domingo, 14 de agosto de 2016

Cachete González: sentirse angélico

Roberto “Cachete” González siempre se las arregla para volver a su patria primera, la ciudad de Gualeguay. Además sabe, a esta altura de mis días gualeyos, que me intereso por su vida y obra. A través del paisaje nos hicimos amigos. Y de esta relación sabe su hija, Marisa, que me sigue acercando material, pistas sobre el andar de su padre cuando creaba desde uno de los mundos posibles. El buen fantasma de Cachete sabe de esta, mi búsqueda, y de este encuentro con su hija, y entonces él también colabora, abre puertas, invita a aquellos que todavía recuerdan desde la vereda de la vida, para que relaten una anécdota, una imagen, y si bien en toda la ciudad circulan sus historias, sus señales, creo, o mejor, me gusta creer que a veces agrega a sus ya mágicos modos, acentos y direcciones para que las historias lleguen hasta mi escritorio de cronista de la memoria.
Fue así que llegué hasta su anécdota como “serenatero” enamorado: en vez de pincel a la mano, llevó en la de pintar: un guitarrero. Era noche de diciembre, como anoté, a la hora preferida de los fantasmas. Cuanto más me interno en los quehaceres terrenos de Cachete, más me convenzo de que sus movimientos en la tierra tenían que ver con su presente de hombre y con su futuro como fantasma. Sospechaba a veces, me digo, que la Parca no iba a poder con él, y como al final de cuentas, la susodicha es una dama, de caballero le jugó los pasos necesarios para que los descuidados compraran la noticia de su muerte, pero no fue más que un gesto galante; se hizo a un lado para que la dama, ella sí, pasara hacia el otro barrio.
Cachete González
Fue a través de las publicaciones y catálogos que me acerca Marisa, que llegué hasta la publicidad de una exposición de Cachete en la SAAP (Sociedad Argentina de Artistas Plásticos) en 1990. Ahí descubrí el título de una obra que considero fundacional en el hacer mágico del artista, tanto en la vida como en el arte, dos cuestiones que para muchos puede corresponder como nombres de elementos distintos, pero que en el caso de Roberto González definitivamente significaban lo mismo, un todo, su volcán filosofal. El título: “Hay veces que me encanta dibujar como se me canta”.
Estoy trabajando junto a Marisa en el armado de un blog sobre su padre artista (https://cachetegonzalez.blogspot.com.ar). En medio de este quehacer recibo la fotocopia de una nota sobre una muestra homenaje a Cachete, a poco de su “aparente” muerte, realizada en el Museo de Artes Plásticas Dámaso Arce de Olavarría, en mayo de 1999. En la nota (17 de mayo) del diario “El Popular”, firmada por Guillermo Del Zotto, se informa que la muestra se compone de 10 pinturas de González, y obra de otros plásticos; entre ellos nombro a Carlos Alonso, quien junto a Cachete y Freddy Martínez Howard, son los principales hacedores del movimiento de La Nueva Figuración.
En dicha nota leo: “(…) hay también un retrato del artista plástico realizado por Carlos Alonso”. Una de las fotos de la nota muestra este cuadro, con toda la definición de la que es capaz una fotocopia de una hoja de diario. Pero ahí está, es Cachete. ¿Dónde, cómo conseguir una imagen válida de la obra? Busqué en la red, no está. En esta obra pensé durante una semana.
Recibí entonces una llamada telefónica de una mujer, Elena, de Paraná, interesada en la obra de Cachete. Pude hablar con ella en el Club Social durante esta semana. Ella posee un cuadro del artista, una posesión muy especial. Es del año 1957, y fue un regalo de sus padres. Pasaron los años, la conserva, y esta posesión, su carga afectiva, es la que hoy lleva a Elena hacia una revisita de su pasado, un encuentro con la memoria y su sustancia primera. Para ello realiza una búsqueda sobre la obra de Cachete y otros artistas. En medio de la charla, Elena me cuenta que estuvo en Unquillo, Córdoba, en la casa de Carlos Alonso. El artista la recibió, y en un momento Alonso recordó a Cachete, su amigo. Elena ofreció pasarme el contacto con Alonso. Qué mejor que preguntarle sobre Cachete, y sobre su retrato.
Es a partir de estos “sucedidos”, diría el amigo Deolindo Romero, que pienso en que el buen fantasma de Roberto González anda juntando imágenes, historias, y trata de arrimarlas a mi escritura.
De manos de Marisa recibí un ejemplar de la revista “Plaza Magazine” de 1976, una publicación del hotel Plaza. La revista, dedicada a la difusión de temas referidos a la Argentina (turismo, arte, personalidades) tiene una peculiaridad: sus notas no están firmadas. Una lástima, me digo, porque contiene la nota “La pintura angélica”: “‘La creación se me presenta como la tarea de amalgamar visiones, sensaciones, vivencias ancestrales que uno tiene adentro, con el material que se ha escogido para hacer la obra de arte. Se da en un secreto proceso de elaboración mental, ajeno a nuestra conciencia’.
Así reflexiona sobre su oficio de pintor, Roberto González, un hombre de 59 años, de aspecto campesino y gestos bondadosos, que vive atrincherado con su familia en una amplia casona de Palermo, custodiando decenas de cuadros y recuerdos entrañables de las chacras de Entre Ríos, su provincia natal. ‘Ante su propia obra algunos artistas se asombran y piensan que no han sido ellos los que la han realizado, pues la gestación de esa creación ha sido más inconsciente que consciente’.
González es hoy una de las figuras principales de la plástica argentina.
‘Pintar con óleo es lento, hay que darse un tiempo mayor. En cambio la acuarela es rápida’. Las técnicas que usa González están determinadas por las tensiones de su conciencia de creador. ‘Creo que me ocurre como a todos los pintores. Lo que no puedo hacer en cuatro años de pronto lo hago en dos días. La presión interior ha encontrado salida y entonces uno, ante su propia obra se siente angélico’.
Su producción sigue esos ritmos: a veces profusa, en acuarelas sobre tintas precisas, coloreando los ámbitos en los que se mueven extrañas viejecillas, gatos inigualables, muecas inéditas de Charles Chaplin; otras veces su obra es esporádica, con todo el tiempo propicio para la reflexión de los óleos, profundos, aptos para la espesura de los rasgos campestres.
Sus dibujos y acuarelas se pueden conseguir a 500 dólares; los óleos a 1.000 dólares por lo menos. Sin embargo, no todo es cuestión de precios. La tarea del comprador puede resultar ardua, porque González pinta para sí mismo más que para los demás. ‘Cada vez que tengo que vender un cuadro me pongo de mal humor. Quienes tienen cuadros míos son testigos’.
Nació y vivió toda su juventud en Gualeguay, Entre Ríos. Allí logró hacerse pintor ahondando como pudo la vocación que le venía desde niño. Cumpliendo con un rito casi inevitable de los provincianos, emigra a Buenos Aires donde tiene la suerte de encontrarse con el célebre Emilio Pettoruti, a quien él reconoce como su verdadero maestro.
A las imágenes del campo entrerriano se suman las de una metrópoli complicada, plena de agitaciones intelectuales. Inicia una entrañable amistad con el maestro Carlos Castagnino, quien también influirá marcadamente en su obra. En el año 1959 viaja a París, Bruselas, Ámsterdam, Roma, etc., visitando catedrales, museos y monumentos de artes. ‘En Francia –recuerda- viví dentro del Louvre’.
Actualmente González trabaja en una serie de dibujos inspirados en los personajes del Martín Fierro y en la preparación de una gran muestra de su pintura de los últimos 8 años. Quizá muchas de estas obras vayan a engrosar pinacotecas de Brasil, España, Estados Unidos y Francia, los países desde los cuales recibe pedidos con mayor frecuencia. Ninguna de estas contingencias alterará sin embargo el ritmo de una vida que tiene un objetivo central: la incesante creación y el cultivo de la arrogancia de ser artista”.
Es la primera nota de todas las leídas hasta ahora sobre Cachete González que guarda varios testimonios directos del plástico. Una especie de mínima entrevista.

“Sentirse angélico”, o sentirse feliz, realizado, a través de la tarea en tránsito o terminada. La primera vez que escuché la palabra “angélico” utilizada en relación al arte que algunas personas pueden desarrollar a lo largo de sus vidas, fue en el disco del Tata Cedrón: “Cuarteto Cedrón canta a Raúl González Tuñón”, entre los temas musicales discurre una entrevista que el Tata le realizara al poeta. Ahí, desde ese lugar en el tiempo, en mi memoria, supe de los seres angélicos, referido el calificativo a existencias apasionadas por la escritura del poema necesario que nos lleve a ser personas, artistas de la vida. Es el caso de Cachete, un ser angélico que va y viene entre los dos barrios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario