domingo, 29 de noviembre de 2015

Gualeguay: alegrías y tristezas




Las historias se acomodan en la memoria haciendo ronda, amigable remolino entre los días. Una persona se construye con pequeñas memorias, y también el lugar, el barrio, la ciudad, a través de esas pequeñas luces, que son, en definitiva, las que alumbran el camino de la vida. Es el deseo primero, la pulsión vital, lograr una memoria con la mayor cantidad de luces: recuerdos buenos. Creo que todos, al menos entre los primeros impulsos, esperan una buena cosecha desde la verdura de los momentos. Es necesario resguardar, si se hicieron bien los deberes y se respetaron los derechos, estos logros positivos, felices. Porque hay que saber que el ser humano, de perfecto, nada; distintos niveles de desbarranque o infelicidades cargaremos todos, nosotros como personas, y nosotros como sociedad. Pretendo contar algunas historias que tienen que ver con Gualeguay que, debido a su gente, guarda alegrías y tristezas.
Los encuentros con la poeta Tuky Carboni son una oportunidad de conocer el pasado de la ciudad y sus habitantes. Su memoria se ve contenida en los reflejos del presente. Tuky sabe de la importancia fundamental del pasado. El pasado es la madre.
Desde el ayer, la poeta recuerda una situación de la que fue testigo: “Le decían Cuarto Litro porque era muy chiquito, Camillión de apellido. Trabajaba como cobrador de algo. Cuarto Litro buscaba pareja de acuerdo a su tamaño. Yo tenía una tía que era chiquita; y tenía hermanas altas, igual que yo, chiquita y mis hermanos altos. Él se había enamorado de mi tía, o por lo menos le había echado el ojo. Se apersonó frente a mi abuelo, que era un personaje muy serio y circunspecto, para pedirle la mano de mi tía Virginia. Mi abuelo le dijo que primero tenía que hablar con ella, y que si ella lo aceptaba, él no tenía ningún inconveniente. Cuarto Litro quería algo educado, formal y respetuoso. Mi abuelo le preguntó a Virginia. Mi tía dijo que no tenía nada que ver con el caballero, que nunca le había hablado más allá de un saludo. Asombrado, mi abuelo le explicó que le había pedido la mano. Un día, yo estaba junto a mi tía en el balcón de la casa de mis padres. Llovía bastante. Y pasa Cuarto Litro manejando una bicicleta. Iba con paraguas y usaba sombrero. Cuando la ve a mi tía, de educado nomás, soltó el manubrio para saludar con el sombrero. No paró hasta la cuneta con agua”.
Pienso en este momento como una secuencia posible dentro de una película de Chaplin, y sí, me digo, Chaplin también anduvo por Gualeguay.
Tuky trae al presente a otro personaje: “Josengo, el torito. Era un disminuido. Pobre, andaba siempre muy sucio. Hubo dos cines en Gualeguay: el Variedades y el Mayo. Josengo se recorría las calles repitiendo la información que le habían dado sobre las películas que estaban en cartelera. Medio tartamudeando, pero cumplía con su tarea. Y esperaba la monedita. Se daba una vuelta con las películas de un cine, y después una más con las del otro. Era bajito y gordito. No sabía leer, le contaban aquello que después repetía. Era de apellido Muñoz”.
Me pregunto si Josengo habrá sido uno de los retratados por Juancito Kayayán, el fotógrafo; me pregunto si habrá tenido esa suerte este habitante de los bordes de la sociedad, este trabajador con una ocupación tan poética como es andar por los días contando historias.
Después de la risa y la poesía, le pedí a Tuky que me contara de las otras historias: “Yo tendría 11 años. Año 50, 51. Lo conocíamos como Tatú. Era un marginal. No conozco su nombre real. No tengo idea si era naturalmente disminuido, o si era así de tanto beber. En ese momento habrá tenido unos 50 años. Tatú tenía sus códigos. Si él iba a una casa, y salía a atender una criatura, él pedía por un mayor: Llámeme el patroncito. En casa salía mi padre o mi madre. Tatú ahí sí pedía: Señor, por qué no me da un vaso de vino, o una monedita para comprar vino. No mentía. Él pedía para el vino. Mi padre siempre le daba. Por casa iba una vez a la semana. Era buena persona, simpático, respetuoso, y repito, con sus códigos, a los chicos no los abrumaba con su vicio. No teníamos idea desde dónde venía, dónde vivía. Una vez, unos ‘jóvenes bien’ se quisieron divertir, y lo convidaron con un vaso de querosén. Tatú tomaba con desesperación. Cuando se dio cuenta, ya era tarde. El vaso ya estaba adentro. Siguió la intoxicación y la muerte. Habrá sido en el año 53. Nos dolió a todos, porque dentro de su marginalidad tenía ciertos valores y códigos que él respetaba y hacía respetar. En Gualeguay nadie hizo nada. Su muerte quedó como muerte accidental. Puede que la población haya hecho juicio sobre los culpables. No sé quiénes fueron. Pero nada hizo la justicia. Como era un marginal nadie se molestó en hacer una investigación. Se tapó todo. Siempre se dijo que habían sido ‘niños del centro’. Era un personaje de pueblo, todo el mundo sabía quién era Tatú, como todo el mundo sabía quién era Catón”.
De tapar se trata muchas veces en las historias: “Como taparon la muerte de la chica Salatino. Creo que era sobrina del Sapo Salatino, que trabajaba con su mateo en la plaza. Era un trabajador responsable y muy puntual. Una familia modesta. Esta chica Salatino vivía con la abuela. No sé si tenía padres. Era joven, habrá tenido 17, 18 años. Un día le dijo a la abuela: Me voy a una fiesta. Y nunca volvió. La encontraron atada con alambre a una piedra. Para que no flotara, porque la tiraron al río. Las barbaridades que le habrán hecho. Se les murió. Cuando encontraron el cadáver, la policía fue a preguntarle a la abuela si la nieta había vuelto. Les respondió que no, pero que iba a volver: ‘Porque ahí tiene ropita colgada en la soga’. Esa respuesta me despertó siempre mucha ternura. Una expresión de deseo. A los ‘niños bien’ que lo hicieron, ni la cola de la justicia les pasó”.
Foto de Adriana González.
Tuky me sugirió que sobre La Salatino hablara con Adriana González, profesora de lengua y literatura, que había investigado sobre el caso. Adriana es autora de un relato de ficción titulado “Las tunas”, el lugar donde ocurrió el asesinato. Su testimonio presenta diferencias con lo recordado por Tuky, pero sí coincide en lo central: el silencio, la protección de los asesinos, como en el caso de Tatú. Cuenta Adriana: “Yo era chica. La historia me la contó mi mamá a manera de lección. Después pregunté. Ocurrió en los primeros años de los ’50. El relato que escribí hace centro en las emociones de La Salatino. Yo nunca confirmé que la hayan encontrado en el río. Según los relatos que obtuve, la encontraron dentro del chalet, que era un bulín. Los asesinos fueron 4 o 5. Al parecer, uno era el noviecito, y la entregó. Era una ‘negrita’ de la costa del río que consiguió novio con plata. Tenía entre 18 y 20 años. Busqué el parte policial en el diario, pero no lo encontré. Seguro debe estar la noticia de cuando inculparon al linyera que cuidaba el chalet. Una vez pude entrar en el lugar, encontré la puerta abierta. Tiene un sótano con una mesa de cemento en el centro. Calculo que habrá sucedido ahí”.
Del texto de Adriana González señalo: “(…) Los conocía a todos. Chicos bien. Niños ricos. Que burlaban la buena fe de las niñas y estafaban corazones acobardados, o acostumbrados a perder. Nunca la soledad y la desesperación le habían parecido tan enormes, o tan terribles. No servía gritar. Ni llorar. Ni pelear. El primer cigarrillo le hizo arder el corazón. El segundo la piel entera del cuerpo. (…) La vida tiene sus vueltas, y muchas veces las verdades quedan encerradas o disfrazadas, como ahora, en un chalet como el de ‘Las tunas’”.
Las Tunas. Foto de Adriana González.
Tuky recordó que al parecer al linyera le dieron dinero para que se hiciera cargo del delito.
Este tipo de silencio, que es mitad sombra y barro, mitad niebla espesa, y ante todo, pura injusticia, desborda la copa y cae, certero, sobre los inocentes que nada más pensaban en cómo afrontar los días.
Pienso en los asesinos de Tatú, en los asesinos de La Salatino. Los imagino ocupando ya su lugar entre los muertos. Me pregunto por sus vidas siendo parte del poder que compra la riqueza; me pregunto cómo habrá sido ser padres, posiblemente de mujeres que en un momento tuvieron la edad de La Salatino; me pregunto de qué manera, siendo fantasmas, habrán hecho con la cuestión del “descansa en paz”.
Las distintas versiones que pueden circular sobre historias como la de Tatú y La Salatino, son propias del boca a boca; queda a salvo el núcleo: la injusticia, el salvajismo del abusador con el abusado, en estos casos, con los asesinados. Toda lógica distorsión oral se ve acentuada además por la existencia del silencio y sus cómplices necesarios.
En bicicleta va el Chaplin gualeyo; sueño que Josengo me cuenta una película sobre un crimen que no tiene culpables; le invito un vaso de vino a Tatú, y pido un novio bueno para La Salatino. Todo este paisaje, me digo, fue Gualeguay.

Cuántas alegrías y tristezas seremos capaces de dar nosotros en el presente que nace con cada día.

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