Hay libros que se guardan en la memoria de manera especial. No me
caracterizo por guardar rastro lúcido de argumentos y desarrollo de ideas; digo
sí que guardo imágenes, pistas, y ante todo mi paisaje interno guarda en mi
memoria la sensación emotiva que esa lectura dejó entre mis almas. Soy de los
que recomiendan un libro más por el recuerdo de la feliz intensidad en la
lectura, que por la pista cierta, clara, estrictamente intelectual, que todo
buen libro deja en el lector. El libro deja memorias dormidas, memorias que a
veces no sabemos que quedaron, y que a fuego lento esperan la oportunidad de
salir a jugar al patio de los días. Pero repito, primero es el sabor, el aroma
del libro, la palabra en la piel de las almas.
Dentro de esta categoría de la felicidad ubico y recomiendo la lectura
de “Memorias de un provinciano” (1967) del gualeyo egregio Carlos Mastronardi
(1901-1976). Creo, además, que es una lectura amiga para todo habitante atento
de la ciudad de Gualeguay. Mastronardi hizo, y hace memoria, cada vez que abro
su libro, diría que muchas veces hace memoria y magia.
En el capítulo VI del libro: “El
colegio histórico”, Carlos Mastronardi se ocupa de los recuerdos relacionados
con su paso por el colegio: “Cumplido el curso elemental, como en mi pueblo no
había colegio secundario, mis padres dispusieron enviarme a Concepción del
Uruguay para que prosiguiera los estudios. Por entonces gozaba de sonoro
prestigio el colegio nacional que fundó Urquiza en la ciudad que hasta 1883
fuera la capital de Entre Ríos. (…)”.
Hay en Mastronardi una capacidad especial para contarse, para detenerse
en el tiempo y mirar al pasado para hacer foco en la persona, en este caso, del
muchacho al que la mecánica de la vida lo llevaba hacia adelante, hacia un
nuevo paisaje, digo, hacia un nuevo planeta. Especialmente esta parte del
relato me llegó en profundidad, hay palabras que utiliza el escritor, que muy
bien podría usar en mi propia vida de muchacho, por ejemplo: el diálogo y el
apartamiento, y esa sensación de tranquilidad que aparece después, cuando la
fiereza de la bestia trasmuta en tesoro: el valor de haber afrontado, como se
pudo, en todo momento de la vida hacemos aquello que podemos y nada más, los
riesgos de una vida que sorprendía, empujaba, y que exigía con urgencia, a
pesar de que uno estaba entrando en el período en que nos creemos inmortales.
Cuenta Mastronardi: “(…) Una nueva vida empezaba para mí, ya que pronto
me alistaría entre los muchachos del internado. Mientras regresábamos al hotel,
y también durante la noche, pensé que el conocimiento de numerosos rasgos y
caracteres me sería grato, pero también me dije que en toda congregación de ese
tipo la vida privada queda poco menos que abolida. Volví a ver los dormitorios
y comedores colectivos, los roperos numerados –al día siguiente me dirían que
depositase mi ropa en el que llevaba el número 39- y los impersonales
casilleros donde se guardaban los libros y cuadernos. A pesar de gustarme la
vida de relación, siempre me sentí inhábil en su ámbito, pues sucesivas
experiencias me habían demostrado que no intuía bien lo que otros esperaban de
mí. La adopción de una ‘forma’ es el principal problema del adolescente. Pero
además de ese problema, había en mí cierta vocación de penumbra y de secreto
que no era incompatible con el anhelo de comunicación y la palabra festiva. En
suma, me atraían con pareja fuerza el diálogo y el apartamiento, el bullicio y
la soledad. Me sospechaba, eso sí, lento y destituido de agudeza para acertar
con los propósitos o los afanes de los demás. Cuando arriesgaba alguna salida
humorística, ese defecto se hacía más lamentable, a la vez que originaba
situaciones difíciles. Lleno de expectación y de inquietud, con la nostalgia de
lo que había dejado, me dispuse a enfrentar la nueva condición, sujeta a normas
disciplinarias que no tardarían en volverse costumbres, imperceptibles
movimientos mecánicos. Sentía la turbación que ocasiona todo lo incierto, pero
es mejor haber pasado por esa oscura experiencia. Cuando ya no somos sus
prisioneros, las circunstancias sombrías se transfiguran y se vuelven tesoro.
En el recuerdo, las desgracias antiguas son mansos placeres. Ahora, todo
aparece dulcificado por el tiempo; entonces, la realidad me llamaba con su voz
inmediata para imponerme un cambio brusco y total. En la pieza del hotel que
compartía con mi padre, el día del ingreso, como un tonto que no pudiera
enfrentar la vida, me sentí apenado. Mi pena fue la del tucumano Aráoz en 1857;
dos lágrimas humillaron mi rostro”.
Carlos Mastronardi |
En este pasaje está, creo, el germen del escritor, esa capacidad dual
para mirar adentro y afuera, esa atención extra, estoy convencido, es la que
puede abrir el camino creativo en una persona. Todo puede suceder cuando se
abre la capacidad de la mirada sobre la aldea que nos rodea: adentro y afuera,
hoy y ayer, cerca y lejos, todo condimentado con el pensamiento y la palabra.
Mastronardi nombra a al tucumano Aráoz. ¿Quién es Aráoz? Un alumno del
colegio de Concepción del Uruguay. Aráoz es autor de unas notas que fueron
publicadas en La Gaceta de Tucumán en 1924. En ellas da cuenta de su viaje a
caballo hasta el colegio y da algunas pistas sobre sus primeras vivencias en
él. Ocurrió en 1857, una eternidad antes de la llegada de Mastronardi. La
dirección del colegio en tiempos de Aráoz estaba en manos de Alberto Larroque
(1819-1881), cargo que desempeñó entre 1854 y 1863. Larroque había sido
invitado por Urquiza, y su alejamiento se debió por diferencias con el mismo
Urquiza.
Cuenta Mastronardi desde su lectura de lo escrito por Aráoz: “(…) Como
no había cama disponible, la primera noche Aráoz debió dormir en una mesa sobre
la cual se tendieron dos mantas. Con el cuerpo dolorido, no sólo por la dureza
de la improvisada cama, sino por cinco días de viaje a caballo, a lo cual se
sumaban las emociones propias de todo cambio de ambiente, cuando sonó la
campana mañanera, apenas pudo incorporarse para iniciar sus tareas. En un medio
que desconocía, lejos de sus padres y todavía niño, se sintió muy deprimido y
en sus ojos hubo lágrimas. Sin embargo, no tardó en adaptarse a las nuevas
circunstancias.
Mucho impresionaron al nuevo alumno las clases de Religión que dictaba
de modo provisional y quizá con espíritu demasiado libre, el doctor Larroque,
que debía reemplazar al capellán ausente. Dichas clases se regían por el
catecismo del padre Astete. Recuerda Aráoz que cierto día, al considerarse el
capítulo sobre las penas y los premios en la otra vida, las palabras del
profesor lo llenaron de claridad y le permitieron librarse de oscuros temores.
-¿Cuántos infiernos hay? –interrogó a un alumno.
Una vez oída la ortodoxa respuesta, el doctor Larroque entró a comentar
la cuestión en un lenguaje adecuado a la receptividad de los oyentes. Ignoro si
en esa época se leía mucho al místico Swedenborg, pero lo cierto es que el
expositor, según las referencias de Aráoz, no veía en el infierno una entidad
física. Si el alma es inmaterial –vino a decirles- está más allá del mundo de
los sentidos y, en consecuencia, ya despojada del cuerpo, no sufre el horror
del fuego ni padece el metal hirviente. Las llamas sólo afectan a la substancia
perecedera. Más bien –dijo- las penas y los premios son estados, formas
internas de contemplación. Si el alma es inmortal y, emancipada de su
envoltura, adquiere la plenitud de sus facultades, sin duda recuerda siempre.
De tal modo, volverán la ventura y el dolor, pues habremos de recordar nuestras
buenas y malas acciones después de abandonar este mundo. Pero no hay castigos
para el alma que revive el pasado, y mucho menos esas crueles torturas eternas
que no corresponden a la breve duración de la vida humana. Por consiguiente
–concluyó- el infierno es sólo remordimiento, así como la recompensa es el
deleite que nace del bien”.
Trato de imaginar la apariencia del alma de Gaspar Astete (1537-1601),
religioso jesuita autor del cuadernillo que tan bien sirvió a la evangelización
de América, de poder enterarse de la lógica del pensamiento de Alberto
Larroque, y es más, qué sería de esa alma contrariada al saber que un hijo
notable de Gualeguay fue quien brindó espacio en sus memorias a estos dichos.
Bondades de la literatura que dudo pueda entender el alma de Astete; magia de
la literatura, de la escritura, que hoy el lector de 2016 pueda abrir un libro
de 1967 y a través de él llegar hasta 1857, y entonces alumbrar nuevamente la
herejía razonada por Larroque frente a un grupo de alumnos, uno de los cuáles,
Aráoz, ya no tuvo miedo, como tampoco lo tuvo Mastronardi, como tampoco lo
tengo yo en estos días (esto referido al infierno en el más allá, que nada
tiene que ver con el infierno de la no memoria fundado en el más acá).
Entonces, sí, claro, decía de libros y de lecturas, y de la utilización
del tiempo mientras se nos va la vida.
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