domingo, 12 de junio de 2016

Puente a la vista

A un trecho de que se cumplan dos años de vida en esta casa ubicada en zona de chacras, paisaje orbital de la ciudad de Gualeguay, quisiera detenerme en una percepción, no digo que nueva, pero sí acentuada en estos días como aprendiz de gualeyo. Y digo que la susodicha percepción viene atada al paisaje que me rodea: el cielo, presencia sí, derramada de su copa en abundante, amigable y justo abrazo, cae sobre cada parcela, techo, hermano árbol y humana presencia. El cielo es para todos, y en el cielo la vida alada surcando historias y viajes hasta el fin del mundo. En la tierra árboles, plantas, el pasto obrero que no para de remarla; la huella, y sus habitantes. Desde los animales más grandes, pienso en los caballos, en las vacas, pero también en los perros y gatos, en la liebre que vi corriendo hace un par de días por la calle vecina, y toda la fauna que se deja ver en el momento en que pretende cruzar una calle, una ruta. Digo también que la vida sobre esta tierra que enumero sabe de hormigas, arañas, bichitos jamás imaginados, cien pies, gatas peluda, y el mundo alado de sintonía insecto como moscas, mosquitos en sus diversos calibres, alguaciles, mamboretás. Es tanta la expresión de la vida en esta zona de chacras que asombra e intriga, invita a pensar.
En mi Buenos Aires la principal manifestación de la vida se da en el trajinar enloquecido del animal más complejo, el hombre: encerrado en su indigesto revuelto gramajo. No hay caballos, vacas, sí algún mosquito y mosca que trata de mantener su farsa histórica; sí hay cucarachas silenciosas, y el río, otro elemento de peso en la pintura de la aldea gualeya, le queda a los porteños cada vez más lejos de su cotidiano, de su poesía, de las almas posibles que pueda cargar el más pintado de mis semejantes en aquellas, mis lejanas tierras. Lejanas en el tiempo, los kilómetros no cuentan en esta historia.
De a poco me voy acercando a la diferencia declarada, a la acentuación de lo percibido. Me digo que tal vez porque en Buenos Aires la expresión de la vida se halla tan restringida, llegué a prestar atención a su generosa presencia en Gualeguay. Claro que así como la vida de tantas criaturas ocupa el primer plano de la foto, también lo hace su compañera inseparable, la muerte.
La muerte en Buenos Aires siempre fue tenida en cuenta por este cronista. Le prestaba atención a esa vuelta del destino que todo desacomoda. La muerte en observación, podría ser una manera de referirse a mi trabajo de escritura. Siempre husmeando, preguntándome por el momento del sablazo, y por sus asociados principales: el dolor en las almas cercanas, el nacimiento de la ausencia, el destino de las pertenencias del ahora ausente que deberá iniciar el duro camino para fundar hogar en la memoria de los amados. Y mi vida, me preguntaba, y mi biblioteca, y mi memoria, y las tantas memorias de la gente que quise, que amé, mis imágenes; qué destino tendrá el recuerdo de la cara de Roberto Ferrazo, lo vi en el ataúd, tenía una raspadura en la altura de la nariz, casi entre los ojos, así vi a mi compañerito de segundo grado; y también vi, cómo pasa el tiempo, y sin embargo, acá estoy, anotando también el recuerdo, el nombre de Néstor Hugo Ortiz, un amigo del barrio y de los años de secundaria. La muerte era observada, por condimentos especiales de quien miraba, pero, me digo, también debido a que no dejaba de ser una manifestación esporádica, apariciones, sí, claro, fugaces y fantasmales de la muerte. Recuerdo también que la muerte apareció allá por el 76, en la casa del obrero que defendía obreros en la fábrica. Recuerdo también que Néstor Hugo encontró dos vainas servidas de fal (fusil automático y liviano con el que tuve que defender la patria, y con el que otro colimba intentó suicidarse, no aguantó la locura allá en el Campo de Mayo del 81). Pienso en las historias de la muerte bajo condiciones naturales; dejo para otra vuelta las sucedidas por figurar en el plan de horror urdido por civiles y militares en el relato de la patria.
Foto de Julio Montana
La zona de chacras gualeya acerca de manera acentuada al puente mayor de la naturaleza: el paso de la vida a la muerte. Esta es la percepción sobre la que escribo. La muerte no es un hecho aislado en un paisaje tan concurrido, con tanto habitante en libertad. Así en el cielo como en la tierra, la vida y la muerte juegan su partido de cartas; mejor un truco, no en una playa, no con el mar de fondo, no una partida de ajedrez, no a lo Bergman; digo, imagino, a lo Manauta: elijo un truco entre los árboles del Quintana, tomando mate a orillas del Gualeguay.
La diaria cercanía de la muerte termina siendo un saludable ejercicio para el pensamiento. Porque para existir la muerte antes debió existir la vida, porque hay que saber que es necesario renovar las fuerzas, y que un puente se construye haciendo base en dos extremos. Para una muerte accidental habrá en el paisaje una vida en semejante sintonía, para una vida anodina habrá una muerte en correspondencia. El equilibrio de la naturaleza parece estar más a la mano, en cambio el equilibrio es más difícil de encontrar entre los hombres y entre las almas que fundan cada hombre.
En la chacra gualeya la vida me dice que es tan valiosa como valiosa es la muerte. Y si la muerte, en su puesta en valor, necesita de los elementos propios de la ausencia, y este es un detalle que mucho no nos agrada, pues bien, a vivir los días, cada uno de ellos, como si fuera el último. La muerte como motor de la vida, quizás ese sea el mejor argumento de la naturaleza. Después, cada uno, deberá acordar los detalles de la novela propia.
Con razón y sin ella uno mata hormigas, arañas espantosas, presencias extrañas, nunca antes vistas, con apariencia de seres de otro planeta; miedos varios, desconfianza, ese intento de sentir que se está seguro, así desde la caverna. Es en esas reacciones que inauguramos tantas muertes. Nos encontramos con la muerte en el pájaro caído, en la vaca que ya no se levanta, en el caballo que midió mal el camión, en el “criaturaje” variado que nada más quiso cruzar la ruta que lleva y trae vida y muerte entre Gualeguay y Buenos Aires.
Tantas formas de vivir y tantas de morir, lo pienso a veces cuando salgo al fondo de casa, cuando luego de saludar al espinillo y el jacarandá, bajo la vista y descubro el primer movimiento en el pasto, cuando reparo en el primer vuelo de insecto o pájaro, el primer grito que muy bien podría significar el último. Observo sin tensiones, trato de comprender, de estar en tránsito.
En Gualeguay con más razón que en Buenos Aires aprendo de cotidiano que no hay que dejar la vida para mañana. Me digo mientras camino la chacra que esta es nuestra única vida, y que no hay derecho de andar perdiéndola para nada, acondicionándola de vacíos diarios, de velocidades, de tantas pistas sobre la vida de los otros. Esta única vida hay que construirla sobre contenidos, por ejemplo, la amistad, y también el conocimiento, y no hablo de andar encerrados en una biblioteca estudiando, forzando inclinaciones, hablo de contenidos como el pensamiento, el interés por saber de algún tema además de las fiestitas efímeras del afuera (porque fiesta debería ser la vida toda vista desde adentro) y de la exhibición de la última foto que guardamos en el simulacro de nuevo amigo: el celular.
Foto de Julio Montana
La vida transita, y nosotros con ella, nosotros y todas las criaturas tratando de aferrarnos en el tiempo de nuestra geografía. Ahora, en estas líneas en que voy tratando de cerrar esta nota llena de sospechas y certezas, recuerdo a Juana, la perra de mi vecina Silvina. Día tras día trotando el paisaje, trazando su senda perruna. En uno de estos últimos días de llovizna y grisura acentuada en la altura de los árboles y el cielo, veo desde la ventana del escritorio que Silvina se acerca con una vieja carretilla. Dejo la escritura y abro la puerta. Vi los ojos llorosos de mi vecina, y sigo con la vista en la dirección que me indica. Entre las ruedas del auto y la pared, el bajo ventana, estaba el cuerpo sin vida de Juana. No había querido abandonar ese lugar, había muerto a eso de las 3 de la mañana. Recordé que entre sueños me pareció escuchar un llanto. Subimos a Juana a la carretilla y la llevé hasta el pozo que había iniciado Silvina. Hubo que agrandarlo, darle un poco más de profundidad a la tumba. La llovizna acompañó la pala.
Mientras la tierra empezaba a cubrir el pozo, pensaba en todas estas cuestiones que ahora quedan registradas en la nota, pensaba en la vida y en la muerte, en este puente de la naturaleza, puente a la vista que ofrece en directo la ciudad de Gualeguay, en zona de chacras, donde abunda tanto la vida y tanto la muerte. Juana era una perra, y me digo que su lugar en la tierra se llama tumba, como sus días fueron “vida” y su final “muerte”, así, con todas las letras. Tanto fue así que me dispuse a componer estos pensamientos asociados luego de ese día, cuando volví a utilizar una pala para dar sepultura y fundar memoria.

Es mejor, me digo, que cuando nos llegue la muerte nos encuentre viviendo. La muerte, esa irresistible inspiración, ese último trabajo.

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