domingo, 29 de junio de 2014

Las almas de Carlos Alberto Montella



Fue Vicente Cúneo el primero que nombró para mi memoria a Carlos Alberto Montella (1935-2005): “El Negrito Montella”, dijo. Luego tuve la suerte de conocer al sobrino de Montella: Federico Ántola. Él busca recuperar una memoria de su papá Carlos, muerto cuando todavía era un pibe. Federico contó a su papá y en el relato aparecía tío Montella, de quien conserva memoria, algunas pinturas y escritos. Me dispuse a mirar el material en detalle.
Hay un texto de presentación en prosa: “Lorenzo Brancaleone es natural de Avellino en la Campania. En toda Italia tiene parientes, sobre todo en el sur gesticulante y pobre, que se dedican a las artesanías y al comercio. Refiere que sus antepasados fueron corsos, aunque su pasado más inmediato los encuentra bandoleros de las montañas y eso. Sí es cierto que sus ‘genitore’ son gente de los Abruzos al servicio de Julio César.
Lorenzo llegó a la Argentina como podría haber llegado a Brasil o Panamá, no se sabe bien si debido a la miseria de la post-guerra o a una fallida promesa de matrimonio, que lo obligaron a cruzar el gran charco, por temor a las terribles ‘luparas’, esas escopetas sin sentido del humor.
Lorenzo vagabundeó primero por Rosario y menos en Buenos Aires, pero creyó ver en las provincias llamadas del ‘interior’ un mejor porvenir, si es posible brillante. Caballero gentil, no demasiado instruido, pero rápido en la charla y sobre todo en la fabulación, se granjeó la simpatía de muchas personas que le abrieron puertas, y lo llenaron sino de dinero al menos de relaciones masculinas y femeninas, con lo cual alegró sus horas en amenas tertulias con buen vino y con suspiros que le hicieron olvidar la salida nada decorosa de Italia. Por fin conoció un caballero que visitaba parientes en Ascochinga que necesitaba un secretario, quedando satisfecho con la personalidad de Lorenzo y lo puso bajo su protección. Lorenzo aceptó un poco por curiosidad y otro poco por la necesidad de casa y buena pitanza para llevar con cierta holgura sus años que no eran pocos pese a sus intentos para disimularlo. Así es como desde unos años Lorenzo está afincado en Paraná, desde donde mantiene una curiosa correspondencia regular con Lupacchino de la Mafia, secretario de un dibujante con estilo, lo que le permite a Lorenzo visitar asiduamente Gualeguay y correspondencia mediante hurgar en temas menores y en la vida de sus señores y sus nietos, que son un tema serio en sus vidas”.
En el texto Montella presenta a una de sus almas: Brancaleone, y nombra una correspondencia con un tal Lupacchino, alma perteneciente al plástico Derlis Maddonni. Brancaleone y Lupacchino cobran vida e izan banderas éticas y estéticas: ellos, los alter ego, los heterónimos de estos dos personajes de la cultura gualeya. De Maddonni conocía otras de sus almas: Oliverio O. y Feo/Madó, el primero le ganaba de mano y firmaba sus poesías, y el segundo, algunos de sus dibujos en la revista “La Loca de al Lado”. Montella guardaba su puñado de almas. Además de ser el propio Montella, fue Brancaleone en esta correspondencia hasta ahora oculta (no pude leer ninguna de las cartas), fue Luis Bresciano en la revista citada, y fue tanta otra gente en distintos lugares.
Dos poemas acompañaban el texto en prosa. En el primero “Semblanza de Montella” (Paraná, 12/96) no aparece firma, y en ella se habla de Montella y Brancaleone, mira, espía y escribe, otra alma, esta vez sin nombre: “Tiene la mirada del que conoce sus limitaciones, / pero se las achaca al bueno de Lorenzo. / Sueña en Brancaleone, / y hasta se ríe en la misma forma. / Cuando se mira en el espejo / observa que Lorenzo se está volviendo viejo. / Sólo los ojos de Lorenzo son iguales / a los suyos. / Allí es cuando ambos, / se miran, se confrontan / pero es siempre la pupila montella / la que se acelera / y la brancaleone la que le concede. / Tiene en su Lorenzo, / la comodidad tanto para un barrido como para un fregado, / le pide prestada sus lágrimas, / su risa de domingo, / sus displicencias y algo de su poesía, / a la hora de darle cariños a los nietos. / Duerme tranquilo, porque sabe, / que Brancaleone le ordenará los sueños, / o en todo caso le sacará las papas del fuego, / si el sueño se convierte en pesadilla, / Lorenzo tendrá toda la culpa, / por haberse y olvidarse de vigilarle / las angustias. / Y así, medio volando, medio bailando, / se saca el brancaleone, / saluda y se va a caminar del brazo de la ‘donna’, / serio, mentiroso y estirado, / laburante que ha fumado, / hasta el último pucho de sus desencuentros”.
La segunda poesía “Después del Mundial” está firmada por Brancaleone, y se ocupa del compañero Montella: “Tengo un loco trashumante que me da vueltas / dentro de la cabeza. / Me despierta a las cuatro de la madrugada, / cuando los fantasmas me pasan facturas, / me tiran con mis vergüenzas, / se ensañan con aquél que hoy ya no soy. / Tengo un loco trashumante, / que me dice que todavía hay tiempo, / que aún puedo tener algunas escapadas / hacia el tiempo delante, / a espiar si es posible qué haré / dentro de unos años. / Tengo un loco trashumante, / que pelea con mis sobrantes del pasado, / que me llueven todas las noches hasta la madrugada. / Tengo un delirio trashumante, con un loco incluido, que me sienta en la cama, / me hace tirar la camiseta, / refregarme desnudo contra la noche húmeda, / mientras le digo despacito: / ‘No me tientes, loco hijo de puta, / no lo hagas, / no permitas que me vea tiempo adelante, / con una escopeta en la mandíbula, / los ojos cerrados y en el último intento / de detener el dedo que se encorva / sentir que lo que siento va a ser cierto: / Que al final… de uno solo quedan fotos”.
En mi memoria guardo un pensamiento del escritor italiano Gesualdo Bufalino: “No soy complicado, pero contengo juntas una docena de almas simples”. Y de Fernando Pessoa, el maravilloso poeta portugués, guardo esta línea: “...me hago compañía en los varios disfraces con que estoy vivo...”. Es Pessoa una de las reuniones más altas si de heterónimos se trata: Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis, solo por citar algunas de las almas que nacieron en su alma, fue personas distintas sin dejar de ser Pessoa: “Me he multiplicado para sentir, / para sentirme, he debido sentirlo todo, / estoy desbordado, me he dado, / y en cada rincón de mi alma hay un altar a un dios diferente”. La existencia de cartas entre Montella y Maddonni, entre sus otras almas, me llevó a recordar lecturas, a pensar en que casi siempre, es decir, cada vez que hay vida sangre adentro de nuestros días, es posible descubrir nuestras distintas almas. Un puñado intercambiable de sensaciones, de puntos de vista, que se reparten nuestra conciencia. Todas hablan y algunas pueden escribir. A veces guía la azul, otras veces la sepia; a veces la contemplativa, luego la de la acción: la estocada certera de la poesía, y después la otra, la del remanso de la prosa. Y en todos esos estados somos tantos y uno solo, criaturas buscando el sendero en medio del lenguaje.
Leer a Montella siendo el propio Montella, emociona. Consulté a la poeta Tuky Carboni, amiga de la buena memoria que siempre contribuye en mis búsquedas (la generosidad es una de sus almas), y me acercó un material sustancioso: dos cartas que Montella le escribiera. El pintor y escritor, después de vivir 20 años en Gualeguay, rumbeó a Paraná.  En una carta breve de mayo de 1993, Montella anota: “A mí los amigos que me faltan, se me notan. Pero bueno, Derlis siempre me escribe…”. La segunda carta es de abril de 1996. En ella hay una mirada crítica sobre su nueva ciudad: “Yo creo que Paraná adolece de un defecto agregado a otro. No fue fundada por nadie y no tiene quien le cante, ni la pinte ni la dibuje. Es una ciudad híbrida. Y si se me permite y en la intimidad de esta cartulina opino que Paraná no tiene alma. Y este ciudadano tan criticón y supuestamente presuntuoso solo camina y camina por las callecitas de esta ciudad, con sus cortaditas, sus veredas desparejas, su edificación más o menos pasable, sin estilo, empastichada, con casas como cajas de zapatos o mansiones modernas recargadas y arrogantes. Solo cierta edificación con casas de frente sobrio, y con bastantes años esconde la grandiosidad de lo verdadero. Pero es así, la crisis habita en cada ladrillo a colocar. Amén que los maestros mayores tienen el gusto como los supuestos artistas plásticos de esta city: pobre y malo”. Y hay además unas líneas en las que muestra su esencia: “Me gusta el mar, me gusta nadar, me gusta mojarme caminando, me gusta el vino borgoña, la buena comida, la mejor poesía y un día sentado en el césped jugando con mis nietos. Me gustan las flores, las cartas de los amigos y los ojos de Isabel cuando no me miran en misión oficial. Amo a mis hijos, y los extraño, y sé que tengo una maquinita llamada corazón que es un poco caprichosa y aunque vive mimada y cuidada in extremis, en una de esas me deja sin dejarme enterar como se termina la novela en donde yo soy el primer actor”.
Dentro del sobre que me entrega Tuky hay una cartulina de color con la carta citada, y una hoja común que firma otra persona: Lorenzo Brancaleone. En dicha hoja se consigna una serie de pensamientos, algunos de ellos son: “Nunca tires la primera piedra. Si lo haces, asegúrate que sea la última, por lo que no se te podrá acusar de que fue la primera”. “No soy soberbio, soy demasiado inteligente para eso”. “No matarás. Hay quienes lo hacen por unos pocos pesos”. “No mientas. Para eso están los hombres públicos”. “No robes. Aprópiate de lo que no tiene dueño. Y si lo tiene, que alguien se encargue…”. “No levantes falsos testimonios. Déjalos donde están”. “No forniques, hazlo como la gente”. “Los aforismos producen colesterol. Y acostumbramiento. ¡Sí a la vida! ¡No al aforismo!”.
El humor era en Brancaleone, y en los demás habitantes de Montella, un sabor primordial dentro del menú. Recuerda Tuky: “Era muy agudo, muy inteligente, muy rápido, a veces desconcertante de tan rápido, y la gente estaba dividida, algunos lo adoraban y otros lo querían crucificar. Era mordaz en sus comentarios, no te perdonaba una”.
Tuky dice que “Derlis y Montella se disfrazaban de duros, pero tenían un corazón sensible, eran buenos tipos”. Mientras ella dice esto yo estoy leyendo algunos de los pensamientos de Brancaleone. Leo alguno en voz alta. Tuky también me había dado cartas quele había escrito Maddonni. Cuando digo que son de Brancaleone, ella afirma: “Esos pensamientos yo los estaba asociando a Derlis. Entre ellos las ideas se entremezclaban, eran muy parecidos. Pipo Etulain es del estilo de ellos. Eran muy amigos. Los cantores se buscan por la tonada”.
Se me ocurre pensar en estas líneas de final, que muy bien estos dos gualeyos le hayan dado tal vez una vuelta de tuerca a la cuestión de los heterónimos: eso de ser distintas personas, ellos y sus otras almas, y ellos y una amistad que les permitía ser el otro y uno mismo: una sintonía, una mirada semejante sobre el paisaje.

domingo, 22 de junio de 2014

Dos mujeres de Gualeguay



En una de mis charlas con la poeta Tuky Carboni recibí un libro de obsequio. Tuky había recibido de su madre literaria: la notable Emma Barrandéguy, algunos ejemplares de su libro “Salvadora. Una mujer de Crítica”. Emma le había pedido que cada ejemplar fuera a manos de “alguien que sepa valorarlo”. Tuky me distinguió con el libro. Pasaron los días y llegó la lectura.
“Salvadora” es un libro extraño, diría que es un libro que posee un relato para armar por parte del lector. Detrás de un puñado de recursos narrativos, de puentes, Emma construye la imagen y sustancia de Salvadora Carmen Medina Onrubia: una mujer poco común, una adelantada para su época; una mujer que soñaba con la perfección, con distintas revoluciones, ella anarquista y ella seguidora de Krishnamurti, mientras no hacía más que practicar, como todo ser humano, la imperfección más perfecta, y en su caso, una imperfección con el condimento extremo de la pasión; una mujer que supo del dolor supremo: la muerte de un hijo, que supo de otro gran dolor: la distancia de sus hijos. Vivía Salvadora en grandes tormentas pintadas por el mejor, por el más desesperado Turner. Este libro es además un territorio donde se puede observar la presencia de su autora en primer plano, sin máscaras. Emma Barrandéguy con nombre y apellido aparece en “Salvadora”. Ella, sin proponérselo, pero de manera inevitable, también se cuenta en sus páginas. Emma fue testigo de muchas escenas del relato, ella fue por muchos años, empleada del diario Crítica, y luego secretaria privada de Salvadora, la mujer de Natalio Botana, el creador del diario Crítica, una presencia insoslayable dentro de la historia del periodismo en el país.
Emma cuenta a Salvadora a través de recuerdos propios, de fragmentos de sus obras (Salvadora fue novelista, poeta y autora teatral), se vale del análisis literario de éstas mezclado con su memoria; a ello suma vueltas de tuerca en algunos capítulos donde despuntan toques de ficción apoyados en la realidad; Emma además cita palabras de otros autores que dieron testimonio de Salvadora, y de manera muy especial da lugar en su libro a “Memorias: Tras los dientes del perro” de Helvio I. Botana, uno de sus hijos.
Afirma Emma: “(…) Sin dinero y sin el diario, su valor de recambio hubiera decrecido, como era menor el valor de su hermana, maestra rural a la que ella encontraba un tanto rústica. Se tenían celos. Se los habían tenido tal vez desde niñas. Las dos eran buenas mozas, las dos habían tenido hijos previos al matrimonio, las dos eran generosas y protectoras. Una, más simple, tendía a la caridad cristiana como lo había hecho doña Teresa, su madre. Salvadora, más compleja y arbitraria guiaba su generosidad por golpes de afecto o necesidad de reconocimiento”.
Emma cita datos biográficos de Salvadora tomados del “Diccionario Biográfico de Mujeres Argentinas” de Lily Sosa de Newton: “Escritora y periodista, nacida en La Plata, provincia de Buenos Aires, el 23 de marzo de 1894. (…) Desde 1910 hasta 1913 ejerció la docencia en una escuela rural de Entre Ríos, provincia en la que comenzó a actuar en el periodismo, colaborando en el ‘Diario de Gualeguay’ y en las revistas ‘Fray Mocho’ y P.B.T. de Buenos Aires. (…) Desde 1946 hasta 1951 dirigió ‘Crítica’, el diario fundado por su marido, Natalio Botana, que había fallecido. Publicó los siguientes libros: ‘La rueca milagrosa’ y ‘El misal de mi yoga’, poesías; ‘El libro humilde y doliente’ y ‘El vaso intacto’, cuentos; ‘Akasha’, novela y ‘Crítica y su verdad’, 1958, alegato. Falleció en Buenos Aires el 21 de julio de 1972”.
Salvadora Medina Onrubia.
 Cuenta Emma que las primeras pistas sobre Salvadora las recibió de la conversación de sus tías maternas. Ubican a la familia de doña Teresa Onrubia, maestra, en Carbó. Emma le escribió a salvadora cuando tenía 18 e iniciaron un contacto que duraría muchos años.
Emma anota: “(…) Siento hacia esta mujer una estima casi filial. Muchas veces he pensado que hubiera querido ser su hija y que me hubiera comportado mejor que sus propios hijos. Por lo pronto el dinero, que a ellos los mueve, a mí no me interesa mayormente. Así lo creo, al menos.
En un momento de su vida, e ignoro por qué causa, Salvadora quiere poner a mi nombre los terrenos de Brandsen, que eran ocho manzanas que apenas pagaban irrisorios impuestos”. Emma rechazó el obsequio: “Nunca Salvadora exteriorizó hacia mí su afecto de otro modo. Yo tampoco. Permanecimos unidas por una lealtad sin preguntas. Ella sabía que podía contar conmigo. Yo, con ella”. Recuerda: “Cuando Salvadora muere, la China, su hija, me llama para saber de algunos papeles y para entregarme un obsequio, un recuerdo. Así poseo unos pequeños lentes de teatro, plegables dentro de un estuche que de tan chiquito puede colgarse del cuello y que lleva las iniciales de Salvadora. Es lo único que de ella poseo. Ni siquiera sus obras completas”. Emma destaca: “Yo la miraba como a una madre, ‘una especie rara de madre’ solía decir ella, ya en la vejez (…). Pero no me hubiera animado nunca a apoyarme en su hombro”.
Emma Barrandéguy.
La autora ubica su relato descarnado en el tiempo: “No conocí al matrimonio Botana de jóvenes sino cuando su relación estaba ya muy deteriorada por los años y el dinero. Iban cada uno por su lado y se utilizaban cuanto podían. Los hijos iban a su vez del uno al otro al albur del momento y según quien tuviera la billetera más abierta. Salvadora los juzgaba con bastante imparcialidad pero no obstante era su madre y les abría su casa si andaban en la mala, si no tenían salud, si se separaban de alguna de sus mujeres o si se peleaban uno con otro, lo que hacían alternativamente cuando no estaban unidos contra ella. Supongo que fue muy mala madre cuando fueron niños y por esos cuartos de la casa cundieron feos ejemplos y demasiado dinero, lo que ya es bastante decir. De quienes la rodeaban podría decir que ninguno difería de ella en lo que hace a juicios sobre el dinero o el poder. Difícil es mantenerse ajeno a una tónica general que la sociedad impone, apaña y cultiva con afán y cariño”.
El libro escrito por Emma es duro y sincero. Hay mucha información sobre todas las mujeres que fue Salvadora. Incluye pasajes del libro de memorias de uno de sus hijos: Helvio, quien se explaya con dureza sobre su madre. Pero hay un par de citas que estremecen, en ellas se pinta el sufrimiento de una madre por la muerte de un hijo. Salvadora tenía un hijo cuando conoció a Botana. Este le dio el apellido. Cuenta Helvio: “De pronto, sentimos el auto de Salvadora que partía –como de costumbre sin despedirse-. Pitón entró en nuestro cuarto y me contó que Salvadora le acababa de probar que no era hijo de Natalio. Ella lo había parido cuando tenía 16 años, antes de conocerlo a papito. Él, aseguró Salvadora, era hijo del doctor Pérez Colman. Natalio le había dado su apellido y lo había hecho su predilecto solamente para quitárselo a ella.
Entonces mi hermano Pitón riéndose nerviosamente nos abrazó con esa fuerza de boa constrictora que le dio el sobrenombre. Nos besó y se pegó un tiro con un revolver niquelado.
Su sangre me salpicó la cara y una gota cayó sobre el puño izquierdo de mi camisa blanca. (…) Horas después, entre sueños, oí aullar a mamita que recién llegaba. Aullidos horrorosos que jamás volví a escuchar ni en las bestias ni en los seres humanos.
Como fue siempre incapaz de iniciar un gesto afectuoso, no costó nada para que desapareciera entre nosotros todo signo de cariño. Tardé cuarenta años en volver a besarla”. En otra parte de su libro Helvio cuenta lo siguiente: “Ya la había comprendido. Ya podía cuidarla, ya la besaba con la ternura que debe besar la semilla de la tierra que la hizo germinar.
Dejé de creerla loca, merecedora de lástima, pero los hábitos del trato distante ella los mantuvo hasta el fin. (…) En sus últimos años, prácticamente no salió más a la calle. Y comenzó su trágica regresión senil que irremediablemente retrotraía a Pitón. Mascullaba que no había muerto sino que no la quería ver por intrigas de Natalio.
Su obsesión se hacía cada vez más fuerte, y se repetía en períodos más breves.
Unas veces se reconocía culpable de su muerte. Otras no, pero había creado un fantasma que la perseguía.
Soy muy amigo del vasco Fernando Otaduy, el gran economista que en ese tiempo era subsecretario de Comercio Exterior en el gobierno de Onganía.
El vasco, físicamente, es una réplica de Pitón: alto, moreno, de frente con entradas pronunciadas, manos enormes de atleta remero. Como él de risa fácil y desbordante de vitalidad.
Me costó días atreverme a hacerle la propuesta de que me acompañara a casa de mamita, que se arrodillara ante ella, que la besara, que la tomara de la cintura y la levantara en vilo diciéndole: ‘Qué pesada estás, Salvadorita’.
Y lo hizo.
Otaduy actuó genialmente. Sin una duda. Sin un tropiezo. Luego ella le tomó las manos y se las acarició. Y se las besó afirmando: ‘Tus manos no cambian nada pero estás medio pelado`. Y cuando Pitón resucitado salió por la puerta de calle se llevó con él el fantasma del que mi pobre madre no se podía deshacer. Murió convencida de que vivía, y debimos hacer lo que hicimos, pues es muy difícil saber perdonarse a sí mismo”.
Barrandéguy trabaja la ficción dándole vida a la voz reflexiva de Salvadora: “Estás sola, Salvadora… ¿Con quién hablar entonces sino con vos misma? ¿Pero acaso no estuve siempre sola? Sola me sentí cuando el padre de Pitón estuvo en la cama conmigo, sola cuando me casé… ¿Qué digo? Siempre rodeada de gente. ¿Acaso no quería yo estar en Buenos Aires donde todos mis ideales hallaran eco, todo lo que pensaba ya en la chacra de los Provera cuando mi madre era maestra en Gualeguay? Doña Teresa, le decían y todos los vecinos la querían. A mí y a Mane también. Todas éramos caritativas, pero sólo yo creo que entendía la miseria y la ignorancia y quería salir de allí para combatirlas a fondo. ¿Felices sueños, no?”.
Salvadora Medina Onrubia de Botana: la mujer anarquista, la mujer que Uriburu mandó a la cárcel: ella, la que al enterarse de que sus amigos pedían el favor de su libertad, se encargó de escribir al dictador para decirle que no quería ningún favor; la mujer amiga de Simón Radowitzky, el anarquista que ajustició a jefe policial Ramón Falcón: ella fue quien tramó el fallido escape de Simón de la cárcel de Ushuaia, ella fue quien logró de manos del presidente Hipólito Yrigoyen el indulto para su amigo; ella, la mujer que se enfrentó a Evita.
Salvadora, la mujer que fue tantas mujeres, la mujer que fue maestra en los alrededores de Gualeguay, y que fue retratada por otra mujer de Gualeguay, Emma: ella la empleada fiel, el testigo cercano, la que sabía de ciertos secretos: la mujer a la que la vida se le mezclaba, de manera inevitable, con su oficio: escritora, poeta: ella, la Barrandéguy, dueña de esta memoria apasionada.

domingo, 15 de junio de 2014

"Historia de Tres Bocas" de Jorge Alfredo García



Desde el primer día de nuestra historia de vida comenzamos con la construcción de la memoria. Nacemos a la memoria de nuestros padres, la familia, y nacemos dentro del paisaje: una habitación, una casa, una calle, el barrio, y desde él nos proyectamos al universo de los días. En nuestra memoria se guardan las primeras señales, esos fragmentos de existencia que una y otra vez van a aparecer en la superficie de la conciencia para avisar que allí estuvimos, que desde ese espacio-tiempo venimos tratando de entrarle al amor y que, de alguna manera, es allí donde siempre estaremos. Después de esas primeras instantáneas haciendo las veces de piedra fundacional, las pistas se hacen más claras, y el hombre avanza por la vida con atención y con la memoria sedienta. Todo o casi todo puede registrarse, y por años será posible, de haber ganas, confirmar regresos a tantas historias y paisajes. Y ocurrirá después que el avance se hará más lento, más reflexivo, y es en este ejercicio que la claridad abandona esas ganas de mantener las geografías que daban forma a ciertas fronteras, y entonces esas memorias de sucedidos que tan bien se veían, van atenuándose y muchas van desapareciendo. Nuestra conciencia las deja escapar, porque se necesita purificar la memoria y guardar lo estrictamente necesario para andar las últimas calles de nuestra historia grande: la vida cotidiana. Habría que dejar constancia de las memorias destacadas, las que pretendemos salvar. De distinta manera, los hombres intentan arrebatar lo esencial al olvido.
En las palabras escritas se puede guardar muy bien la memoria. Jorge Alfredo García, con la vida dedicada a la docencia, y autor de “Historia de Tres Bocas” (2013), lo sabe. Prueba de ello es su libro, y sus recuerdos en esta tarde de junio.
García cuenta en su libro la “historia de vida” de un paraje “(…) conocido desde siempre como ‘Tres Bocas’, cuyo centro de expansión comienza en la confluencia de los antiguos caminos que unían Gualeguay, Nogoyá y Victoria (…)”. Tres Bocas es parte del Sexto Distrito, está a unos 60 km. de Gualeguay, en dirección a Victoria.
El autor enseguida enfoca la mirada hacia su centro de interés, la gente: “Nací en 1940, en Gualeguay, y pasé mi niñez en Tres Bocas. Tuve la gracia de conocer a la gente del lugar. Conocí vida, costumbres, la cultura de una época. Mis padres eran maestros rurales, mi papá director y ella maestra. De chico conviví con toda esa gente, y siempre rescaté, y todavía más comparando con la actualidad, los valores que había en ellos. La palabra, la sencillez, la vida sacrificada. Conocí los ranchos por dentro, yo era el hijo del maestro y siempre tenía invitaciones a jugar, a pasar el día. Era observador y veía cómo vivían. Me preguntaba, por ahí porque mis padres tenían un sueldo, cómo hacían para vivir sin una entrada fija. Así me di cuenta de que ellos aprovechaban todo lo que tenían a mano: haciendo changas y trabajitos rurales, explotando sus chacras. Para mantener la economía no faltaba el horno de barro, las aves, algún cerdo, una vaquita para la leche. Se cubrían bien las necesidades básicas. Mi vida era un poco más cómoda que la de ellos”.
José Justo García fue maestro, hoy la escuela de Tres Bocas lleva su nombre. Mamá era Dora Ester Germano, la maestra que cuando su esposo se jubiló, se desempeñó como directora. Jorge cuenta de los maestros: “Mi viejo estuvo 40 años ahí, inculcó una línea de conducta, valores, lo mismo los maestros de las escuelas vecinas, y la gente los valoraba. El maestro en la zona era muy consultado, era un referente. Todavía tengo amigos de mis tiempos en Tres Bocas que conservan la palabra, la solidaridad, aptitudes de buenas personas. Y fueron los maestros rurales los que cambiaron la cultura a partir de 1927, metieron esa cultura en la gente. Había mucho respeto, así nos criamos”.
Recuerda que estudiar no era fácil: “Somos seis hermanos, soy el tercero, y la cuestión del estudio siempre estuvo presente, estudiar teníamos que estudiar, no había capital que nos mantuviera. Era una meta, y yo veía que muchos de los otros chicos lo tenían descartado. En la escuela había hasta segundo grado, para los demás grados había que viajar 10 km. Era un sacrificio, y éramos pocos los que íbamos hasta la otra escuela. Frío, heladas, y yo no podía faltar, debía ser ejemplo, era el hijo del maestro. Sexto grado lo hice libre, y después hice la secundaria en Gualeguay, donde ya teníamos una casa”.
Ilustración de tapa de Vicente Cúneo.
La palabra solidaridad aparece varias veces en el relato de Jorge: “El libro tiene tres fuentes: la poca documentación existente, los testimonios de gente grande, y mi propia experiencia. Más allá de lo histórico, a lo largo del libro destaco los valores de la gente, por ejemplo, su solidaridad. Esa gente vivió aislada, cuando llovía los caminos eran imposibles, yo sé del sacrificio de maestros y empleados por llegar a sus lugares. No había luz eléctrica, no había teléfono, no había caminos seguros todos los días, entonces la gente aprendió a rebuscarse con lo que había. Por otro lado fue una zona rural muy próspera entre 1930 y 1970, por más que el lugar existiera desde 1850. En 1935 ya había médico y farmacia. Creció y llegó a ser uno de los lugares más poblados del 6to. distrito. Había una cooperativa, fundada en 1931, que tenía de todo: almacén de ramos generales, acopio de cereales, venta de herramientas, y hasta tenía luz eléctrica propia porque poseía grupo electrógeno. Había muchos empleados, y era importante para la economía de la zona, el que sembraba recibía de ellos el mismo precio que pagaban en Rosario. Mi papá trabajó en los escritorios, después que dejaba la escuela. Se trabajaba mucho, recuerdo las hileras de carros. Nadie se moría de hambre, no conocí gente pidiendo ni robando”. Jorge sigue haciendo memoria, está emocionado, pero mantiene el pulso de la charla: “Todo el mundo vivía de su trabajo, y había además trabajos insólitos, como el de cuidador de avioneta. Existía una estación de remate de hacienda, una semana antes y una después del remate había mucha gente: los troperos, no había camiones, y tanta gente que vivía de los remates, que eran como una fiesta. Venía gente de Buenos Aires y de Córdoba en avioneta. Claro, los paisanos veían pasar ese pajarito allá lejos, no lo conocían, y cuando lo tenían cerca querían tocarlo. Las primeras avionetas que bajaron en un campito, aparecieron agujereadas, porque iban chicos y tocaban, entonces se creó (se ríe) el puesto de cuidador de avioneta”. García destaca un período de gloria: “Entre 1915 y el 30 se establecen los almacenes de ramos generales, había varios, la escuela, una panadería, una cancha de paletilla, había correo, empezó a funcionar un colectivo, se levantó la sala de primeros auxilios, la capilla. Tres Bocas era una especie de Estación Terminal, y creció en el centro, y también en los campos de los alrededores, debido a la división de grandes terrenos por herencias de los dueños de la zona: familia Urite y familia Lares. La decadencia empezó en el 70. Hoy no tiene la vida de antes. Las mejoras, el camino de hoy, tendría que haber llegado 40 años antes, cuando había emprendimientos: recuerdo galpones de pollos, lechería como la de la cooperativa, producción de papa, batata, choclo. Era un problema salir porque no había buenos caminos. Después la muchachada se empezó a ir a trabajar en las cosechas en Buenos Aires, Santa Fe. Tres Bocas se fue despoblando de gente para trabajar. La comodidad de tener caminos, luz, teléfono, llegó tarde”.
Quise saber qué le pasaba a Jorge García con esa historia del después en Tres Bocas, la respuesta fue rápida, un sentimiento en directo: “Dejé de ir un poco por nostalgia, ya no está lo que yo conocí, esos almacenes de ramos generales, que cuando uno es chico lo ve todo más grande, no están, algunos son una tapera o no existen, y quedan pocos amigos”. Llegado a este punto del relato aparece la respuesta a una pregunta que tengo en mente desde que comencé a leer el libro: ¿por qué Jorge quiso escribir el libro?, porque todos los hombres pueden practicar el maravilloso juego de la memoria, pero no todos se deciden a vestir de libro sus pensamientos, su nostalgia, su pasado. Cuando se llega a un libro debe haber un empujón más, otra vuelta de tuerca que termine de acomodar los buenos fantasmas del memorioso. Jorge nombró la nostalgia, las ausencias en el paisaje y entre los amigos: “Y creo que por eso empecé a escribir el libro. Un día voy y no encuentro a nadie. Nadie sabe lo que fue este lugar, porque además yo le preguntaba a los jóvenes: decime, conociste a tal; no, ni idea, era la respuesta; hay nietos que no saben quiénes fueron los abuelos, gente que fue hacedora de Tres Bocas. Porque sus instituciones nacieron de la necesidad del vecindario. La gente aportaba trabajo físico, yo me acuerdo de cómo se hizo la sala de primeros auxilios. Era una necesidad, y la hicieron los vecinos trabajando los domingos, así también se levantó la iglesia. No era fácil recibir algo de los gobiernos. Siempre fue la gestión del vecino, y trabajaban todos juntos. Yo preguntaba por el primer enfermero y nadie sabía. El recuerdo de los hechos y las personas se pierden, entonces quise contar lo que me nacía: rescatar a esas personas como agradecimiento de las demás generaciones. Hice a través de los oficios memoria de la gente simple que hizo al lugar, además de contar en qué consistían muchos oficios hoy desaparecidos”.
Sobre el final de su relato, García registra el cambio de época, una señal del final de una buena época: “En los primeros años de los 60 aparecieron los nuevos camiones de hacienda para trabajar con la estación de remate, y se hizo un primer embarque. Fue toda una fiesta, y festejaron los mismos troperos en el asado, ignorando, digo, que se les acababa el trabajo, empezaba otra época. Se vendió la cooperativa a la de Galarza, duró 3 o 4 años, la liquidaron, es así, a las instituciones las cuidan los que las quieren. Quedó mucha gente sin trabajo”.
En los años iniciales de la salita médica fue difícil mantener un enfermero, unos meses estuvo don Vergara, por algún tiempo el señor Clorindo Reynoso. Recién a mediados de los 50 se nombró como enfermero estable a Horacio Etcheverry. Hacía visitas esporádicas el doctor Manuel Guerra. Nombres que provienen de la investigación y memoria del autor: los comerciantes libaneses David Ahibe y Antonio Árabe, el señor don Pedro Torres fue quien hizo el pozo a balde de la sala médica, don Pancho Bareiro y la duda: ¿croto o filósofo?, el Rengo Hereñú y un baile solidario. La escuela funcionó desde 1929 a 1942 en una casa cedida por la familia Lares. En el 42 pasa a su actual edificio construido en un terreno donado por el matrimonio de don Benigno Sánchez y Élida Angélica Urite.
Oficios, historias, gestos dignos, podría decirse que el libro de Jorge García es una crónica de la solidaridad entre buena gente. “Historia de Tres Bocas” es memoria, resistencia contra el olvido.

domingo, 8 de junio de 2014

Una visita notable: Juan Falú



Es bueno recibir visitas en casa, pensé cuando me dieron la noticia. El 12 de junio tocará Juan Falú en el Teatro Italia de Gualeguay. Agrego que es bueno recibir en casa cuando en la visita uno adivina, como en este caso, una persona de alma amiga. Cuando esto sucede, se está frente a la oportunidad de hurtarle a la felicidad –es sabido que es un arte efímero- una de sus pinceladas.
Al universo Falú se entra a través de su música, y de su manera de andar como guitarrero: a conciencia y en libertad.
Mientras lo escuchaba pensaba de qué manera contar al músico notable, al creador, el artista. Y me encontré con dos guiños de la suerte: el primero fue saber de un texto que narra el tránsito de Falú por la huella de su arte. Él mismo se cuenta en su página (www.juanfalu.com.ar) como si tocara la guitarra: “A los ocho años comencé a tocar guitarra de la mano de mi padre. Poco después, mi maestro de quinto grado Juan Walter me ayudó a afianzar estos primeros pasos en la música”.
En 1963 vivió su primer escenario. Estudió dos años con el maestro Martín Ventura. Y afirma sobre su manera de hacer: “tocaba ‘de oído’, como hasta hoy”. Recuerda que ese primer escenario “fue una tortura pues entre el público se encontraba mi padre, escuchando atentamente para ver si estaba en condiciones de seguir el camino de su hermano Eduardo Falú”.
Da una pista fundamental sobre su esencia creadora: “Acabé refugiándome en mi ‘oído’, en las guitarreadas con amigos y en la noche, alejándome por completo del estudio académico. Así dejé de aprender muchas cosas y asimilé muchas otras, sobre todo que la música aprendida y tocada en reuniones es arte vivo y pleno de emoción”.
Tiene memoria y es agradecido: “Poco tiempo después conocí a Jorge Cardoso. Nació una amistad genuina y duradera y Jorge se transformó en la influencia decisiva para asumir la guitarra y la composición con la mayor seriedad posible. Casi veinte años después de conocernos me enseñó a escribir mi propia música. Ese aprendizaje fue decisivo para conocer elementos imprescindibles del lenguaje musical”.
Anota sobre sus años de juventud: “Con el ingreso a la Facultad de Filosofía y Letras, donde obtuve el diploma de Psicólogo Clínico, me sumé a la militancia revolucionaria argentina y a las luchas de los años ´70, que costaran grandes duelos a mi generación. Exiliado en Brasil, retomé allí la música con un lenguaje propio que fue el resultado de mi propia maduración personal”. Anota sobre la historia de su música: “Habían pasado casi 10 años en que la guitarra se situó en un segundo plano. Empecé a componer parte de las obras que más satisfacciones me produjeron, como ‘Chacarera ututa’ y ‘De la raíz a la copa’. Residiendo en Brasil (San Pablo) incorporé elementos de su música que, de manera espontánea y no programada, fueron integrándose a mis composiciones de música argentina. Entre los años ´78 y ´80 me incorporé en Brasil al grupo Tarancón e inicié mi primera gira europea en el ´82, gracias al apoyo de Jorge Cardoso y el luthier español Manuel Contreras. En este período nació también mi amistad con Pepe Núñez, decisiva en lo personal y lo artístico. Pepe representa un paradigma de la ética y la estética. Con sus letras inicié mi labor de compositor de canciones. Luego, con el tiempo y hasta hoy, compuse canciones con Jorge Marziali, Roberto Yacomuzzi, Horacio Pilar, Carlos Herrera, Ramón Navarro, Pancho Cabral y otros poetas argentinos”.
Con otros aires, después del ‘83: “Con el retorno de la democracia en Argentina, regreso en el año ´84. En 1985 se edita ‘Con la guitarra que tengo’, íntegramente con obras propias. En ese Larga Duración me honró que su tapa contenga un diseño del gran artista Hermenegildo Sabat.
Del `85 en adelante empieza a reconocerse mi condición de compositor y guitarrista. La opinión de prensa que más me halagaba entonces era: ‘puede sonar viejo y nuevo a la vez’. Esta condición es la que más me interesa plasmar y suelo representarla en el árbol como símbolo que contiene raíces y frutos.
Juan Falú en Villa Urquiza, Paraná (foto Sabina Lardit)
En los `90 ya estaba instalado, por los medios de comunicación, como ‘referente’ de la música argentina de raíz folklórica. Conocí a Ricardo Moyano, otro artista fundamental en mi vida.
Integré, desde los ´90 hasta hoy, dúos insoslayables en mi vida artística, con Hilda Herrera, Jorge Marziali, Chito Zeballos, Marcelo Moguilevsky y Liliana Herrero, todos artistas que merecen mi más alto respeto”.
Juan Falú dio conciertos en Europa, Asia, África y en las tres Américas. Habla de su manera de disfrutar: “Luego de un período casi artesanal de composiciones y sobre todo de arreglos de las mismas, entre 1980 y 1990, empecé a disfrutar de las versiones libres y de las improvisaciones en mis conciertos. Llevo, en esta condición, casi 15 años de ‘desarreglar’ obras, y me propongo retomar el camino del arreglo y la correcta escritura de mis composiciones, para dejar de hacer sufrir a quienes desean interpretarlas”.
Desde 1995 dirige artísticamente el Festival Guitarras del Mundo: “un gran encuentro en todo sentido, que constituye uno de los halagos principales de mi vida con las seis cuerdas”. El Festival fue una iniciativa de Falú trasladada a la Secretaría de Cultura de la Nación y a la Unión del Personal Civil de la Nación (UPCN).
Falú declara: “Llevo 20 años tocando con guitarras de Francisco Estrada Gómez, el gran luthier argentino que hizo sonar bien a por lo menos tres generaciones de guitarristas”.
El segundo guiño de la suerte fue recordar en el momento justo a mi amiga, la poeta y escritora María Neder. Ella organizó Guitarras del Mundo en la sede de Merlo, San Luis. A la Neder la concocí allá lejos y hace tiempo, en Puerto Almendro, su refugio de poesía, literatura, música y vino tinto, que tenía al pie de las Sierras de los Comechingones, en Merlo, camino a Piedra Blanca. Hasta ahí me llevó mi amigo y maestro el escritor Gabriel Montergous. Recordé la amistad de la Neder con Falú. María me contó que él le había presentado su último libro de poesía: “Heridas de póker” (2013). Le pedí una semblanza del amigo. Ella estaba a punto de viajar de Buenos Aires a Merlo, con poco tiempo, pero hizo un esfuerzo, y aquí su mirada de poeta, de artista, de persona que “sabe leer” a quien observa con atención. Le pedí que contara a Falú como si estuviéramos sentados a una mesa de café, pero con vino tinto en las copas, y me obsequió este texto: “Gracias Edgardo, tomemos un vino para hablar de Juan. Vos lo ves así, siempre igual parece, con los amigos, en la casa, en una comida, después de un buen recital, sonriente y observador, pero ¡ojo!, esto significa: atento a cada palabra, a cada sonido, a cada quien que se acerca, observador como buen árabe, en estilo y en profundidad, algo que va a la par con ‘tener oído’. Porque tener oído es necesario no sólo para ser músico, ‘tener oído’ es también ‘saber leer’ en un libro, en una persona. Oír más allá del sonido, oír lo que viene resonando como si anticipara una historia, un poema, un paisaje.
Siento que así como toca la guitarra, va su alma buscando el acorde humano con las almitas que lo escuchamos, y más aún con los amigos cuando comparte el escenario. Sin embargo hay algo especial en oír a Juan solo con su guitarra, es abrirle la gran puerta que todos tenemos en el corazón. ¡Y mirá que hay más gente con sus puertas lacradas!
Tuve la oportunidad, en tantos y tan diversos recitales, de ser testigo del ángel que se le dispara de las manos y se pone a bailar entre sus cuerdas.
He visto (como espectadora y como organizadora) la transformación de rostros en el público, la mutación en quienes lo escuchan, y a Juan hay que escucharlo en vivo, tenerlo ahí cerquita, para dejar que su vuelo te enseñe el vuelo, tu propio vuelo.
Después, a solas, en tu casa, volvés a escucharlo y te aseguro que ahí volvés a mutar.
Y no te lo cuento por mí únicamente, me ha pasado, al organizarle un concierto como éste en Gualeguay, emitir luego, en mis programas de radio, algunos temas grabados del concierto y ahí compruebo cómo arde la gente que hace arder el teléfono de la radio, la gente revive los sonidos, los paisajes que muestra Juan en sus melodías, van resucitando de tanta chatura en la que andamos.
Y esto que te cuento Edgardo, a la manera de Juan, con un vino compartido, es apenitas algo que muchos podrían atestiguar, en todo el país.
Mirá vos cómo este hombre de la cultura argentina hizo crecer la música, y no me refiero sólo a ‘Guitarras del Mundo’, recordá muchos años antes, proyectos acaso más breves en tiempo pero tan importantes por lo que dejaron. ¡Falú se dio tantos gustos! Porque los proyectos que encaró los hizo con coherencia, él es genuino. Había que verle la cara allá a principios de los 90 presentando al Cuchi Leguizamón en el Centro Cultural San Martín. Había que oírlo en aquel programa de Radio Municipal, en el sexto piso del CCGSM presentando a Mederos en vivo, y ahí estuve con mi asombro, porque también me había invitado para leer un cuento de mi primer libro.
Entonces, ¿cómo se puede escribir unas líneas, conversar unos breves minutos, sobre Juan Falú cuando se te agolpan tantos sonidos de vida, tantas palabras?
Todo espacio para él es breve, y sin embargo todo el espacio de Juan está en los minutos de una zamba o una vidala que te vibra en la sangre, todo ese mundo estuvo hace pocos días junto a Lilian Saba, Marcelo Chiodi y Liliana Herrero haciendo la ‘Vidala del nombrador’, que no pudieron hacer en Cosquín. A este punto, Edgardo, enmudezco, poco puedo agregar, se me vienen los sonidos, sus acordes, el amor, la pasión y la alegría de ellos en el escenario pero, sobre todo, la calidad y alta belleza que nos sigue deslumbrando.
Y habrá que verlo todas las veces que lo tengamos cerquita, porque cada vez: agrega, quita o lentifica un instante de las melodías de su autoría, deconstruye y se reconstruye para la vida”.
(Foto Sabina Lardit)
No es la primera vez que Falú viene a Gualeguay. Tocó en el centro cultural La Candela el 17 de diciembre de 2005, que funcionó frente a El Debate Pregón y que organizaran Sabina Lardit y Diego Gouguenheim. La Candela funcionó en el interior de una vieja panadería. En su momento se arreglaron los techos, el baño y la cocina. La cuadra de la panadería era el salón de espectáculos. Había dos salas más donde Gouguenheim ensañaba pintura y Martín Caraballo guitarra. Juampi Francisconi venía de Buenos Aires una vez por semana y daba talleres.
En La Candela tocó Quique Sinesi, pero después del concierto no se quedó a tocar en ronda. Le dijo a Sabina que para eso llamara a Juan Falú, que sigue hasta que sale el sol. Y le dio el teléfono.
Hay un detalle de gran importancia en este próximo concierto. Falú toca el 12 de junio en el Italia a completo beneficio del teatro. Se presenta para dar una mano, como diríamos en el barrio: el quía toca sin cobrar un mango.
La poeta María Neder dice que Juan Falú es siempre el mismo. Un hombre que sabe leer a las personas. Es bueno recibir en casa a un artista generoso, solidario.
Será bueno ver una casa repleta de almas.

domingo, 1 de junio de 2014

Silvia Rodríguez Paz: aldea e identidad



Llegué a Gualeguay desde mi patria: el barrio de Boedo, y por extensión llegué desde mi patria: la ciudad de Buenos Aires. En Boedo se hizo hombre el muchacho que fue mi viejo. En Boedo viví muchos años. Entre las calles y los cafés de Boedo le fui tomando el sabor a la vida. En este barrio fundacional se afianzó mi escritura y desde él salí a encontrarme con las historias. Terminé fundando mi identidad en las palabras, en la memoria de mis patrias, en la gente que construye el cotidiano, y en esos otros habitantes, que además de transitar los días, los anotan: los escritores. Hablo, cuento, recuerdo mi Boedo, mi aldea, y con el intento narrativo va mi esencia de persona, de hombre que escribe para salvar memorias: para hurtarle una sortija al olvido y dar una vuelta más por tanta vida y tanta gente que todavía hace falta contar.
La lectura de “Leyendas, palabras y letras entrerrianas” (2010) de Silvia Rodríguez Paz, me llevó a pensar en mi aldea: palabra y barrio, y dentro de ella, lo dicho, mi identidad. Porque la autora hace lo propio con su provincia/aldea, y la mira, y la cuenta, y la quiere, desde la palabra de su gente.
¿Quién es Silvia?: “Soy profesora, también Licenciada en Letras y Maestra Normal, de las de antes. Anduve por las aulas de todos los ciclos durante unos treinta y cinco años, muchos en escuela primaria, guardapolvo blanco y tiza. Algunos menos en la secundaria y la cátedra universitaria de formación docente. Mucho tiempo, 20 años, trabajé en el cargo de Técnico en Lengua para la escuela primaria en el CGE. En 2005 me jubilé; ya antes trabajaba en Cursos y talleres con adultos mayores y lo sigo haciendo. Hoy por hoy acompaño la escritura de algunas personas, escucho y estimulo a otras en sus producciones, coordino talleres en bibliotecas, centros, escuelas”.
Su libro es una investigación sobre la cultura, la maravillosa palabra: identidad, el hablar cotidiano, las leyendas, las supersticiones, los escritores de la provincia, y todo este universo enfocado hacia un objetivo madre: llegar con la palabra a la escuela, o sea, al docente y al alumno.
Rodríguez Paz levanta una bandera fundamental en este desafío de contar su lugar, la defensa de la diversidad: “El etnocentrismo es otorgar a la propia cultura el rasgo de normal, en cuyo caso estaría fijándosela como parámetro para determinar exclusiones. Se entiende lo ‘correcto’ en función de la pauta cultural impuesta, todo cuento de ella se aparte merece ser excluido.
En cambio, entender la cultura como realización humana, como universo simbólico que los actores sociales han configurado en la atribución de connotaciones variadas, estaría señalando –y celebrando- lo multicultural y lo diverso. En las leyendas, en el arte, en las manifestaciones religiosas, en las concepciones y realizaciones de la ciencia, se manifiesta ese universo variopinto. En las diferentes maneras de interpretar los signos están las culturas, las identidades. Ya en los nombres con que se designan las cosas está puesto el color de lo propio. Las formas de narrar, las maneras de mantener los hechos en la memoria, los discursos orales que hacen circular las historias y las construyen, contienen lo que identifica y constituye a los actores de un tiempo social en un espacio físico”.
¿Qué sucede con estas huellas?, son tomadas por los hacedores: “De todas las huellas dejadas, los historiadores se valen para escribir la historia, y los poetas y escritores se nutren para recrearla o poetizarla. Antes hubo hombres que también nos dejaron versiones pero no sus nombres; son los anónimos cultores populares. Todos hacen la historia, de todos –y de todo- se vale la ciencia para constituirse como tal. Para algunos se trata de la misma historia vista desde más de una perspectiva, para otros, como Marcelino Román, es historia, sí, pero no ‘la misma’: ‘(…) hay dos clases de historias, o dos conceptos, dos formas fundamentales de concebirlas. Esto es: la historia de los héroes y la historia de los pueblos…’”.
El poeta y escritor Marcelino Román es una presencia constante en el libro, lo mismo ocurre con Luis Alberto Ruiz y su hasta ahora inédita: “Historia de la literatura entrerriana”, y a ellos se suman Linares Cardozo, Antonio Rubén Turi: “El castellano en nuestros labios”, Reynaldo Ros, Juan Víctor Larrosa, José María Díaz, Manrique Balboa Santamaría: “Vida Entre dos Ríos. Los entrerrianos”. La lista de nombres es larga, prueba de una aplicada investigación.
Consulto a Silvia por la motivación para llevar adelante este trabajo: “Lo escribí en razón del trabajo que desempeñaba en el Consejo de Educación. Allí trabajaba en el cargo de Técnica en Lengua para la escuela primaria. Estaba en responsabilidades curriculares y de acompañamiento a los maestros. Recorrí muchas escuelas, hablé con muchísimos docentes. Leímos juntos, aprendí de ellos, de los chicos. Busqué respuestas para muchas de sus dudas, y de las mías. Y siempre caí en la lengua, en las voces, tanto en las literarias como en las cotidianas. Y me pareció que podía -y debía- dejarlo escrito para que se tenga como contenido de enseñanza y de aprendizaje. La literatura da respuestas. Y poco se atiende a lo que es ‘de por acá cerquita’. Tengo una deuda de gratitud para con los maestros y con los chicos. Y tengo una pasión inclaudicable por los escritores y poetas de la provincia. Estoy convencida de que los chicos pueden y deben leer a Juanele, a Emma, a Manauta, a Díaz, a Reynaldo... y que los docentes somos responsables si no acceden a ellos. La edición del libro se hizo cuando ya me había jubilado, antes hubo otra mucho más elemental, breve y ‘apurada’”.
En referencia a las voces cotidianas, Silvia consigna: “En el hablar cotidiano, en la conversación espontánea, pueden detectarse valores, formas de entender el mundo y sus misterios; lo que es importante y lo que es secundario, el humor, los encuentros y los desencuentros. Quienes esto manifiestan son personas que pueden o no haber pasado por las aulas, quizás carezcan de la llamada educación formal, y precisamente por eso es genuinamente rica su condición de hacedores y portadores de una cultura y una identidad singular. La manifiestan, en el hablar corriente, en la expresión familiar y amistosa. Con sus refranes, sus dichos, enuncian verdaderas sentencias dignas de ser atendidas para reflexionar a propósito de las maneras de ser y de sentir de esos hablantes”. Esto me recuerda lo expresado por Juan José Manauta en una entrevista hecha por Mempo Giardinelli para la revista “Puro Cuento” (1991): “Mi padre tenía un negocio de ramos generales, suburbano, en las afueras del pueblo. Era como un almacén de campo, en el que se vendían desde arados hasta carbón, géneros, yerba y azúcar. Y tenía, claro, una trastienda a la que venía mucha gente, sobre todo hombres, paisanos. Ahí se conversaban el truco y la ginebra. Y ahí yo adquirí una gran riqueza de lenguaje, sentimientos y pasiones. La riqueza humana que estos tipos dejaban del otro lado del mostrador era inmensa. Ahí escuché conversaciones, relatos, sucedidos, mentiras, que se fueron depositando en mi memoria”.
La música dentro del habla también dice presente en esta memoria de identidad: “Es un modo singular de hablar que muestra curvas melódicas imperceptibles para quienes están habituados a escucharlas, pero fácilmente reconocibles para el que viene de afuera. En habitantes de zonas rurales con escasa escolaridad son mucho más marcadas algunas particularidades fonéticas (lo mismo ocurre en otros espacios del interior del país). Algunos ejemplos: Pérdida de ‘s’ al final de la palabra: ‘vamo a ver’. Pérdida de ‘d’ en la terminación ado, generalmente; lo mismo ocurre con la ‘d’ final: ‘libertá’. En la preposición ‘de’ se pierde la ‘d’: ‘traje ‘e verano’. La ‘x’ solo se pronuncia entre instruidos, la ‘j’ tiene por lo común, una pronunciación suave y la ‘rr’ es asibilada (arrastrada), se la dice con una especie de silbido. Este es uno de los sellos fonéticos de mayor fuerza en los habitantes del interior entrerriano. Hay una prosodia, una melodía de voz que conjugada con las particularidades fonéticas antes descriptas, hace que estos hablantes tengan, en su decir oral, una marca fuerte de identidad”.
En el capítulo “Narraciones, leyendas y sus versiones” se lee: “No hay animales fantásticos como sí los hay en otras culturas. Las especies, tanto animales como vegetales, pertenecen a la región, hombres, plantas, animales comparten los días, los amores, las luchas”. Es maravilloso lo que se consigna sobre el picaflor: “’Mainumbí’ es el nombre guaraní del picaflor. ‘Quenti’ o ‘quindi’ lo llaman los quichuas, ‘colibrí’ los caribes, ‘huatzitzil’ los aztecas.
En castellano se lo conoce de varias maneras: picaflor, colibrí, sunsún, chupaflor, tente-en el aire, tominejo, rayo de sol, pájaro mosca, pájaro abeja…
Los guaraníes suponían que los hombres, al morir dejan su cuerpo en la tierra pero su alma, al desprenderse, queda oculta en una flor. Por eso el mainumbí anda volando de flor en flor en busca de almas para llevar al paraíso.
Es muy bello el significado que conlleva esta leyenda: da cuenta de la idea de inmortalidad o de cambio de estado de las personas al morir”.
La palabra de Silvia construye un relato ameno, de ideas y conceptos claros. Una identidad a la vista para quien quiera saber del hermano, para quien viene, como yo, de otra aldea. Con textos como este la vida ensancha pulmones, porque se suman experiencias, conocimientos, distintas maneras de mirar, de decir. Coexisten en felicidad, mi Boedo, mi Buenos Aires, y mi Gualeguay, mi Entre Ríos; los versos de Homero Manzi junto a los de Marcelino Román, porque así de simple deberían ser los días; los poemas de Rubén Derlis, Rafael Vásquez, y las imaginaciones de Daniel González Rebolledo, también destacado por Silvia, para la Solapa (entidad de forma incierta que se ocupa de los niños desobedientes que no duermen la siesta) o para “La yegua blanca” (teatro, 1991) (la séptima hija mujer en noches de luna llena); la mesa de amigos en el café Margot, y la mesa amiga en medio del galpón gigante de Luis Miguel donde cada viernes amanece La Catedral del Asado, donde un grupo de gualeyos trabajan la sustancia de la que habla Silvia Rodríguez Paz: la memoria, la identidad, la palabra, los refranes, los dichos, los cuentos, el humor.
En el libro de Marcelino Román “El itinerario del payador” (1957) aparece una mujer: “Concurría –la payadora Ruperta Fernández- a toda fiesta con su guitarra, y esta iba siempre adornada con cintas en que figuraban los colores de todas las banderas americanas. Hecho que entraña, en verdad, el símbolo exacto de nuestro regionalismo, desde cuyas raíces partimos hacia la unidad americana y los abiertos horizontes del universalismo”. Con este recuerdo cierra Silvia su libro: primero la aldea, la conciencia, la identidad: es el camino verdadero para acceder al futuro.