domingo, 22 de enero de 2017

Vivir en el cementerio

La noticia llega, y me atrapa. Me informo. Una situación que me lleva al mundo de los escritores, y que a la vez me lleva a las desesperaciones de los condenados de siempre. Un cementerio habitado en La Paz, provincia de Entre Ríos. Un cementerio habitado, uno más que muy bien podría quedar eternizado por el trabajo de un poeta, de un escritor; y un cementerio más, habitado por muertos y vivos, que podría ser devuelto a los hijos directos de la muerte; devuelto por aquellos hombres que la juegan de administradores de la suerte, o de su ausencia, en los días de los demás hombres: los administrados. Y no hago diferencia entre municipio, provincia o nación: administradores ellos de la condena a la miseria y el oprobio de tantos.
Se trata de vecinos de la zona ribereña, del barrio Papa Francisco, que tuvieron que dejar sus casas modestas por el colapso, estallido, de las cloacas. Desde septiembre del año pasado que comenzaron la construcción de viviendas precarias en terrenos estatales. Dichas casillas de chapa, madera, y bolsas plásticas (las bolsas silo se usan de acuerdo a necesidades de clase), se ubican, caminito de tierra como frontera, frente al cementerio, y algunas de esas casillas están dentro del mismo camposanto. Hasta allí fue la televisión: el canal 9 de Paraná con un mayor interés que el demostrado por el canal de cable de Buenos Aires que sigue de moda, que solo dedicó a la noticia unos segundos para, ante todo, mostrar a algunos pibes jugando entre las tumbas.
Vivir en el cementerio
Todos los habitantes del cementerio huyen de lo mismo: pobreza y enfermedades.
Anota mi amigo poeta Leopoldo Teuco Castilla como final del poema XIII: “(…) Los más pobres / ya no necesitamos / morir”. El poema pertenece a “El libro de los muertos”, título que está dentro de su “Libro de Egipto” (2003). Fue el primer libro que el Teuco me obsequió en uno de nuestros encuentros en Buenos Aires. Transitando su lectura llegué hasta “El libro de los muertos”, que tiene unas líneas de prólogo: “Existe en El Cairo un vasto cementerio, donde los más pobres se fueron a vivir. Lo llaman La Ciudad de los Muertos”. Cuando llegué a esta página recordé una lectura de hacía ya varios años: “El árbol y el camino” (1993) del escritor francés Michel Tournier (1924-2016). En su interior hay un texto: “El Cairo”, fue allí donde tuve la primera noticia sobre el cementerio habitado de la capital egipcia: “(…) Salimos en un coche todo terreno, pues ningún vehículo ordinario podría cruzar todos estos montículos (Tournier se refiere a basura) y los baches de los muladares. Cruzamos a lo largo de la ‘Ciudad de los Muertos’, ese cementerio cristiano cuyas capillas mortuorias y los panteones familiares han sido ‘esquaterizados’ (ocupados) por toda una población. Un auténtico barrio residencial en comparación con lo que nos espera. (…)”. Después apareció el libro del Teuco, y entonces el enorme poeta dijo, nombró detalles de la vida entre los vivos y los muertos en esa ciudad lejana.
El poema VI de “El libro de los muertos” dice del pan: “Mi mujer hace pan / zurea / como una paloma entre las tumbas // a veces un golpe de viento / hace volar la harina / el polvo / y las cenizas // ella los recoge y hace el pan // y hablamos de las cosas del día / sin poder recordar nada // mientras comemos en la media sombra / el pan / calienta todo el cementerio”.
El poema XI habla de los dos desiertos: “Nos ganamos la vida vendiendo lápidas / tallando palabras del Corán, / una admonición / para que vuelva el cielo. // Sólo la piedra / que no padece su nacimiento / puede sostener un nombre // (el nombre y la piedra: / también la eternidad comienza / en el encuentro de esos dos desiertos) // Vivimos de lo que ya se ha ido, / de la arena y del río, / de nuestros dioses, // de nuestros muertos, / árboles vacíos / de los que comemos”.
El poema XII para la noche y el día: “Después del orgasmo / una estrella / flota por la casa / hasta que se la lleva el cielo. // Mientras los finados estallan en materia oscura, / pierden rayos que eran de la felicidad, / planetas como pensamientos. // Aumentamos el firmamento: / los muertos / la noche de los vivos, / nosotros / el día de los muertos”.
En el poema XIV aroma el desamparo: “Hemos tomado por asalto sus mansiones / hicimos de sus lechos / patios indefensos bajo el sol, / de su laberinto / calles tenues / de venir y venir. // Han dejado caer / el mudo / tardío / rayo de sus nombres, / que son, como los dioses, / óvulos / de la nada. // Clarean a dos metros de este mundo / sin poder llegar / aturdidos // como las mariposas / son cielos / fuera del cielo, / luz desamparada”.
El’arafa, el cementerio, así se lo conoce, está situado al pie al pie de las colinas Mokattam. Cientos de miles de personas viven en el lugar. Muchos de los que allí se ubicaron, habían perdido sus viviendas durante la Guerra de los Seis Días contra Israel. Pero no solo de guerras se alimenta la tragedia de los pobres, también colaboró la especulación sobre el mapa urbano: se demolieron manzanas enteras para hacer nuevas viviendas que, para variar, nunca se terminaron. Por eso es que los muertos terminaron siendo más sensibles que los vivos que se dedican a fabricar guerras y administrar el destino de los administrados.
Los pobres viviendo en tumbas y mausoleos, en las construcciones hechas sobre el hogar de los muertos. El cotidiano de cualquier persona: cada día de ronda alrededor de los muertos. Pienso en tantas historias de fantasmas, tanto muerto en desgracia que vuelve del más allá a reclamar justicia, una tumba digna; es esta vida, esta sociedad de los hombres la que da vuelta el reclamo fantástico: son los vivos los que rondan, los que vuelven una y otra vez pidiendo un mundo más justo, los que exigen una vida digna.
La Ciudad de los Muertos
El cementerio fue derivando hacia ciudad. Hay viviendas, pero también talleres, negocios, artesanos, un intento de sala médica, una escuela, parches que de poco sirven. Siete kilómetros de pura desesperación.
Vuelvo a ver el testimonio de algunas personas, unas 200 son las que habitan el modesto cementerio de La Paz, y en todas aparece una historia triste, y hasta un vestigio de acostumbramiento. A pesar del movimiento realizado, cambiar barranca contaminada por cementerio, los hacedores de las historias chicas a todo se acostumbran. Nos acostumbramos. Sin agua, sin luz, dos baños para todo el barrio. Como dice el Teuco, “(…) si ya no necesitamos / morir”.
Husmeando en la red en la órbita de La Paz y su cementerio me encontré con un sitio: Cultura La Paz Entre Ríos, allí hay una sección: Personajes del pago, y en ella un poema de Luis Horacio Martínez que fuera, o que todavía es, el responsable de Cultura de esa ciudad. El poema habla de un habitante del cementerio; habla, claro, de otra época, y posiblemente de otro cementerio en la ciudad, pero en definitiva, es otra crónica de la pobreza, de la discriminación que siempre, de alguna manera, debe llevar sobre su espalda el diferente que además no tiene una moneda. Pienso en el bueno de Catón.
Eloy
“Eloy… el del cementerio” es el poema del que hablo: “Yo recuerdo que mi padre / de vez en cuando contaba, / de aquél joven, casi niño / que entre las cruces andaba; / por intrincados senderos / con su carga de misterios, / entre las tumbas estaba / Eloy, el del Cementerio. // A veces cuando llegaba / algún cortejo doliente, / se escondía entre las sombras, / se alejaba de la gente, / más si alguien lo veía / saludaba desde lejos, / y florecía en sonrisas / Eloy, el del Cementerio. // Tardes de siesta y solapa, / el río, nuestro destino, / derecho a la Cruz Mayor / para acortar el camino; / y al volver de nochecita / en nuestros labios un ruego: / -Virgencita, que no salga- / Eloy, el del Cementerio. // Han pasado tantos años, / tantos recuerdos guardados, / y hoy al mirar esta foto / volví caminos andados, / de siestas y mojarreros, / de duendes y de misterios, / de aquel que andaba entre tumbas, / Eloy, el del Cementerio”.
La noticia llegó y me atrapó, lo dicho. Fui entonces hasta la escritura para contar qué le pasa (ante todo a mí mismo) a este cronista que cuenta desde el diario, hasta dónde se mete el cuchillo de la injusticia en la memoria, en las ideas, en el sueño de un mundo mejor. Salva la escritura, salva la mirada de los escritores, se agradece la existencia de Tournier, Castilla, Martínez, se agradecen sus palabras/testimonio, y se agradece la palabra dicha por quienes hoy son acompañados más por los muertos que por los vivos. Entristece ver a una madre hablando con naturalidad, acostumbramiento, de la enfermedad de su hijo, de la ausencia de los administradores del municipio a la hora de dar una solución a quien poco o nada tiene. Los administradores deberían saber a esta altura del sufrimiento en la historia de los pueblos, que no todo debe medirse con la vara del negocio o la conveniencia; no todo debe quedar a merced del mercado en que siempre ganan unos pocos, y que además son siempre los mismos.

Digo que la gente tiene problemas, y ojalá me equivoque, pero va a tener muchos más problemas, por ejemplo, y para seguir en el cementerio, cómo está hoy pegando el sol que tiene pinta de rayo salvaje, y cómo serán, mañana, las heladas. Hay hambre, enfermedad, y desesperación en aumento sobre esta tierra. Da miedo que el cementerio esté tan a la mano, cuando no se trata de un cuento. 

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