domingo, 27 de abril de 2014

Néstor Medrano y la buena gente



La primera vez que entrevisté al artista plástico Néstor Medrano, nacido en Paraná en 1955 y desde hace 6 años ciudadano gualeyo, escuché una frase que se guardó en mi memoria: “Desde joven tuve la suerte de ir dando con buena gente”. Una frase de apariencia simple, pero de sustancia reveladora. Medrano recién empezaba a contar su historia. Yo no tenía referencias previas a su persona, sí sobre su pintura (Vicente Cúneo lo había destacado), y cuando escuché la frase en cuestión, pensé en que es bueno que el hombre, y todavía más el hombre dedicado al arte, sea agradecido. También pensé en que si las palabras de Medrano sustentaban la afirmación, este hombre artista era una rareza, porque lamentablemente en el mundo del arte hay superpoblación de pavos reales que no saben más que mirar una y otra vez sus propias plumas. Medrano es un tipo agradecido, lo comprobé, y entonces se me ocurrió preguntarle por algún recuerdo sobre la buena gente que supo conocer.
La primera aparición, el destacado de esta memoria, es un cultor del grabado: “En mi relación con Hipólito Vieytes, el Negro, se sumaron las coincidencias. En los años 70 yo estudiaba arquitectura. Estaba en segundo año. Dibujaba hacía tiempo. Viéndolo a la distancia, yo hacía algo totalmente distinto a lo que uno podía ver en esos años. La mayoría trabajaba el paisaje: Julio César Méndez, que fue Director del Museo de Bellas Artes de Paraná, Gloria Montoya, Carlos Castellán, Juan Carlos Migliavaca: todos, a su manera, hacían paisaje. En esa época trabajaba con birome y tintas, que eran los elementos que se usaban en la facultad. Mi imagen era hiperrealista, hacía una especie de puntillismo. En ese momento conozco al Negro, una persona muy introvertida, que con la técnica del grabado había revolucionado la imagen, ha tenido reconocimiento en la provincia y en el país. Su imagen era muy fuerte, contundente. Le mostré dibujos, enmarcó algunos, y por respeto, nunca pregunté. Después me pidió dos más. En esa época mis viejos vivían en Diamante, pero yo paraba en la casa de mi abuela en Paraná, justo enfrente vivía el Negro”. Se dice que la vida te da sorpresas, y a veces es cierto: “Al tiempo me llega una carta a Diamante donde me piden que vaya al Museo. Me recibe Julio César Méndez, y pide hablar con mi padre, suponiendo que él era el autor del trabajo, quería felicitarlo: había ganado el primer premio en dibujo. Tenía casi 19 años. Yo no tenía idea de lo que era ganar un premio, tampoco qué era un salón ni una exposición. La inauguración fue a fines de diciembre y ahí aparezco. Había sido el Negro, que había enmarcado y mandado a concurso. Nunca me dijo nada. Así me presentó en sociedad. Yo 19 y el promedio de ellos, los pintores, 35, 40, la diferencia era grande. Después me invitan a una exposición colectiva, ahí el Negro también enmarca, y quedó una foto en el hall del diario en Paraná: Linares Cardozo, que en aquella época dibujaba, Carlos Aste de Concepción del Uruguay, Carlos Castellán, Migliavaca, Gloria Montoya: gente grande y yo. Todos pintores importantes de la provincia”. Pregunto por el trato que recibió el joven Medrano: “Cada vez que yo exponía o nos encontrábamos en una reunión siempre existió un mimo muy afectuoso de parte de ellos. Lo mismo con Felipe Aldama, escultor, que lo conocí de más grande, que era un tipo que salía en páginas de diarios de Buenos Aires. Sí lamento que, a esa edad en que uno vive con muchas urgencias, no supe darme un tiempo para establecer una relación más profunda, porque trabajaba, estudiaba, militaba. Conocí luego al flaco Alfredo Godoy Wilson, dibujante, escultor, luthier y gran amigo, un poco mayor que yo. Transitamos juntos en convocatorias, salones. Mandamos al premio Joan Miró que era internacional, fuimos seleccionados y la obra expuesta en el Museo Miró de Barcelona; y hubo un segundo concurso y la obra se expuso en Taipei”. El Negro Vieytes reaparece luego de unos años: “A principios de los 80 nos invitan a Alfredo, a Derlis Maddonni y a mí para exponer en el Museo de La Paz. Ahí conozco a Derlis. Fue cuando él me dice: ¿Te acordás cuando ganamos el premio?, y yo no sabía de qué hablaba. Así me enteré: el Negro Vieytes había mandado tres trabajos míos al concurso de la revista ‘Crisis’, año 76, y con Derlis habíamos ganado, compartido, el segundo premio a nivel nacional. En esos años me mudaba mucho, y no me enteré”. Sobre Maddonni recuerda: “A Derlis lo vi en Paraná varias veces. Me pareció muy contundente su imagen, me hacía acordar a las carbonillas de Santiago Cogorno. Manchaba o resolvía en dos o tres trazos, el toque personal por el que uno intenta ser reconocido, por esa imagen, en lo que hagas, uno lo que busca es eso”. Menciono la voz propia para el escritor: “Eso mismo. Recuerdo a la señora, a Selva, y a la hija, que tendría 13 años. Cuando pasaba por Gualeguay y después de ubicar su casa, le dejaba el catálogo de una muestra por debajo de la puerta. Pero no volvimos a vernos”.
Cachete González
Paraná, el centro del mundo: “Derlis se relacionaba con el Negro Montella y con Cachete González, y los fui conociendo. A Cahete lo conocí en una exposición. Me lo presentan, y viste que a veces te parece que a la persona la conocés de antes. Nos cruzábamos en la peatonal, y por ahí agarraba y me llevaba a la librería donde él compraba papeles. Me regalaba papeles de muy buena calidad. Una vez lo encontré acompañado del doctor Pocho Vírgala, que acompañó a Juan L. Ortiz en los últimos tiempos. Llego a una reunión de café, estaba Pocho, otro muchacho Morelli, y me quieren presentar a Cachete. Él dice, no, qué me van a presentar al Negrito, es un gran artista, y yo siempre le digo, y era cierto, que hoy no alcanza con ser un buen artista, además hay que parecerlo. Me lo decía en función de cómo uno se tiene que armar en este mundo. Yo siempre tuve un perfil bajo, se refería a eso, y a la vida social que hay que desarrollar. Pero yo siempre prioricé la producción por sobre lo social. Conocí también al Negrito Montella, a principios de los 90. Él trabajaba en una empresa de transportes, y me ayudaba a trasladar las obras. Por mi militancia me tuve que mudar muchas veces. En esos tiempos la universidad te habría la cabeza”. Sobre el arte de sus compañeros: “Montella tenía una influencia importante de Cachete, en imagen, y usaba los mismos materiales. Cachete manchaba con témpera y veía qué pasaba con el trazo. En Derlis también hay rastro de Cachete, pero tenía otro temperamento y eso se notaba en el trazo y cómo resolvía. He visto carbonillas de Derlis que como imágenes son muy contundentes y simples. La obra de Cachete tiene un recorrido visual que te permite ir haciendo otra lectura de lo que él trabajaba. Creo que uno puede reconocer la obra de cada uno de ellos”. Castro entra en la memoria, y de la misma manera que con Derlis, no volvieron a verse en Gualeguay: “A Antonio Castro lo conocí en el mismo lugar donde expuso Derlis, Cachete, Montella, una galería de Paraná llamada El Farol de Pelusa Fernández, a mediados de los 80. Pelusa hacía restauración de muebles, era muy amigo de Cacho Garcilaso, que son los que establecieron un vínculo con Cachete, que cuando iba a Paraná se quedaba en un departamento de Cacho. Pelusa me enmarcó toda la obra de mi primera exposición en galería Pra. Yo no tenía una moneda, así que no le pagué, después él guardó unos cuadros por los que nunca volví a preguntar. En esos años El Farol era la única galería de arte”.
De izquierda a derecha: Mancha Silva, Derlis Maddonni, Antonio Castro y Carlos Ántola
Medrano pasó muchas veces por Gualeguay hasta que eligió refugiarse en ella. Recuerda detalles: “Cuando venía llegando a Gualeguay hice las primeras exposiciones, año 2008. Junto a un grupo de amigos (Gabriel Benedetti, Beatriz Valaro, Diana Palavecino, Alicia Cichero, Ricardo Mugnai, Vladimir Firpo, Carlos Zárate, Tomás Ferreira, Raúl Gastaldi), se nos ocurrió que podíamos hacer una asociación de artistas plásticos. Se llamó ‘Despertarte’, la cuestión era compartir, la plástica como construcción colectiva, hacer algo entre todos. Empezamos en la planta baja de la biblioteca popular, y después en una galería sobre San Antonio, cerca de plaza San Martín. Duró un año y medio. En una de esas exposiciones me encuentro con Eise Osman y la señora, Elsa Serur. Ella me pregunta si conozco a un pintor Medrano de Paraná. Le digo que tuve un alumno Medrano, pero de Nogoyá. Dice: No, debe ser una persona mayor, porque nosotros llegamos a ver una muestra colectiva con Castellán, y nombra algunos pintores más; entonces le digo: y con Migliavaca, Montoya, y sigo dando nombres. Claro, me dice la señora. Recién ahí le digo: Ese Medrano soy yo. No, pero no puede ser, dice ella. Claro, lo que te decía, tipos grandes y yo un pibe”.
Antonio Castro
Néstor Medrano opina sobre el destino de la obra de los pintores gualeyos: “Castro no trascendió mucho con su obra a la provincia. Y en eso quizá tenga que ver su vida social. Quizás aquella vez Derlis lo llevó a Paraná. Y Derlis a su vez tenía una postura ideológica muy definida, no sé si transaba con ciertos lugares. Cuenta la leyenda que cada vez que tenía que pasar por el Club Social, se cruzaba de vereda. Creo que la obra de Derlis podría haber trascendido más, no sé si a él le hubiese interesado, de haber tenido otra vida social. Y Cachete, no sé si vivir en una bohemia determinada te permite asumir la totalidad del trabajo artístico, es decir, la relación con el medio y la sociedad. No digo vivir negociando, pero creo, es mi manera, que hay que tener en cuenta este costado que tiene que ver con la difusión de la obra y del artista en los tiempos que nos toca vivir. Estoy a favor del equilibrio”.
Equilibrio parece ser la palabra, y ciertamente la idea no molesta. Claro que la actitud del artista frente a su obra está en relación directa con la identidad y con las patrias de ese universo privado. Medrano eligió un camino: compromiso con el trabajo y no tanto en los sociales del mundo arte, pero dentro de esta elección no cierra la puerta para salir a jugar fuera del taller. Considera que en estos tiempos tratar de difundir el trabajo es parte del compromiso con el oficio y la obra. Concuerdo en que ello no es entregar el alma al Diablo, sino, por el contrario, el intento sincero por dar el presente de una obra verdadera. Carlos Alberto Montella fue un hombre que pudo trabajar de otra cosa, su identidad se lo permitía. Cachete, en cambio, sólo podía pintar e intentar vivir de la pintura. Maddonni tenía territorios que no pisaba debido a su ideología y a su filosofía en relación al arte. Castro, luego de finalizado su periplo en Buenos Aires, nunca quiso abandonar el río. Pudo haber ido a Italia, cuenta Nidya Rampoldi en “Antonio Castro, hombre de la costa” (2009), pero decidió quedarse en Gualeguay. Todos ellos hombres artistas tratando de hacer lo mejor que podían frente al desafío de la vida. En eso mismo anda Néstor Medrano, y en el “mientras tanto” hace memoria y piensa sobre la buena gente que tuvo la suerte de conocer en estas tierras.

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