El dios Tiempo permite a todo mortal que así lo desee encontrarse con el
rastro de la memoria, propia o ajena, a través del ejercicio de, por ejemplo,
la lectura, que puede ser sobre uno mismo, se lee muy bien parado frente al
espejo del baño, o bien depositando el interés sobre la mirada de otro, y en
este caso es recomendable leer sobre libro, mirando una foto o escuchando un
relato oral a orillas de un churrasquero.
Fue el dios Tiempo quien me propuso una nueva incursión sobre “Memorias
de un provinciano” (1967) de Carlos Mastronardi (1900-1975). En la última nota,
salida de mi diario, de mi ruta de lectura concebida a partir de libro tan
sustancioso, había dejado a don Mastronardi cursando estudios en el colegio
nacional de Concepción del Uruguay.
Desde aquel tiempo y lugar, el muchacho que todavía no era poeta,
regresaba en la escritura del hombre, al que tanto le gustaba preguntarse por
su identidad, por sus estados de ánimo, como si la escritura misma, allá en los
60, le abriera la puerta para saber más de él; y esto, más allá de todas las
consideraciones que, como se verá, hacía con referencia a la susodicha
escritura.
Anota Carlos Mastronardi: “(…) ¿Quién fui? Intento recordar cómo era
entonces, pero nada recupero de mí mismo que posea algún interés. No veo ningún
rasgo singular en ese pasado, pues no hice otra cosa que dejarme vivir.
Sacrificaba en el ara de la desprevención y el abandono. El pelo inculto caía
sobre la nuca. No tenía novia ni frecuentaba bailes. (…)”. Afirma el poeta que
“no hice otra cosa que dejarme vivir”, y entonces, creo, dice mucho sobre su
esencia primera al momento de iniciarse como caminante atento a la vida. Me
ocurre con este escritor lo siguiente: de alguna manera y en diferentes
pasajes, me encuentro con la sensación de que con Mastronardi nos conocemos
mucho; me identifico con su fantasma memorioso, hablo de sensaciones aparecidas:
creo que podría afirmar que no hice más, en todos mis años, que dejarme vivir.
Pienso que la vida toda se nutre de regresos; vienen a mi memoria unas líneas
de un poeta amigo: Víctor Pajarito Cuello: “se vuelve de los ojos / se vuelve
de los abrazos / siempre se vuelve // (…)” (Se vuelve de los ojos de “Ladrillo
escrito y otros poemas”(2015)), y Mastronardi siempre vuelve, siempre va de
regreso, hasta el muchacho que fue, hacia el hombre que es y escribe, y otra
vez, hacia aquel muchacho que volvía a Gualeguay en vacaciones: “(…) Venían las
vacaciones y, como es natural, las pasaba en mi pueblo. Los estados y las
experiencias que viví en esos períodos, vistos desde lejos parecen homogéneos y
simples, pero a medida que intento reconstruirlos compruebo su diversidad y sus
muchos niveles, es decir, me parecen intransmisibles. En toda forma literaria
hay una simplificación y un escamoteo. Ahora bien: cuando se trata de años y no
de horas, cuando se renuncia a la sucesión prolija para decir conjuntos, la
realidad así tratada se empobrece y reduce en grado lamentable. De ahí que toda
expresión de esta índole tienda necesariamente a la caricatura. Sin embargo, el
hábito ‘naturaliza’ deformaciones y sinopsis, de suerte que la caricatura acaba
por parecernos retrato”.
Lo afirmado por Mastronardi referido a la escritura es una verdad, una
de ellas, porque muy cierto puede ser la simplificación y el escamoteo, pero en
cuanto a la caricatura naturalizada que deviene en retrato, digo, pienso, ¿acaso
no es una manera de definir la literatura con algún tipo de distancia enojosa?;
la aparición de las bondades literarias puede establecer la relatividad del
recuerdo, quien hace memoria sabe que no era tan así, pero a la vez que decreta
la imposibilidad del regreso certero, habilita toda escritura a la
reconstrucción a través del aroma de una esencia que va más allá de las
certezas históricas; es el nacimiento del maravilloso reinado de la sospecha,
de aquello que pudo haber pasado y que tan bien complementa el esqueleto de esa
memoria. Luego, bienvenida la verdad literaria que me acerca, tal vez, a lo más
valioso de la experiencia del recuerdo.
Entonces, de vacaciones: “(…) El recuerdo de los veranos pasados en
Gualeguay, al término de las clases, me devuelve horas alegres y sombrías,
animosas y desganadas. No puedo reducir esos largos períodos a un estado firme
y único, a un común denominador. Volvía después de mucha ausencia, y esos
retornos se sucedieron durante cinco años; por tanto, siempre llegaba un
desconocido. Unas veces padecí soledad; otras, anduve con amigos. Durante las
primeras vacaciones me sentí marginal y solo. Los copoblanos de mi promoción
también habían regresado, pero eran muy pocos y estaban en el campo. El hecho
de no tener compañía generaba en mí una absurda vergüenza, como si me
reprochara el verme desasido y fuera del mundo mientras los otros conseguían la
fiesta. Para sumarme a los demás era preciso que resolviera un problema de
estilo, una cuestión de procedimiento. Incapaz de soluciones, salía lo menos
posible y entregaba el tiempo a la lectura. Contrariamente, en el internado
anhelaba la soledad. Compruebo con extrañeza que, traspuesta la adolescencia
–quizá más lastimosa que la vejez- el sentimiento represivo que rememoro
desapareció para siempre, como si la afición al retiro y al silencio se hubiese
fortalecido con los años. Empecé a bastarme cuando ya podía establecer vínculos
con todo el mundo. (…)”.
Hasta aquí el regreso al muchacho y sus estados de ánimo, ahora el
regreso a dos lugares del ayer gualeyo: “(…) Una tarde salí a caminar con un
muchacho que también había vuelto del colegio, donde brillaba en las clases de
anatomía como si la medicina ya fuera su destino. No teníamos rumbo fijado; el
azar nos llevó hacia las afueras pobladas de quintas. Al bordear el paredón del
cementerio, se nos ocurrió entrar en el recinto luminoso, tranquilo. Era grata
su paz, pero al llegar a los fondos nos enfrentamos con el osario rebosante y
anónimo. El colmado pozo estaba a nuestros pies, expuestas sus reliquias a las
miradas de todo el que quisiera repetir la escena de Hamlet. No habíamos salido
en busca de esa experiencia; antes bien, nuestra visita a la muerte fue casual,
imprevista. Para olvidarla, durante algunos minutos buscamos inútilmente un
tema trivial que pudiera devolvernos al mundo.
La plaza Constitución era el sitio donde regularmente se juntaba la
gente moza, pero en aquellas vacaciones solitarias en que yo andaba como
apabullado, la caminé pocas veces. Frente a ella relucía el café más importante
del pueblo, en cuyo tablado, tendido sobre la calle, había una docena de mesas.
En las noches de enero y febrero ese ventilado lugar se llenaba de parroquianos,
en su mayoría hombres de mediana edad. ‘El Cóndor´ se llamaba aquel tradicional
comercio donde los ‘habitués’ solían ocupar las sillas durante cuatro o cinco
horas. Vacaciones tras vacaciones, al pasar por allí, reconocía a don Pedro
Nolfi, a don Manuel Ogara, a don Amadeo Boursuy, todos ellos pequeños rentistas
que mataban el tiempo, pero que sólo herían a los vecinos ausentes. Respecto de
los hechos locales, su versación era óptima. Ajenos a los problemas que
escapaban a su observación directa, concedían una atención verdaderamente
honrosa a los copoblanos. Los vi en ese tiempo y los volví a ver mucho después,
siempre locuaces y gesticulantes en el tablado, pues se mantenían fieles al
lugar y encontraban goce en el cultivo de la costumbre. Era perfecta su
información acerca de las operaciones hipotecarias o de venta que se realizaban
en el pueblo. Antes que individuos me parecían símbolos del ambiente sobre el
cual gravitaban de manera sutil y paulatina. (…)”.
Mastronardi cuenta una aventura de muchacho que lo llevó hasta uno de
los territorios de la muerte y el olvido, o más que aventura, una imagen; y de
imagen también se trata cuando señala a los habitués al comercio en plaza
Constitución. Es la primera vez que en mis lecturas y aprendizajes gualeyos
aparece el nombre “El Cóndor”, ¿frente a la plaza como estaba El Águila? Me
prometo investigar al tiempo que esta última imagen, me digo, encierra mucho
más. Se trata de la mirada, sí, primero la de Mastronardi para fijar el
recuerdo, la foto, pero después se trata de la mirada de estos personajes sobre
todo lo que veían en Gualeguay. Si bien Mastronardi aclara que “mataban el
tiempo, pero que sólo herían a los vecinos ausentes”, todo esto basado en el
manejo discrecional de la información que la misma sociedad gualeya generaba en
el paisaje. Una práctica poco feliz de estos hombres de mediana edad del
pasado. Mucho cuento andaría por Gualeguay en esos días para tener estos faros
vigías en la plaza. Por suerte, pienso, hay muchos temas sobre los que supongo se
ha mejorado en la ciudad y su gente. No sería una buena práctica esta manera
devaluada del recuerdo sobre la vida de los vecinos. No estaría bien, porque si
esto sucediera hoy haría falta una pluma que atenuara, todavía con más humor y
cariño, las figuras de los hacedores de juicios y chimentos.
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