domingo, 17 de abril de 2016

Mastronardi y las visitas

A medida que transito la lectura de “Memorias de un provinciano” (1967) de Carlos Mastronardi, la comunidad de almas que me forma se muestra cada vez más agradecida con la mirada de este poeta, que muy bien supo andar por el territorio de la prosa.
No siempre se da que un poeta sea, además, buen prosista. Conocer uno de los caminos no garantiza el acierto en el otro. Tuve la suerte de contar con dos maestros a la hora de entender ciertas cuestiones del oficio. Ante todo, los dos se ocuparon de establecer el nivel de compromiso con el oficio. Escribir fue para ellos una parada ética. La escritura era no negociable: era identidad, pasión, refugio y bandera.
Carlos Mastronardi
Mi maestro poeta fue Hugo Ditaranto, mi maestro de narrativa fue Gabriel Montergous. De Hugo aprendí que hay momentos en que la escritura necesita la estocada de definición como la que el poeta utiliza para plantar el poema, después se revisa, retoca, se pasan los diversos niveles de lima que necesita todo texto; de Gabriel aprendí que la narrativa se funda en la reflexión: en la calma del pensamiento es donde mejor se encuentran las puertas que llevan al más allá de la escritura. Ellos, los dos buenos fantasmas que acompañan mi trabajo, pienso, están siempre cerca de mi escritorio. Claro que hay veces que en el paisaje se nota, de manera explícita, el momento de la visita: ayer en mi Boedo, hoy en mi Gualeguay.
Y hablando de visitas (es cierto que referidas a habitantes de este mundo), es Mastronardi quien se ocupa en su libro de los visitantes ilustres que llegaban a Gualeguay, allá lejos y hace tiempo, cuando él era un pibe: “(…) En la paz un poco monótona del pueblo, la visita de quiénes en el ámbito del país gozaban de algún prestigio, era muy celebrada y tenía el carácter de un magno acontecimiento. Como el deleite artístico raras veces encontraba su objeto, la presencia de músicos, oradores o conjuntos teatrales llegados de la gran ciudad, conmovía a la población y daba origen a los más extensos comentarios. Mucha gente creía que esos visitantes contribuían a elevar el nivel cultural del vecindario, si bien por entonces, antes de que hombres cultos se hablaba de hombres ‘ilustrados’. La fama sustituía al análisis, de modo que, sin distingos ni matices, todas las personas de alguna nombradía despertaban pareja atención. La provincia, sujeta a los dictados de la capital federal, se mostraba más bien pasiva y receptiva en este orden de cosas. Tanto era el énfasis que se ponía en la voz ‘ilustración’, que para un chico de diez o doce años, más propenso a sentir que a pensar las palabras, ese importante vocablo forzosamente tenía que parecerle el signo de una realidad prodigiosa. Como si un halo celestial lo rodeara, el niño que yo era cuando llegaron al pueblo los olvidados semidioses a que habré de referirme en seguida, lo pronunciaba con veneración casi mística. El candor de los adultos necesariamente se manifestaba potenciado en los párvulos. No quiero significar con ello que los hombres que por entonces llevaron su arte o su versación a mi provincia fuesen en todos los casos poco laudables. Subrayo más bien que se les dispensaba una admiración apriorística, por completo ajena a juicios de valor. Ese generoso estado de ánimo favorecía por igual a los eminentes y a los secundarios. Si Buenos Aires los exaltaba, si sus nombres estaban en todas las bocas, se daba por descontado que la gente culta de la provincia, la gente que vivía lejos de los grandes centros artísticos, resultaría beneficiada con su visita. Por entonces, con relación a tales huéspedes y sin ninguna ironía, los hombres bien informados del pueblo solían decir: ‘Una lumbrera nos honra con su presencia’”.
Mastronardi expresa una mirada generosa cuando marca que la “admiración apriorística” beneficiaba a los notables y a los de segunda línea: ambos contaban con la admiración, con el público en Buenos Aires. Los precedía la fama. Pienso que en ese sentido, las maneras se han acentuado. Si la visita es conocida, es distinto, la mercancía tiene mayor valor. Hoy siguen las visitas notables y las mediocres, es cierto que hay una mayor información, más el movimiento de elección en el grupo de los avisados, que siempre son los menos: los que exigen que, por ejemplo, un actor de teatro sea, precisamente un actor, y no el cara famosa de la tv.
El memorioso Mastronardi recuerda nombres, momentos. Hay un recuerdo notable. Por Gualeguay pasó con su arte el famoso payador Gabino Ezeiza (1858-1916). Había nacido en San Telmo, Buenos Aires. Era reconocido su arte tanto en la Argentina como en el Uruguay. El día 23 de julio fue declarado el día del payador, en recuerdo a la misma fecha del año 1884, en el teatro Artigas de Montevideo. Ezeiza estaba frente al cantor uruguayo Juan de Nava. Aquella vez Ezeiza improvisó una canción que se haría famosa: “Heroico Paysandú”.
Gabino Ezeiza. Caras y caretas, 1902.
Cuenta Mastronardi: “(…) Pocos meses después de oír la música verbal de Roldán (se refiere a Belisario), llegó al pueblo el ilustre mestizo Gabino Ezeiza, hombre capaz de otra música: la de su guitarra y sus rimas. Sus versos instantáneos, su ingenio métrico y su imaginación opulenta, que se posaba en todos los temas y tenía la anchura del mundo, causaron en mí una impresión intensa y viva. Por momentos acuñaba sentencias versificadas que eran vehículo de edificantes moralidades o que sugerían una filosofía social de contenido no muy preciso. Pero en Ezeiza, lo importante no era la sustancia poética o conceptual, sino la aptitud para salir del paso airosa y gallardamente. Las rimas lo llevaban y, a su vez, él debía regirlas y dominarlas sin caer en dilaciones y sin que perdiera coherencia el melodioso discurso. En todo momento se situaba en una nueva encrucijada y se disponía a superar un nuevo riesgo. Las exigencias del género lo comprometían por entero, ya que el payador, fuera del bordoneo previo, que le permite ganar tiempo, queda por completo sometido a los recursos de su inventiva. Como es sabido, en muchas ocasiones el público le sugiere temas y lo aparta de los asuntos que se propone considerar. Así mirado, resulta indudable que el payador consuma una labor de carácter notoriamente ‘personal’, dado que su tarea excluye todo proceso y le impide los tanteos preparatorios que son propios de otras especies artísticas. El payador es la inmediatez misma; sólo cuenta con el presente, pero, a la vez, pone en juego su temple, sus manos, su capacidad de asociación verbal y la totalidad de su mecanismo fisiológico: empeña toda su persona en la demanda. Ni los nervios que originan las descargas glandulares, ni la mente, cuya vivacidad es decisiva, deben demorar o entorpecer su palabra. De ahí la índole intransferible y única de su empresa, en la que pone a prueba, además de su espíritu, su bien equilibrado organismo. El bailarín y el actor también hablan o se expresan con su físico, pero llevan al escenario un plan minucioso. La instantaneidad es la proeza del payador.
A pesar de su voz monocorde, el moreno Ezeiza no tardaba en imponerse a la emoción del auditorio. Su lenguaje era el de cierto clasicismo tardío, pero majestuoso, y en consecuencia, sólo por excepción recurría a voces de sabor gauchesco. Ello nada tiene de asombroso: desde un teatro grande y bien iluminado se dirigía a un público más o menos urbano, ante el cual quería mostrarse culto y quizá refinado. Puesto que ya había emergido del boliche o la pulpería, puesto que las ciudades celebraban su arte y su renombre se extendía hasta las clases llamadas altas, es natural que cumpliera una suerte de tensión hacia arriba y se empeñase en manejar un vocabulario depurado. Así como la gente evolucionada, siquiera sea de modo artificioso, se proyecta hacia lo dialectal, el hombre de pocas letras y humilde extracción, cuando quiere impresionar gratamente, acude a los vocablos más puros y prestigiosos, esto es, a un lenguaje canónicamente literario. Pepe Hernández Pueyrredón utiliza el habla del gaucho, pero Gabino Ezeiza quiere acercarse a Guido Spano.
Según mi escaso entender, según el confuso sentir del chico de once años que fui alguna vez, el fluyente Gabino, virtuoso de la guitarra y la improvisación, nos había deparado una noche inolvidable. Sumé mi aplauso al de toda la platea cautivada. A la vuelta de los años, pese al hecho de no conservar memoria precisa de sus rasgos, me dije que se parecía un poco a Lugones, a quien conocí mucho después: el mismo color de piel, los mismos bigotes arduos, los mismos anteojos oblongos con armazón de oro, tan habituales a principios de siglo. Tal vez la similitud era mínima –pienso ahora- y podía reducirse a los engañosos y circunstanciales anteojos. (…)”.
Gabino Ezeiza, 9 de julio de 1916, junto a Juana Paredes de Quinteros, centenaria para esa fecha como la Independencia Argentina, su hijo Salvador, y vecinos. Justiniano Posse, Córdoba.
Volver a la escritura de Mastronardi, y como en esta página, proponer su lectura -para muchos la relectura- es una materia a cursar para bien recibirse en esta vida. Pienso en una agradable propuesta para todos, y pienso que casi sería obligado paseo para todos los gualeyos que quieran saber qué pasó ayer, quién caminaba las calles que hoy caminamos.

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