La lectura de un libro puede ser, además de un acto de valentía (nadie
sabe qué será de su vida después del convite: en qué medida esa lectura, ese
testimonio o historia podrá alentar o condicionar nuestro futuro), el inicio de
un viaje por el propio territorio donde se desarrollan nuestras almas más
preciadas. Porque el lector lee desde su experiencia personal, desde sus
señales, desde esas esquinas de barrio que fundaron su identidad. Las lecturas
son tantas, y diferentes, como lectores se hayan acercado al texto de la obra.
Recuerdo que en la presentación de uno de sus libros, en la Peña del Colorado, en
Palermo, Buenos Aires, el poeta Marcos Silber, acompañado de otro poeta, el
Teuco Castilla, afirmó que cada lector completa el libro con su lectura. Es en
ese viaje que el lector quedará prendado de señales, de historias, de astillas
placenteras que harán carne en la memoria; y de ese mismo libro, otro lector,
guardará pistas o vivencias distintas: cada lectura es un mundo.
En esto pensaba mientras iniciaba un viaje notable. Ya lo tildo de
notable, porque mi asombro, mi voracidad, mi memoria, se vio tentada desde el
inicio. Un gran libro tengo entre manos, y cuando esto me sucede, de manera
inevitable, trato de contar, de avisar la dirección de la lectura. Leo desde
hace un tiempito el libro “Memorias de un provinciano” (1967) de Carlos
Mastronardi (1901-1976), ilustre escritor gualeyo.
Carlos Mastronardi |
El ejemplar es un préstamo del amigo Deolindo Romero, por lo tanto no
puedo marcar, dejar mi rastro entre sus páginas, como hago desde que me di
cuenta del error que significa no dejar señales del viaje lector. Si mi
lapicera roja de punta fina estuviera autorizada, mi primera señal hubiera
recaído sobre una imagen de dolor, que magistralmente cuenta, en pocas líneas,
don Mastronardi: “(…) A esa edad puede uno ignorar la causa, pero siempre
participa de la congoja que lo rodea. Estos hechos corresponden a los últimos
momentos de mi hermano; no puedo decir con precisión si aún vivía cuando
presencié la triste, la insólita escena: Agitada, fuera de sí, tratando de
recurrir a lo imposible, mi madre se inclinaba sobre Arturo, cuya respiración tal
vez había cesado, para mojar su frente con agua helada. Incoherente, pidiendo
ayuda a todos ya desordenada por la desesperación, se acercó nuevamente a él
para allegarle aire con un convulso abanico. Ese día se grabó con tanta
intensidad en mí que puedo recordarlo más de medio siglo después. Nunca logré
saber, y quizá no lo supieron los adultos de entonces, si mi madre, perdida en
su dolor, no estuvo abanicando a un muerto. (…)”.
Siempre pienso en la muerte, para saber que está, para no perder de
vista algo esencial: un día no voy a estar, luego, está mal dejar la vida para
mañana. También me interesa desde temprana edad, el mundo de los fantasmas, que
los hay de distinto tipo; Mastronardi cuenta la aparición de uno muy humano: “(…)
Cierta noche en que la tía Adela, aún soltera, se preparaba para ir a un baile,
mi abuelo quiso verla, es decir, quiso apreciar su aspecto y su vestido de
fiesta. Serían las diez de la noche cuando, espectral y tembloroso, se levantó
de la cama para allegarse a su hija. Hizo acercar una lámpara y, a pesar de su
visión nublada, la contempló largo rato. Nunca andaba por la casa a esa hora.
Dadas las circunstancias, se hubiera dicho que un ser de otro mundo había
entrado en la habitación. Este pequeño episodio nocturno me pareció extraordinario.
(…)”.
La casa de infancia, qué tema, quién no vuelve a ella buscando alguna
pista, la punta de una explicación, afirma Mastronardi: “(…) (La casa paterna
era bulliciosa y vehemente. De ahí, más tarde, mi voz apagada y mi propensión a
la penumbra). (…)”.
“Memorias de un provinciano” se construye al ritmo de pequeñas miradas,
reflexiones mezcladas con el nudo de una historia, una anécdota. Algunas un
poco más extensas que otras, todas narradas de manera impecable. Imagino un
Mastronardi trabajando a conciencia esta prosa: tranquila, sustanciosa,
caudalosa, de alguna manera transita como lo hace el río.
El autor se recuerda niño asombrado en una lejana Gualeguay: “(…) El
aeronauta Silimbani no sólo fue motivo de conversación, sino que estuvo en Gualeguay,
donde lo vi ascender en su prodigioso globo. Precedido por una popularidad que
acentuó la tragedia, atrajo al vecindario el día en que, desde un descampado
próximo a la planta urbana, soltó las amarras de su aeróstato. Pienso que lo
precedió la tragedia, pero mi aserto, referido a la muy lejana fecha de su
visita, no excluye la duda. Si lo acompañó su mujer, que murió ahogada en el
Río de la Plata, justamente en una de las famosas pruebas, su visita no pudo
ser posterior al año 1904. Me inclino a pensar que fue solo, después del
deplorable accidente. La pareja utilizaba primitivos globos de aire caliente,
pero en vez de ubicarse en la habitual barquilla viajaba sobre la barra de un
trapecio que pendía de aquéllos. Mientras cumplía con su marido uno de esos
ejercicios de acrobacia aérea, el globo de Antonieta de Silimbani, fue llevado
hacia el río por una fuerte ráfaga, al tiempo que perdía altura. El viudo, si
no recuerdo mal, siguió fiel a su vocación de navegante aéreo. Como Buenos
Aires lo celebraba, la gente de mi pueblo quiso presenciar sus proezas. Vestía
una chaqueta de raso donde brillaban numerosas medallas. Trabajaba bajo el
signo de la modernidad, pues, además de arrojarse al cielo, divulgaba las
excelencias de los nuevos productos fabriles. Conseguí deletrear este anuncio,
áureamente escrito sobre el cinturón que ceñía la chaqueta: ‘Cigarrillos siglo
XX’. Con tensa emoción lo vi perderse en el cielo. Su hazaña fue largamente
comentada en aquel medio donde lo imprevisto obligaba a la gratitud. Desde
entonces, de toda mujer rolliza o físicamente considerable, la gente decía: ‘Es
el globo de Silimbani’. (…)”.
La inevitable construcción poética en la prosa de Mastronardi, regala
pasajes de maravilla, el escritor toma prestado al lector y lo transporta: un
viaje en el tiempo fue visitar a las hermanas Hemprich, y entre el relato, otra
vez, el pensamiento, la reflexión, el testimonio sobre la manera de llevar la
vida adelante por parte de los otros. Curiosidad, intriga, misterio, lástima,
así como podemos ver al otro, así somos mirados en nuestra construcción, en nuestra
normalidad: “(…) Las hermanas Hemprich, que repecharon los años tan unidas como
puede estarlo el cauce a su caudal, eran un solo espíritu con dos apariencias
corpóreas. Modosas, discretas y complementarias, se plasmaron y cumplieron por
acción recíproca. Si bien nacidas en Alemania, la influencia del ambiente fue
más fuerte que la de sus antepasados. Cuando las conocí, ya muy acriolladas,
repartían sus horas entre el trabajo y alguna visita o alguna función de
teatro. Cuarenta años después, repartían sus horas entre el trabajo y alguna
visita o alguna función cinematográfica. Como escondidas en sus honestos
hábitos, se hubiera dicho que las mudanzas del tiempo no podían rozarlas. Acaso
el hecho de andar siempre juntas permitía verlas, más allá de las
circunstancias, desde la perspectiva en que vemos el fondo mismo del destino.
Eran agradables y, en su hora, supieron de agasajos y galanteos, pero la vida
las dejó donde las había encontrado. Determinadas por los demás, fueron lo que
el pueblo quiso que fueran. Supe que tras muchos afanes, redondearon una
discreta fortuna, pero nunca supe con qué objeto. Tal vez ya era tarde para
introducir cambios en su vida; en la gente madura, el imperio de la costumbre
promueve un manso placer que desaloja y hace vanos los demás placeres. Cuando
el pasado es más grande que el futuro, nadie anhela transfigurarse, nadie
quiere dejar de ser lo que siempre ha sido.
A veces, la probidad, el decoro y el trabajo no llevan dirección ni
tienen sentido, pero acaso la creación de valores no sea otra cosa que una
ebriedad ordenada y estimulante. Sin embargo, estas hermanas solteras, que
hicieron juntas un largo camino, al defenderse así de la soledad, me ayudaron a
intuir la condición humana, y esta enseñanza tiene algún sentido, siquiera
pragmático o aplicado. Eran afables y valerosas. Como siempre estaban de
acuerdo entre sí –coincidencia que acaso respondía al propósito de no
ocasionarse incómodas sorpresas- sus expresiones acabaron por ser las mismas.
Sólo diferían las bocas que las pronunciaban. Con frecuencia, una de ellas
retomaba argumentos de la otra, o repetía su última frase, como si estampara la
rúbrica de la familia. Este procedimiento reiterativo, que se hacía más
evidente a la hora del café, cuando yo debía ganar la cama, llegó a parecerme
el resultado de una identificación casi mágica. Entraron en la vejez tomadas
del brazo, fieles a los mismos recuerdos, caminando las mismas calles. La
muerte quebró ese acuerdo prodigioso, pues solo vive la nonagenaria hermana
mayor. ¡Pobre Anita! (…)”.
Mi lectura continúa, la prosa memoriosa de Carlos Mastronardi llegó para
quedarse entre mis almas, ahora acompaña su poesía. En todas las formas
posibles: la mirada de un creador.
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