miércoles, 26 de octubre de 2016

El Magallanes de Daniel Guillén

Allá lejos y hace tiempo (nov. 2002), siempre en el barrio que me dio el ser, publiqué en el periódico Desde Boedo la nota titulada Barcos fuera de lugar. Conté que la primera vez que vi un barco fuera de lugar fue en la película Aguirre, la ira de dios de Werner Herzog. Referí que Álvar Núñez Cabeza de Vaca, adelantado y capitán general del Río de la Plata (1490-1564), en su libro Naufragios y comentarios, da una primera pista sobre el caso de estos barcos; anota un caso posterior a una gran tormenta: El lunes por la mañana bajamos al puerto y no hallamos los navíos; vimos las boyas de ellos en el agua, adonde conoscimos ser perdidos, y anduvimos por la costa por ver si hallaríamos alguna cosa de ellos; y como ninguno hallásemos, metímonos por los montes, y andando por ellos, un cuarto de legua de agua hallamos la barquilla de un navío puesta sobre los árboles... Herzog llevó el barco pequeño de Álvar Núñez a Aguirre... y lo colgó como adorno navideño de uno de los árboles del Amazonas. Herzog filmaría luego otro barco fuera de lugar en la inolvidable Fitzcarraldo.
El cineasta norteamericano Jim Jarmusch filmó en 1999 su película Ghost dog, conocida por estas tierras como El camino del samurai. Fue en ella donde vi otro barco fuera de lugar. Consultado Jarmusch por la escena, contestó: En esa escena hay tres personas que tratan de realizar sus sueños, que son muy extraños, todos son personajes extraños, ninguno habla el mismo idioma y sin embargo todos comprenden ese sueño y no les importa lo que piense el resto del mundo; van a tratar de realizar sus propios sueños. Luego Jarmusch relata el origen de la escena: Unos amigos míos vieron a un hombre construir un barco grande en la azotea de una casa de vecindad en el bajo Manhattan; todos dijimos al unísono, ¿cómo lo va a bajar de ahí?, recordé esa historia y la incluí en el film.
Fue después de estos hallazgos que tuve un encuentro cercano del tercer tipo con un barco fuera de lugar. Ocurrió en Merlo, San Luis, en enero del año 2000. Llegué hasta el Algarrobo Abuelo, un árbol imponente con mil años de edad. Mi guía me llevó por el sendero cercano al algarrobo que llega hasta la casa de Orlando Agüero, descendiente del poeta puntano Antonio Esteban Agüero. Luego de atravesar un portal hecho de plantas apareció ante mis ojos un barco. La nao de Orlando permanecía fija en medio del verde de las Sierras de los Comechingones, una especie de velero de regular tamaño que estaba en plena construcción y que era sostenido, en un surrealista e intrigante simulacro de dique seco, por troncos de árboles. Orlando, el capitán, declaró: Voy a zarpar cuando consiga la plata para el rescate, porque uno es un prisionero, es rehén de la sociedad, primero tenés que tener la plata para mantener el lugar para el regreso. Aquella tarde, Orlando dio detalles sobre construcción, instrumentos y materiales, y sobre cómo sacaría su barco a través de las sierras. El pequeño Fitzcarraldo merlense tenía una mirada extraña, celeste, nerviosa, apasionada, una mirada que seguramente confundía con agua las lejanías del Valle de Conlara.
Luego de este registro de barcos aparecieron otros. Pude ver dos en septiembre de 2006 navegando lentos por avenida Independencia, a la altura del cruce con 24 de noviembre, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Era pasada la medianoche, la hora en que los fantasmas de la zona eligen el viento de la avenida para su ronda, cuando vi avanzar dos barcos salidos de la herrumbre del Riachuelo muerto. Eran barcos fantasmas sobre camiones pesados, anchos. La escena era surrealista. Alcancé a ver en la altura a los respectivos capitanes armados con una larga caña con forma de T: ahuyentaban así ramas molestas y cables varios.
Después descubrí a la distancia, desde la altura de uno de los puentes del complejo Zárate Brazo Largo (el Bartolomé Mitre sobre el Paraná de las Palmas, y el Justo José de Urquiza sobre el Paraná Guazú) otro barco fuera de lugar: una nao vieja, importante, que había sido de pasajeros, pintada de blanco, casi un fantasma sobre la tierra, ubicado muy cerca del verde de la arboleda que tenía de fondo.
Vi otro barco fuera de lugar en una foto tomada luego del gran terremoto de Japón en 2011: montado sobre la terraza de una casa. Recuerdo que mi tío Juan, desde hace un poco más de un año: uno de mis buenos fantasmas, me había dicho luego de leer aquella vieja nota de 2002, que él siempre había sido un barco fuera de lugar. Había vivido más de 30 años en las tierras imperiales del norte, justo él que, como titiritero y demás oficios, había andado recorriendo la realidad de Latinoamérica. Pensando en lo dicho por Juan, digo que todos, en algún momento de la vida, podemos ser barcos fuera de lugar. Y dicho esto cuento el motivo de esta revisita al tema. Hace tres años que vivo en Gualeguay, hace un año que ocupo una nueva casa ubicada en una zona de chacras que rodea a la ciudad. Mucho verde, calles de tierra, el canto de las ranas, caballos, y un barco fuera de lugar.
Fue Luis, mi vecino, mi amigo, quien me dio la noticia. A unas cuadras, en el parque del hotel Ahonikenk, un hombre construye un barco. Enseguida quise hablar con el constructor. Si bien el río Gualeguay no está lejos, de todas maneras era una presencia especial. En el almacén de Luis tuve oportunidad de la primera charla con Daniel Guillén. Me invitó a ver el barco, y hacia el Ahonikenk caminé una mañana. Caminé hasta la recepción, sin quitar la vista del barco negro que permanecía disimulado bajo metros de mediasombra negra. Llamé, nadie contestó. A los minutos escucho voces. Dos hombres, uno Daniel, el otro Sergio, el ayudante, caminaban, allá en la altura, sobre la cubierta del barco.
Debo anotar que el barco hecho de sonoro metal tiene la forma de un antiguo galeón español. No es cualquier barco, y Daniel Guillén no es cualquier persona. Antes de sentarnos a charlar, fui invitado a abordar. Nunca había caminado por la cubierta de un galeón, y mucho menos de uno que en su interior guarda las comodidades de un departamento de dos ambientes. Me dije: es una casa.
Daniel Guillén en el interior del Magallanes
Daniel contó: Mi casa y mis recuerdos, porque va a haber cuadros con fotos de las expediciones. Es algo íntimo. Es la tercera embarcación que tengo, tiene 14 metros de largo por 4 de ancho. La primera era de madera, Pampero, la reparamos dos años; la segunda, Adiós, la compré andando. Como dormís arriba de una embarcación no dormís en ningún otro lado, el ruidito del agua golpeando el barco, una anestesia, tomar mate a la mañana flotando es inigualable. Y este barco, el tercero, ya está escrito en un mamparo de hierro del lado de adentro, se llama Magallanes. Cuando se construye un barco, aunque sea en tiza, hay que escribirle el nombre, es tradición marina. En abril hace un año que traje el esqueleto del fondo de Larroque, 11 metros por 3,50 y 10 cm de alto. Pienso moverlo en agosto, septiembre. Lleva un mástil, jarcias y cabullerías, debe haber 150 metros de soga. La idea es llevarlo de Gualeguay a Gualeguaychú, Colón o Concepción del Uruguay, colocarlo en un amarradero que tenga seguridad, y tenerlo de casa quinta, de casa en la chacra. Es por el placer de habitar una casa flotante, podría ponerle motor, pero no creo. Para mí es como el final del camino, es una de las últimas cosas lindas que estoy haciendo, es toda mi memoria, es más, yo le podría haber dado otra forma, un yate francés, pero no, recreé un galeón español. Y además quiero aislarme del mundo, de grande me di cuenta de que tengo síntomas de un solitario. Pero cuando vos estás solo, no lo estás, porque estás con vos.
Foto: Jorge Lupo
Una casa, sí, un refugio hecho barco, pero aun ocupando un lugar en el agua, tendrá un destino diferente: seguirá habitando el fuera de lugar. Pienso ahora en el relato y las fotos que me envió el fotógrafo Jorge Lupo. Siguiendo un curso inverso al de Daniel, un hombre construyó su casa, en Pehuen-Có, provincia de Buenos Aires, con la forma de un barco: ¿una casa fuera de lugar? Importa, me digo, la pasión, la mirada de los hombres que encuentran en la vida la sintonía poética de los días.

Daniel Guillén nació en 1959 en Puerto Deseado, Santa Cruz. Su profesión de vida, a la que afirma llegó sin querer, que es como a veces suceden muchas cuestiones en los días del hombre, fue o es: buzo profesional civil, porque cuando con el oficio se ha tocado la pasión, la distinción no se deja mientras se viva. Hace 20 años que vive en Gualeguay. Muy poca gente sabe que Daniel es buzo, y no sé cuántos se habrán dado cuenta de que en el parque de su hotel está construyendo un barco. Cuando le pregunté en el almacén por el barco, me dijo que sí, que construía un barco que no entraba en la pileta que tenía al lado. Daniel es un hombre reservado, y en el primer encuentro apenas dijo que era buzo. Después me contó que se hizo buzo para integrar un grupo que buscaba un naufragio frente a las costas patagónicas. Sólo después dijo que él había encontrado la nao Santiago, que integraba la flota de Hernando de Magallanes, allá por 1520. Pocos habitantes de Gualeguay saben que Daniel Guillén figura en los libros de historia.
Foto: Jorge Lupo

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