Poco después de mi llegada a Gualeguay, hace ya más de dos años y medio,
me enteré de la existencia de Catón y de su actividad cotidiana hasta
aproximadamente 1970, fecha hipotética de su muerte. Desde que supe que
acompañaba a los muertos hasta el cementerio, de manera inevitable empecé a
preguntar sobre él, sobre cómo era su vida, qué recordaban los gualeyos sobre
este personaje que habitara los márgenes de la sociedad.
Jorge Surraco |
Fue una tentación hacer la consulta a Jorge Surraco, como escribí la
semana pasada, un hombre generoso, un buen tipo, una figura atípica en los
muchas veces confusos territorios de la
cultura.
Jorge me contaba lo siguiente en el correo del 11/03/ 2015: “A Catón lo
conocí en mi infancia. Tengo de él una imagen imborrable. Mi padre tenía un
negocio en una de las esquinas de Pancho Ramírez y Rosario Tala. En esos años,
las calles de ese barrio eran de tierra y la única empedrada era San Lorenzo,
única que permitía llegar al cementerio desde el centro. Obvio es decir que por
allí pasaban todos los cortejos fúnebres. Yo tenía la costumbre de sentarme en
el umbral del local de mi padre, para ver pasar a la distancia de una cuadra,
lo que llamaban entonces ‘acompañamientos’. Era algo muy impactante: coches
negros, con ornamentos barrocos, tirados por caballos negros con penachos
enormes en sus cabezas, también negros. Eran dos coches abiertos, uno para el
féretro y otro para las flores; dos o tres berlinas cerradas para los deudos
íntimos y a continuación varios coches de plaza que llevaban a otras personas.
No recuerdo haber visto automóviles pero sí, cuando el cortejo era modesto,
sulkys, jardineras, hasta algún carro chico y gente de a caballo. Y siempre,
indefectiblemente, en todos, Catón caminando detrás del primer coche que
trasladaba al difunto. Algunas veces, de la mano de mi madre, llegábamos hasta
la esquina de San Lorenzo para ver pasar un cortejo en especial. Mi atención quedaba
fija en Catón: lo veía, desde mi estatura de gurí, enormemente alto, muy flaco
y encorvado, alpargatas y pantalones que no le llegaban a los tobillos, y
alguna prenda liviana sobre el torso.
Estos son algunos tramos de los bocetos de la libreta de apuntes sobre
mi infancia en Gualeguay, con recuerdos de mi vida personal, y otros personajes
como Catón que conocí, sobre lo que estoy escribiendo varios cuentos para
nutrir el repertorio de mi ocupación de Narrador Oral (prefiero cuentacuentos),
en bares, centros culturales y escuelas de barrios de Buenos Aires”.
Hice algunas preguntas, por ejemplo, qué tipo de negocio tenía su padre
cuando él, desde el umbral, veía pasar a Catón, pero enseguida amplió la mirada
sobre otro negocio. Jorge escribió el 13/03/2015: “Edgardo: sos muy amable,
pero no ando por las alturas de los 70, sino por las bajuras de los 80. Te
llevo casi el 50% de los tuyos. Bueno, esto es para jugar un poco con las
matemáticas.
En cuanto al negocio de mi padre, te cuento: en Pancho Ramírez y Rosario
Tala tenía, según recuerdo, un almacén típico de pueblos del interior.
En cambio en La Calle Ancha y Hereñú, la cosa se había ampliado. Era una
esquina con varios locales. En la esquina estaba el almacén. Por Hereñú había
un local como despacho de pan que se producía en una panadería (no recuerdo
cual, posiblemente Picaso). En el mismo local, por la mañana se vendía leche
que traían del campo. Por la Calle Ancha, pegado a la esquina, había otro local
donde había un ‘despacho de bebidas’, y al lado de este, otro local con
carnicería, pero que no era de mi padre, sino que éste alquilaba el local a un
carnicero que trabajaba por su cuenta.
Además, como te dije en el anterior mensaje, la casa, corrales, quinta y
otras dependencias, como galpones y otras edificaciones, ocupaban casi toda esa
manzana. Allí se desarrollaban otras actividades como comprar huesos secos y
pelados que la gente encontraba en los baldíos y campos, objetos de hierro,
vidrios y no recuerdo que más (una especie de acopio de recicladores de pequeña
escala), elementos que luego mi padre vendía no sé a dónde; lo que recuerdo es
que se lo embarcaba en el ferrocarril. A veces, cuando estos elementos eran una
cantidad importante, un empleado iba con un carro a recogerlo y llevaba una ‘romana’
para establecer el pesaje (desde luego el precio que se estipulaba era por
kilo). Recuerdo esto muy bien porque más de una vez yo participaba de estos
viajes que para mí eran una gran aventura.
Recuerdo a mi viejo y a mi vieja laburando todo el día, desde muy
temprano hasta bien entrada la noche. Veo que antes de acostarse, mi viejo,
hacía un matambre relleno para vender a los parroquianos en rodajas en el
despacho de bebidas. Terminado el matambre, encendía el ‘Primus’; colocaba una
olla con agua sobre la llama, adentro el matambre y se acostaba a dormir. Tenía
calculada la carga de querosén del ‘Primus’ para que al terminarse, se apagara,
pero ya con el matambre a punto. Cuando se levantaba, sacaba el matambre y lo
ponía a enfriar sin prensar, es decir que era un matambre no apto para
disminuir el colesterol”.
Trabajé sobre estos testimonios de Jorge Surraco, como anoté la semana
pasada, nacidos de manera casual y que hoy dan forma a esta segunda parte de
una entrevista, que debía suceder quizás en estos días de 2016. Pero no hubo
oportunidad de futuro, y entonces bienvenido el pasado, bienvenida siempre la
memoria, una de las mejores amigas a cosechar en esta vida.
Consigno un fragmento de la novela que escribo: “(…) Siempre, en todos
los acompañamientos, Catón caminaba detrás del coche que llevaba al difunto.
Desde el umbral Jorge veía pasar el cortejo, y enseguida ubicaba el
objeto de su interés: Catón.
Desde el umbral veía que en el cruce de calles la suerte le había desplegado
la pantalla de un cine callejero. Entre las ochavas transitaba una película
donde Catón era actor principal. (…) Jorge Surraco, ya no tan gurí, con setenta
años largos, sigue viendo la misma película. La filmó ayer en su memoria, y hoy
decidió hacerla cuento”.
De esta manera entraba el recuerdo del documentalista en mi libro.
Todo relato es una mezcla de ficción y realidad. Ser escritor es
trabajar con la verdad y la mentira, es saber administrarlas, puede que la
ficción nazca de la realidad, y puede suceder de manera inversa, a veces qué
mejor que una mentira bien contada para entender el paisaje y su personaje
principal. Anoté en la novela la figura de Jorge: “(…) Jorge, el muchachito que
veía pasar los cortejos fúnebres desde el umbral del almacén de su padre, con
la mudanza, perdió su cercanía con el cine callejero donde descubría una y otra
vez a Catón. Pero este nuevo domicilio le permitió ser testigo esporádico de
algunos planos secuencia por demás interesantes.
(…) Un día Jorge descubrió a Catón parado en la esquina. Olvidó al
instante el encargo hecho por su padre. Catón avanzó hacia el despacho de
bebidas. Asomó la cabeza, el local estaba casi vacío. Cuando Jorge vio aparecer
a su papá, abandonó su posición de testigo. Esperó a un lado de la puerta.
Catón salió comiendo un pedazo de matambre sobre media galleta. Era un hombre
feliz. Caminó por el lugar mientras comía. Era cerca del mediodía en un día de
primavera del año 50. Jorge lo seguía a unos metros. Catón se asomó al portón
por donde entraba la gente que vendía lo hallado en los caminos. Todos lo
miraban. Lo reconocían. Alguna sonrisa, un saludo a la distancia. Y después,
como si no estuviera.
Él comía y miraba. No habló con nadie.
Jorge Surraco filmó la misma película unas tres veces en su memoria.
Su personaje en movimiento, visto de cerca y a la distancia, avanzaba,
atravesaba diferentes escenarios.
Catón seguía contando su historia”.
De esta manera, estoy convencido, Jorge Surraco, el documentalista,
sigue haciendo cine en su lugar en el mundo: Gualeguay.
El 14/03/2015 recibí estas líneas: “Edgardo: Confieso que nunca, ni en
mis delirantes fantasías, imaginé que alguno de mis fantasmas podría participar
en la trama de una novela o un cuento que no fuera escrito por mí. Se agradece sinceramente”.
Todo lo relatado en estas dos notas: el testimonio, la memoria de Jorge,
y el tono utilizado en cada respuesta, en ello está la razón de mi tristeza
frente a su muerte.
Me gusta Gualeguay, mi nueva ciudad, porque en ella o desde ella, conocí
buena gente, personas con una manera de mirar que va más lejos de la relativa
chatura de lo cotidiano, y también hice amigos entre los buenos fantasmas que
en ella o desde ella me habitan, nos habitan. Esta situación de contacto entre
distintos mundos, esta confluencia, este río que junta orillas, es lo que hace
de Gualeguay un lugar de vida y misterio.
Catón acompañó a Jorge Surraco, o mejor, se acompañaron hasta la memoria,
siempre.
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