domingo, 1 de junio de 2014

Silvia Rodríguez Paz: aldea e identidad



Llegué a Gualeguay desde mi patria: el barrio de Boedo, y por extensión llegué desde mi patria: la ciudad de Buenos Aires. En Boedo se hizo hombre el muchacho que fue mi viejo. En Boedo viví muchos años. Entre las calles y los cafés de Boedo le fui tomando el sabor a la vida. En este barrio fundacional se afianzó mi escritura y desde él salí a encontrarme con las historias. Terminé fundando mi identidad en las palabras, en la memoria de mis patrias, en la gente que construye el cotidiano, y en esos otros habitantes, que además de transitar los días, los anotan: los escritores. Hablo, cuento, recuerdo mi Boedo, mi aldea, y con el intento narrativo va mi esencia de persona, de hombre que escribe para salvar memorias: para hurtarle una sortija al olvido y dar una vuelta más por tanta vida y tanta gente que todavía hace falta contar.
La lectura de “Leyendas, palabras y letras entrerrianas” (2010) de Silvia Rodríguez Paz, me llevó a pensar en mi aldea: palabra y barrio, y dentro de ella, lo dicho, mi identidad. Porque la autora hace lo propio con su provincia/aldea, y la mira, y la cuenta, y la quiere, desde la palabra de su gente.
¿Quién es Silvia?: “Soy profesora, también Licenciada en Letras y Maestra Normal, de las de antes. Anduve por las aulas de todos los ciclos durante unos treinta y cinco años, muchos en escuela primaria, guardapolvo blanco y tiza. Algunos menos en la secundaria y la cátedra universitaria de formación docente. Mucho tiempo, 20 años, trabajé en el cargo de Técnico en Lengua para la escuela primaria en el CGE. En 2005 me jubilé; ya antes trabajaba en Cursos y talleres con adultos mayores y lo sigo haciendo. Hoy por hoy acompaño la escritura de algunas personas, escucho y estimulo a otras en sus producciones, coordino talleres en bibliotecas, centros, escuelas”.
Su libro es una investigación sobre la cultura, la maravillosa palabra: identidad, el hablar cotidiano, las leyendas, las supersticiones, los escritores de la provincia, y todo este universo enfocado hacia un objetivo madre: llegar con la palabra a la escuela, o sea, al docente y al alumno.
Rodríguez Paz levanta una bandera fundamental en este desafío de contar su lugar, la defensa de la diversidad: “El etnocentrismo es otorgar a la propia cultura el rasgo de normal, en cuyo caso estaría fijándosela como parámetro para determinar exclusiones. Se entiende lo ‘correcto’ en función de la pauta cultural impuesta, todo cuento de ella se aparte merece ser excluido.
En cambio, entender la cultura como realización humana, como universo simbólico que los actores sociales han configurado en la atribución de connotaciones variadas, estaría señalando –y celebrando- lo multicultural y lo diverso. En las leyendas, en el arte, en las manifestaciones religiosas, en las concepciones y realizaciones de la ciencia, se manifiesta ese universo variopinto. En las diferentes maneras de interpretar los signos están las culturas, las identidades. Ya en los nombres con que se designan las cosas está puesto el color de lo propio. Las formas de narrar, las maneras de mantener los hechos en la memoria, los discursos orales que hacen circular las historias y las construyen, contienen lo que identifica y constituye a los actores de un tiempo social en un espacio físico”.
¿Qué sucede con estas huellas?, son tomadas por los hacedores: “De todas las huellas dejadas, los historiadores se valen para escribir la historia, y los poetas y escritores se nutren para recrearla o poetizarla. Antes hubo hombres que también nos dejaron versiones pero no sus nombres; son los anónimos cultores populares. Todos hacen la historia, de todos –y de todo- se vale la ciencia para constituirse como tal. Para algunos se trata de la misma historia vista desde más de una perspectiva, para otros, como Marcelino Román, es historia, sí, pero no ‘la misma’: ‘(…) hay dos clases de historias, o dos conceptos, dos formas fundamentales de concebirlas. Esto es: la historia de los héroes y la historia de los pueblos…’”.
El poeta y escritor Marcelino Román es una presencia constante en el libro, lo mismo ocurre con Luis Alberto Ruiz y su hasta ahora inédita: “Historia de la literatura entrerriana”, y a ellos se suman Linares Cardozo, Antonio Rubén Turi: “El castellano en nuestros labios”, Reynaldo Ros, Juan Víctor Larrosa, José María Díaz, Manrique Balboa Santamaría: “Vida Entre dos Ríos. Los entrerrianos”. La lista de nombres es larga, prueba de una aplicada investigación.
Consulto a Silvia por la motivación para llevar adelante este trabajo: “Lo escribí en razón del trabajo que desempeñaba en el Consejo de Educación. Allí trabajaba en el cargo de Técnica en Lengua para la escuela primaria. Estaba en responsabilidades curriculares y de acompañamiento a los maestros. Recorrí muchas escuelas, hablé con muchísimos docentes. Leímos juntos, aprendí de ellos, de los chicos. Busqué respuestas para muchas de sus dudas, y de las mías. Y siempre caí en la lengua, en las voces, tanto en las literarias como en las cotidianas. Y me pareció que podía -y debía- dejarlo escrito para que se tenga como contenido de enseñanza y de aprendizaje. La literatura da respuestas. Y poco se atiende a lo que es ‘de por acá cerquita’. Tengo una deuda de gratitud para con los maestros y con los chicos. Y tengo una pasión inclaudicable por los escritores y poetas de la provincia. Estoy convencida de que los chicos pueden y deben leer a Juanele, a Emma, a Manauta, a Díaz, a Reynaldo... y que los docentes somos responsables si no acceden a ellos. La edición del libro se hizo cuando ya me había jubilado, antes hubo otra mucho más elemental, breve y ‘apurada’”.
En referencia a las voces cotidianas, Silvia consigna: “En el hablar cotidiano, en la conversación espontánea, pueden detectarse valores, formas de entender el mundo y sus misterios; lo que es importante y lo que es secundario, el humor, los encuentros y los desencuentros. Quienes esto manifiestan son personas que pueden o no haber pasado por las aulas, quizás carezcan de la llamada educación formal, y precisamente por eso es genuinamente rica su condición de hacedores y portadores de una cultura y una identidad singular. La manifiestan, en el hablar corriente, en la expresión familiar y amistosa. Con sus refranes, sus dichos, enuncian verdaderas sentencias dignas de ser atendidas para reflexionar a propósito de las maneras de ser y de sentir de esos hablantes”. Esto me recuerda lo expresado por Juan José Manauta en una entrevista hecha por Mempo Giardinelli para la revista “Puro Cuento” (1991): “Mi padre tenía un negocio de ramos generales, suburbano, en las afueras del pueblo. Era como un almacén de campo, en el que se vendían desde arados hasta carbón, géneros, yerba y azúcar. Y tenía, claro, una trastienda a la que venía mucha gente, sobre todo hombres, paisanos. Ahí se conversaban el truco y la ginebra. Y ahí yo adquirí una gran riqueza de lenguaje, sentimientos y pasiones. La riqueza humana que estos tipos dejaban del otro lado del mostrador era inmensa. Ahí escuché conversaciones, relatos, sucedidos, mentiras, que se fueron depositando en mi memoria”.
La música dentro del habla también dice presente en esta memoria de identidad: “Es un modo singular de hablar que muestra curvas melódicas imperceptibles para quienes están habituados a escucharlas, pero fácilmente reconocibles para el que viene de afuera. En habitantes de zonas rurales con escasa escolaridad son mucho más marcadas algunas particularidades fonéticas (lo mismo ocurre en otros espacios del interior del país). Algunos ejemplos: Pérdida de ‘s’ al final de la palabra: ‘vamo a ver’. Pérdida de ‘d’ en la terminación ado, generalmente; lo mismo ocurre con la ‘d’ final: ‘libertá’. En la preposición ‘de’ se pierde la ‘d’: ‘traje ‘e verano’. La ‘x’ solo se pronuncia entre instruidos, la ‘j’ tiene por lo común, una pronunciación suave y la ‘rr’ es asibilada (arrastrada), se la dice con una especie de silbido. Este es uno de los sellos fonéticos de mayor fuerza en los habitantes del interior entrerriano. Hay una prosodia, una melodía de voz que conjugada con las particularidades fonéticas antes descriptas, hace que estos hablantes tengan, en su decir oral, una marca fuerte de identidad”.
En el capítulo “Narraciones, leyendas y sus versiones” se lee: “No hay animales fantásticos como sí los hay en otras culturas. Las especies, tanto animales como vegetales, pertenecen a la región, hombres, plantas, animales comparten los días, los amores, las luchas”. Es maravilloso lo que se consigna sobre el picaflor: “’Mainumbí’ es el nombre guaraní del picaflor. ‘Quenti’ o ‘quindi’ lo llaman los quichuas, ‘colibrí’ los caribes, ‘huatzitzil’ los aztecas.
En castellano se lo conoce de varias maneras: picaflor, colibrí, sunsún, chupaflor, tente-en el aire, tominejo, rayo de sol, pájaro mosca, pájaro abeja…
Los guaraníes suponían que los hombres, al morir dejan su cuerpo en la tierra pero su alma, al desprenderse, queda oculta en una flor. Por eso el mainumbí anda volando de flor en flor en busca de almas para llevar al paraíso.
Es muy bello el significado que conlleva esta leyenda: da cuenta de la idea de inmortalidad o de cambio de estado de las personas al morir”.
La palabra de Silvia construye un relato ameno, de ideas y conceptos claros. Una identidad a la vista para quien quiera saber del hermano, para quien viene, como yo, de otra aldea. Con textos como este la vida ensancha pulmones, porque se suman experiencias, conocimientos, distintas maneras de mirar, de decir. Coexisten en felicidad, mi Boedo, mi Buenos Aires, y mi Gualeguay, mi Entre Ríos; los versos de Homero Manzi junto a los de Marcelino Román, porque así de simple deberían ser los días; los poemas de Rubén Derlis, Rafael Vásquez, y las imaginaciones de Daniel González Rebolledo, también destacado por Silvia, para la Solapa (entidad de forma incierta que se ocupa de los niños desobedientes que no duermen la siesta) o para “La yegua blanca” (teatro, 1991) (la séptima hija mujer en noches de luna llena); la mesa de amigos en el café Margot, y la mesa amiga en medio del galpón gigante de Luis Miguel donde cada viernes amanece La Catedral del Asado, donde un grupo de gualeyos trabajan la sustancia de la que habla Silvia Rodríguez Paz: la memoria, la identidad, la palabra, los refranes, los dichos, los cuentos, el humor.
En el libro de Marcelino Román “El itinerario del payador” (1957) aparece una mujer: “Concurría –la payadora Ruperta Fernández- a toda fiesta con su guitarra, y esta iba siempre adornada con cintas en que figuraban los colores de todas las banderas americanas. Hecho que entraña, en verdad, el símbolo exacto de nuestro regionalismo, desde cuyas raíces partimos hacia la unidad americana y los abiertos horizontes del universalismo”. Con este recuerdo cierra Silvia su libro: primero la aldea, la conciencia, la identidad: es el camino verdadero para acceder al futuro.

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