”.

Pero en mi búsqueda llegué a otras noticias, sucedió que encontré los versos de otros amigos que también despidieron a Ros. Apareció el poema de Alfredo Martínez Howard, que nació en Paraná en 1910 y falleció en “La Serranita”, Córdoba, en 1968. En 1940 dirigió el diario “La Calle” de Concepción del Uruguay. Vivió en Buenos Aires en distintas épocas, y colaboró en revistas y medios periodísticos de la Capital. A su regreso a Paraná, se integró a la bohemia de la ciudad, compartió noches de palabrero con hermanos poetas. Dice Marta Zamarrita: “La palabra poética de Martínez Howard nos invade con su mágica iluminación de la penumbra, con su ardiente diafanidad y con los bellos seres que pueblan un mundo mítico de ausencias y de adioses al que acuden presencias que ya no son de este mundo, las preciosas nieblas donde caduca el polen de la vida y una voz –acaso la más honda– dice la palabra permanente: trigo, tierra, esperanza, hierro, ciudad natal”. Algunos de sus libros: “Presencia por el aire”, “La heredad”, “Libro de ausencias y adioses”. “Eco y espejo” apareció después de su muerte. Aquí el poema a su amigo: “Preguntas al poeta Reynaldo Ros”: “¿Cómo explicarme ahora tu muerte / sino cual la obediencia al deseo de alguien / tú, que todo lo consentías sin recompensa, / que eras como un ademán del sí, de los perdones, / de las entregas sin cesar más allá de tu orgullo? / ¿Qué te pidió que muriera? / ¿Te llamó la heroína de la huerta azul, / un lejano recuerdo, o simplemente / quisiste obedecer a un capricho de tu alma / enamorada de las locuras, fundadora hoy / de una isla rodeada -no de lágrimas- / no de celestes aguas, de una isla / en medio de lo inmenso de tu sufrida soledad / litoral de unas fuentes oscuras o doradas, / de unos pálidos ríos afluentes de tu sueño / como las inasibles cabelleras / de las adolescentes que amaban tus silencios? // ¿Cómo pudo cansarse tu corazón para nosotros? / ¿Era tan grande su derrota / que se olvidó de un latido para nuestra tristeza, / un culpable latido que venciera a la muerte? // ¿Es que ya no creías tampoco en nuestra lágrima? / ¿Y los pequeños sin tu canción? ¿Y los sauces / sin tu mirada larga, y el poema / que le llevabas a la ciudad, a los jardines, / remando desde el anillo de las islas? ¿Y las aguas / no con tu juventud únicamente / con la hermosura de tu voz a solas? // ¿Y las gargantas que aromabas / con silvestres collares de color / de oro los montes? ¿Y tu amor, / tu inmenso amor amargo por muchachas angélicas / que como solamente las besaron tus sueños / pasan sobre tus versos como hechizadas sombras / bajo el temblor de un halo de deseos y lágrimas?
Juan Laurentino Ortiz
 Hallé un tercer poema dedicado al amigo poeta Ros. Su autor: Juan L. Ortiz, que nació en Puerto Ruiz en 1896 y murió en Paraná en 1978. Vivió la bohemia de Buenos Aires en los años 20, pero enseguida volvió a su lugar en el mundo: Entre Ríos. Algunos de sus libros: “El agua y la noche”, “El alba sube”, “La rama hacia el este”, “El álamo y el viento”, “La mano infinita”, “El aire conmovido”. José Gola afirmó: “La materia en donde Ortiz imprime sus gestos es el lenguaje, el campo donde desliza su palabra, la memoria. La estructura de sus poemas nace de un silencio anterior a la palabra, crece apoyada sobre él y su desarrollo origina lo que en definitiva será su forma. Cada verso es un avance hacia lo desconocido y en esta marcha surgen palabras y recuerdos, situaciones e ideas imprevisibles en el comienzo. Quiero decir que es nadando en el líquido maleable e indefinido del lenguaje donde Ortiz descubre la modalidad de sus estructuras poéticas [...] Sus palabras ascienden y descienden, giran y se queman alcanzadas siempre por los ardores de un viento total”. El poema: “Junto a la tumba de Reynaldo Ros” pertenece a “El junco y la corriente” (1970): “Salía siempre, o casi siempre, salía él, lo mismo que el aire / del sauce… / Salía como las mojarritas / del sauce… / Y ahora estaría él en la otra orilla del aire / o del sauce… / Qué oídos, pues, ahora, qué oídos / para oír, todavía, por encima del frío, a aquellas hojas / del cielo? / Mas su maravilla ha de abrir, fluctuantemente, allá también, las campanillas / que no se miran… / y ha de fluir asimismo / las ondas sin río… / Y acaso, su piragua, por qué no? Ha de darse en detallar / un Delta sin isla / y que él ha de ir alzando, alzando, con unos álamos sin huso, / al hilado de los serafines…”.

Los días tienen una senda mágica que permite, en determinados momentos, el encuentro, la aparición de señales y nexos: puentes subterráneos con ríos como cielos. La maravilla amanece cuando esto ocurre en el mundo de los hombres palabreros: anécdotas de respiración oral o escrita que hacen la memoria del trabajo en un oficio para cuores sensibles y valientes. La escritura no es para cualquiera. Desde las sombras del tiempo brotan los poemas para el amigo muerto. Tuky me presentó otro hombre de palabras, sueños y memoria. Por suerte, la gente que recomienda un poeta, nunca llega sola.