domingo, 29 de mayo de 2016

Roberto Beracochea de Gualeguay

En la librería Papelucho encontré un ejemplar de “El círculo estremecido” (1982), una novela de Roberto Beracochea. Un nombre que siempre aparece en la historia cultural de Gualeguay. Recordé que Ubaldo Arnaudín, que fuera linotipista de El Debate Pregón, nombró con cariño a Beracochea, y destacó sus largas notas sobre literatura. Recordé que el memorioso Gustavo Gandini me había contado algunos detalles de su trato con Beracochea. Entonces leí el libro, escuché a Gustavo, quise saber más del escritor, del trabajador de la cultura llamado Roberto Beracochea, otro hijo destacado de Gualeguay, y entonces volví al sitio Autores de Concordia, donde Marcelo Leites ilumina tantas historias.
De la mano de Marcelo Leites me enteré de algunas de las pistas de vida de Beracochea.
Nació el 9 de diciembre de 1909 en Gualeguay. Se recibió de abogado en Córdoba. Asistió como delegado por Entre Ríos al Primer Congreso Nacional de la Sociedad Argentina de Escritores; junto a los poetas Carlos Alberto Álvarez y José Eduardo Seri asistió al Primer Congreso Nacional de Directores de Cultura. Dirigió la página literaria de El Debate Pregón, y llevó adelante el programa Placer de la Música en LT38. Fue conferencista sobre temas de historia, teatro, arte, literatura, derecho, sociología y música. Murió en Gualeguay el 11 de diciembre de 1988. Publicó varios libros, y dejó obra inédita: “El instante de la eternidad” (novela), dos obras de teatro, un libro de cuentos breves, un libro de recuerdos de viaje, y un ensayo sobre la novela latinoamericana. Su obra publicada: “La estrella enlodada” (novela, 1952), “El  tiempo indeciso” (novela, 1953), “Sombras en el viento” (novela, 1955), “Delincuencia juvenil” (ensayo, 1960), “Los cauces alucinados (novela, 1960), “Poemas” (1973), “De 16 a 20” (novela, 1976), “El paisaje de Gualeguay y sus poetas” (ensayo, 1976) , “Las gotas de la noche” (novela, 1977), “Cielos encendidos” (tríptico/novelas: “Biguá” (1979), “Llamados del roble” (1980) y “El abra desolada” (1981), “Gualeguay en la cultura”(ensayo, 1981), “El círculo estremecido” (novela, 1982).
En la biocrítica que Marcelo Leites escribe sobre Roberto Beracochea, afirma: “Las leyendas típicas y supersticiones del litoral, sumadas a las rígidas costumbres de la fe religiosa, encuentran en Beracochea uno de sus mejores intérpretes, especialmente en ‘Los cauces alucinados’. La narración está atravesada por procedimientos típicamente poéticos, como la descripción minuciosa de los elementos de la naturaleza, entre ellos, la animización del río -cautivante, aunque perturbador-, que se convierte en un protagonista más, al influir en la metamorfosis del personaje de Lucía en el de Mercedes; asimismo las imágenes líricas aparecen junto a la pasión y la memoria, las dos temáticas de mayor gravitación en la novela”.
Beracochea abre “El círculo estremecido” con una cita de Flaubert: “Al collar no lo hacen las perlas, sino el hilo”. En el prólogo anota la siguiente reflexión sobre su libro: “(…) ¿Que hay el deseo de señalar la decadencia de un mundo dirigido por una sociedad de consumo? Sin duda alguna. ¿Que para librarse de sus traumas, es menester terminar con él, despedazarlo y arrojarlo fuera del tiempo? También es cierto. ¿Y que el torbellino circular como símbolo es la esperanza? También es verdad. Por eso señalé la frase de Flaubert. No son las perlas sino el hilo. Aspiro a que tengan en sus manos las perlas, pero con el anhelo de sentir y percibir el hilo sutil, que enlaza a las vidas, a los hombres. (…)”.
Comparto la descripción de otra Gualeguay, tan lejana y a la vez tan cercana: la ciudad inserta en la tormenta del mundo: “(…) Las Lapierre eran hijas de un matrimonio francés, al menos el padre. Tenía su academia en el pueblo. Eran otras épocas. Antes de la guerra y que dominase el imperialismo yanqui o se impusiese el inglés hasta en las escuelas, como decían los antiimperialistas. La cultura del mundo era Francia. Quien no sabía leer y hablar en francés, no merecía entonces la calificación de culto, de distinguido. Todo Gualeguay, podía decirse, hablaba francés. Los libros en francés, andaban de mano en mano. En la Escuela Normal era el único idioma extranjero que se hablaba y muy pocos alumnos seguían el italiano. Por supuesto que casi todas las familias del centro recibían ‘Paris Match’ y no era lujo la suscripción a ‘Vogue’. Los médicos, ‘La Presse Medicale’. Los literatos, ‘Lettres Francaises’ o ‘Monde’ los de izquierda. Los de derecha ‘Le Figaro’. Los filósofos e intelectuales ‘Le Mercure de France’. De todas partes, lo francés: vinos franceses, borgoña, sauternes o chablis; quesos franceses, el Rocheford. No digamos los cognacs o los champagnes Pommery, Cliquot Ponsardin, Moet et Chandon. ¡Qué decir de las porcelanas!: ‘Sevres’, ‘Limoges’, no había casa donde no hubiese un plato, un jarrón y los cristales de Roubaix y los gobelinos. Lo mismo las comidas, con los infaltables ‘champignon’ o las salsas a la parmentiére.
¡Y qué decir de los perfumes!: Coty, Guerlian, Schiaparelli, Lanvier… ¡Las sedas! Francia era todo lo chic y lo distinguido. De París venían las modas y no había casa en que faltasen revistas de modas: ‘Elles’, ‘Femmes’. En Gualeguay, todo el bagaje de la última moda siguiendo los figurines de París, estaba en ‘Modes’, la tienda más lujosa del pueblo. Ellas eran jóvenes, casi unas niñas y recordaban a su madre, a la fina y elegante Luissette, con su palabra decisiva en telas, en colores, en modelos. Con su impecable traje sastre de estación y su invariable Mitsouko que la distinguía desde lejos.
En esa atmósfera fueron criadas. Después, el desastre. El avance de la mediocridad yanqui, de los vestidos confeccionados todos iguales, los zapatos tacos bajos, géneros baratos y durables, comidas envasadas, sopas disecadas, el colmo de la cerveza enlatada, lo imposible, los tucos preparados. Fueron decayendo luego de la muerte de la bella Luissette, que tuvo la suprema elegancia final. La encontraron muerta, con sus cabellos que parecían recién peinados, las uñas impecables y el rouge brillante y húmedo. Siguieron, pero no fue lo mismo. Poco a poco aparecieron tiendas de sirio-libaneses que vendían barato. La elegancia se fue reduciendo a pocas familias. Las jóvenes la abandonaron decididamente. Muchacho y muchachas uniformados, masificados, indiferenciados con ‘vaqueros’ de telas sin calidad, perdido todo atisbo de personalidad. Luego, murió don Carlos y su larga enfermedad las obligó a vender la casa y el local de la calle San Antonio y trasladarse a esa modesta casa en que vivían ahora.
Vivían más de recuerdos que de posibilidades reales. Ya estaban viejas y su actividad había disminuido sensiblemente. Les habían conseguido una jubilación y prácticamente no trabajaban por temor a las sanciones. A escondidas, como en el caso de Alicia, hacían vestidos. Los regalos de las ‘amigas’ eran siempre ayudas disimuladas: huevos, pollos, verduras, frutas que les permitían equilibrar sus magros presupuestos. (…)”.
Beracochea describe en este fragmento una Gualeguay alejada del barro, una de tantas ciudades posibles, porque cada ciudad, como sucede con cada persona, tiene distintos paisajes, sintonías; describe esplendor y desmoronamiento de una familia: un momento en el pulso de la historia de la ciudad. En otros pasajes se ocupa del barro, de la realidad de los que tienen poco o nada.
Gustavo Gandini también recuerda las páginas de Beracochea en El Debate Pregón, y me dice de Roberto: “Fue poeta, novelista, cooperativista, político, docente, estuvo en el gremio de los abogados; fue integrante de la GAC (Gualeguay Agrupación Cultural), la época de oro de la cultura en Gualeguay. Traía a la ciudad personas muy importantes, recuerdo al poeta español Rafael Alberti, que se alojó en su casa. Roberto era sobrino de Juan L. Ortiz, su madre era hermana del poeta. Contó que cuando Juanele fue de gira con otros escritores por China, lo presentaron a Mao y que este le regaló la boquilla de nácar que tanto usaba. También dijo que Juanele veía las diferencias entre el comunismo de Rusia con el de China, donde había más libertad. Beracochea enseñaba economía política, una materia dura para dar en quinto año, pero nos hacía resúmenes y entendíamos todo. Año 1960. Después de enviudar se casó con una mujer que conoció en Buenos Aires. Creo que era escritora. A él le gustaba mucho la pintura; una vez nos dijo que había viajado a Buenos Aires a comprar un auto y que volvió con un cuadro. Tengo entendido que cuando falleció, la mujer se llevó los cuadros. Mientras nos daba clases nos contaba estas cosas. Después lo traté por motivos legales, era abogado. Un hombre que no se hizo rico con la profesión. Recuerdo que durante la Dictadura me dio la locura de interesarme sobre las distintas religiones que había en Gualeguay. Una vez nos encontramos en lo de los adventistas. Me contó que estudiaba la personalidad del pastor, estaba escribiendo una novela. También lo encontré en la iglesia nueva apostólica”.
La poeta Tuky Carboni recuerda el nombre de la última compañera de Beracochea: Hebe Domínguez, no la ubica como escritora, y sí como una persona que practicaba el recitado de poesía. Recuerda que de Gualeguay se fue con su ropa y nada más, y que se despidió de sus amistades diciendo que nunca más regresaría.

domingo, 22 de mayo de 2016

Ortiz y Mastronardi en la biblioteca

A través de varias notas pude dar cuenta de las miradas de Carlos Mastronardi sobre su amigo Juan L. Ortiz. El relato testimonial se guarda en un libro notable: “Memorias de un provinciano” (1967). Mastronardi, en las páginas en que retrata, en que cuenta a Juanele, y al hacerlo él mismo se hace relato, refiere elementos, imágenes, sensaciones, que tienen que ver con aquello que el poeta Ricardo Maldonado llama el segundo nacimiento. Dice Maldonado que el hombre es parido dos veces en la vida. La primera cuando la madre; la segunda cuando es parida la identidad de ese hombre, la sustancia que, con diferentes matices pero sin perder el rumbo de fundación, se proyectará en dirección al futuro. Ese segundo nacimiento del hombre será determinante en el mapa de las cuestiones más importantes de la vida; ese hombre tendrá pista firme frente al universo cotidiano. Mastronardi recuerda momentos fundacionales junto a Juanele, cuenta a un Juanele que fue ejemplo a seguir, y establece sensibilidades diversas. Los muchachos que alguna vez fueron, llegaron a la adultez con pista cierta de gustos y posiciones. Dueños de una identidad, compañeros en la sintonía poética, fijaron destino y memoria.
Dice Mastronardi de esos encuentros y caminatas con Juanele entre los árboles del parque Quintana, mientras entre ellos pronunciaban esos poemas que ni siquiera pensaban publicar: “(…) Pocas experiencias han dejado en mí una huella tan profunda como esas noches suburbanas en que la desolación y el olvido parecían retenerme para siempre”.
Los días llevaron a Mastronardi hacia la gran ciudad, pero “(…) Después de muchos años, luego de haber intentado la abogacía y la poesía en Buenos Aires, arraigué otra vez en Gualeguay”.
La biblioteca de Gualeguay por Jorge Lupo
Mastronardi, como el Gordo Pichuco, siempre estaba volviendo al barrio que lo vio nacer. Y ese regreso señalado por el poeta marcó un nuevo encuentro con Juanele: “(…) Entonces volvimos a encontrarnos en la querida biblioteca de nuestras mocedades. Por esas fechas, los directores de la entidad solían pedir opinión a mi amigo cuando se trataba de adquirir libros. En dos ocasiones integramos con Ortiz la comisión de aquélla. Y si en los altos anaqueles se advirtieron signos de una renovación alentadora, ello se debió a su espíritu emprendedor y abierto; más de una vez propuso y logró la compra de obras en verdad admirables. Hice cuanto pude por secundarlo en la tarea de quebrantar la rutina que pesaba sobre el organismo educacional del cual dependía la biblioteca”.
Así en la tierra como en el cielo, en las historias, y por mejor intencionadas que estas sean, aparecen “peros”, algunos por simple envidia o celo, y otros alentados desde la ignorancia y el miedo. Continúa Mastronardi: “(…) Esa racha de aire nuevo, como ocurre siempre, causó algunos constipados espirituales. Suscitamos una creciente prevención en los socios que, para no ver perturbadas sus estáticas concepciones del mundo y de la cultura, optaban por ‘no innovar’. Logramos darle acceso a Proust, pero nuestras reiteradas menciones de Joyce no tuvieron eco. Sin ninguna ironía nos preguntaban: ‘¿Quién lo conoce aquí?’. Empezaban por el fin, y, además, como lo próximo parece más real que lo remoto, querían poblar los estantes de libros enérgicamente nacionales. Según los más temerosos (entre los cuales se contaba un agrónomo que hizo traer un manual de apicultura y otro sobre la siembra de la remolacha forrajera), estábamos llevando adelante un plan revolucionario, cuya primera etapa consistía en desviar a la juventud del recto camino. En opinión de algunos socios, Ortiz y yo habíamos invitado, para que ocuparan la tribuna de la entidad, a escritores de la Capital Federal que no hicieron sino apresurar ese proceso lamentable. Los visitantes, sin embargo, fueron los hombres más lúcidos y tranquilos de la generación llamada de Martín Fierro, como también algunos profesores cuyas ideas no tenían nada de aterradoras. De nada valían las explicaciones. El recelo ganaba los ánimos, la curia dijo su palabra reprobatoria y algunos rentistas cautelosos retiraron sus ahorros de los bancos para evitar que un golpe de mano de las supuestas brigadas de choque los dejara en la calle…”.
Juan L. Ortiz
La revolución hacía punta en la biblioteca de Gualeguay, caída en manos de dos personas raras, oscuras, y que para peor, eran poetas que poco sabían de la moral y las buenas costumbres que tiene aparejado el cultivo del dinero. Esta revolución pasaba por Proust y Joyce, y vaya uno a saber el resto de los nombres con los que se iban a robar el alma de la juventud. Dos demonios en la altura del edificio de calle 25 de Mayo, a pasos, ahí nomás, del nido de las fuerzas vivas de la ciudad. Dos poetas de ayer que hoy son bandera y orgullo de la Capital de la Cultura de la Provincia de Entre Ríos, me digo, y entonces me pregunto por la ciudad y la gente de ayer, una galaxia que no está a años luz de este presente, sino a un puñado de décadas. Pienso en ello porque los “constipados espirituales” tuvieron desarrollo y descendencia. Palabra de Mastronardi: “(…) Claro está que ni éramos teístas muy convencidos ni entregábamos el domingo al sacramento de la misa, pero inútil es subrayar que sólo comportábamos un peligro en la medida en que el libre examen de las ideas nos parecía una irrenunciable conquista humana”. El quehacer de los poetas importaba como posición moral, una esquina ética, hecha conciencia durante el segundo nacimiento, un convencimiento trabajado desde la sabiduría acumulada por los hombres pensantes. Continúa el poeta: “(…) Ya enfrentados los bandos, el manejo de la biblioteca fue el anhelo más firme de quienes nos sospechaban poderes demoníacos. Convenientemente bendecida, una comisión de señoras salió a ganar adeptos. Un estanciero educable comprometió sufragios y propuso a sus amigos una ortodoxa lista de candidatos. Se quería volver a la tranquilidad mediante una comisión directiva que no dejase resquicios a la subversión. La gente de iglesia, luego de proponer algunos nombres para las vocalías, resolvió llevar sus feligreses al acto comicial, que debía realizarse por la noche. Y ocurrió algo extraordinario. Ancianos que hacía más de una década permanecían recluidos en sus casas, lisiados que casi nunca abandonaban el lecho y que no entendían bien los motivos de la convocatoria, se agolparon en el vestíbulo de la biblioteca para pedir precisiones acerca de su cometido electoral. Una de esas reliquias susurró que desde la misa del Gallo de 1920, no salía de noche. El esfuerzo de la curia me pareció admirable, no por su terrenal eficacia, sino por su índole milagrosa: había operado la resurrección de los muertos”.
Carlos Mastronardi
Cuenta la historia de Gualeguay que entonces aquella vez los demonios alojados en el alma de dos de sus poetas más notables fueron derrotados por las fuerzas del bien. Cada vez que visito la biblioteca que hoy lleva el nombre de uno de los demonios derrotados, estoy seguro de que es un lugar habitado por buenos fantasmas, gente buena de ayer devenida en buen fantasma de hoy, gente con buenas intenciones como Roberto Beracochea, me digo, él debe andar entre las mesas, también imagino la visita de Cachete González, porque esta Gualeguay sí que sabe de estar habitada por buenos fantasmas. Sólo una vez pude ver un grupo de fantasmas sufrientes reunidos en la puerta de la biblioteca, no parecían malos, pero algo, supongo que alguna especie de culpa, los dejaba afuera: ninguno llegó hasta el cielo del edificio. Calculo que Catón los habrá devuelto a los confines de la naturaleza.
Antonio Castro
Mastronardi, el hombre que recuerda las historias de ayer, cuenta de qué manera los caminos de los amigos poetas se abrieron después de un tiempo; se abrieron como si se enfrentaran a una encrucijada blusera, no podía ser de otra manera, pienso, ya que en estas encrucijadas el hombre puede encontrar al diablo para venderle su alma: “(…) La vida nos separó uno o dos años después de estas batallas electorales. Regresé a Buenos Aires para integrar la redacción de ‘El Diario’. Mi amigo Ortiz, que tenía un empleo en el Registro Civil de Gualeguay (asentaba las fechas que son tan importantes para los humanos), luego de jubilarse, radicó venturosamente en Paraná. No quiso dejar su Entre Ríos”.
Pepe Quintana
Mastronardi y Ortiz, dos poetas nacidos en Gualeguay; dos nombres ilustres en el cielo gualeyo de hoy, donde respiran los notables; dos figuras en el mural de Medrano y Saldaña: “El paseo de los nuestros”; dos obras notables que hoy ocupan espacio en algún estante de la biblioteca Mastronardi, en su cielo.

Me viene a la memoria, casi con seguridad desde alguna charla con Nidya Rampoldi, una referencia a estos temas de señalar, culpar, y de practicar el chisme, sobre la manera de andar por la vida de quienes no adhieren al centro normativo sobre el que patina la mayoría. Pienso en Antonio Castro, en cómo mejoró el trato de la sociedad de la mayoría cuando el artista se declaró fallecido, porque ya no podía ser ácido, ni invitado molesto, ya no decía: “Parejito, parejito, todo una mierda”. Pienso en otro creador molesto: Pepe Quintana. Y me digo que ellos: Ortiz, Mastronardi, Castro y Quintana van de cara al viento que sigue llegando desde el río. Ahí están sus obras. El otro día esperaba a Marisa, hija de Cachete González, en el gran ambiente de entrada del Club Social. Desde mi sillón observaba el Castro maravilloso que engalana una pared. Después reparé en que sobre mi cabeza había colgado un Maddonni. Sonreí al pensar en los resurrectos de todas las épocas.
Derlis Maddonni

domingo, 15 de mayo de 2016

CoopArtE: palabra del Japo Vela

CoopArtE es una de las posibilidades que ofrece Gualeguay al momento de pensar en la cultura. Hace un tiempito fui al recital que allí dio el Chango Ibarra. Música en la cooperativa. Juan Martín Caraballo, integrante orgulloso de la misma, la nombró varias veces en la entrevista que le hice unos días atrás.
Sé cuál es la base filosófica sobre la que se levanta una cooperativa, pero cómo contar a este grupo gualeyo. Me recibió el músico José Germán Vela, más conocido como el Japo (1974), y entonces, sin habérmelo propuesto, me encontré con el mejor relato sobre qué es una cooperativa, y sobre quiénes pueden ser las personas que allí ponen en juego sus historias.
Había visto al Japo como presentador de otros músicos, y como cantante junto al Chango Ibarra. Fuera del escenario su andar con la palabra se vuelve más tranquilo, aunque no llega al nirvana que alcanza el agua en un tanque australiano; la sensación es que se cuenta en paz; sencillamente no juega un personaje: da cuenta de su identidad.
Músico, trabajador, idealista, de alguna manera: el centro referencial de la Cooperativa: “Me interesa la gestión, trabajar para transmitir cosas a los demás. Cuando empecé a tocar rock, después de un tiempo, venían chicos para que les enseñe. La banda funcionaba por autogestión: buscábamos el recital, hacíamos el sonido, todo nosotros. Nunca me la creí, no me considero el centro de la escena, el artista. Siempre trabajé en construcciones grupales. Estar en la Cooperativa tiene que ver con mi concepción de la vida. En la música siempre hubo mucho celo, en la guitarra eléctrica la competencia es terrible, todos quieren ser el mejor guitarrista. Si yo veía habilidades en un alumno, le enseñaba todo lo que sabía. Cuantos más seamos, mejor. En la música comprendí que no se trata de ser el mejor, importa aquello que vos transmitís, y eso solo lo aprendés como persona, es tu desarrollo en la sociedad. Eso no se estudia, el diálogo de uno mismo tiene que ver con lo humano, ni siquiera con la música. No soy un artista en la vidriera, ni siquiera tengo grabado un disco”.
El Japo toma mate y sigue de ronda: “Conocí a mi mujer a los 20 y fui padre, a partir de ahí empecé a tocar y a trabajar; soy electricista, también soy docente de música, viví y enseñé en Misiones, estuve en Buenos Aires, haciendo las dos cosas: música y el otro trabajo. Me gusta trabajar, pero ese reparto del tiempo ocasionó que mi persona artística no se desarrollara tanto. Hoy ando con intención de definir mi propuesta artística”.
Muchos músicos gualeyos nombran al Japo, muchos fueron sus alumnos, los agradecimientos se repiten en los discos: “Me hice en el día a día, tuve alumnos, hice mi música, pero no tengo convocatoria, también un poco porque no tengo una propuesta definida, toco rock, canciones. Recién ahora el Chango Ibarra, que fue mi alumno, y es mi amigo, está haciendo arreglos a canciones mías apuntando a mi voz, y suena fantástico. Estamos por grabar un disco. Es algo que se desarrolló a través de muchos años. Yo elijo las canciones y él las pule. Compuse siempre, amo el género canción, que es la suma de lo musical y lo poético. Primero aparece la letra, y después me viene el sonido que la engloba. Tengo más canciones que las que me acuerdo, a veces el Chango me hace acordar de alguna. Me interesa la canción porque puede contar una historia infinita en poco tiempo. Compongo desde el 90 y pico”.
Japo Vela junto al Chango Ibarra
Sale a escena el tema del estudio de grabación: “En el estudio tenés los tiempos contados por el presupuesto, y además, a mi edad, ya tampoco me interesa mucho estar en los escenarios, ya estuve, te cansa, te consume. Entonces queremos desarrollar en la Cooperativa, con Juan Martín, y ahora tenemos la oportunidad, el armado de una especie de miniestudio, que sea además portátil; si hay que grabar un acordeonista del 2° distrito, vamos. Profesionalizarse en la grabación, pero no en el sentido vení acá a grabar dos horas, sino tener la oportunidad de explayarse. Hay momentos que son únicos en una improvisación o de alguno que se puso a cantar: darnos la posibilidad de registrar nuestra vida. A veces nos ponemos a zapar con Juan Martín, y eso no queda registrado, es una lástima. Aprender a ser un artista de estudio, pero no de super estudio, y transmitir las ideas, tengo muchas alrededor de la canción, y para eso se necesita tiempo e ir registrando el proceso para cuando se dé el mejor momento. Es difícil grabar en Gualeguay, casi siempre los músicos se van afuera. Está la parte técnica pero también debe estar presente la artística. Queremos armar algo que resuelva desde Gualeguay todos los detalles de grabación y registro de las obras”.
Su historia, los proyectos, Vela siempre piensa en el otro, se ocupa de la grabación, pero como elemento para el colectivo, no para su desarrollo personal: “Si es solo para mí, no le encuentro sentido, debe ser una construcción social. Por qué el Chango se tuvo que ir de Gualeguay, y yo un día, por qué también fui a buscar el triunfo en Buenos Aires. Por qué Gualeguay no puede ser el lugar que yo deseo. Para eso puede servir el esfuerzo colectivo. El artista debe desarrollarse en su lugar. Importa lo artístico por sobre lo técnico, y lo artístico no sabés cuándo puede suceder, por eso hace falta tiempo. Un estudio sin fines de lucro, equiparse es caro, pero nosotros somos una cooperativa y tenemos otros intereses. Sería algo hermoso, es la manera como me gusta vivir. La Cooperativa es el lugar que hoy me identifica en Gualeguay, me siento parte, muy contento con su existencia, porque capta gente a la que por ahí no le interesa ser grandes artistas, o vienen buscando otro horizonte, tal vez lo encuentran y antes no sabían que existía. Como este mural, una maravilla, lo pintaron los chicos de la granja de día de Lucecitas, los diseños son de los chicos, y las profes lo proyectaron, pintaron juntos. Estas cosas hacen posible y necesaria la existencia de la Cooperativa”.
Qué es ser un trabajador de la cultura: “Me considero un trabajador de la música y el arte. Fui a ver a un amigo y el sonido tenía algún detalle, y se lo acomodé; es como una necesidad que tengo. Si me doy cuenta de que algo se puede mejorar, lo tengo que mejorar”.
Hay en el Japo Vela una sintonía poética: “La música es una experiencia espiritual: componer, tocar y escuchar. Es algo que tiene que ver con el espíritu del hombre, una experiencia en común. Hay cosas que se presienten, o se creen, mucho de mis composiciones tiene que ver con eso. Me encontré con algún momento de inspiración, pero eso no sucede todo el día, como decía Picasso, mejor que cuando llegue te encuentre trabajando. Importa el trabajo”.
Dentro de la filosofía que lo guía afirma: “La canción no es de uno sino de quien la escucha, recién ahí vos ves la dimensión de lo compuesto. Uno es transmisor de un mundo que ya existe. La composición es un acto colectivo, para mucha gente, y cada uno con sus sensaciones. Nuestra percepción interna es colectiva todo el tiempo”.
Vela es un agradecido de su origen, y en muchas cuestiones ubica como maestro, tanto de él como de Caraballo, al músico Cary Pico durante su gestión en la Escuela de Música. Señala a Caraballo, hoy director de la Escuela, como el continuador de las ideas de Cary.
Sobre la historia y presente de la Cooperativa, dice: “Estamos desde enero de 2014. Antes era la Casa de la Cultura Viva, donde nos encontrábamos músicos, artesanos, la gente de circo. La casa es una curatela del Consejo Superior de Educación y la administra la Departamental de Escuelas. Es una herencia vacante que va a pasar al patrimonio de la provincia. Hubo algunas reuniones, propuse la Cooperativa, hicimos acta constitutiva, los papeles y empezamos. Nos dieron la llave en marzo. Recibimos la matrícula en diciembre del año pasado. Tenemos un convenio por la casa de 10 años. La propuesta es variada y la idea es formar una especie de escuela de varieté, hay talleres de circo, acrobacia aérea, títeres, música, formación escénica, plástica direccionada a la escenografía, danza folclórica para niños, y se da también un taller de prevención de adicciones. La existencia de la Cooperativa es muy importante en estos tiempos, está el lugar y la contención. En Gualeguay no hay muchos lugares para desarrollarte, acá si sos artista terminás siendo docente”.
Japo Vela asegura que si no vivís la vida, no hay arte posible. Piensa en algunos alumnos adolescentes, a los que les llega el momento de decidir un camino, por interés propio o por mandato paterno, él les dice que: “Una cosa no quita la otra, seguí con las dos cosas”. Confiesa: “No me veo sin la guitarra, por más que sea electricista”. Un trabajador del arte, Vela es tan electricista como guitarrista y cantor, y además cree, practica, lleva adelante la vida dentro de los valores del cooperativismo. Una manera de acercar el arte al otro, a los demás, a aquellos que mañana quizá lleguen a ser artistas, o a aquellos que nada más quisieron hacer la actividad que los hacía felices: pintando con el otro, haciendo música con el otro, siendo parte de un colectivo que lleva hasta el cielo elegido y que lleva hasta la aldea que más gusta; también tiene parada en casa, en el barrio, en la aldea de origen, donde igualmente tiene que haber un juego completo de herramientas.

La Cooperativa de Artistas Entrerrianos está en Gualeguay; el Japo Vela, con su historia, abre las puertas de la casa que hace tanta gente.

domingo, 8 de mayo de 2016

Juan Martín Caraballo: música y aldea

La oportunidad para la charla con el músico Juan Martín Caraballo (1982) siempre quedaba para mañana. Alguna vez me dijeron que todo llega, y sí, es cierto, sucedió en este mayo. Había escuchado su música, siendo él uno más entre otros músicos; lo había visto hacer el sonido para otros; y lo había visto hacer de presentador de músicos. Lo adivinaba libre de problemitas de ego, percibía que era valorado entre sus amigos músicos, sus pares. La vez que hablamos un momento, sentados a una mesa del Genovés, me pareció un tipo simple, sin pretensiones desenfocadas. Entonces, cuando tuve esta oportunidad en mayo, quise saber quién era Juan Martín, y de a poco el hombre simple que protege su identidad en el quehacer de su oficio, se fue contando, como pidiendo permiso para decir de dónde viene y hacia dónde va: “Soy hijo de Gualeguay. Estoy muy aquerenciado, con un sentimiento de pertenencia muy fuerte. Eso me ha llevado a trabajar con esfuerzo, a poner lo mejor de mí para hacer cosas para mi pueblo. Obvio, esas cosas que para mí hacen bien nacen de mi manera de ver y entender la vida. No es lo mismo para todo el mundo. En mi caso es trabajar en torno a los espacios culturales, a la actividad artística, por eso muchas veces estoy cumpliendo distintos roles: a veces como músico, o produciendo espectáculos, dando clases, organizando charlas, ciclos, acercando gente a Gualeguay. Todo eso tiene que ver con lo amplia y generosa que es la música, y las diversas puertas por donde uno puede vincularse a ella para vivir de una manera, digamos, musical. Como músico soy guitarrista, así me siento, y en menor medida compositor y arreglador, aunque es una labor que hago cada vez con mayor frecuencia”.
Juan Martín Caraballo (foto Federico Prieto)
El hombre simple que se dice guitarrista le saca punta a las ideas: “Uno incorpora sentimientos, ideas, de tal manera que no se da cuenta de que se está moviendo con algunas bases que no son negociables. Pienso que la música no es un adorno personal, para vanagloriarse, sino que la música es una expresión de nuestra cultura, una manera de expresarse de un lugar, y eso me parece muy rico, y hay que ahondar en ello, porque cada pueblo tiene su manera de hablar, sus costumbres y hábitos, su comida típica, y la música es parte de ese todo. Encontrarnos con esa música es maravilloso, y uno quiere contagiar esas cosas, porque vivimos en un mundo que nos bombardea con información, y donde hasta la misma música ha sido usada para desculturizar a la gente. Hay que ser consciente de que la música es parte de nuestra identidad, hay una música que nos pertenece, y hay una música que nos conoce, más allá de que a veces nosotros no la conozcamos, ella sí nos conoce. Me dieron ganas de plantarme frente a una clase, en un escenario, cuando compongo o hago un arreglo, desde ese lugar. Sé que es ambicioso querer hablar con la voz de todo un pueblo, pero pienso en obras en que he visto reflejada esa voz. Cómo me gustaría poder hacerlo con la música, lo mismo que hizo el Chacho Manauta, Tuky Carboni, obras donde me encuentro con las palabras de mi pueblo, con el sentimiento y la atmósfera que a uno lo rodea. Pienso en las pinturas de Antonio Castro. Esa es la idea, contribuir a una identidad. Hay mucho más detrás del goce artístico de la belleza, y tiene que ver con la identidad”.
Me gusta saber de los primeros rastros en la vida de un artista, esas señales o invitaciones de la suerte o el destino que muchas veces terminan marcando el puerto al bote que todos construimos en la infancia: “Mi abuela tocaba el piano, y en mi casa había un piano, mi mamá también lo tocaba. Entonces estaba dando vueltas la sonoridad de un instrumento. Mis hermanas tocaban la guitarra; tengo el recuerdo de que siempre había arriba de la cama una guitarra boca abajo, sin funda. Desde que tengo memoria recuerdo ver una guitarra. Al principio era como un juego, hacer como que tocaba, tengo alguna foto por ahí. Y recuerdo las guitarreadas familiares. Yo esperaba ansioso que se pusieran a tocar, quería que sucediera: un fragmento de tiempo que cobraba otra dimensión, una intensidad mayor. Recuerdos íntimos, es algo medular porque viene atravesado por el vínculo familiar. Después estudié, toqué, pasé por una época de rock, hasta que fui a escuchar un recital de Cary Pico. Tocaba con el Japo Vela y Ángel Ponce (La Trebe) en el ciclo Serenatas de Verano en el Ambosetti. Folclore, música latinoamericana y tango. Entendí ahí que a través de la música se podía reflejar la vida del pueblo, era una música muy cercana. Fue algo muy extraño lo que me pasó. Me encontré con la idea de la identidad. Un sacudón grande. Después vino un guitarrista de Paraná: Ernesto Méndez, con música del Litoral. Fueron los empujones para darme cuenta de que la cosa era por otro lado. Hoy no negocio mi manera de entender la música: no es una mercancía, la música es lenguaje: parte de nuestra cultura”. Fue este un momento de la charla donde Juan Martín terminó tomando aire para encontrar y decir la palabra siguiente. El brillo en sus ojos contaba de su emoción cuando volvía a recorrer la casa paterna.
Chamamé Trío
Con su grupo Chamamé Trío (nacido en 2008), durante 2015, los martes, se instalaba en la peatonal de Paraná para hacer Música en la calle. Habla de una buena experiencia hacer “La música desde otro lado”. Dice del Trío: “Es una formación atípica para el chamamé, un tanto transgresora, si se quiere: contrabajo (Ariel Cardoso), flauta (Pablo Suárez) y guitarra, pero que tiene un gran respeto por las raíces, y por el sentimiento de sus integrantes. Entendemos la música como un hecho dinámico, y está en relación a las vivencias musicales, a la historia de uno. Están las patas en la tierra, las raíces, y el pase de la posta: cómo tomar el legado de los mayores con una impronta nueva. Y ahí el dilema, hasta dónde uno puede o debe tirar de la cuerda para que no se pierda la esencia. Hay que estar muy atento. Más cuando hay tantos esperando que la gente no esté atenta”.
Sobre la música: “Escucho música que sea el reflejo de otra identidad. Me gusta el jazz, música de otros lugares de Latinoamérica, el tango, también la música clásica; en mi formación académica he tocado piezas del repertorio universal de la guitarra, y me encanta. Todo eso madura dentro de uno y da una mixtura que es la que luego sale cuando uno hace su propio trabajo”.
Cuando Juan Martín toca la guitarra parece estar en un refugio de calma, esa apariencia de persona escindida es quizá la prueba del compromiso que declara: “Estar en ese momento en el escenario, estar en el acá y ahora… es muy fuerte conectar con la música, con lo que está diciendo, lo que está pasando, es una linda sensación para tratar de repetirla en otros momentos de la vida, donde se anda tan azotado por obligaciones y problemas”.
Proyectos de ayer y de hoy: “Tengo muchas ideas, y trato de llevarlas adelante. También participo de otros proyectos. Una idea mía fue El cuarteto San Antonio, todos músicos gualeyos, que grabamos un disco; también grabamos un disco con la Orquestarra Juan Ledesma, fue idea de Cary, yo hice algunos arreglos; el Ensamble La Creciente, que se creó a partir de los Encuentros de Costa a Costa, ahí hago los arreglos y la dirección musical, armamos el proyecto junto a Guille Lugrin. Acompaño desde hace tiempo a la cantante María Silva, estamos terminando de grabar un disco, dúo de voz y guitarra, la idea es registrar lo que se escucha en vivo, una cosa muy íntima”.
Juan Martín es el director de la Escuela Municipal de Música Isidro Maiztegui. El músico frente a otro gran desafío en estos tiempos veloces que barren todo atisbo de identidad: “Para llevar adelante el cargo de director de la Escuela me apoyo en la vivencia musical, en la experiencia de hacer música. Trabajar desde ese lugar. Esto es una escuela de música, la idea es que los chicos hagan música, que experimenten su intensidad. Después está el hecho de ver cómo se hace, es una institución, y como tal acarrea distintos quehaceres administrativos. Pero como contrapartida acarreo mi experiencia de trabajar en grupo, tanto por mi participación en el movimiento de Costa a Costa, un trabajo horizontal en docencia y gestión, y por ser integrante de la Cooperativa de Artistas, es otro aprendizaje trabajar bajo los valores del cooperativismo. La idea que tengo como director es promover la vivencia musical y en lo organizativo enseñar a trabajar con los demás”.
Caraballo estudió dos años, cuando pibe, en la Escuela que hoy dirige, luego fue tiempo del conservatorio en Paraná. Sobre el aprendizaje de la música, reflexiona: “La guitarreada es una escuela muy generosa donde se aprende mucho, son necesarias. Hay que pasar por esas instancias colectivas donde se ‘ve’ al otro. Tengo una formación académica y he andado. Los dos caminos son importantes. Es más difícil de incorporar todo lo que tiene que ver con lo tradicional, lo popular. Es más difícil aprender a rasguear bien un chamamé, que meter un despelote de acordes. A rasguear bien no se aprende en las escuelas -ojalá nosotros podamos-, se aprende andando. Es una enseñanza que muchas veces se subestima. Es una manera de tomar el legado. Después cada uno hará su síntesis”.
Consultado por algún maestro, decidió nombrar a uno solo: “Horacio Castillo, guitarrista misionero, fallecido en 2008, es un referente, hasta hoy lo sigue siendo, está la suerte de poder grabar, el maestro no se termina en la clase presencial”.

Juan Martín Caraballo cuenta su aldea, la pinta para escucharla desde la memoria, desde el legado.

domingo, 1 de mayo de 2016

Mastronardi: Ortiz y algo más

Repito, y lo seguiré haciendo, que leer la prosa de Carlos Mastronardi en “Memorias de un provinciano” (1967) es una de las maravillas que la vida lectora puede ofrecer a quien cree en las palabras hacedoras de recuerdos. Sigo de recorrida por las páginas que se ocupan de Juan Laurentino Ortiz. Mastronardi lo va componiendo con pinceladas, imágenes, sucesivas: “(…) Magro, vibrátil y de tez ligeramente oscura, Ortiz tenía el aspecto de una estilizada garza mora. Esos rasgos exteriores condecían con su índole sensitiva. Se hubiera dicho que su magrez era otra forma de humildad. Vivía en función de los bienes más elevados y nobles. Lector omnívoro, mantuvo trato íntimo con todas las obras literarias de que disponía la biblioteca local”. Y en ese hacer del escritor contando al amigo allá lejos y hace tiempo, se disparó, sin él saberlo, una flecha de tiempo que dio en el centro de mis días de vida gualeya. Pensé en que hoy camino el mismo paisaje ciudadano, la misma biblioteca, y que además puedo tomar del estante el mismo ejemplar que Juanele quizá tomara para su intimidad. Un libro en la mano de un hombre, y ahora recuerdo cuando estuve a un lado de José Saramago, justo en el momento en que el escritor acariciaba un ejemplar de su novela: “La caverna”. Dijo: “Hay que cuidar la forma libro, porque dentro hay un hombre, el autor”. La lectura puede abrir la puerta de varios mundos, digo, y ante todo el íntimo: una ceremonia secreta.
Carlos Mastronardi
Mastronardi da pista sobre la formación de Juanele: “(…) Su adolescencia había gozado versos de Acuña, de Flores, de Asunción Silva, pero luego dio con los clásicos y más tarde puso su interés en los escritores europeos del siglo XIX y del nuestro. Banchs, entre los poetas argentinos por entonces vivientes, era su predilecto. Proclive al intimismo, como entonces se decía, sospecho que Almafuerte le parecía demasiado asertórico y Lugones demasiado brillante. Tendía naturalmente al medio tono y al matiz. Entre los ultramarinos, Samain, Laforgue, D’Annunzio y Juan Ramón Jiménez lo llevaban al éxtasis. Asimismo la prosa etérea y sugestiva de Rodenbach estaba siempre en su conversación. Los movimientos literarios que ocurrieron durante la primera guerra mundial o poco después, sin duda ensancharon su visión y retocaron sus preferencias”.
Y en este lugar, Mastronardi, el memorioso, hace una consideración sobre el lector de provincia; y entremezcla pequeñas señales, faros en la tormenta para quien busca entre las pasiones guardadas en los libros, que alientan el pensamiento, y que además invitan a la charla, a la magia de la palabra en la ronda de una conversación: “(…) A este respecto, diré que la evolución del gusto, como nadie lo ignora, suele estar determinada por las circunstancias. El escrutinio de valores estéticos es tarea que en el ámbito provinciano resulta singularmente dura y costosa. El lector que no hace de la lectura un pasatiempo, sino que se propone ahondar en el espíritu de las obras y enriquecer el suyo propio, sufre de soledad y, por consiguiente, no puede establecer esas fecundas confrontaciones que son inherentes al diálogo. Perdido en un pueblo de provincia, debe atenerse al dictamen escrito que le llega desde los populosos centros donde se cruzan todas las corrientes de la cultura. Como es evidente, ese tipo de dictamen no siempre trasluce un estricto criterio valorativo. En muchos casos, disimula o suaviza los contornos de la realidad a que se aplica. Suele ajustarse a convenciones que, en cambio, raras veces aparecen en el curso del lenguaje oral. De tal modo, ese apartado testigo del arte nunca goza de los bienes que son acarreo natural de la conversación, más suelta y libre cuanto más privada. Tiene que extraer de sí lo que falta en su medio, por manera que esa relación es una limitada relación dual. Ningún puente, ninguna mediación, le permite tomar posiciones frente al poeta o al novelista que, por el solo hecho de serlo, cae sobre él con todo su prestigio genérico. En apreciable medida, el arte es cosa social, ya que se hace ‘entre’ los hombres. Pero el lector que está solo y que desea aplicar un criterio judicativo a la obra que tiene entre manos, cumple ese propósito dentro de un ámbito puramente subjetivo, librado a sus recuerdos, a sus gustos, a su espíritu sin ventanas. Dadas estas condiciones, entrega a la sensibilidad lo que es pertenencia del juicio. Por consiguiente, el valor histórico de las obras, es decir, las resonancias que éstas suscitan en una época o un ambiente –rebrotes, influencias, analogías- no ingresa en su apagado mundo especulativo. Las circunstancias le impiden mover sus facultades analíticas; se convierte, pues, en pasivo contemplador del arte. En cuanto se vuelve total consentimiento, cabría decir que su modestia excesiva lo entorpece. Por mucho que su riqueza interna sea considerable, acatará con veneración inocente los nombres y los títulos que propagan las decisivas ciudades. Y esa mansa actitud acabará por anular todo sentido crítico. Ignoro si las cosas han cambiado, pero estas modalidades eran muy fuertes a principios de siglo, cuando conocí a Ortiz. Quizá yo le llevé un poco de la dureza estimativa que aprendí en Buenos Aires. Por lo demás, antes de abandonar la provincia y de confrontar puntos de vista por la vía del diálogo, estas propensiones fueron también mías. Un fervor a la vez avasallante y fácil me privaba de esa libertad que es condición del buen discernimiento. Creo que dicho desnivel se manifiesta con fogosidad en todo joven que intenta formar su espíritu en un ambiente retirado y sin el socorro de la comunicación viva”. Mastronardi me habla de la defensa del sentido crítico, del valor de la conversación, del cruce de ideas y pareceres, de la oposición: decir “no” al paquete cerrado que envía la gran ciudad, la búsqueda a través de varios caminos. Y le digo gracias desde estos tiempos confusos que me tocan en suerte.
Juan Laurentino Ortiz
Mastronardi vuelve a ubicarse en las cercanías de la casa esquinera donde Juanele vivía frente al río. Todavía se puede ver la fachada de la casa. Siempre que voy camino al Parque, detengo la mirada en la presencia del testigo silencioso; y otra vez, la cercanía otra, la emotiva, de andar entre los mismos árboles como entre los mismos libros: “(…) Durante nuestros largos paseos por el parque, entre espinillos y eucaliptos, junto a las barrancas del Gualeguay, Ortiz se avenía a decirme sus versos. Antes, claro está, debía esforzarme por vencer su reserva pudorosa. Le pagaba ese don muy malamente, puesto que le hacía conocer mis vacilantes alejandrinos, donde sucesivamente aparecían Nervo, Herrera y Reissig, Carriego y otros mentores. Ese intercambio, cumplido a media voz, tenía los caracteres de un fraterno rito secreto. Con el cielo ya oscuro, dejábamos aquel lugar apacible donde la apariencia y la esencia de Entre Ríos son una misma cosa perdurable. A favor de los candiles de las afueras, desde su noche proletaria, algunos vecinos nos miraban como si nos temieran conspiradores. Otras veces, al salir de la biblioteca (yo hacía mi aprendizaje de Balzac, Zola y Eca de Queiros) reanudábamos el velado rito poético. Sobrevenían nuestros poemas, que en modo alguno pensábamos publicar, pues ni siquiera nos había rozado la idea de hacerlo. Estábamos al margen de todo, ignorábamos el mundo literario y, en lo que respecta a mis versos, no eran sino esas notas entreveradas y confusas que emite la orquesta antes de empezar su trabajo. Pero no daba comienzo al mío: se me iba el tiempo en afirmaciones previas, tal como lo pierden esos malos payadores que templan indefinidamente su instrumento. Otro era el caso de Ortiz: la timidez y el recato le impedían poner en luz sus hermosos poemas. Camino de su casa se los oía decir. La quietud era grande y el sensible cielo estrellado tenía más realidad que el pueblo sin voces, desierto. El viento ahondaba la noche y recorría las calles con su silbido, como preguntando por alguno. Detrás de la plaza, a medida que salíamos del empedrado, las luces se volvían tristes y ralas, los ladridos que vulneraban el silencio eran más frecuentes y el cercano campo oscuro se posesionaba de nosotros con la fuerza y el misterio del destino. (…)”.
En cada comentario de Mastronardi se descubre la profunda sabiduría en los territorios amigos de la lectura y la escritura. Son palabras de escritor que comprendió a conciencia el tránsito en el “mientras tanto” del oficio, y que por lo tanto deja registro de los territorios del afuera, que también juegan como parte del lance desesperadamente humano que guarda la poesía, el arte.

“La quietud era grande y el sensible cielo estrellado tenía más realidad que el pueblo sin voces, desierto”, anota quien hace memoria, y entonces funda en el relato la apariencia mágica que siempre ofrece Gualeguay a todo aquel que quiera saber de esa otra sintonía, la que nace a través de formas y sonidos, de las sombras y el viento en la suerte que marca el destino. Lo expresado por Mastronardi, esas señales en el paisaje y el ánimo de los que aún estamos vivos, es la mecánica por la que con tanta asiduidad nos visitan la memoria de los muertos. Imagino que viven en las copas de los árboles del Quintana, y que desde allí se descuelgan aceptando la invitación: la apertura de la puerta que se da cuando un escritor como Mastronardi deja el rastro en un libro, o cuando un gualeyo cualquiera camina junto al río y repara en el viento, en el murmullo de los árboles.