Vivo hace tres años en la ciudad de Gualeguay, al lado de un río más
amigable. Un río cercano al que se mira de frente. Me preguntan amigos:
¿extrañás Buenos Aires?; contesto: mi puñado de afectos que en ella vive, y
algunos de sus paisajes, extraño mis cafés: el Margot y el Cao, o sea, extraño
Boedo y San Cristóbal y en ellos imagino a mi gente.
Gualeguay es la vida un tanto más calma, aunque hoy los aires de cambio han
trastocado las prioridades de la criatura humana; Gualeguay es mi hija
creciendo mientras sabe de la mirada sobre la naturaleza; Gualeguay es la
historia sustanciosa de sus muchos creadores y mi trabajo de escritura;
Gualeguay es su gente, y entre ella la que está fuera de la repetición insípida
de los días, especie nefasta que domina la mayor parte de esta sociedad
globalizada.
Entonces: vivo en Gualeguay y extraño lo señalado de Buenos Aires. Todo
clarito hasta que leí el último libro del poeta Eugenio Mandrini: “Con voz de
perro lunar”.
Cuando se abre un libro de poemas nunca sabe. Me encontré con “El
trabajo más sencillo del mundo” que dice: “Escribir un poema sobre Buenos Aires
es el trabajo más sencillo / del mundo.”, y después enumera algunos condimentos
necesarios, por ejemplo: “(…) // Y después descender a las profundidades del
tango, es decir, / apoderarse de un trozo de noche y acariciarlo con mano / gesticulante
(porque el tango es eso: un trozo de noche y una / mano gesticulante). (…) // Y
después averiguar por qué en las plazas de la ciudad las hojas / crujen de un
modo tan desvalido cuando las pisan los jubilados, / y por qué al llover en la
ciudad cunde una extraña tristeza / que más pareciera ser la dicha de sentirnos
en brazos de la / muerte, que de pronto es bella y tierna, y nos va lentamente /
desnudando con dedos de hada, y ya empieza a lamernos con / lengua de goteante
azúcar y no agria como la ceniza / de su respirar. (…) // Y por último es
necesario que el aprendiz de poeta sea a la vez / intrincado como sótano y
límpido como espejo, o dicho de otro / modo, que lo mire todo con un ojo de
Borges y el otro / de un adolescente. // Entonces sí // escribir un poema sobre
Buenos Aires será el trabajo más / sencillo del mundo. Tan sencillo como abrir
los brazos y dejarse / arrebatar por el viento, / alto, lejos”.
Eugenio Mandrini abrió su película, gran plano general sobre la ciudad:
su poema. Si hay algo que no puede faltar al momento de contar mi ciudad natal
es la lluvia. Escribió el poeta en “No habrá ninguna igual a esta lluvia”: “(…)
// (¿Quién dijo que no se muere de lluvia? / ¿Acaso no se muere de vino o de
pena / al atardecer de cualquier empecinado atardecer? / ¿Y no se muere de solo
y también de multitud? / ¿Y no se muere de olvido en olvido o de sueño / que no
fue o de espejo cuando nos mira como / diciendo adiós?) (…) // Llueve y es tan
triste esta lluvia que bien podría / llamarse María, la que dijo ‘Ya no hay
nada entre los dos’ y se / perdió en la calle de la Melancolía, que es el lugar
donde las / hojas de los árboles, aunque no haya árboles, caen eternamente, / porque
eso es la melancolía: otra forma de lluvia (…) // Pero de pronto, en una
esquina cualquiera, abrazados / como dos náufragos o dos adolescentes, un
hombre y una / mujer viajan en un beso hacia mundos que deberían existir, y es /
como si entonces el sol no hubiera dejado nunca de alumbrar, y / la vida
continuara imperturbable, y lo único muerto aquí fuera / este poema: muerto por
ausencia de lluvia, / seco”.
Digo: sí, habla de Buenos Aires y sus sintonías, habla de mi ciudad, de
mi memoria.
No hay Buenos Aires posible sin hablar de sus poetas, Mandrini me da el
gusto; mientras leo “Los poetas lunfardos no usan corbata”, pienso en el amigo poeta
Rubén Derlis, un “homo porteñensis” practicante de cierta lunfardía: “(…) // Los
poetas lunfardos tienen trastornado el corazón: aman a esas / mujeres que
trepadas a encabritados zapatones salen en / las noches a desabrochar las penas
de los hombres; aman / a los melancólicos de todo, a los alegres de nunca, a
los / humillados de siempre; aman al pobre gato que no posee / ni un miserable
plato de gorrión, al suicida ahogado en el / océano de uva pisoteada, al
mortecino oficinista que está / por incendiar el escritorio, al viejo ladrón en
cuyo / esqueleto no cabe un nuevo puñetazo de la ley. Y además / me aman a mí,
que nunca escribiré una línea en áspero lunfardo. (…) // Y como todos los
poetas, si son verdaderos, llevan a la Muerte / consigo como otra sombra. Por
eso le mienten con un / golpe de truco, la duermen con un golpe de tinto, la / desnudan
con un golpe de viento, la violan con un golpe / de furca, y la destronan con
un golpe de hambre que le / engulla hasta el ademán. // He querido explicar que
los poetas lunfardos son los últimos / malditos que nos quedan. // Alabados
sean ellos con sus terribles dedos de papel de lija / cuando acarician al
pájaro esquivo de la palabra. // Alabados sean ellos, mis entrañados amigos,
que no usan / corbata para no colgarse de una acacia de Constitución y / arrugar
con su balanceo la bella intemperie”.
Texto de solapa: palabra de poeta. |
Todo habitante que haya vivido a conciencia dentro de la gran ciudad,
afirma que a ella lo une el amor y el odio: el amor cuando mira desde una
ventana de café; el odio cuando la velocidad se lleva puesto hasta el último
aliento. Mandrini anota el poema “Algunos dones de esta ciudad sin paz”: “(…) //
Las habitaciones de paso donde un hombre y una mujer se / refugian no sólo de
la muerte, sino de todas las / máscaras de la muerte (…) // La nostalgia,
hechicera que revive el pasado para ahuyentar esa / raza de sombras que vienen
del tiempo, la soledad, la / costumbre, el olvido, la muerte (…) // Y los
patios, que de día simulan fragmentos de islas, y de noche / semejan cuencas
para espiar meteoros (…) // y además la noche, / y el vino, esa otra noche, / y
el poema, furor del alma, / y los rumores deslumbrantes de esa hora / en que la
muerte sea enterrada hasta el último miedo / y al dolor se lo olvide como a un
diario amarillo”.
Me pregunto qué sería del poeta sin su patio, presencia que aparece en
tantos poemas; en “Antes que el patio desaparezca”, lo esencial en una
pincelada: “(…) // Me soñé viejo, pobre, enfermo, solo, terminado, sin deseo de
/ mujer que venga por mi hondo bajo fondo. Pero no estaba / triste. En el
sueño, había un patio. (…)”.
Tampoco se puede hablar Buenos Aires sin detenerse en la noche, el poeta
define su amor en “El último porteño”: “(…) // Más que todo eso yo amé, amo y
amaré, la noche. Y / seguiré amándola aún en esa otra noche donde siempre será /
noche. Porque para mí lo único y lo todo, lo soñado y lo / imposible, aquello
en fin que está más allá del aire y del tiempo, / es la noche. Esa mezcla de
virgen perversa y santa ramera. Por / eso en la noche me siento como el cazador
que en la selva / persigue sin descanso al desamor, la tristeza, la soledad y
otros / tigres. (…) // La ciudad es otra, pero la noche es la misma. Y nada en /
este mundo, ni los estragos del tiempo ni la herrumbre del / olvido, me harán
apartar de la noche, ese árbol de la vida / regado por la oscuridad que es otro
sol, el de resplandor más / ebrio. (…) // Además en la noche nacen, o merecen
nacer, los magos / (algunos), los locos (todos), los poetas (algunos), los
soñadores / (todos), los dioses (algunos), los revolucionarios (todos), y los /
insomniados, y los que pierden el tiempo para desconcertar al / tiempo, y en
especial los ausentes del mirar lo invisible”. (…)”.
Eugenio Mandrini en Buenos Aires |
Mi lectura de “Con voz de perro lunar” de Mandrini dejó su rastro de
marcas de admirada compañía sobre las páginas. El hombre que soy en este
momento en que escribo en Gualeguay, tan cercano a mi nuevo mundo, tan
habitante de las variadas sintonías de esta maravilla, digo, ese mismo hombre,
se da cuenta de que algo más le falta, de que algo ha dejado detrás de una
nueva distancia en la vida. Porque el hombre se deja y se encuentra a través de
las diversas distancias que se fundan a lo largo de los días. El libro de
Eugenio Mandrini me llevó hasta mi ayer; digo que hacía tiempo que no me
devolvían mi Buenos Aires en esta sintonía nocturnal, que no me contaba un
poeta con voz de perro de la noche, un poeta que chamuya entre la emoción, la
pulsión de vida, y ese toque “melanco” tan necesario para hablar del costado de
la ciudad que más le interesa a este creador. Mandrini escribió su libro como
si se tratara de un tango, sustanciado en una sabihonda filosofía tanguera; con
letra y música me llevó a pasear, y entonces me alejó de esta Gualeguay desde
donde hoy escribo y pienso, y desde donde a veces vuelvo, en sueños, como
practicando para cuando lleguen mis días de fantasma, a Buenos Aires; no vuelvo
como alma en pena, no lloro ni lamento, sólo rememoro; remembranza esta que se
apoya en la ciudad cuna, donde volví a nacer. Lo dijo el poeta Ricardo
Maldonado, el hombre nace dos veces, de mujer y cuando funda su identidad. “Con
voz de perro lunar” de Eugenio Mandrini, digamos que acentuó la memoria de mi
segundo nacimiento. Pienso en ello, y agradezco al poeta mientras me pregunto
si no estaré naciendo por tercera vez; una cuestión que me gustaría hablar con
Maldonado o Mandrini; hay temas que mejor hablarlos con un poeta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario