domingo, 13 de julio de 2014

Los cinco "Enriques" de Leticia Manauta



Leticia Manauta es una mujer con personalidad, una escritora que escribe y pronuncia las palabras precisas, las que mejor pueden ilustrar el paisaje; hay en ella una preocupación constante por encontrarlas y transmitirlas de forma clara. Leticia, por esto y por muchas otras cuestiones, siempre está pensando en distintos temas y mundos, y en los distintos tiempos, es de esas personas que atan y desatan los pasados y los presentes, y que de vez en cuando, siempre respetuosa, se asoma con timidez a alguno de los futuros. Guarda memorias, les rinde culto. Leticia es además hija del escritor Manauta, Juan José, el Chacho, uno de los gualeyos ilustres.
Hace unos meses estuvimos de larga charla en el patio del hotel Jardín. De todo lo hablado en aquella mañana de sábado hice una primera entrega en El Debate Pregón, pero quedó mucha tela para cortar. Escuchar a Leticia significó un aprendizaje. Primero porque fui conociendo su manera de trabajar la escritura, porque siempre es emocionante encontrarse con una persona que tiene ideas propias, y porque es una persona que convida la felicidad y la amargura, siempre es así la vida, de sus memorias.
Pasó el tiempo, y seguimos de charla, sigo hablando con Leticia Manauta desde hace meses, sus palabras desde una mañana de sol. Habló sobre uno de los cuidados de su literatura: “A veces se obvia de qué viven los personajes en la literatura, cómo se cuidan los amantes de noches tormentosas. Busco la verosimilitud del relato, la literatura es la respuesta a los propios interrogantes. Jorge Amado no evadía ningún aspecto de la realidad. Muchos autores no dan esos detalles. Mi viejo es muy minucioso en ‘Las tierras blancas’”. A partir de esta referencia, Leticia comenta en qué está trabajando: “Estoy escribiendo una novela sobre la relación entre los padres de Evita, que fue la historia de una pasión: la casa grande y la casa chica, los que tienen dos familias. Evita nace cuando la madre tiene 32, y está en relación con Duarte desde los 15. Tuvo cinco hijos, Eva es la última y la única a la que el padre no le da el apellido. Una historia muy ligada a la sexualidad, el poder, la pasión, y también la sobrevivencia económica. Qué posibilidades tenía una mujer para su vida. La madre les decía a los hijos que siempre debían hablar bien del padre, que era estanciero, que era importante. Les transmite una imagen de hombre perfecto, que no lo era para nada. Ella lo sabe. Él quedó viudo y no se casó con ella, y siempre fue bastante miserable para mantenerlos. En la escritura el tema más difícil es saber cómo se resolvía el cotidiano en un pueblo pobre de la provincia de Buenos Aires: Los Toldos”.
Pregunté sobre cómo fue ser hija de Chacho, quién primero, ¿el escritor o el padre?: “En primer plano el padre, con el que durante la adolescencia tuve tantos conflictos. Primero encontronazos, después tiempo sin frecuentarnos demasiado, y con una situación de mucho apasionamiento en las peleas: literatura, política, no creo que haya tema sobre el que no hayamos discutido. No tenía que quedar pegada a su influencia, había que romper el cascarón. Como padre era terrible: un sobreexigente exagerado. Desde los 17 años fui testigo además de sus contradicciones. Yo andaba por calle Corrientes, estaba en una revista literaria, tenía amigos. Hasta que un día me dijo: Vamos a hacer una cosa, vos de esta vereda de Corrientes y yo en la otra. A mí me tocó la del teatro San Martín. Yo andaba con los mismos tipos con los que andaba él en ‘Hoy en la cultura’: Alberto Perrone, Amilcar Romero. Entonces me enteraba de casi todo, y eso incluía las mujeres. Eso me causaba una situación de mucha rebeldía, no porque me asustara que las tuviera, sino por lo demás. Todavía vivía con mi mamá. A tal punto la divisoria, que él iba a comer a Pippo y yo a Bachín”.
Pacho O'Donnell y Leticia Manauta en la presentación de "El archivista".
Leí de Leticia “Las sagradas ruinas” (2006), cuentos, y “El archivista” (2011), novela. Los dos libros llegan al puerto esquivo de la literatura. Queda claro que la autora tiene vida hecha con la mirada atenta, y lo dicho, tiene esa manera de relacionarse con la palabra y la simpleza, uno de los grandes desafíos de la escritura.
Me llamó la atención la dedicatoria de “El archivista”: “Dedicado a todos los Enriques significativos en mi vida, por orden de aparición: Enrique Wernicke, Enrique Rusconi, Enrique Pichón-Rivière, Enrique Pavón Pereyra, Enrique Oliva. Maestros, sabios, locos, truhanes, seductores, sufrientes, leales, aventureros, todos inolvidables”. Y entonces tuve la suerte de preguntar: “Wernicke, no sé si por lo que escribía, sino por él. Era un personaje muy particular. Yo tenía 11/12 años, era muy chica; él era como entrar a un mundo absolutamente nuevo. Aquella aventura de los libros Robin Hood estaba corporizada en Enrique. Él tuvo un gesto, primero no tratarme como una niñita, y me regaló unos libros, y delante de Chacho me dijo que me los regalaba porque mi viejo jamás me iba a proponer que los lea. Me dio escritores desde Hugo Wast, profascista: ‘Alegre’, la historia de un caballo, y a mí me pareció increíble que alguien pudiera escribir semejante historia con un caballo como protagonista; me regaló autores nacionales, Manuel Gálvez, y no los más conocidos o permitidos por el realismo socialista. Vivía en una casa con jardín muy descuidado al frente, y en el fondo tenía el taller de los soldaditos de plomo. Era la infancia y la preadolescencia, y además él era un hombre que vivía de hacer juguetes. Esto me pasó con Enrique más allá de su literatura. Después leí ‘La ribera’ y muchos años después ‘La tierra del bien-te-veo’. En él observaba una vida mucho menos hipócrita. Yo iba a fiestas de adultos y miraba, y para una casi niña descubría un mundo interesantísimo. Me daba cuenta cómo se armaban lazos, veía las infidelidades, amores subterráneos, porque yo estaba en la orilla, muy despierta: gestos, miradas, cuchicheos, ves que dos se van para un lugar, y vos imaginás. Por todo eso, Enrique y un mundo maravilloso, que también estaba lleno de bajezas y traiciones, como es la vida. Eran los asados en la casa de Enrique: los sábados la gente iba llegando a la casa de La Lucila, cada uno traía cosas y se encendía el fuego y el asado duraba hasta las 5 de la tarde. A este mundo venían putas, modelos, escritores, actores, directores y productores de cine, millonarios, gente de la publicidad, mi viejo, Pino Solanas, era una peregrinación en esos años, fines del 50 hasta que Enrique muere en el 68, muy joven. Fue un maestro”.
Enrique Wernicke.
El segundo Enrique: “Estuve en la FEDE (Federación Juvenil Comunista) hasta el 67, año en que formo parte del grupo que rompe con el partido y forma el PCR. Un giro violento en mi vida, y con mi viejo. Conozco ahí a un estudiante de historia de La Plata a punto de recibirse: Enrique Rusconi. Él me pone en contacto con algo nuevo: cómo se cuenta la historia argentina. Después voy a llegar al revisionismo, pero en ese momento yo era una militante con una mirada nacional, y esta persona me empieza a contar una historia que era otra. Yo me empiezo a cuestionar. Rusconi era un personaje importante del partido y venía a Buenos Aires. Eran épocas complicadas por muchas razones, y yo era la encargada de esperarlo el día que venía, ir a distintos lugares, acompañarlo, que no estuviera solo. Hablábamos mucho, me contaba de su hijo chiquito. Lo mataron en el 74, una madrugada lo sacaron de la casa y lo mataron ahí, se supone que la Triple A. Fue terrible. Ahí descubro que, en ese proceso, yo me había enamorado de alguien de una manera diferente, sin que eso en algún momento se hubiera planteado. Con la ausencia, me doy cuenta hasta dónde ese compañero me había llegado. Y esta relación con la historia, empezar a cuestionarme por el relato, ¿por qué empecé a ocuparme de la historia?, por este Enrique”.
Enrique Rusconi.
 Un Enrique más: “Cursé la escuela de psicología social de Enrique Pichón Rivière entre 1974 y el 79. La escuela se convirtió en un oasis de discusión. Cuando lo conocí, él casi no podía hablar. Usaba bastón y tenía una sonda. Era un personaje maravillosamente encantador, hablaba muy poco, pero tuve la oportunidad de tener diálogos interesantes. Hablamos de hacer un libro sobre la noche de Buenos Aires, a él le faltaban datos que yo tenía por edad, y él tenía otros porque habíamos frecuentado lugares muy distintos. Aprendí mucho en la escuela, recuerdo ese libro maravilloso de conversaciones con Zito Lema. Este hombre me hizo ver el psicoanálisis de una manera distinta. Y su experiencia de vida, llegar de niño de Francia a la provincia de Corrientes, esa saga familiar que él transforma en herramienta para mirar de otra manera. Me cambió la vida. Todo lo que él había creado, la escuela, todo, me dio vuelta la cabeza. Algo mucho más profundo que un giro político. Un intelectual que se reivindica como peronista, e intenta comprender el fenómeno del peronismo sin prejuicios. Por mucho tiempo me referí a él como mi maestro. Él desmitificó esto de que el creador debe ser loco o adicto”.
Enrique Pichón Rivière.
Enrique Pavón Pereira, el cuarto: “Fue director de la Biblioteca Nacional y biógrafo de Perón. Fue mi contacto con el primer peronismo, con Perón en el exilio. Constantemente contaba historias, anécdotas de Puerta de Hierro”.
Finalmente Enrique Oliva: “Fue el personaje más misterioso y aventurero, una mezcla de todos ellos. Todos murieron. Había nacido en el interior, en una familia muy humilde. Pudo estudiar, y desde muy joven se definió políticamente. Participó de la Resistencia Peronista de forma muy activa, y fue uno de los integrantes de Uturuncos. Fue el hombre que tipió el pacto Perón-Frondizi, amigo de Cooke. Junto a Pavón Pereyra me abrió la cabeza en muchas cosas y pude profundizar mi relación con la historia. Oliva había sido guerrillero, había estado preso por el plan Conintes, y fue torturado. Pero igual que mi viejo, nunca contaron esa parte, porque lo que vino después fue tan brutal, que para qué contar. Con él y mi viejo pude ver cómo los opuestos se unen a través de la experiencia de vida. Lo llevé a la casa de Chacho, pensaba: se va a armar un quilombo, y no, se amaron a primera vista. Eran dos zorros viejos, tipos con mucha calle, y con qué elegancia obviaron sus diferencias, nunca las plantearon. Oliva le hablaba del pueblo de Stalin, donde había estado, y mi viejo de sus amigos peronistas, empezando por Hugo del Carril. La sabiduría de la vejez. Fue corresponsal de Clarín en Francia cuando se fue exiliado, se llamó Francois Lepot. Fue un aventurero, pero con un costado familiar que nunca perdió, como mi viejo”.
Enrique Pavón Pereyra.
La memoria de Leticia Manauta se descorchó con felicidad. La escritora habló con sinceridad, bajó a una parte de sus recuerdos, volvió a empaparse en ellos: profundizó en ella como si fuera a escribir una novela. Cinco Enriques llegaron a Gualeguay de su mano.
Aprendí de ella, persona y escritora, y me abrió la puerta, una invitación, para saber de la vida y obra de los Enrique que no estaban en mi memoria.
Enrique Oliva.




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