El sol entra por los ventanales del taller de Marta Líbano. Mucha obra
prolijamente guardada. La artista plástica está inquieta, feliz de enseñar sus
cuadros. No hay en ella pretensión, no hay ego desbordado de artista; Marta
pide permiso desde la emoción, que creo, luego de escucharla, es como se ha
manejado, como ha descubierto el camino para hacer su pintura. Al fin toma
asiento a un lado de una mesa repleta de pinceles, cuadernos, trabajos en
proceso. Me cuenta de su origen: “Dibujé desde chiquita, mi papá tenía un
almacén de ramos generales. Había unos cajones para mercadería suelta con tapa
inclinada, un plano inclinado sostenido por bisagras. Parada frente el cajón
dibujaba sobre los papeles de envolver. Soy del 43, tendría 5 años. Molestaba y
me corrían. A veces venía un viajante al negocio, y le decía a mi papá, Mallid
David Líbano, que mirara cómo dibujaba la nena. Ahí me daban algo de
importancia, pero en casa, mi papá extranjero, venía del Líbano, no se pensaba
en estudiar dibujo, teníamos que ser maestras o cualquier otra profesión, mi
hermano fue médico. Decían: de padres brutos salen hijos inteligentes. Cuando
entré a primer grado, la maestra Idalba Requejo nos contó un cuento con una
lámina, un gato y un ratoncito que se asomaba y que estaba comiéndose un queso.
Nos propuso dibujar lo que quisiéramos, un detalle de la lámina; yo encantada,
saqué los lápices de colores y le hice el dibujo entero. La maestra vio el
dibujo, hizo llamar a las otras maestras; pensé: sonamos, acá también me van a
retar. La maestra de primero superior habló con mi mamá para que me mandaran a
aprender dibujo. Nunca me dieron bolilla, quizá lo agradezco, porque cuando a
un chico le tratás de inculcar, se aburre, lo veo con mis hijas y nietos. En el
secundario fui muy estudiosa, pero mientras atendía, yo dibujaba; los
profesores pensaban que no prestaba atención, todo lo contrario, hacía las dos
cosas. Me enteré que había una viejita, Angélica Muragas, que enseñaba. Fui,
alcancé a pintar un solo cuadro, se murió, era muy vieja; ella me exigía, pero
me hacía copiar imágenes. Después que murió seguí pintando con óleo; pinté un
montón de cuadros, de copias. Trazaba una cruz en el centro y hacía otras
mediciones”.
Luz en el taller. |
En la historia de Marta hubo un encuentro determinante: “Cerca de los 20
años yo estaba feliz con mi pintura, creía que era una pintora, algo que hoy no
me creo. Le llevé mis trabajos a Asef Bichilani. Pensar que lo veía parado en
las esquinas, pensaba que era medio loquito, se quedaba mirando un lugar,
quieto, y ahora yo hago lo mismo. Bichilani fue terminante, me dijo que lo que
estaba haciendo no tenía ningún valor: no tenés que hacer nunca más esto,
porque es algo que no es tuyo; me dijo que tenía que agarrar una manzana y
tratar de pintarla. Tanto se lo agradezco, pero a mí la manzana no me
interesaba, me gustaba el paisaje, el río, la gente, las caras”.
¿Qué pasó después del consejo de Bichilani?: “Nunca dejé de pintar, ni
cuando estaba embarazada ni con los hijos chiquitos; pinté menos, sí, pero no
dejé. Pero me pasaba algo, pintaba y lo escondía, tenía vergüenza, creía que me
los iban a criticar, que eran horribles; me acordaba de Bichilani, pero ante
todo me parecía que mi pintura podía molestar. La historia cambió cuando enseñé
el cuadro del preso. Pinté un cuadro de un viejito. A Zélika Alarcón y Mario
Tamaño les gustó mucho, ellos me sugirieron que me presentara a un salón de
poema ilustrado en el Club Social. Hice al revés, tenía el cuadro y busqué el
poema, fue uno de Roberto Romani que hablaba de los zorzales, que no pueden
estar en una jaula, se mueren”. Marta Líbano hizo en Gualeguaychú el
profesorado de enseñanza especial; trabajó en Lucecitas, y 10 años antes de
jubilarse, año 88, ganó el concurso para ser maestra en la cárcel: “Era una
maestra de campo en la cárcel, con los distintos niveles, todos juntos”. ¿Tu
experiencia en la cárcel?: “Al viejito del cuadro le enseñé a leer y escribir;
había hecho algo terrible, tomaba y mató al padre, que también tomaba. Había
ido de chico a la escuela y no aprendió, en la colimba quisieron enseñarle y
tampoco, conmigo sí. Yo lo adoraba. Nadie es culpable de la cuna donde nació.
La experiencia fue muy buena, porque me bajó mucho ese ego que uno tiene, como
que está creído, y tuve que adaptarme, y aprender a no juzgar. Me sentí muy
querida por los presos, les festejaba los cumpleaños, me decían que yo decía
que “no” y explicaba porqué, fui testigo de un casamiento, y enseñé también materias
de secundario”.
La puerta de la exhibición se abría: “Me empezaron a entusiasmar, yo
tenía mucha obra. Me jubilé en el 98 y empecé a hacer muestras todos los años.
Pero aprendí, porque uno siempre aprende, que eso era parte de una euforia; la
gente era muy buena conmigo; pero terminó siendo una especie de obligación. Me
duró unos 4 años, paré, la sensación era que no todos los cuadros estaban
trabajados, que algunos entraban de compromiso. Mi última muestra fue en 2014”.
Marta tiene como referentes a artistas como Derlis Maddonni, Cachete
González y Vicente Cúneo, le gusta mucho Quirós, y cuenta que una vez en La Plata
vio una muestra de Quinquela Martín: “Yo había visto figuritas, y los tenía
frente a mí; se me caían las lágrimas”.
Me enseña su libreta de notas, con croquis, dibujos, referencias del
paisaje, así trabaja. Cuenta de su hacer: “Abandoné el óleo, trabajo con
acrílico; empiezo con una mancha grande, y después puedo saber o no el
desarrollo; puedo saber que quiero algo con el río, pero después el cuadro va
apareciendo. Uso también junto al acrílico, la carbonilla. Soy de meter las
manos en el cuadro, me dicen: ponete guantes, no puedo, no lo siento, también
uso lapiceras viejas para hacer rayitas. Me ensucio entera. Después de ver los
cuadros de Quinquela empecé con la espátula, así que uso pincel y espátula; leí
que con espátula no hay una técnica definida; con ella me siento en libertad,
más que con el pincel. Con espátula no pienso, es como que surge todo solo; y
mis pinceles son duros, me gusta arrastrar la pintura, por ahí como si fueran espátulas”.
Marta hace una pausa en su relato, luego dice que quizá todos
necesitemos ayuda, de otra persona o de un profesional, y me cuenta: “Me ayuda,
me gusta mucho caminar en la naturaleza, y caminar sola. Soy muy sociable, pero
en esos momentos necesito estar sola. Mientras camino, pienso, resuelvo cosas,
de los cuadros y de la vida. Por eso me gusta pintar lo que veo”. Es en estas
últimas palabras que me digo: este es el motor de la pintura y la persona de
Marta Líbano. Hay dos vertientes en su obra. A la vista están sus paisajes,
algunos de formas y colores explícitos, otros, los que más me llegan,
construidos, salidos de una especie de bruma que se desprende tanto del cielo
como de la tierra; en esos paisajes, en ambas sintonías, hay un registro, un
aroma, la presencia, en espíritu, de reminiscencias de una cultora de la
pintura naif, pero esto sólo referido a ciertas licencias en la composición;
digo que es ahí donde Marta refleja su comunión con la naturaleza; desde su
contacto en solitario, lo que ella ve, donde alumbra sus sueños y los lleva a
la tela. El otro sendero manifiesto de Marta aparece cuando retrata la figura
humana, y en especial, en su manera de trabajar las caras de los personajes. En
esta otra sintonía, ella también ve, y tampoco copia del natural o de una foto,
sino que su pintura nace de lo entrevisto, y luego de un paso previo por sus
almas, que es aquello que a un trabajo lo transforma en personal, único. Este
laborar dentro de la recordación inventiva, es decir, el trabajo sobre el
objeto de interés, y desde ese recuerdo, dotado de lo ficcional de la poética
propia del artista, es que Marta, entonces, pinta hombres, mujeres y niños, habitantes
todos ellos del costado triste de la sociedad. La necesidad, la pobreza, la
desprotección, el sueño de un mundo más justo, toda esta mirada, este
compromiso social de Marta Líbano, queda explícitamente establecido en las
caras, y especialmente en la expresión de los ojos de sus personajes. Aquí el
toque naif decrece para ajustarse a la realidad formada en la mirada de la
pintora.
Hago una mención especial de su trabajo con el lápiz o la carbonilla,
lejana al color, en directo, entre blanco, negro y grises sus miradas se ganan
la atención del espectador; una sintonía sin color, que es como muchas veces
pueden ver nuestras almas.
Confiesa Marta Líbano: “No me imagino vivir sin pintar. Me pasa que
después de una muestra me agarra como un miedo a que no me vuelvan a dar ganas
o no saber qué pintar. Después pasa un tiempo como de descanso, y vuelvo. Si no
pinto, no me siento bien, este trabajo llena una gran parte de mi vida”.
Marta Líbano es autodidacta, trabaja silenciosa en su taller, vive su
pintura en libertad, no sufre de desbarranques de ego de artista, quizá porque
sabe que la duda siempre es compañera. Es, creo, la duda uno de los mejores
motores para todo intento creativo; nos mantiene despiertos, atentos a nuestros
diálogos internos, a nuestros triunfos y derrotas, a los miedos y felicidades,
una sana manera de vivir haciendo, en definitiva, aquello que podíamos hacer:
el intento, el tránsito sincero por los días que nos toquen en suerte.
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