domingo, 27 de julio de 2014

La Loca de al Lado (lenta, pero insegura)



Antes de que alguien me lo diga, sé muy bien cuando me agarra la loca. Mientras la loca no aparece, la vida, podría afirmarse, transcurre mansa y tranquila, como en siesta, como si para ‘ser’ hiciera falta nada más que discurrir como río. Pero es solo una peligrosa ilusión, porque todo río debe tener sus sobresaltos, sus cambios de humor para hacer que los días intenten llegar a arañar algo de los temas de fondo. Cuando me agarra la loca, sucede que los que están atentos, guardan memoria. Agarrarse la loca vale para la cartera de la dama o el bolsillo del caballero, claro que da a pensar que le hayan anotado el indicador femenino, pero esa es otra historia. Sabía entonces de esta loca en los seres humanos, pero no había pensado en que una ciudad también podía pescarse a la susodicha. Le tocó a Gualeguay allá por el 81, y para peor la suya vivía al lado, o sea dentro de ella misma.
Esta doña: “La Loca de al Lado”, al vestirse de revista de humor y otras yerbas, dejó a la vista que estaba hecha con algunas almas inquietas a las que le gustaba la siesta y el río, pero que no adherían como fanáticos a la receta bendecida por la inercia gualeya. Y lo dicho, cuando te agarra la loca, los atentos trabajan la memoria.
En ronda de charlas por Gualeguay apareció su nombre algunas veces. La revista tuvo 4 números, tres en 1981 y el último en 1986. Los 4 están sobre mi escritorio, el nro. 0 recibido en préstamo de parte de Federico Ántola, los restantes: obsequio de Tuky Carboni.
Federico Ántola además me acercó la hoja de cultura del 04/07/2004 que Emma Barrandéguy hizo para El Debate Pregón. Emma cuenta en “Caminando para atrás”: “Hace 23 años un grupo de escritores y artistas de Gualeguay, que en ese entonces estábamos todos unidos, decidimos hacer una revista que desmadrara un poco el engolamiento que era característica de nuestra ciudad y trajera también un poco de alegría y chanza a nuestro ambiente. Y por cierto que, aún siendo un momento en que todo se puso en cuestión en todo el mundo, en nuestro país resultaba aún riesgoso pues la famosa democracia brillaba por su ausencia.” Agrega: “El elenco de ‘La Loca de al Lado’ constaba de muchos colaboradores y diversos seudónimos de los mismos, pero daremos completa la que aparece en el Nº 1: ‘Luis Bresciano’ (Derlis), Tuky Carboni, ‘Cary’, Antonio Castro, Vicente Cúneo, ‘Ebe’, ‘El Beduino Errante’, Derlis Maddonni, ‘Madó’, ‘Mon’, Carlos Montella, María Elena Pérez Petre, Elsa S. Osman, Eise Osman, Ricardo Pico, Teresita C. de Valiero, Barrandéguy. A escondidas, a veces, Dianita Burlando, y en ‘Especiales’: Juan Luis Morabes, Ana María Arribillaga y Cristina Villanueva”.
Daniel González Rebolledo fue su director y editorialista. En el Nro. 0 (junio 1981) aparece una declaración de principios: “1: Abrir las páginas a la libertad de expresión o de réplica. 2: Declaramos no poseer la verdad. 3: Nos proponemos “desalmidonar” cualquier postura. 4: Reírnos de nosotros mismos para poder ser serios. 5: Alentar el humor ajeno y no apoderarnos de él. (No desear el artículo de tu prójimo). 6: Comprender nuestras propias limitaciones para evitar la ridiculez. 7: Hacer crítica para mejorar, no para herir. 8: No ser realista, para que no se nos escape la realidad. 9: Llegar al lector donde él menos nos espera. 10: Pasar el número cero”.
La revista tenía una mirada crítica, se ejercitaba el estiletazo con la palabra y el dibujo, había cuento y poesía, se opinaba sobre espectáculos o discos: una revista de cultura potenciada por el humor. Por ejemplo en el nro. 0 aparece la nota: “Paren la chamarrita… me quiero bajar”, donde Maddonni hace centro en una cuestión que sigue fresca en el árbol: “Mientras el país, y nuestra provincia no está fuera de él, se debate en una tremenda y profunda crisis, los poetas de nuestro cancionero continúan cantando a los grandes ríos, a las relucientes mojarras y dorados, cuando no a los naranjales, ceibales, sauzales y otras especies. No está mal que así sea, pero lo que alarma realmente es cuando esos temas se repiten una y otra vez, demostrando una incapacidad de renovación o una falta de imaginación para atacar otros temas que también son interesantes y que conviven con los ya agotados por la repetición, y por qué no decirlo, por el mal trato al que han sido sometidos, poniendo en práctica aquello de que al público debe dársele siempre y en todos los casos, temas fáciles y masticados, pero casi siempre confundiendo sencillez con pobreza, cosas que todos sabemos no son lo mismo”.
En ese mismo número aparece, en Consultorio, la carta de la señora Gua Ye (5ta. Sección Chacras). Ella quedó preocupada luego de ver una película norteamericana donde una mujer rubia engaña al marido aviador con un caballo, al que hace salir por la puerta de atrás, no sin antes ofrecerle jugo de frutas. El profesor Malabestia contesta entre otros conceptos, lo siguiente: “Analicemos en profundidad la relación rubia-caballo de la película. Es evidente que existe un aperturismo hacia la integración racial, ya que el caballo es negro y hermoso y la señora es rubia. (…) La relación amante-esposa-madre, está presente como se puede notar por el hecho de decirle al caballo (su amante), que beba jugos de frutas (la madre) y que salga por la puerta de atrás (la esposa que cuida, si me permites una expresión un poco fuerte, la reputación de su marido). Tu intriga en cuanto al tercer componente del triángulo amoroso, no debe conducirte por razones enroscadas ni terceras intenciones. El hecho es más simple de lo que supones, si no ¿cómo crees que se engendran los centauros?”.
La poeta Tuky Carboni recuerda: “Para la sociedad de Gualeguay su presencia fue una sacudida. Enseguida corrieron rumores de que era una revista comunista. Derlis era comunista y Montella creo que tiraba para ese lado, hubo rumores de que la pagaba el partido, y nada que ver. La peor parte la llevó Daniel, su director. La revista estaba contra el orden establecido, por ejemplo la radio, Derlis decía que estaba en manos de mediocres. Claro que él era genial, y te lo decía en la cara, y a la gente eso no le gusta. Derlis y Montella se ganaron, más que nadie, muchas antipatías. Eise y Elsa no se mostraban abiertamente contrarios a lo establecido. A Emma se le perdonaba todo, caía siempre bien por sus moditos. A mí mucha gente dejó de saludarme por un tiempo, y en la Escuela Lucecitas, que eran de muy buenos modales y formalidades, donde yo era colaboradora, dejaron de llamarme por un año”.
Agrega: “Montella usaba mucho el humor, Derlis igual con sus dibujos, ellos fueron el alma de la revista, y estaban muy orgullosos. En ese momento salía la revista Humor, esta era un remedo de ella, se criticaban cosas siempre desde el humor. Una tirada de 200 ejemplares. Algunos kioscos aceptaron venderla, y mucha gente se acercó a dar las gracias, porque se miraba la ciudad desde otro ángulo”.
El artista plástico Vicente Cúneo afirma: “Fue una hermosa experiencia, una publicación que de la mano de Derlis, “Cary”, Daniel, y tantos otros amigos se atrevió a mostrar nuestra propia cara como sociedad de la mano un humor sencillo, creativo, novedoso, innovador, atrevido, por momentos ácido, crítico pero, humor al fin, desopilante y de avanzada. En ese entonces yo dibujaba para el desaparecido diario El Supremo de nuestra ciudad y ante la convocatoria me sumé con agrado colaborando con algunos dibujos humorísticos. Haber formado parte de aquel proyecto fue una suerte y un honor, y más que nada un placer, el placer de haberme reído tanto”.
El escritor Daniel González Rebolledo cuenta: “La Loca de al Lado significó para mí un desafío importante, ya que siendo muy joven fui elegido por gente grossa como Emma y Derlis para que yo fuera su director, y por supuesto me comprometí, acepté y me puse a trabajar codo a codo, básicamente con Derlis y Cary Pico. Entre los tres armábamos la revista que después iba a imprimirse al diario El Supremo. Esas jornadas de pegue y corte eran geniales, en el estudio-garaje de Derlis la terminábamos y al otro día era un revuelo en el pueblo. Significó también estar ‘demorado’ en la jefatura local por ‘averiguación de antecedentes’ en dos oportunidades, y luego la agachada traidora de un supuesto amigo del diario, que descubriendo la nota mía de investigación periodística (por entonces no sabía que se llamaba así) sobre la trata de personas en Gualeguay, avisó al dueño del Diario y no se imprimió el último número. Con Derlis decidimos hacer un ejemplar para fotocopiar, tamaño reducido, y fue el mayor éxito hasta entonces alcanzado en ejemplares, fotocopiados por cuenta de quien lo deseara, de la historia de la revista. Hay mucho para decir sobre esto, pero lo más importante es que haya existido La Loca de al Lado con ese espíritu y en esa época jodida, y ni decir que siento un gran orgullo de haberla hecho”.
Esta nota es una primera mirada sobre la revista y su historia. Faltan testimonios: por ejemplo el de Elsa Serur y Eise Osman (cuando pase el problemita de salud), Cary Pico, Diana Burlando. Recorriendo sus páginas, leyendo cada nota, o esas seguidillas de frases cortas donde hay humor, sí, pero hay además ideas, pensamientos, y toma de posición frente a la realidad de esos tiempos. Porque hay que tener en cuenta que La Loca de al Lado vio la luz en junio de 1981, y esto no es poca cosa, no es un dato temporal más, porque la fecha indica que en este país todavía gobernaban los asesinos del Proceso.
En el nro. 0 aparecen frases como estas: “Señor ministro, qué tiene que ver eso del Proceso con la obra de Franz Kafka”. “¡Paren el plan económico que me quiero bajar!”.
En el nro. 1 (julio 81) leo: “Después de escuchar los informativos y de leer los diarios, ¿Ud. no se siente bastante embotado?”. Leo: “Por ser un plan económico nos está resultando bastante caro, ¿no?”. La Loca firmaba estas frases: “El plan económico no produce desocupación. Produce prolongados períodos de descanso que hacen muy bien a la salud”. Ellos daban la cara y se definían: “Los que hacemos La Loca somos torcidos e inhumanos”.
En el nro. 2 se podía leer humor en “¿Vio qué despacito caminan los empleados de la oficina de correos?”, y también encontrar algunas de las razones de cierto problema: “Las maestras que no cruzan las piernas, producen deserción escolar en la primera fila”, y “Las maestras viejardas favorecen la deserción escolar”. Y a su lado una frase como esta: “Si Ud. es derecho y humano, lo que tiene que hacer, es torcerse”.
En el nro. 3 está el trabajo sobre trata de personas, y en su tapa se lee: “Edición democrática ¡Nunca más un 24 de marzo!”.
El cierre de la nota citada de Emma Barrandéguy es el siguiente: “Quien guarde ejemplares de esta interesante revista: ‘La Loca de al Lado’, dónelos a la Biblioteca pues merecen ser conocidos en el futuro, máxime si se tiene en cuenta la época en que fueron hechos. Y los elogios que hicimos a la Biblioteca”.

domingo, 20 de julio de 2014

El cementerio de Gualeguay: Una memoria de Deolindo Romero



Visitar las tumbas no es tiempo perdido // Sobre ellas las almas vuelven a jugar / Y cual mariposas de un tiempo ya ido / Un beso invisible dejan al pasar.
de Alma viva de Deolindo Romero

Los muertos habitan su ciudad dentro de la ciudad de los vivos. Los muertos necesitan una existencia poética en la memoria de los vivos, para así poder completar su esencia de buenos y recordados fantasmas.
Debía una visita al cementerio desde mi llegada a Gualeguay. Leyendo “Espacios públicos con historia. Gualeguay” (2002), libro de Nidya Rampoldi, Claudio Marcelo Piaggio, Daniel A. Gabriel y Patricia Míguez Iñarra, tuve noticia de su fundación, supe: que las obras del cementerio empezaron en 1847 durante el gobierno del general Urquiza, que contaba con una superficie de ciento veinte varas cuadradas, que las obras fueron bendecidas el 27 de febrero de 1848, y que sus padrinos fueron: don Jerónimo Cáceres, don Francisco Fonso y don Francisco Iñarra. Junto a estos datos aparece la particular historia de su capilla. Estuvo terminada dos meses después, pero a la hora de resolver su bendición y eventual padrinazgo, Urquiza se encontró con un problema. Debido a que no había padrinos ofrecidos, porque ello significaba hacerse cargo de los gastos de la fiesta, el gobernador decidió dar un mensaje a los que formaban parte del poder y la riqueza en la ciudad: designó al más pobre de los soldados del Batallón “Gualeguay” de las milicias entrerrianas: “El elegido fue Higinio García y el Gobernador se hizo cargo del costo de la ceremonia”.
El 9 de julio inicié el camino hacia el cementerio acompañado por el amigo Deolindo Romero. Él es uno de los memoriosos de Gualeguay, pero además su historia de vida lo ha llevado a transitar los alrededores de la muerte, y es durante este tránsito donde construyó una especial relación con el cementerio.
Su padre era tercera generación de pueblos originarios. La familia vivía en un asentamiento en las tierras blancas, el lugar que Chacho Manauta eternizó en una novela. Deolindo nació en 1942.
Cuando llegamos frente al cementerio, el memorioso alumbró la primera de las imágenes: “La gente se acercaba a la plaza Rocamora en carros, sulkys, jardineras. Muchos llegaban para pasar la noche del 1 al 2 de noviembre, del día de Todos los Santos al día de ánimas. Se desataban los animales y quedaban los carros con las barras al cielo. La plaza está bastante parecida a los tiempos en que yo acompañaba a mi abuela materna. Las calles, hasta las del cementerio, eran de barro. Los dueños de una chacra, donde ahora está el barrio, arrendaban un pedazo de terreno para que se hicieran kioscos de venta. Mucha gente se quedaba haciendo noche en la plaza, otros se iban a la casa de un familiar y volvían al otro día. Venían de las chacras, del campo. Se quedaban todo el día dentro del cementerio. Se reunían, compartían la charla, la comida: conocidos, amigos y parientes. Era una fiesta respetuosa, y se velaba al finadito. Eso se terminó un poco cuando Sportiva sumó doma en la fecha”. Dentro de este plano general, Deolindo hizo un acercamiento de cámara hacia su historia: “La gente se quedaba alrededor de la tumba. Yo acompañaba a mi abuela materna el 1 de noviembre. Volvíamos a la casa, ella vivía en el pueblo, y vuelta al otro día. La abuela me pedía a mi mamá, yo tenía 8. Le llevaba una sillita petisa para tomar mate, era muy matera, el único momento que suspendía el mate era en semana santa, que no prendía fuego. Era una ceremonia, ella llevaba flores, una canasta con empanadas, y las velas para velar la tumba. Iba a visitar a Delfina, una hija muerta a los 19. Las tumbas están cerca, entonces la gente se mezcla, igual las velas. Los muchachos más jóvenes buscaban novia o un entretenimiento, o como yo que mientras tanto con un tarrito de limpia metal y un trapito me ganaba unas monedas. También llevaba agua, había pocas canillas y a veces quedaban lejos. Yo andaba entre las tumbas en tierra, que era donde teníamos a los muertos. Una semana antes había un rebusque para los changarines porque se hacía dar una mano de pintura, se acomodaban las tumbas”.
Panteón Argentina.
Pienso en esas vueltas que a veces tiene la vida. Deolindo afirma que creció rodeado de cuentos de ánimas, lobizones, “el sin cabeza”, tenía 5 y el abuelo paterno lo asustaba con sus relatos. El abuelo era un hombre valiente: cuchillo, fósforos, algo para tomar y un puñado de sal en el bolsillo, así se iba al monte en la noche, tan distinto a su padre que temía a la noche y los muertos. La madre le aconsejó -dice Deolindo que “La vida es puro consejo”- que el día que fuera a un velorio, mirara al muerto para dejar de tener miedo. Le hizo caso a mamá, caminó hasta la muerta; en puntas de pie, tenía 6, la miró como pudo: esa noche no durmió, cerraba los ojos y la veía. Nunca volvió a ese rancho. Miedo salvaje tuvo la vez que a los 12 decidió ir solo al cine Mayo a ver dos películas de terror, una con Frankenstein. 21.15 hs. de un sábado. Las películas fueron bravas y lo predispusieron peor para la odisea de la vuelta a casa: ya no era el asentamiento, pero las calles seguían siendo de tierra blanca, a más de siete suertes de chacra pasando la calle ancha. Llevaba honda y cuchillo mellado, pero las sombras fueron muchas, variados los perros amenazantes, los monstruos se descolgaban de los paraísos que bordeaban la frontera ancha que decretaba el más allá en esta tierra gualeya. Deolindo afirma que lo pasaron de miedo cuando era chico. Sabiendo estos antecedentes, se entiende mejor la entereza posterior del memorioso. Y ahora sí estamos en condiciones de volver a las vueltas de la vida arriba enunciadas.
Primera vuelta: “Mi padre era carrero y tenía la parada en la esquina de la carpintería Sperandío. Llevábamos siempre los muebles. Desde los 8 anduve con mi viejo. Hacía mandados a los del taller. A los 12 mi viejo me puso ahí, cuando estaba en 4º grado. Medio día en la escuela y medio en el taller. Fui el único varón que terminó 6º, los demás repitieron o dejaron. Le tenía mucha dedicación a la escuela. Costaba salir de la barriada los días de lluvia, vivía en el barro. Iba igual, medio colgado de los alambrados para pasar la calle. Me mojaba los pies hasta que volvía a casa. No había estufa, y la ropa era escasa. Estábamos curtidos porque en esos barrios se comía abundante, cazabas un animal y comías fuerte”.
Le llevó cinco años ser oficial lustrador en la carpintería: “Después me ofrecieron buena paga en la funeraria Otegui. También estaba Amerio, que después se vendió a Chamot, que no hizo ni un muerto porque no lo quería nadie en Gualeguay y se la vendió a Bernigaud. Entré a confinarme en una pieza en Otegui, a lustrar ataúdes y nada más, nada con los muertos. Pero se fundió a los cuatro años. Por el 69, cuando los fúnebres dejaban de ser tirados por caballos, arranqué en Grasso”. Fue en este lugar donde se abrió el otro mundo, Deolindo terminó trabajando con los muertos, y en este quehacer hizo de todo, mucho más que limpiar plaquitas como cuando tenía 8 y acompañaba a la abuela: “Me pasaba días en la sala o en los panteones. La primera vez que hice ese trabajo me agarraron a traición, estaba en la primera pompa. Me destaparon de repente un cajón, y me impresioné un poco, pero después agarré viaje. Sí me impresionaba cuando moría una criatura, pero cuando uno ya es grande, no”. Estuvo en Grasso hasta el 1977/78, relata: “En el cementerio todo empezaba con el día de la madre en octubre, y preparando para el día de ánimas. Los dueños de los panteones pasaban por la funeraria para encargar los retoques. Iba yo. Cuando querían el retoque de cajón entero, porque podía ser que se pidiera el costado que está a la vista en el panteón, los empleados del cementerio llevaban el ataúd, siempre que no se corriera riesgo de que se rompa, a la sala de autopsias. Ahí vivía yo, o dentro de los mismos panteones. En la sala empezaba retirando las manijas atornilladas para limpiarlas. Después se pulía la madera y se le daba laca con color. Se llevaban uno y me traían otro”.
Hacia las profundidades de la memoria.
Durante la recorrida Deolindo me señaló los lugares donde tenía amigos. Cada vez que lo hizo me dio la impresión de que mi guía conservaba a sus amigos con él, de tal manera vivos en la buena memoria que los presentaba en directo, sin lamento o tragedia, teniendo a la mano un instante de vida: “Tengo ese concepto, voy al cementerio todos los domingos a visitar a mis muertos, como si estuvieran vivos. En cualquier asado hago chistes, cuento historias de los que están muertos, pero como si estuvieran vivos, nunca digo el finadito, tengo esa costumbre, sin maldad. En la orquesta Los Imperiales éramos seis, hacíamos música tropical: Wawancó, La Charanga, Los 5 del ritmo, El Cuarteto Imperial: Ramón Albornoz, acordeonista, Rubén Silva, baterista, Rubén Barreto, contrabajo, Nemesio Martínez, tumbadora, Félix Olivera, guitarra, y yo tocaba la guacharaca o las maracas, cuatro cantábamos, nos turnábamos, y bueno, soy el único que queda, me deben estar esperando para ir a tocar (se ríe). Paso a ver siempre a Techa Rinoldi, una amiga de la peña, era peñera como yo. Le gustaba la música, fumar y tomar la copa. Los domingos hago mi recorrida: empiezo por mi hermano en el panteón Argentina, voy a ver a mamá y papá, a un amigo correntino: José Luis Rolón, después la Techa, y sigue Olivera, que está alto, a ese lo miro de abajo, dejo una flor donde la señora de Pérez, también amiga de la casa, murió muy viejita, visito el panteón de una amiga que fue esposa de Barreto, Garzia, que murió antes que él”.
Pregunté por las sensaciones mientras trabajaba en la frontera: “Nunca tuve miedo, nada de misterioso, venía con el entrenamiento del trabajo en soledad en la sala de lustre de la carpintería, entonces no me afectó el panteón o la sala de autopsias. Ataúd vacío o completo, nunca tuve problema, y nunca me llevé el trabajo a casa, mi problema por ahí era sacar el color correcto. Y lo mismo me pasaba cuando encajonábamos muertos de accidentes o con días de muerto. El olor sí, por ahí te quedaba impregnado, pero impresión, no”.
Deolindo Romero guarda mucha memoria sobre su andar entre los muertos, algunas de detalle del oficio, otras terribles por la impresión que transmiten. Es por eso que viendo todo este paisaje, le pregunté por él, qué pensaba para su después teniendo tanta información: “Siempre tuve el convencimiento por la Pachamama, como originario, yo siempre pido que el día que me toque, vaya a la tierra, que para mí es un honor. No me gustan los nichos, y los panteones no estoy de acuerdo, para colocar las urnas con cenizas, sí, pero los cuerpos, no me parece higiénico”.
Deolindo Romero en el cementerio inglés.
Cuando salimos del cementerio me llevó por la calle del costado para enseñarme el cementerio de los ingleses, sector demarcado y separado del resto del terreno desde la fundación: “Había mucha gente inglesa, por el ferrocarril, cuando yo era gurí estaba bien cuidado, algunas veces mi papá llevó mármoles en el carro”. Da pena el abandono del predio: un cementerio muerto dentro de otro que también sufre el cambio de las costumbres. Tiempos distintos, bien lo sabe Deolindo Romero.
Se vende.

domingo, 13 de julio de 2014

Los cinco "Enriques" de Leticia Manauta



Leticia Manauta es una mujer con personalidad, una escritora que escribe y pronuncia las palabras precisas, las que mejor pueden ilustrar el paisaje; hay en ella una preocupación constante por encontrarlas y transmitirlas de forma clara. Leticia, por esto y por muchas otras cuestiones, siempre está pensando en distintos temas y mundos, y en los distintos tiempos, es de esas personas que atan y desatan los pasados y los presentes, y que de vez en cuando, siempre respetuosa, se asoma con timidez a alguno de los futuros. Guarda memorias, les rinde culto. Leticia es además hija del escritor Manauta, Juan José, el Chacho, uno de los gualeyos ilustres.
Hace unos meses estuvimos de larga charla en el patio del hotel Jardín. De todo lo hablado en aquella mañana de sábado hice una primera entrega en El Debate Pregón, pero quedó mucha tela para cortar. Escuchar a Leticia significó un aprendizaje. Primero porque fui conociendo su manera de trabajar la escritura, porque siempre es emocionante encontrarse con una persona que tiene ideas propias, y porque es una persona que convida la felicidad y la amargura, siempre es así la vida, de sus memorias.
Pasó el tiempo, y seguimos de charla, sigo hablando con Leticia Manauta desde hace meses, sus palabras desde una mañana de sol. Habló sobre uno de los cuidados de su literatura: “A veces se obvia de qué viven los personajes en la literatura, cómo se cuidan los amantes de noches tormentosas. Busco la verosimilitud del relato, la literatura es la respuesta a los propios interrogantes. Jorge Amado no evadía ningún aspecto de la realidad. Muchos autores no dan esos detalles. Mi viejo es muy minucioso en ‘Las tierras blancas’”. A partir de esta referencia, Leticia comenta en qué está trabajando: “Estoy escribiendo una novela sobre la relación entre los padres de Evita, que fue la historia de una pasión: la casa grande y la casa chica, los que tienen dos familias. Evita nace cuando la madre tiene 32, y está en relación con Duarte desde los 15. Tuvo cinco hijos, Eva es la última y la única a la que el padre no le da el apellido. Una historia muy ligada a la sexualidad, el poder, la pasión, y también la sobrevivencia económica. Qué posibilidades tenía una mujer para su vida. La madre les decía a los hijos que siempre debían hablar bien del padre, que era estanciero, que era importante. Les transmite una imagen de hombre perfecto, que no lo era para nada. Ella lo sabe. Él quedó viudo y no se casó con ella, y siempre fue bastante miserable para mantenerlos. En la escritura el tema más difícil es saber cómo se resolvía el cotidiano en un pueblo pobre de la provincia de Buenos Aires: Los Toldos”.
Pregunté sobre cómo fue ser hija de Chacho, quién primero, ¿el escritor o el padre?: “En primer plano el padre, con el que durante la adolescencia tuve tantos conflictos. Primero encontronazos, después tiempo sin frecuentarnos demasiado, y con una situación de mucho apasionamiento en las peleas: literatura, política, no creo que haya tema sobre el que no hayamos discutido. No tenía que quedar pegada a su influencia, había que romper el cascarón. Como padre era terrible: un sobreexigente exagerado. Desde los 17 años fui testigo además de sus contradicciones. Yo andaba por calle Corrientes, estaba en una revista literaria, tenía amigos. Hasta que un día me dijo: Vamos a hacer una cosa, vos de esta vereda de Corrientes y yo en la otra. A mí me tocó la del teatro San Martín. Yo andaba con los mismos tipos con los que andaba él en ‘Hoy en la cultura’: Alberto Perrone, Amilcar Romero. Entonces me enteraba de casi todo, y eso incluía las mujeres. Eso me causaba una situación de mucha rebeldía, no porque me asustara que las tuviera, sino por lo demás. Todavía vivía con mi mamá. A tal punto la divisoria, que él iba a comer a Pippo y yo a Bachín”.
Pacho O'Donnell y Leticia Manauta en la presentación de "El archivista".
Leí de Leticia “Las sagradas ruinas” (2006), cuentos, y “El archivista” (2011), novela. Los dos libros llegan al puerto esquivo de la literatura. Queda claro que la autora tiene vida hecha con la mirada atenta, y lo dicho, tiene esa manera de relacionarse con la palabra y la simpleza, uno de los grandes desafíos de la escritura.
Me llamó la atención la dedicatoria de “El archivista”: “Dedicado a todos los Enriques significativos en mi vida, por orden de aparición: Enrique Wernicke, Enrique Rusconi, Enrique Pichón-Rivière, Enrique Pavón Pereyra, Enrique Oliva. Maestros, sabios, locos, truhanes, seductores, sufrientes, leales, aventureros, todos inolvidables”. Y entonces tuve la suerte de preguntar: “Wernicke, no sé si por lo que escribía, sino por él. Era un personaje muy particular. Yo tenía 11/12 años, era muy chica; él era como entrar a un mundo absolutamente nuevo. Aquella aventura de los libros Robin Hood estaba corporizada en Enrique. Él tuvo un gesto, primero no tratarme como una niñita, y me regaló unos libros, y delante de Chacho me dijo que me los regalaba porque mi viejo jamás me iba a proponer que los lea. Me dio escritores desde Hugo Wast, profascista: ‘Alegre’, la historia de un caballo, y a mí me pareció increíble que alguien pudiera escribir semejante historia con un caballo como protagonista; me regaló autores nacionales, Manuel Gálvez, y no los más conocidos o permitidos por el realismo socialista. Vivía en una casa con jardín muy descuidado al frente, y en el fondo tenía el taller de los soldaditos de plomo. Era la infancia y la preadolescencia, y además él era un hombre que vivía de hacer juguetes. Esto me pasó con Enrique más allá de su literatura. Después leí ‘La ribera’ y muchos años después ‘La tierra del bien-te-veo’. En él observaba una vida mucho menos hipócrita. Yo iba a fiestas de adultos y miraba, y para una casi niña descubría un mundo interesantísimo. Me daba cuenta cómo se armaban lazos, veía las infidelidades, amores subterráneos, porque yo estaba en la orilla, muy despierta: gestos, miradas, cuchicheos, ves que dos se van para un lugar, y vos imaginás. Por todo eso, Enrique y un mundo maravilloso, que también estaba lleno de bajezas y traiciones, como es la vida. Eran los asados en la casa de Enrique: los sábados la gente iba llegando a la casa de La Lucila, cada uno traía cosas y se encendía el fuego y el asado duraba hasta las 5 de la tarde. A este mundo venían putas, modelos, escritores, actores, directores y productores de cine, millonarios, gente de la publicidad, mi viejo, Pino Solanas, era una peregrinación en esos años, fines del 50 hasta que Enrique muere en el 68, muy joven. Fue un maestro”.
Enrique Wernicke.
El segundo Enrique: “Estuve en la FEDE (Federación Juvenil Comunista) hasta el 67, año en que formo parte del grupo que rompe con el partido y forma el PCR. Un giro violento en mi vida, y con mi viejo. Conozco ahí a un estudiante de historia de La Plata a punto de recibirse: Enrique Rusconi. Él me pone en contacto con algo nuevo: cómo se cuenta la historia argentina. Después voy a llegar al revisionismo, pero en ese momento yo era una militante con una mirada nacional, y esta persona me empieza a contar una historia que era otra. Yo me empiezo a cuestionar. Rusconi era un personaje importante del partido y venía a Buenos Aires. Eran épocas complicadas por muchas razones, y yo era la encargada de esperarlo el día que venía, ir a distintos lugares, acompañarlo, que no estuviera solo. Hablábamos mucho, me contaba de su hijo chiquito. Lo mataron en el 74, una madrugada lo sacaron de la casa y lo mataron ahí, se supone que la Triple A. Fue terrible. Ahí descubro que, en ese proceso, yo me había enamorado de alguien de una manera diferente, sin que eso en algún momento se hubiera planteado. Con la ausencia, me doy cuenta hasta dónde ese compañero me había llegado. Y esta relación con la historia, empezar a cuestionarme por el relato, ¿por qué empecé a ocuparme de la historia?, por este Enrique”.
Enrique Rusconi.
 Un Enrique más: “Cursé la escuela de psicología social de Enrique Pichón Rivière entre 1974 y el 79. La escuela se convirtió en un oasis de discusión. Cuando lo conocí, él casi no podía hablar. Usaba bastón y tenía una sonda. Era un personaje maravillosamente encantador, hablaba muy poco, pero tuve la oportunidad de tener diálogos interesantes. Hablamos de hacer un libro sobre la noche de Buenos Aires, a él le faltaban datos que yo tenía por edad, y él tenía otros porque habíamos frecuentado lugares muy distintos. Aprendí mucho en la escuela, recuerdo ese libro maravilloso de conversaciones con Zito Lema. Este hombre me hizo ver el psicoanálisis de una manera distinta. Y su experiencia de vida, llegar de niño de Francia a la provincia de Corrientes, esa saga familiar que él transforma en herramienta para mirar de otra manera. Me cambió la vida. Todo lo que él había creado, la escuela, todo, me dio vuelta la cabeza. Algo mucho más profundo que un giro político. Un intelectual que se reivindica como peronista, e intenta comprender el fenómeno del peronismo sin prejuicios. Por mucho tiempo me referí a él como mi maestro. Él desmitificó esto de que el creador debe ser loco o adicto”.
Enrique Pichón Rivière.
Enrique Pavón Pereira, el cuarto: “Fue director de la Biblioteca Nacional y biógrafo de Perón. Fue mi contacto con el primer peronismo, con Perón en el exilio. Constantemente contaba historias, anécdotas de Puerta de Hierro”.
Finalmente Enrique Oliva: “Fue el personaje más misterioso y aventurero, una mezcla de todos ellos. Todos murieron. Había nacido en el interior, en una familia muy humilde. Pudo estudiar, y desde muy joven se definió políticamente. Participó de la Resistencia Peronista de forma muy activa, y fue uno de los integrantes de Uturuncos. Fue el hombre que tipió el pacto Perón-Frondizi, amigo de Cooke. Junto a Pavón Pereyra me abrió la cabeza en muchas cosas y pude profundizar mi relación con la historia. Oliva había sido guerrillero, había estado preso por el plan Conintes, y fue torturado. Pero igual que mi viejo, nunca contaron esa parte, porque lo que vino después fue tan brutal, que para qué contar. Con él y mi viejo pude ver cómo los opuestos se unen a través de la experiencia de vida. Lo llevé a la casa de Chacho, pensaba: se va a armar un quilombo, y no, se amaron a primera vista. Eran dos zorros viejos, tipos con mucha calle, y con qué elegancia obviaron sus diferencias, nunca las plantearon. Oliva le hablaba del pueblo de Stalin, donde había estado, y mi viejo de sus amigos peronistas, empezando por Hugo del Carril. La sabiduría de la vejez. Fue corresponsal de Clarín en Francia cuando se fue exiliado, se llamó Francois Lepot. Fue un aventurero, pero con un costado familiar que nunca perdió, como mi viejo”.
Enrique Pavón Pereyra.
La memoria de Leticia Manauta se descorchó con felicidad. La escritora habló con sinceridad, bajó a una parte de sus recuerdos, volvió a empaparse en ellos: profundizó en ella como si fuera a escribir una novela. Cinco Enriques llegaron a Gualeguay de su mano.
Aprendí de ella, persona y escritora, y me abrió la puerta, una invitación, para saber de la vida y obra de los Enrique que no estaban en mi memoria.
Enrique Oliva.




domingo, 6 de julio de 2014

Gualeguay desde el más allá



Disfruto siendo testigo del momento en que una persona hace memoria, y que especialmente trae de regreso a un habitante de los famosos barrios del más allá. Hay en esas instancias una ceremonia de reencuentro: personas amigas que vuelven a sentarse alrededor de una mesa de café o en una ronda de mate. En medio de esta ceremonia, el que convoca al muerto vuelve a verlo, vuelve a hablarle, mientras relata una historia de ayer. Quien cuenta de manera sentida, auténtica, el que simplemente refiere una crónica emocionada, es capaz de alcanzar la maravilla: los testigos del momento, a tono con la reunión, logran percibir la llegada del buen fantasma.
Hay en todo aquel que hace memoria y habla con los muertos, una cualidad de médium: el contacto emotivo con un alma que vive, en apariencia, en la esquina de los ausentes. Puede además el médium convocar a las distintas almas que hacen el alma central de la entidad invitada nuevamente a la ronda de la vida. Porque hay hombres un tanto desmesurados, desbordados por la pasión y el pensamiento, que no les alcanza con tener un solo nombre, una sola alma, y entonces se fundan varias veces para guardar con comodidad una comunidad de existencias, algunas con nombre propio, otras anónimas, ya que no todo debe ser nombrado en este o el otro mundo.
El tema del alter ego o del heterónimo, en la nota pasada, vino de la mano de las almas que cultivó el plástico Carlos Alberto Montella. Para traer de regreso esas almas conté con las señales de al menos tres médiums de excepción: Federico Ántola, Tuky Carboni y Pipo Etulain. Hay, me digo, una condición mediúmnica natural en Gualeguay; contar a los ausentes, nombrarlos en sus historias, en sus anécdotas, las más de las veces en medio de una humorada, es una intención tan “de todos los días” como encender el fuego en el churrasquero.
Un médium notable es Aron Jajan, a través de él conocí los buenos fantasmas de la confitería El Águila, los de la Difusora Popular, los del café Murugarren, me llevó hasta el mismísimo Jorge Luis Borges cuando le rendía homenaje en el cementerio a su amigo Carlos Mastronardi. Todo el paisaje cobra vida cuando quien cuenta es Jajan: palabra clara y felicidad por contribuir con los regresos. Porque no solo es posible convocar a personas que ya no están, también se puede atraer lugares.
Nidya Rampoldi se especializa en el rescate mediúmnico, ha pasado años dedicada a ello: sesiones de contacto que llevó a varios libros ayudada por otros oficiantes. Va con interés hacia personas y lugares.
Churrasquero de la Catedral del Asado.
Una ceremonia pagana, una sesión espiritista con cantidad de bondades es la que se desarrolla los días viernes en la llamada Catedral del Asado. Tuve la suerte de ser invitado a andar por su nave. Un grupo de amigos le da entidad al lugar fundado en torno a un churrasquero. Refugiados dentro de un gran galpón, la Catedral respira con disimulo en las cercanías de plaza San Martín. La charla va y viene entre sus oficiantes, pero a uno le queda la sensación de que en el lugar hay más gente que los que alumbran la noche con el roce entre los vasos con vino tinto. Cada una de esas noches presencié el mismo rito hacia el final del asado y las brasas: los vasos se alzan al cielo del galpón, todos de pie alrededor de la mesa larga para nombrar a quienes en apariencia ya no están: Mingo Zabaya y el Negro Carnevale.
Desde la izquierda: Luis Mancha Silva, Derlis Maddonni, Antonio Castro y Carlos Ántola (Gualeguay, 1966).
Federico Ántola está reconstruyendo la imagen de su padre: el joven que fue Carlos Ántola, que se fue para el otro barrio cuando Federico era muy pibe. En esa reconstrucción apareció el alma multiplicada del tío Montella. Hay memoria de la relación entablada entre tío y sobrino, y hay documentos, escritos, obra, que Federico me confió en una sesión de espiritismo llevada a cabo en su estudio. Con Montella estuve mano a mano durante una charla con Tuky Carboni, una médium notable. Ella corporizó en ese momento algunas cartas que Montella le había escrito. Hizo el mismo pase mágico con cartas del plástico Derlis Maddonni. Tuky habló de ellos como si estos personajes estuvieran ahí mismo, escuchando todo, burlándose primero de ella y luego de la sesión.
Pipo Etulain.
Hace unos días estuve en una sesión espiritista, una más, en casa de Pipo Etulain. Fui de visita con el amigo Deolindo Romero. Charlamos de temas varios mientras tomábamos una copa de vino y esperábamos la cena. Pipo habla desde su sillón, suelta sus ideas, sus anécdotas, e indefectiblemente aparece en su chamuyo inteligente dos presencias: sus amigos Montella y Maddonni. Con su mano indica la ubicación que uno u otro ocuparon en la mesa en un determinado momento. La misma mesa a la que estamos sentados. No puedo dejar de mirar la esquina que en ese momento vuelve a ocupar Montella, el espacio sobre el que vuelve Derlis. Ahí están, pienso, hasta los veo. Y así como en esos días me ocupaba de las almas de Montella, cuando miré la silla de Derlis, pensé en una de las almas de este muchacho: Oliverio O., que era la persona que le firmaba la poesía. Solo un poema vi firmado por el propio Derlis, el que le enviara por carta a Tuky Carboni: “Texto para Doña Tere, mi madre (Señor, qué solos nos / dejan los muertos)” (02/08/1995), un maravilloso puente entre los vivos y los muertos: “El tiempo se detuvo en Gualeguay / en todos los relojes a las 7,30. / El rocío azul que temblaba / se hizo escarcha rígida / y ya nada era lo que parecía. / Comprendí con Borges / que los días eligen a sus muertos / y que la llovizna y la parca eran hermanas. / Doña Tere partió sin decir nada / sin sonreír, sin llorar siquiera, / solo con sus fantasmas y sus sombras, / ‘ligera de equipaje’. / Se escuchaba música de Mozart, / el gran bandido. / No había solemnidad / todo era dolor esperado”.
Imaginariamente anoté el poema desde los alrededores de la mesa de Pipo, Derlis y Oliverio O. ya estaban en el mismo barrio que Antonio Castro.
Federico Ántola me había facilitado unas hojas de El Debate Pregón, la página de cultura de la que se ocupaba Emma Barrandéguy. En una de ellas (22/12/2002), página notable: tres escritores se despiden de Antonio Castro, muerto el 16/12/2002: la propia Emma, Daniel González Rebolledo y Oliverio O. con este poema escrito el 18/12: “Se fue Antonio, quedándonos Antonio” (In memoriam de Antonio Castro, maestro de la línea y el color.): “Se fue Antonio / vacío de tanta creación, / dejándonos azorados / por creerlo inmortal, / componente de los paisajes / dramáticos y costeros / que sólo él pudo ver. // Se fue Antonio / y como dijera Tuñón / a la Supuesta Muerte / de Juancito Caminador, / ‘poca cosa deja el muerto’; / papeles y cartones con colores / y estructuras muy bellas, / algún libro, / dos o tres tragos sin apurar / y esos pasos que no dio / por aquello de la ‘pata dura’ / que dolía cada vez más. // Se fue Antonio esta vez; / nos queden sus pinturas, / el anecdotario brillante / de su decir irónico y directo / y la soledad asfixiante / por sobrevivirlo. // Se fue Antonio, quedándonos Antonio / que comienza una vida sin sobresaltos, / demorona y conversada como sus caminatas / en cada recoveco de nuestras memorias. // Se fue Antonio, quedándonos Antonio”.
Oliverio O. vuelve de su más allá para hablar de un mundo habitado por bellas señales. Lo hace desde la página de Emma del 02/ 06/ 2002: “Esos tipos (a Víctor “Cacho” Fluir)”: “No creo, hermano / que exista la poesía, / pero sí que existen / esos locos / que escriben de noche / desafiando a la muerte. // Tal vez no exista el arte, / pero sí esos desubicados / que pretenden alimentar / tu corazón y tu razón, / vomitándote el mundo / en la mirada. // Mientras existan esos tipos / habrá esperanzas, / habrá alegría de vivir / con su correspondiente / desesperación, hermano, / como dijera Albert Camus / alguna vez…”.
En medio de esta práctica de convocar espíritus dicentes, me pareció de buena educación, un buen gesto de parte de Derlis/Oliverio O., halagar al médium que en Gualeguay sienta a su mesa los amigos devenidos en buenos fantasmas. Puedo suponer que fue el buen fantasma de Derlis, o el de Emma, a través del accionar de Federico Ántola, quien o quienes colaboraron para que yo me encontrara con este último poema de Oliverio O. Apareció en la página de la Barrandéguy el 27/04/2003: “Útil puede ser nuestro egoísmo…! (a Luis “Pipo” Etulain, que ama discurrir sobre el egoísmo)”: “Puede Ud. corregir, pulir sus textos / mejorar la sintaxis / volver perfecta la ortografía, / mientras golpea a su puerta / un pobre hombre todo barbas, / de estómago blasfemante…? / O cuando ve pasar un cortejo / acompañando un cajón de manzanas / en el que viaja el angelito muerto / como un desperdicio más…? / O estando en el café / se le acerca un ex juez, probo, / íntegro, que necesita hablar con alguien…? / No, Ud. no podrá pulir sus textos, / nada de eso podría / en una realidad así de enferma, / agonizante, que boquea. / Ayudémosla, entonces, a bien morir / con toda urgencia, ejecutémosla / como Dios manda, con humanidad, / con un solo y múltiple golpe de imaginación, / de creatividad justiciera. / Vamos!, matémosla ya! / Nadie puede esperar. / Nosotros tampoco. / Matémosla, aunque más no sea / para poder pulir los textos. / Útil puede ser nuestro egoísmo…!”.
Mientras escribo esta nota vuelvo la mirada a la mesa y sus alrededores en la casa de Pipo Etulain, pienso en ese paisaje como lugar de encuentro entre los mundos, desde el más allá y desde el más acá llegan los visitantes: el universo alrededor de su mesa, un territorio mágico, un talismán como el que habita en nuestros sueños. Arthur Conan Doyle, el famoso escritor padre del detective Sherlock Holmes, además destacado espiritista, sostenía que el sueño era el nexo entre los vivos y los muertos. No le pregunté a Pipo si sueña con los amigos, con Montella y sus almas, con Maddonni y sus almas, si sabe algo de Oliverio O., el invitado de esta nota, para mejor informar a los gualeyos que se interesan por la memoria.
Entre mis recuerdos queda la imagen: el movimiento del brazo, la mano de Pipo señalando o acariciando el aire, el de ayer, que aún rodea el sitio que siguen ocupando los amigos. Deolindo Romero y yo fuimos testigos. Y como siempre me ocurre con la mirada, busco contarla, dejar un rastro, una crónica del sucedido. De alguna manera el cronista se funda también como médium: un cuidador, un trabajador que intenta velar por la memoria de los hacedores, de los que convocan a la vida de la memoria a los ausentes, los que se fueron al otro barrio. Nuestros muertos, sus buenos fantasmas, están cerca; la apariencia es de lejanía, pero permanecen a la mano para todo aquel que pronuncie sus nombres.
Llevo conmigo a mis muertos queridos, sobre ellos escribo, me gusta nombrarlos: mi abuelo paterno Julio Martín, el poeta a quien veo avanzar por el patio de mi casa de infancia; el escritor Gabriel Montergous y el poeta Hugo Ditaranto, mis maestros; mi amiga Liliana Bustos y su pasión por cuidar viejas fotografías.
Es para festejar: Gualeguay tiene buenos fantasmas, y buenos vecinos de la memoria.