Allá lejos y hace tiempo (nov. 2002), siempre en el barrio que me dio el
ser, publiqué en el periódico Desde Boedo
la nota titulada Barcos fuera de lugar.
Conté que la primera vez que vi un barco fuera de lugar fue en la película Aguirre, la ira de dios de Werner
Herzog. Referí que Álvar Núñez Cabeza de Vaca, adelantado y capitán general del
Río de la Plata (1490-1564), en su libro Naufragios
y comentarios, da una primera pista sobre el caso de estos barcos; anota un
caso posterior a una gran tormenta: El
lunes por la mañana bajamos al puerto y no hallamos los navíos; vimos las boyas
de ellos en el agua, adonde conoscimos ser perdidos, y anduvimos por la costa
por ver si hallaríamos alguna cosa de ellos; y como ninguno hallásemos,
metímonos por los montes, y andando por ellos, un cuarto de legua de agua
hallamos la barquilla de un navío puesta sobre los árboles... Herzog llevó
el barco pequeño de Álvar Núñez a Aguirre...
y lo colgó como adorno navideño de uno de los árboles del Amazonas. Herzog filmaría
luego otro barco fuera de lugar en la inolvidable Fitzcarraldo.
El cineasta norteamericano Jim Jarmusch filmó en 1999 su película Ghost dog, conocida por estas tierras
como El camino del samurai. Fue en
ella donde vi otro barco fuera de lugar. Consultado Jarmusch por la escena,
contestó: En esa escena hay tres personas
que tratan de realizar sus sueños, que son muy extraños, todos son personajes
extraños, ninguno habla el mismo idioma y sin embargo todos comprenden ese
sueño y no les importa lo que piense el resto del mundo; van a tratar de
realizar sus propios sueños. Luego Jarmusch relata el origen de la escena: Unos amigos míos vieron a un hombre
construir un barco grande en la azotea de una casa de vecindad en el bajo
Manhattan; todos dijimos al unísono, ¿cómo lo va a bajar de ahí?, recordé esa
historia y la incluí en el film.
Fue después de estos hallazgos que tuve un encuentro cercano del tercer
tipo con un barco fuera de lugar. Ocurrió en Merlo, San Luis, en enero del año
2000. Llegué hasta el Algarrobo Abuelo, un árbol imponente con mil años de
edad. Mi guía me llevó por el sendero cercano al algarrobo que llega hasta la
casa de Orlando Agüero, descendiente del poeta puntano Antonio Esteban Agüero.
Luego de atravesar un portal hecho de plantas apareció ante mis ojos un barco.
La nao de Orlando permanecía fija en medio del verde de las Sierras de los
Comechingones, una especie de velero de regular tamaño que estaba en plena
construcción y que era sostenido, en un surrealista e intrigante simulacro de
dique seco, por troncos de árboles. Orlando, el capitán, declaró: Voy a zarpar cuando consiga la plata para el
rescate, porque uno es un prisionero, es rehén de la sociedad, primero tenés
que tener la plata para mantener el lugar para el regreso. Aquella tarde,
Orlando dio detalles sobre construcción, instrumentos y materiales, y sobre
cómo sacaría su barco a través de las sierras. El pequeño Fitzcarraldo merlense
tenía una mirada extraña, celeste, nerviosa, apasionada, una mirada que
seguramente confundía con agua las lejanías del Valle de Conlara.
Luego de este registro de barcos aparecieron otros. Pude ver dos en
septiembre de 2006 navegando lentos por avenida Independencia, a la altura del
cruce con 24 de noviembre, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Era pasada la
medianoche, la hora en que los fantasmas de la zona eligen el viento de la
avenida para su ronda, cuando vi avanzar dos barcos salidos de la herrumbre del
Riachuelo muerto. Eran barcos fantasmas sobre camiones pesados, anchos. La
escena era surrealista. Alcancé a ver en la altura a los respectivos capitanes
armados con una larga caña con forma de T: ahuyentaban así ramas molestas y
cables varios.
Después descubrí a la distancia, desde la altura de uno de los puentes
del complejo Zárate Brazo Largo (el Bartolomé Mitre sobre el Paraná de las
Palmas, y el Justo José de Urquiza sobre el Paraná Guazú) otro barco fuera de
lugar: una nao vieja, importante, que había sido de pasajeros, pintada de
blanco, casi un fantasma sobre la tierra, ubicado muy cerca del verde de la
arboleda que tenía de fondo.
Vi otro barco fuera de lugar en una foto tomada luego del gran terremoto
de Japón en 2011: montado sobre la terraza de una casa. Recuerdo que mi tío
Juan, desde hace un poco más de un año: uno de mis buenos fantasmas, me había
dicho luego de leer aquella vieja nota de 2002, que él siempre había sido un
barco fuera de lugar. Había vivido más de 30 años en las tierras imperiales del
norte, justo él que, como titiritero y demás oficios, había andado recorriendo
la realidad de Latinoamérica. Pensando en lo dicho por Juan, digo que todos, en
algún momento de la vida, podemos ser barcos fuera de lugar. Y dicho esto
cuento el motivo de esta revisita al tema. Hace tres años que vivo en
Gualeguay, hace un año que ocupo una nueva casa ubicada en una zona de chacras
que rodea a la ciudad. Mucho verde, calles de tierra, el canto de las ranas,
caballos, y un barco fuera de lugar.
Fue Luis, mi vecino, mi amigo, quien me dio la noticia. A unas cuadras,
en el parque del hotel Ahonikenk, un hombre construye un barco. Enseguida quise
hablar con el constructor. Si bien el río Gualeguay no está lejos, de todas
maneras era una presencia especial. En el almacén de Luis tuve oportunidad de
la primera charla con Daniel Guillén. Me invitó a ver el barco, y hacia el
Ahonikenk caminé una mañana. Caminé hasta la recepción, sin quitar la vista del
barco negro que permanecía disimulado bajo metros de mediasombra negra. Llamé,
nadie contestó. A los minutos escucho voces. Dos hombres, uno Daniel, el otro
Sergio, el ayudante, caminaban, allá en la altura, sobre la cubierta del barco.
Debo anotar que el barco hecho de sonoro metal tiene la forma de un
antiguo galeón español. No es cualquier barco, y Daniel Guillén no es cualquier
persona. Antes de sentarnos a charlar, fui invitado a abordar. Nunca había
caminado por la cubierta de un galeón, y mucho menos de uno que en su interior
guarda las comodidades de un departamento de dos ambientes. Me dije: es una
casa.
Daniel Guillén en el interior del Magallanes |
Daniel contó: Mi casa y mis
recuerdos, porque va a haber cuadros con fotos de las expediciones. Es algo
íntimo. Es la tercera embarcación que tengo, tiene 14 metros de largo por 4 de
ancho. La primera era de madera, Pampero, la reparamos dos años; la segunda,
Adiós, la compré andando. Como dormís arriba de una embarcación no dormís en
ningún otro lado, el ruidito del agua golpeando el barco, una anestesia, tomar
mate a la mañana flotando es inigualable. Y este barco, el tercero, ya está
escrito en un mamparo de hierro del lado de adentro, se llama Magallanes.
Cuando se construye un barco, aunque sea en tiza, hay que escribirle el nombre,
es tradición marina. En abril hace un año que traje el esqueleto del fondo de Larroque,
11 metros por 3,50 y 10 cm de alto. Pienso moverlo en agosto, septiembre. Lleva
un mástil, jarcias y cabullerías, debe haber 150 metros de soga. La idea es
llevarlo de Gualeguay a Gualeguaychú, Colón o Concepción del Uruguay, colocarlo
en un amarradero que tenga seguridad, y tenerlo de casa quinta, de casa en la
chacra. Es por el placer de habitar una casa flotante, podría ponerle motor,
pero no creo. Para mí es como el final del camino, es una de las últimas cosas
lindas que estoy haciendo, es toda mi memoria, es más, yo le podría haber dado
otra forma, un yate francés, pero no, recreé un galeón español. Y además quiero
aislarme del mundo, de grande me di cuenta de que tengo síntomas de un
solitario. Pero cuando vos estás solo, no lo estás, porque estás con vos.
Foto: Jorge Lupo |
Una casa, sí, un refugio hecho barco, pero aun ocupando un lugar en el
agua, tendrá un destino diferente: seguirá habitando el fuera de lugar. Pienso
ahora en el relato y las fotos que me envió el fotógrafo Jorge Lupo. Siguiendo
un curso inverso al de Daniel, un hombre construyó su casa, en Pehuen-Có,
provincia de Buenos Aires, con la forma de un barco: ¿una casa fuera de lugar?
Importa, me digo, la pasión, la mirada de los hombres que encuentran en la vida
la sintonía poética de los días.
Daniel Guillén nació en 1959 en Puerto Deseado, Santa Cruz. Su profesión
de vida, a la que afirma llegó sin querer, que es como a veces suceden muchas
cuestiones en los días del hombre, fue o es: buzo profesional civil, porque
cuando con el oficio se ha tocado la pasión, la distinción no se deja mientras
se viva. Hace 20 años que vive en Gualeguay. Muy poca gente sabe que Daniel es
buzo, y no sé cuántos se habrán dado cuenta de que en el parque de su hotel
está construyendo un barco. Cuando le pregunté en el almacén por el barco, me
dijo que sí, que construía un barco que no entraba en la pileta que tenía al
lado. Daniel es un hombre reservado, y en el primer encuentro apenas dijo que
era buzo. Después me contó que se hizo buzo para integrar un grupo que buscaba
un naufragio frente a las costas patagónicas. Sólo después dijo que él había
encontrado la nao Santiago, que integraba la flota de Hernando de Magallanes,
allá por 1520. Pocos habitantes de Gualeguay saben que Daniel Guillén figura en
los libros de historia.
Foto: Jorge Lupo |
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