A través de varias notas pude dar cuenta de las miradas de Carlos
Mastronardi sobre su amigo Juan L. Ortiz. El relato testimonial se guarda en un
libro notable: “Memorias de un provinciano” (1967). Mastronardi, en las páginas
en que retrata, en que cuenta a Juanele, y al hacerlo él mismo se hace relato,
refiere elementos, imágenes, sensaciones, que tienen que ver con aquello que el
poeta Ricardo Maldonado llama el segundo nacimiento. Dice Maldonado que el
hombre es parido dos veces en la vida. La primera cuando la madre; la segunda
cuando es parida la identidad de ese hombre, la sustancia que, con diferentes
matices pero sin perder el rumbo de fundación, se proyectará en dirección al
futuro. Ese segundo nacimiento del hombre será determinante en el mapa de las
cuestiones más importantes de la vida; ese hombre tendrá pista firme frente al
universo cotidiano. Mastronardi recuerda momentos fundacionales junto a
Juanele, cuenta a un Juanele que fue ejemplo a seguir, y establece
sensibilidades diversas. Los muchachos que alguna vez fueron, llegaron a la
adultez con pista cierta de gustos y posiciones. Dueños de una identidad,
compañeros en la sintonía poética, fijaron destino y memoria.
Dice Mastronardi de esos encuentros y caminatas con Juanele entre los
árboles del parque Quintana, mientras entre ellos pronunciaban esos poemas que
ni siquiera pensaban publicar: “(…) Pocas experiencias han dejado en mí una
huella tan profunda como esas noches suburbanas en que la desolación y el
olvido parecían retenerme para siempre”.
Los días llevaron a Mastronardi hacia la gran ciudad, pero “(…) Después
de muchos años, luego de haber intentado la abogacía y la poesía en Buenos
Aires, arraigué otra vez en Gualeguay”.
La biblioteca de Gualeguay por Jorge Lupo |
Mastronardi, como el Gordo Pichuco, siempre estaba volviendo al barrio
que lo vio nacer. Y ese regreso señalado por el poeta marcó un nuevo encuentro
con Juanele: “(…) Entonces volvimos a encontrarnos en la querida biblioteca de
nuestras mocedades. Por esas fechas, los directores de la entidad solían pedir
opinión a mi amigo cuando se trataba de adquirir libros. En dos ocasiones
integramos con Ortiz la comisión de aquélla. Y si en los altos anaqueles se
advirtieron signos de una renovación alentadora, ello se debió a su espíritu
emprendedor y abierto; más de una vez propuso y logró la compra de obras en
verdad admirables. Hice cuanto pude por secundarlo en la tarea de quebrantar la
rutina que pesaba sobre el organismo educacional del cual dependía la
biblioteca”.
Así en la tierra como en el cielo, en las historias, y por mejor
intencionadas que estas sean, aparecen “peros”, algunos por simple envidia o
celo, y otros alentados desde la ignorancia y el miedo. Continúa Mastronardi:
“(…) Esa racha de aire nuevo, como ocurre siempre, causó algunos constipados
espirituales. Suscitamos una creciente prevención en los socios que, para no
ver perturbadas sus estáticas concepciones del mundo y de la cultura, optaban
por ‘no innovar’. Logramos darle acceso a Proust, pero nuestras reiteradas
menciones de Joyce no tuvieron eco. Sin ninguna ironía nos preguntaban: ‘¿Quién
lo conoce aquí?’. Empezaban por el fin, y, además, como lo próximo parece más
real que lo remoto, querían poblar los estantes de libros enérgicamente
nacionales. Según los más temerosos (entre los cuales se contaba un agrónomo
que hizo traer un manual de apicultura y otro sobre la siembra de la remolacha
forrajera), estábamos llevando adelante un plan revolucionario, cuya primera
etapa consistía en desviar a la juventud del recto camino. En opinión de
algunos socios, Ortiz y yo habíamos invitado, para que ocuparan la tribuna de
la entidad, a escritores de la Capital Federal que no hicieron sino apresurar
ese proceso lamentable. Los visitantes, sin embargo, fueron los hombres más
lúcidos y tranquilos de la generación llamada de Martín Fierro, como también
algunos profesores cuyas ideas no tenían nada de aterradoras. De nada valían
las explicaciones. El recelo ganaba los ánimos, la curia dijo su palabra
reprobatoria y algunos rentistas cautelosos retiraron sus ahorros de los bancos
para evitar que un golpe de mano de las supuestas brigadas de choque los dejara
en la calle…”.
Juan L. Ortiz |
La revolución hacía punta en la biblioteca de Gualeguay, caída en manos
de dos personas raras, oscuras, y que para peor, eran poetas que poco sabían de
la moral y las buenas costumbres que tiene aparejado el cultivo del dinero.
Esta revolución pasaba por Proust y Joyce, y vaya uno a saber el resto de los
nombres con los que se iban a robar el alma de la juventud. Dos demonios en la
altura del edificio de calle 25 de Mayo, a pasos, ahí nomás, del nido de las
fuerzas vivas de la ciudad. Dos poetas de ayer que hoy son bandera y orgullo de
la Capital de la Cultura de la Provincia de Entre Ríos, me digo, y entonces me
pregunto por la ciudad y la gente de ayer, una galaxia que no está a años luz
de este presente, sino a un puñado de décadas. Pienso en ello porque los
“constipados espirituales” tuvieron desarrollo y descendencia. Palabra de
Mastronardi: “(…) Claro está que ni éramos teístas muy convencidos ni
entregábamos el domingo al sacramento de la misa, pero inútil es subrayar que
sólo comportábamos un peligro en la medida en que el libre examen de las ideas
nos parecía una irrenunciable conquista humana”. El quehacer de los poetas
importaba como posición moral, una esquina ética, hecha conciencia durante el
segundo nacimiento, un convencimiento trabajado desde la sabiduría acumulada
por los hombres pensantes. Continúa el poeta: “(…) Ya enfrentados los bandos,
el manejo de la biblioteca fue el anhelo más firme de quienes nos sospechaban
poderes demoníacos. Convenientemente bendecida, una comisión de señoras salió a
ganar adeptos. Un estanciero educable comprometió sufragios y propuso a sus
amigos una ortodoxa lista de candidatos. Se quería volver a la tranquilidad
mediante una comisión directiva que no dejase resquicios a la subversión. La
gente de iglesia, luego de proponer algunos nombres para las vocalías, resolvió
llevar sus feligreses al acto comicial, que debía realizarse por la noche. Y
ocurrió algo extraordinario. Ancianos que hacía más de una década permanecían
recluidos en sus casas, lisiados que casi nunca abandonaban el lecho y que no
entendían bien los motivos de la convocatoria, se agolparon en el vestíbulo de
la biblioteca para pedir precisiones acerca de su cometido electoral. Una de
esas reliquias susurró que desde la misa del Gallo de 1920, no salía de noche.
El esfuerzo de la curia me pareció admirable, no por su terrenal eficacia, sino
por su índole milagrosa: había operado la resurrección de los muertos”.
Carlos Mastronardi |
Cuenta la historia de Gualeguay que entonces aquella vez los demonios
alojados en el alma de dos de sus poetas más notables fueron derrotados por las
fuerzas del bien. Cada vez que visito la biblioteca que hoy lleva el nombre de
uno de los demonios derrotados, estoy seguro de que es un lugar habitado por
buenos fantasmas, gente buena de ayer devenida en buen fantasma de hoy, gente
con buenas intenciones como Roberto Beracochea, me digo, él debe andar entre
las mesas, también imagino la visita de Cachete González, porque esta Gualeguay
sí que sabe de estar habitada por buenos fantasmas. Sólo una vez pude ver un
grupo de fantasmas sufrientes reunidos en la puerta de la biblioteca, no
parecían malos, pero algo, supongo que alguna especie de culpa, los dejaba
afuera: ninguno llegó hasta el cielo del edificio. Calculo que Catón los habrá
devuelto a los confines de la naturaleza.
Antonio Castro |
Mastronardi, el hombre que recuerda las historias de ayer, cuenta de qué
manera los caminos de los amigos poetas se abrieron después de un tiempo; se
abrieron como si se enfrentaran a una encrucijada blusera, no podía ser de otra
manera, pienso, ya que en estas encrucijadas el hombre puede encontrar al
diablo para venderle su alma: “(…) La vida nos separó uno o dos años después de
estas batallas electorales. Regresé a Buenos Aires para integrar la redacción
de ‘El Diario’. Mi amigo Ortiz, que tenía un empleo en el Registro Civil de
Gualeguay (asentaba las fechas que son tan importantes para los humanos), luego
de jubilarse, radicó venturosamente en Paraná. No quiso dejar su Entre Ríos”.
Pepe Quintana |
Mastronardi y Ortiz, dos poetas nacidos en Gualeguay; dos nombres
ilustres en el cielo gualeyo de hoy, donde respiran los notables; dos figuras
en el mural de Medrano y Saldaña: “El paseo de los nuestros”; dos obras
notables que hoy ocupan espacio en algún estante de la biblioteca Mastronardi,
en su cielo.
Me viene a la memoria, casi con seguridad desde alguna charla con Nidya
Rampoldi, una referencia a estos temas de señalar, culpar, y de practicar el
chisme, sobre la manera de andar por la vida de quienes no adhieren al centro
normativo sobre el que patina la mayoría. Pienso en Antonio Castro, en cómo
mejoró el trato de la sociedad de la mayoría cuando el artista se declaró
fallecido, porque ya no podía ser ácido, ni invitado molesto, ya no decía:
“Parejito, parejito, todo una mierda”. Pienso en otro creador molesto: Pepe
Quintana. Y me digo que ellos: Ortiz, Mastronardi, Castro y Quintana van de cara
al viento que sigue llegando desde el río. Ahí están sus obras. El otro día
esperaba a Marisa, hija de Cachete González, en el gran ambiente de entrada del
Club Social. Desde mi sillón observaba el Castro maravilloso que engalana una
pared. Después reparé en que sobre mi cabeza había colgado un Maddonni. Sonreí
al pensar en los resurrectos de todas las épocas.
Derlis Maddonni |
Gracias por etse informe de estos queridos embajadores de las letras Ines Setuain
ResponderEliminarinfo@inessetuain.com.ar