A medida que transito la lectura de “Memorias de un provinciano” (1967)
de Carlos Mastronardi, la comunidad de almas que me forma se muestra cada vez
más agradecida con la mirada de este poeta, que muy bien supo andar por el territorio
de la prosa.
No siempre se da que un poeta sea, además, buen prosista. Conocer uno de
los caminos no garantiza el acierto en el otro. Tuve la suerte de contar con
dos maestros a la hora de entender ciertas cuestiones del oficio. Ante todo,
los dos se ocuparon de establecer el nivel de compromiso con el oficio.
Escribir fue para ellos una parada ética. La escritura era no negociable: era
identidad, pasión, refugio y bandera.
Carlos Mastronardi |
Mi maestro poeta fue Hugo Ditaranto, mi maestro de narrativa fue Gabriel
Montergous. De Hugo aprendí que hay momentos en que la escritura necesita la
estocada de definición como la que el poeta utiliza para plantar el poema,
después se revisa, retoca, se pasan los diversos niveles de lima que necesita
todo texto; de Gabriel aprendí que la narrativa se funda en la reflexión: en la
calma del pensamiento es donde mejor se encuentran las puertas que llevan al
más allá de la escritura. Ellos, los dos buenos fantasmas que acompañan mi
trabajo, pienso, están siempre cerca de mi escritorio. Claro que hay veces que
en el paisaje se nota, de manera explícita, el momento de la visita: ayer en mi
Boedo, hoy en mi Gualeguay.
Y hablando de visitas (es cierto que referidas a habitantes de este
mundo), es Mastronardi quien se ocupa en su libro de los visitantes ilustres
que llegaban a Gualeguay, allá lejos y hace tiempo, cuando él era un pibe: “(…)
En la paz un poco monótona del pueblo, la visita de quiénes en el ámbito del
país gozaban de algún prestigio, era muy celebrada y tenía el carácter de un
magno acontecimiento. Como el deleite artístico raras veces encontraba su
objeto, la presencia de músicos, oradores o conjuntos teatrales llegados de la
gran ciudad, conmovía a la población y daba origen a los más extensos
comentarios. Mucha gente creía que esos visitantes contribuían a elevar el
nivel cultural del vecindario, si bien por entonces, antes de que hombres
cultos se hablaba de hombres ‘ilustrados’. La fama sustituía al análisis, de
modo que, sin distingos ni matices, todas las personas de alguna nombradía
despertaban pareja atención. La provincia, sujeta a los dictados de la capital
federal, se mostraba más bien pasiva y receptiva en este orden de cosas. Tanto
era el énfasis que se ponía en la voz ‘ilustración’, que para un chico de diez
o doce años, más propenso a sentir que a pensar las palabras, ese importante
vocablo forzosamente tenía que parecerle el signo de una realidad prodigiosa.
Como si un halo celestial lo rodeara, el niño que yo era cuando llegaron al
pueblo los olvidados semidioses a que habré de referirme en seguida, lo
pronunciaba con veneración casi mística. El candor de los adultos
necesariamente se manifestaba potenciado en los párvulos. No quiero significar
con ello que los hombres que por entonces llevaron su arte o su versación a mi
provincia fuesen en todos los casos poco laudables. Subrayo más bien que se les
dispensaba una admiración apriorística, por completo ajena a juicios de valor.
Ese generoso estado de ánimo favorecía por igual a los eminentes y a los
secundarios. Si Buenos Aires los exaltaba, si sus nombres estaban en todas las
bocas, se daba por descontado que la gente culta de la provincia, la gente que
vivía lejos de los grandes centros artísticos, resultaría beneficiada con su
visita. Por entonces, con relación a tales huéspedes y sin ninguna ironía, los
hombres bien informados del pueblo solían decir: ‘Una lumbrera nos honra con su
presencia’”.
Mastronardi expresa una mirada generosa cuando marca que la “admiración
apriorística” beneficiaba a los notables y a los de segunda línea: ambos
contaban con la admiración, con el público en Buenos Aires. Los precedía la
fama. Pienso que en ese sentido, las maneras se han acentuado. Si la visita es
conocida, es distinto, la mercancía tiene mayor valor. Hoy siguen las visitas
notables y las mediocres, es cierto que hay una mayor información, más el
movimiento de elección en el grupo de los avisados, que siempre son los menos:
los que exigen que, por ejemplo, un actor de teatro sea, precisamente un actor,
y no el cara famosa de la tv.
El memorioso Mastronardi recuerda nombres, momentos. Hay un recuerdo
notable. Por Gualeguay pasó con su arte el famoso payador Gabino Ezeiza
(1858-1916). Había nacido en San Telmo, Buenos Aires. Era reconocido su arte
tanto en la Argentina como en el Uruguay. El día 23 de julio fue declarado el
día del payador, en recuerdo a la misma fecha del año 1884, en el teatro
Artigas de Montevideo. Ezeiza estaba frente al cantor uruguayo Juan de Nava. Aquella
vez Ezeiza improvisó una canción que se haría famosa: “Heroico Paysandú”.
Gabino Ezeiza. Caras y caretas, 1902. |
Cuenta Mastronardi: “(…) Pocos meses después de oír la música verbal de
Roldán (se refiere a Belisario), llegó al pueblo el ilustre mestizo Gabino
Ezeiza, hombre capaz de otra música: la de su guitarra y sus rimas. Sus versos
instantáneos, su ingenio métrico y su imaginación opulenta, que se posaba en
todos los temas y tenía la anchura del mundo, causaron en mí una impresión
intensa y viva. Por momentos acuñaba sentencias versificadas que eran vehículo
de edificantes moralidades o que sugerían una filosofía social de contenido no
muy preciso. Pero en Ezeiza, lo importante no era la sustancia poética o
conceptual, sino la aptitud para salir del paso airosa y gallardamente. Las rimas
lo llevaban y, a su vez, él debía regirlas y dominarlas sin caer en dilaciones
y sin que perdiera coherencia el melodioso discurso. En todo momento se situaba
en una nueva encrucijada y se disponía a superar un nuevo riesgo. Las
exigencias del género lo comprometían por entero, ya que el payador, fuera del
bordoneo previo, que le permite ganar tiempo, queda por completo sometido a los
recursos de su inventiva. Como es sabido, en muchas ocasiones el público le
sugiere temas y lo aparta de los asuntos que se propone considerar. Así mirado,
resulta indudable que el payador consuma una labor de carácter notoriamente
‘personal’, dado que su tarea excluye todo proceso y le impide los tanteos
preparatorios que son propios de otras especies artísticas. El payador es la
inmediatez misma; sólo cuenta con el presente, pero, a la vez, pone en juego su
temple, sus manos, su capacidad de asociación verbal y la totalidad de su
mecanismo fisiológico: empeña toda su persona en la demanda. Ni los nervios que
originan las descargas glandulares, ni la mente, cuya vivacidad es decisiva,
deben demorar o entorpecer su palabra. De ahí la índole intransferible y única
de su empresa, en la que pone a prueba, además de su espíritu, su bien
equilibrado organismo. El bailarín y el actor también hablan o se expresan con
su físico, pero llevan al escenario un plan minucioso. La instantaneidad es la
proeza del payador.
A pesar de su voz monocorde, el moreno Ezeiza no tardaba en imponerse a
la emoción del auditorio. Su lenguaje era el de cierto clasicismo tardío, pero
majestuoso, y en consecuencia, sólo por excepción recurría a voces de sabor
gauchesco. Ello nada tiene de asombroso: desde un teatro grande y bien
iluminado se dirigía a un público más o menos urbano, ante el cual quería
mostrarse culto y quizá refinado. Puesto que ya había emergido del boliche o la
pulpería, puesto que las ciudades celebraban su arte y su renombre se extendía
hasta las clases llamadas altas, es natural que cumpliera una suerte de tensión
hacia arriba y se empeñase en manejar un vocabulario depurado. Así como la
gente evolucionada, siquiera sea de modo artificioso, se proyecta hacia lo
dialectal, el hombre de pocas letras y humilde extracción, cuando quiere
impresionar gratamente, acude a los vocablos más puros y prestigiosos, esto es,
a un lenguaje canónicamente literario. Pepe Hernández Pueyrredón utiliza el
habla del gaucho, pero Gabino Ezeiza quiere acercarse a Guido Spano.
Según mi escaso entender, según el confuso sentir del chico de once años
que fui alguna vez, el fluyente Gabino, virtuoso de la guitarra y la
improvisación, nos había deparado una noche inolvidable. Sumé mi aplauso al de
toda la platea cautivada. A la vuelta de los años, pese al hecho de no
conservar memoria precisa de sus rasgos, me dije que se parecía un poco a
Lugones, a quien conocí mucho después: el mismo color de piel, los mismos
bigotes arduos, los mismos anteojos oblongos con armazón de oro, tan habituales
a principios de siglo. Tal vez la similitud era mínima –pienso ahora- y podía
reducirse a los engañosos y circunstanciales anteojos. (…)”.
Gabino Ezeiza, 9 de julio de 1916, junto a Juana Paredes de Quinteros, centenaria para esa fecha como la Independencia Argentina, su hijo Salvador, y vecinos. Justiniano Posse, Córdoba. |
Volver a la escritura de Mastronardi, y como en esta página, proponer su
lectura -para muchos la relectura- es una materia a cursar para bien recibirse
en esta vida. Pienso en una agradable propuesta para todos, y pienso que casi
sería obligado paseo para todos los gualeyos que quieran saber qué pasó ayer,
quién caminaba las calles que hoy caminamos.
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