domingo, 21 de septiembre de 2014

Omar Morel: memoria y agradecimiento



Escribo para contar historias y personas. Me considero un trabajador de la memoria. Creo que es una necesidad vital alumbrar el pasado, solo de esta manera es posible un presente y un futuro. Barrio, pueblo, ciudad, provincia, país, región: cada aldea guarda historias, sucedidos, guarda los buenos fantasmas de aquellos habitantes que por distintas razones (por lo general razones lejanas al poder y el dinero) cruzaron la calle para llegar a la otra vereda: por ella se arriba a la maravilla: el recuerdo de la gente simple que construye el cotidiano de la vida.
Hacer este trabajo me hace feliz, cuento historias de Buenos Aires y Gualeguay, historias para ser contadas alrededor de la parrilla y el churrasquero. Y esta felicidad brilla todavía más cuando me encuentro con alguien que también camina hacia el abrazo con los buenos fantasmas.
Acabo de conocer a Omar Morel. Su nombre había aparecido en otras charlas. Morel es un médium gualeyo que utiliza para la construcción de su arte, de su laborar con el pasado y su saludable más allá, herramientas tales como la escritura, la voz y la guitarra. Luego sale acompañado con otros músicos amigos: realiza giras por un Gualeguay de otros tiempos. Podría decirse que a Omar Morel lo llevan por la vida dos pasiones: la memoria y el agradecimiento.
El muchacho declara haber nacido en 1946, es amigo de la palabra simple, y esto, a poco de andar, lo pinta por completo: un alma sincera, un hombre con ideas propias. Lo consulto por la historia de su quehacer guitarrero: “Por qué, no sé, pero supe que iba a tocar la guitarra algún día. Desde chiquito, 10 años. Después, a fines de la década del ‘50 y a principios del ‘60 se produce un milagro en el país: estaba de moda el folclore, ibas a la plaza y había gurises cantando con guitarras y bombos. En mi barrio estaba Deolindo Romero, Rubén Barreto, los Olivera, mis amigos de siempre, todos mayores que yo. Tenían guitarras y me entreveré con ellos, que hicieron un conjunto y ahí anduve, mirando. No faltaba guitarra y aprendí a hacer un tono. En mi casa no sabían de mi inclinación por la guitarra y por escribir. Desde la escuela que tenía ganas de escribir algo, escribía y tiraba, no dejaba rastros. Ahora me arrepiento, porque hasta de más grande tiré todo. Me costó mostrar algo. Por el 73/74 me animé a cantar alguna canción, pero sin decir de quién era. Después supieron los amigos más cercanos. En esos años también tocaba en grupos que hacían música para baile”. Pensé que esa música la tocó para ganarse la moneda, el sustento, pero Omar aclaró: “Soy tipógrafo, armador, desde los 15, cuando conocí la imprenta dije: yo de acá no salgo más. Me perfeccioné, le di mi impronta al oficio. Hoy ya no existe nada de eso. Trabajaba en una imprenta y en el diario Pregón”.
Recuerdos del 74: “El conjunto se llamó ‘Los romanceros’: los hermanos Olivera, Romero, ensayábamos folclore en una casita prestada. Duró poco. Hice mis primeras armas. Cantábamos chacarera, zamba, que estaba de moda. Nombrábamos gente que no conocíamos y paisajes que no habíamos visto, era lo que se escuchaba”. Pero Omar Morel sabía desde temprano que quería andar por un paisaje cercano: “A los 18 conocí a Linares Cardozo en Gualeguay, me dije: esto es lo que voy a hacer. Me gustó la originalidad y la manera como se plantaba en el escenario a defender lo nuestro. Me di cuenta de que este hombre estaba nombrando cosas que yo conocía, que veía todos los días. Hablaba de mi lugar, y eso quise hacer, escribir algo sobre mi casa: Gualeguay”.
Escuché a Morel cantar a su ciudad en “Lo que el tiempo me dejó” (2013, Dirección Musical: Hugo Mena). De “La rosa del litoral”: “Yo soy de ese pago lindo del Gualeguay, / la tierra en que Mastronardi empezó a soñar, / (…) // Soy entrerriano gualeguaycero, / sueño costero de pescador; / montes, cuchillas, patria y leyenda / soy de la tierra de Bruno Alarcón”.
Omar Morel y Hugo Mena
Su declaración jurada de bienes: “Soy escritor, compositor, no me defino como cantor, porque sé las limitaciones que tengo. Yo canto para tratar de mostrar lo que hago, para que lo tomen otros que quizá lo hagan mejor, y ha pasado. Pero si no ocurriera, igual lo seguiría haciendo. Estoy convencido de lo que hago”. Así las vueltas de la vida, Morel cantaba anónimas sus letras en el principio de la historia, y hoy canta, trabaja, para que esas palabras definan ante todo su paisaje como autor.
En “Lo que el tiempo se llevó” escuché: “Lindo tiempo fue aquel tiempo, / que este tiempo se llevó… / como ha de llevarse el tiempo / el canto que canto yo. // (…) // Quiero evocarlo a ‘Catón’ / con ternura y emoción, / él que acompañaba a todos / y a él nadie lo acompañó”. Morel sabe de la existencia del olvido, por eso su apuesta por la memoria, por eso trae de regreso a Catón, el que acompañaba los cortejos fúnebres al cementerio. Por eso nombra, convoca en su hacer, por ejemplo a los músicos de su ciudad. En “Duendes musiqueros”: Mateo Martínez, Julio Arnaudin, Raúl Cardozo, Cartolano, Felimón, Alonso González, “Tino” Moris, “Perico” Núñez, el “Zurdo” Colazo, “Nanque” Nigro, el “Toto” Vera, Alfaro. En “Musiquero y cantor de mi pueblo”: Florindo Giaccio, “Paco” Calcagno, “Cherero” Ríos, Juan Silva, Higinio, Maimone, Rodolfo Barriola, Antoni Toloza. Una mención aparte se lleva “‘Cherero’ Ríos”: “Me comentó el Charaí / que ese acordeón debe ser… / el viejo ‘Cherero’ Ríos / que anda queriendo volver. // ‘Cherero’ nunca tocó / en los grandes escenarios, / siempre anduvo merodeando / los boliches suburbanos. // Solía apagar estrellas / vino adentro en madrugadas / y su acordeón era un rito / por el barrio ‘de las ranas’”.
Consulto a Omar por su manera de componer: “Salgo de casa y puede que me pase algo, ver a alguien, una imagen que me dé pie para hacer un verso, uno. Es una necesidad, en casa busco la guitarra enseguida, eso me ayuda. Soy autodidacta. Trabajo con un grabador. Le pongo música a la parte que tengo, para que eso siga creciendo. Yo no me propongo los temas, el caso de Catón, de Mincho Ibarra, Tito Vecina, un luthier amigo, nacieron. Me he propuesto escribir algo a mis viejos, y nunca pude. Escribo y me ayudo con la guitarra, por ahí la saco en un rato. Música y letra van juntas; si encuentro la música rápido, la letra se facilita. Voy viendo que la música sea una chamarrita, un chamamé, una ranchera, una milonga, más o menos la música que representa a Entre Ríos, trato, pero nunca sé. Han salido cosas que ni yo sé cómo explicarlas. En el momento que compongo (se ríe) que nadie me hable. Las cosas que se pierden por las interrupciones, lo que perdés no lo volvés a encontrar. Después viene revisar, pulir, siempre”.
Omar Morel transitó festivales, caminos: “Anduve por la provincia, en Uruguay, estuve en Cosquín representando a Entre Ríos en la canción inédita. Tengo premios en Santa Elena, en Villaguay. Lo hice por andar, nunca me pareció bien que cuatro o cinco personas digan que una canción es mejor que otra”.
Durante la charla apareció en escena otro de los buenos fantasmas de Gualeguay: “Con orgullo puedo decir que Antonio Castro era amigo mío, a pesar de la diferencia de edad fuimos amigos. Más allá de su arte, Castro era un hombre de convicciones y valores, y era de no claudicar, como me gusta a mí. No fui al velorio, sabía quiénes iban a estar, lo suponía, gente que nunca había movido un dedo por él. Eso me rebela, el cinismo, la hipocresía”. Queda claro luego de una charla con Omar: tiene, defiende, una postura ética. Y esta parada, esta manera de hacer esquina, se ubica lejos de lo absoluto, señala sus pifiadas de humano imperfecto, pero manteniendo en el tiempo una manera de ser, de pensar y reflexionar: “Muchas veces me equivoqué, pero siempre creyendo en lo que pensaba”. Escribió en “Pa’ los de abajo”: “(…) de que haya pocos que tienen mucho / y muchos poco, / que va reñido con la moral. // Dicen que vivo / equivocado, / porque no quiero / vivir pisado. // Dicen que tengo / raras ideas, / porque no busco / las conveniencias”. Esta manera de ver el mundo es fundamental para Omar Morel, quien pensando en sus hijos agrega: “Ellos no van a tener que bajar nunca la mirada cuando me nombren”.
La mirada de Morel es crítica con el corso de hoy, fundamenta sus diferencias en pocas palabras, pero podría hablar sobre el tema durante un día entero: “El corso era una fiesta popular, todos los hermanos esperábamos el corso, toda la gente, porque ante todo era gratis. Participaban los barrios con las murgas, y eso se dejó de hacer. Para que exista este espectáculo hermoso que se hace hoy, que no debería llamarse corso, existió el corso verdadero. La gente que hizo aquellos corsos ni sus hijos: ellos no pueden ir a estos: hay que pagar una entrada, ocupar una silla, una mesa, y no te podés mover. El corso verdadero era participativo, además se acabó el disfraz, la mascarita, la murga, el alma del corso. Las murgas cantaban versos que se imprimían en libritos, y esos versos tenían latiguillos, si el intendente no arreglaba la calle, se lo decían, por eso los militares prohibieron la fiesta”. Recuerda a sus padres entre el corso y su hacer: “El corso era el único lugar al que iba mi vieja. Mis viejos me apoyaban, pero ninguno de ellos me vio en un escenario. Mi viejo era andador, pero no iba a verme, y mi vieja no salía de casa, ella siempre fue un misterio. Era feliz en su casa”.
Este gualeyo hace memoria de su paisaje y de su gente: cuenta su aldea. Tiene claro que existe esta Gualeguay porque existió otra, la de ayer, y en ella: existieron otros gualeyos, los hoy ausentes. Hubo otra Gualeguay y sigue habitada en el agradecido quehacer musiquero de Omar Morel.

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