domingo, 18 de enero de 2015

El mural de los amigos

Con un poco de viento a favor en los misteriosos vaivenes del destino, el interior del hombre puede estar habitado por un puñado de almas que tengan en gran estima a sus patrias internas. La amistad era una patria interna de Roberto “Cachete” González. Sus amigos de patrias internas llevar: Cacho Gálligo, Juan José Manauta, Hamlet Lima Quintana, Horacio Guarany, Armando Tejada Gómez, Juan “Tata” Cedrón, Roberto Alifano, y solo por citar un puñado, prueban que nuestro gualeyo ilustre rendía comprometido culto a la amistad.
Cachete González (izq.) junto a Juan Carlos Benítez, dibujante (pro. a la der.)
Leticia Manauta, hija del Chacho, recuerda una etapa un tanto complicada de Cachete, los tiempos finales cuando la bebida le jugaba en contra, y a ello se sumaba una compulsión que lo llevaba a avanzar sobre las mujeres, pero luego profundiza en el viaje al pasado: “Por supuesto que conocí otro Cachete, yo tendría 10 u 11 años y él sería un muchacho de veintipico. Bebía mucho pero hablaba de arte, leía, se interesaba por lo que le escuchaba hablar a papá. Se llevaba libros de casa, era una especie de ‘hijo adoptado’ por Juan José. Absorbía como esponja. Hay un cuento ‘Ajenjo para tres’ donde es uno de los tres personajes, y el otro, además del autor, es el propio Borges. Así que creo que el crédito que Juan José le daba a su talento era mucho. Ese cuento es maravilloso y además explica la clase de amigos que eran en ese entonces Juan José y Cachete. Papá quizá replicaba, aunque ahora en el rol inverso, la relación que tuvo con Juanele en su juventud: eso de maestro-discípulo. Claro, después con los años, eso se va emparejando”.
Juan José Manauta
El comienzo de “Ajenjo para tres” es, efectivamente, una pintura de la amistad entre estos dos gualeyos egregios: “Con el pintor entrerriano Roberto González tuvimos una amistad de más de veinte años, una buena amistad, con sus altibajos, como en las mejores. Pero la relación fue siempre pareja e invariable en la admiración por el autor de ‘Hombre de la esquina rosada’. No recuerdo ninguna conversación con Roberto en la que de alguna manera no apareciera Borges y no terminara en lo que con el tiempo se transformó en una constante. A él le encantaba que yo dijera, no que leyera, ‘Fundación mitológica de Buenos Aires’ (así: ‘mitológica’ y no ‘mítica’, como fue después, por muy buenas razones que avalaron la variante), porque trascartón él no osaba callar, también de memoria, ‘El general Quiroga va en coche al muere’. Allí terminaba cualquier desavenencia que nos pudiera enfrentar, y allí se consolidaba también una amistad que duró hasta su muerte. Si alguna vez nos enojamos con mayor énfasis con González, creo que ambos sabíamos de antemano que la reconciliación sobrevendría no bien nos viéramos las caras y blandiéramos uno contra otro esos dos poemas como armas de paz. Todo esto ocurría en cualquier parte, donde nos encontráramos. Podía ser en Gualeguay, en mi casa o en la del Negro Veiravé, donde solía llegar Juan L. a tomar mate; podía suceder aquí cerca, en Olivos, en casa de Wernicke, donde sabía venir su tocayo, el oriental Enrique Amorim, a quien, precisamente, Borges le había dedicado ‘Hombre de la esquina rosada’.
La amistad entre González y Manauta tiene una arista que roza el universo de lo fantástico. La historia de un mural los hermana en la maravilla de cierto tipo de feliz locura, cuenta Leticia: “Parte de la pinacoteca de mi viejo son obras de Cachete, hay un  cuadro que le tocó a mi hermana Adriana. Se supone que los regalaba, pero papá los pagaba. Cuando Roberto se casó se fueron a vivir a Vicente López, a dos cuadras de nuestra casa, la nuestra alquilada, quiero decir: no sobraba. Ellos se ubicaron en un hotel, que todavía existe, a dos cuadras, Melo y Libertador. Mi viejo pagaba el hotel, porque en ese entonces Cachete empezó un mural en nuestro living. Fijate la locura de todos, o la bohemia. En una casa: dos ambientes grandes, baño y cocina, alquilada, se pone a hacer un mural sobre ‘Las tierras blancas’, la novela de papá. Recuerdo que la cara de La madre era la de Lydia, la mujer de Cachete, con esa misma expresión trágica que supongo tuvo toda su vida. No era fácil vivir con ese hombre. Ya estaba embarazada, así que flaquísima y con pancita parecía Olivia. El rostro de Odiseo era lejanamente el de un Cachete niño, también con expresión de tristeza inacabable, y de fondo perros y una inundación del río Gualeguay. Con ese fondo dormíamos Adriana y yo en aquel living que a todos asombraba. No era frecuente tener un mural en el living. En ese período, que fueron varios meses, el acuerdo debe haber sido que papá corría con los gastos de manutención del artista y su esposa. Cachete era motivo de discusión entre mis padres, precisamente por el tema del dinero, ya que mi vieja trabajaba y en general corría con los gastos de la casa”.
El relato de Leticia detalla la vida cotidiana bajo la presencia inexorable del mural: “Como te dije, La madre tenía la cara de Lydia, el nene tenía cara de Cachete, y estaba Odiseo de espaldas. Había otros nenitos, el fondo era el río, mucho color: mi recuerdo me dice que era un buen mural. Era un absurdo en sí mismo. No tenías perspectiva para verlo. Era un living, sobre la pared del baño. Yo tendría 12/13, mi hermana 5 años menor. Dormíamos en ese living, en un sofá cama, Adriana en la camita de abajo. Toda mi adolescencia, hasta que me fui de esa casa, dormí al lado del mural. Lo tenía en las narices, a mis espaldas. El mural en la mesa de los domingos que se armaba en ese living, venía: Mercedes Sosa, Oscar Matus, Fabiancito, Bárbara Mujica y David Stivel, Armando Tejada Gómez, Horacio Guarany, Zenón Godoy y su esposa Marcela, Ema Barrandéguy, eran habitués de Vicente López. También estuvo allí Juanele cuando volvió de China, y alguna otra vez que pasó por Buenos Aires; David Viñas con su mujer y sus hijos, ambos desaparecidos; Susana Mayo, actriz, después se casó con Joe Rígoli; Helena Tritek, hoy famosa directora de teatro, que fue mujer de Augusto Fernández, en ese entonces era una actriz muy pero muy joven; Lautaro Murúa y su esposa e hijo; Augusto Roa Bastos, el poeta Elvio Romero. La casa minúscula, pero se armaban los ravioles del domingo y todo el mundo tenía como fondo el mural. Después nos íbamos a tomar mate a la playa de Olivos, y hacíamos mucha vida de río en verano. Vivíamos a una cuadra de la playa y a seis del famoso balneario: El ancla”.
Ellos, los responsables: “Los dos planificaron el mural. Cachete venía con el boceto y lo discutía con mi viejo. En ese momento se produce su encuentro con Lydia, su casamiento. Ella lo ayudó en el mural porque también pintaba. Cuando se casaron me acuerdo que se hizo algo en casa, una copa. Ellos vivieron en el hotel mientras duró el trabajo en el mural. Se armaba lío entre mis viejos, porque la guita no alcanzaba. Cachete marcó las paredes con una herramienta parecida a la que corta los ravioles, después trazó las líneas. El río tenía una presencia fundamental. Creo que ni nosotros le dimos el valor que el trabajo tenía. Se convirtió en parte de la casa, sorprendía a los visitantes”.
En la memoria de Leticia las imágenes, los pensamientos, van de ronda: “Tengo recuerdos de haber estado en Gualeguay, en la quinta de mis abuelos, y ver que Cachete venía caminando por el campo, por la parte de atrás de la casa. Viví la relación de ellos como una de maestro-alumno, mi viejo era mayor. Creo que Cachete lo sentía como un referente del que aprendía cosas. Pero también discutían mucho. Mi viejo se copió de los mecenas del renacimiento, pero sin un mango. Era esa situación en un espacio más reducido. Nos íbamos todos del departamento y Cachete pintaba durante la tarde. Había un mueblecito donde se guardaban algunas botellas, no de vino, sino de bebida blanca, y bajaban de manera sostenida. Otro motivo de pelea entre mis viejos. Creo que mi vejo nunca le dijo nada”.
Las hermanas Manauta tomaron la posta, luego de la separación de sus padres: “Después, cuando mi papá ya no estuvo en la casa, fue suplantada esa forma de convocar gente por nosotras, por ejemplo, yo era muy amiga de Carlos Marcucci, y él tenía una editorial: Los humoristas, donde yo trabajé un tiempo, conocí mucha gente, incluido Alejandro Dolina. Él venía a casa con una guitarra y se ponía en un rincón a tocar. Mi hermana estaba absolutamente enamorada. Era muy callado y se conectaba a través de la guitarra, ya era músico. Venían compañeros de la militancia. Esa cosa de invitar a la gente, se mantuvo. Frente al mural estuvieron los muchachos de la revista Opium: Reinaldo Mariani, Ruy Bartolomé; Luis Luchi, Juana Bignozzi, Amílcar Romero, y tantos otros”.
Adriana Manauta aporta su recuerdo: “Cachete y mi papá eran muy amigos. Eran del mismo pueblo, y tenían la misma ideología. Cuando se hizo el mural, Cachete vivía en un hotel rantifuso, hoy es una hermosa casa arreglada y hotel más pretencioso. Sé que se demoró bastante, que mi papá pagaba los materiales y el vino que consumía el pintor, era difícil. Ninguno de mis amigos tenía un mural en su casa. Era fines de la década del 50. Ese living y el pasillo de entrada estaban llenos de cuadros originales, regalos de los amigos pintores, o comprados a esos amigos: Berni, Castagnino, Cachete, Gavagnin, López Claro, la gran Aída Carballo, y por supuesto, libros por doquier. Por ejemplo, por aquella época (1957) Cachete me regaló un dibujo para mi cumpleaños de 6, qué privilegio. También en esa época nos dio algunas clases de dibujo  a Leticia y a mí. Tengo otros cuadros, algo así como la Pintura de Cachete en las diferentes décadas: un pequeño y entrañable cuadrito, solo por el tamaño lo de cuadrito, que le regaló a mi mamá cuando vivíamos en un ambiente con patio en el barrio de San Cristóbal, y también otro de los 70. Recuerdo que al mural lo fue ganando la humedad”.

Queda dicho, la patria interna que guarda la amistad tiene sus felices riesgos.

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