El
primer paso en el acercamiento al mundo del escritor Eise Osman se originó en
la lectura de dos de sus libros: “Oasis para la meditación” y “Aprender
desaprendiendo”. Antes de la lectura (en presente) habíamos hablado en algunos
encuentros. Tenía de la obra de Osman un antecedente de lectura mientras fui
librero, en los 90, en Buenos Aires. Vendía y leía los libros de El Beduino
Errante. La nueva lectura me reencontró con el hacer del poeta y pensador: la
mezcla necesaria para el nacimiento del aforismo, el género destacado de Osman,
aunque también ha transitado con felicidad poesía, ensayo y relato. Fue después
de leer a Eise que quise saber de su vida, desde dónde venía El Beduino Errante.
Seguí el impulso y pregunté: “Vengo de una familia humilde. Mi madre, Gregoria
González, viene de una familia criolla, muy pensante, de izquierda. Un tío mío
se suicidó, era anarquista y juntaba plata para la causa. Asaltaba a los ricos.
Fracasó, llegó la policía, no se quiso entregar, y se pegó un tiro. Mi padre,
Alejandro, era árabe, se escapó de Siria bajo el dominio de los Turcos; muy
evolucionado en su pensamiento; era diferente a la mayoría de los árabes, que
son de derecha. Era de avanzada, leía mucho y tenía una vida muy intensa. Soy
del 31, eran épocas terribles. Recuerdo que cuando éramos chicos juntábamos
plomo para la República Española, los cigarrillos venían con papel de plomo. Mi
tío Pedro hablaba desde la tribuna a favor de la República. Estaba la ley de
residencia, pero mi viejo era muy de izquierda. Mi padre trabajaba en un
boliche, era como un cabaret, vendía caramelos, bombones. Llegaba a casa y lo
primero que hacía era prender la radio para saber de la República, que creó
muchas expectativas, pero también mucho dolor. Lo principal era escuchar La
Pasionaria. Un hermano de papá se fue a Estados Unidos, y otro terminó en Chile
con mucho dinero. Este Osman discutió con un árabe y lo mató. Lo mandaron a la
cárcel de Sierra Chica, pero pidió para ir al baño y se tiró del tren en
movimiento. Fue hacia el sur y llegó a Chile. Lo llamó a papá, pero mientras este
preparaba el viaje, conoció una familia criolla, y ahí a mi madre. Hay una
anécdota: él llegó hasta la puerta de la casa y llamó, la madre dice a la hija
que atienda, que había un hombre; ella contesta: No, mamá, no es un hombre, es
un turco. Así se conocieron”.
Azar,
destino, la vida en marcha: “Eran épocas en Entre Ríos donde los revólveres se
vendían en los almacenes, no era fácil andar por los campos. Se mataba a los
paisanos para robarles. Papá era vendedor ambulante. Además de conocer a quien
sería mi madre, el barco en el que iba a viajar desde Buenos Aires, se hundió.
Se casó y quedó en la Argentina. La familia de mamá tenía campos en el norte y
centro de la provincia, pero en ese momento valían poco o nada. Los que se
enriquecieron fueron los dueños de los almacenes, se pagaba deuda con tierra. Nací
en un pueblito chiquito, Moreno, cerca de Cerrito, que está a unas 12 leguas de
Paraná. Mi padre tenía un negocio de venta de confituras, y era representante
de helados Smack de Noel. Yo vendía caramelos a los 7 años. Los domingos en el
Parque Urquiza, ahí iba la gente, y los días de la semana en Plaza de Mayo.
Había una organización, los chicos vendían en las calles y plazas; los mayores
eran dueños de las esquinas, ahí vendían solo ellos. Era una vida muy dura.
Estaba lo que se llamaba la ronda de los desocupados, le daban trabajo a la
gente una vez al mes, dos, había mucha tuberculosis, una época muy pobre. Así
fui entendiendo, desde chiquito, qué es la vida”.
Cambio
de paisaje y mercadería: “De Paraná nos mudamos a Villaguay. Había mucha
violencia en la Selva de Montiel. Fuimos a una chacra que nos prestó un
pariente. Sembramos verdura, y yo salía a vender verdura escarchada. Como era
chico, una italianita me hacía pasar y me daba café. Una vida muy sacrificada,
áspera. En esa época la gente no comía mucha verdura; la pasamos bastante
ajustado. La dureza de la vida te hace más fuerte. Esa fortaleza crea una
búsqueda, y esa búsqueda crea una cultura del subdesarrollo. En la familia
había muchos de izquierda, pero había uno, nadie lo quería, que era informante
de la policía, decía que él tenía que vivir. Es el negocio del sistema: pobre
contra pobre. Hice la primaria en Paraná y Villaguay. En la época de Perón
había mucha plata. Se diga lo que se diga, el peronismo creó una conciencia de
clase; el Estatuto del Peón era de avanzada en ese momento. Mis hermanos fueron
peronistas; era un reconocimiento, desde una miseria espantosa llegar al
aguinaldo; fue una revolución dentro de los límites del pensamiento de Perón.
Era una época de mucha discriminación, cuando terminaba el año, los copetudos
invitaban a fiestas, a mis padres no los invitaban, eran pobres. Yo no tenía traje
azul para ir a la fiesta en la escuela, iba con uno marrón, pero era buen
alumno. Hice la secundaria en Villaguay y a los 15 años, en las vacaciones, me
iba a Buenos Aires a trabajar de peón de albañil; vivía en la obra. Se comía
bien, se cocinaba en la calle, la cama estaba hecha con las bolsas de los
materiales; y a la noche se hacía la ronda donde uno hablaba de sus penas y
cosas. Así te informabas de cómo vivía la gente”.
Eise Osman |
En
la universidad, Buenos Aires y la carrera de medicina: “Cuando empecé a
estudiar me tocó la conscripción, dos años. La hice en un faro, el Querandí de
la Armada, provincia de Buenos Aires. Un año ahí, castigado. Pedí por mi derecho
a hacer el servicio en el destino donde estudiaba, algo que había dispuesto
Perón, pero primero iban los acomodados. Discutí y al Querandí. Estuve un año. Planteé
mi caso a un teniente progresista y él me arregló las cosas. Fui a Navegación e
Hidrografía. Me la rebuscaba porque tenía un capitán que era contrabandista de
cigarrillos, se los repartía yo; en los barcos se traían autos, eran
delincuentes. Mientras estudié me prestaban los libros o iba a la biblioteca. Me
recibí en 7 años, cerca del 60, estaba en el Partido Comunista, era el
responsable del barrio Congreso. Vivíamos a salto de mata. Nos reuníamos en el
sótano de un tipo que hacía trajes para los milicos, enfrente de un edificio de
la Marina, en la boca del lobo. Durante el estudio trabajaba con un tío, de
pintor de brocha gorda. Me encontré con Pruskin Silva, un profesor, luego fue
rector de la Universidad Católica, que me había ayudado mucho en Villaguay; me
invitaba a su casa cuando tenía invitados especiales para que yo escuchara. Él
sabía que yo estaba en Buenos Aires. Le dije que andaba más o menos: Duermo de
prestado y trabajo de pintor. Lo que son las cosas de la vida, una vez ayudamos
a un porteño que se había enfermado en Villaguay, lo hospedamos en casa, le
trajimos el médico, fue su familia la que me daba una piecita para vivir
mientras estudiaba. Me dice Pruskin que tiene un amigo en el Ministerio de
Minería, y que me hacía una carta para que se la lleve. Tuve que leerla: Si no
ayudás a este muchacho tan destacado con un buen cargo, olvidate que sos mi
amigo. Ese amigo me preguntó si me animaba a hacer análisis químicos, y le dije
que me animaba a cualquier cosa, menos a robar, y que necesitaba ganar lo
suficiente para poder estudiar. Entro a ganar bien y entonces peleché. En ese
tiempo, con Elsa (la escritora Elsa Serur), andábamos en taxi, y comíamos bien.
Así aprendí bastante de química. Me adaptaba a lo que venía”.
Pregunta
esencial, ¿el contacto con la escritura?: “Al faro llevaba una valija con
libros, leía mucho y comía poco, el suboficial se guardaba la guita de la
comida. Me encontré con la escritura a los 20 años. Terminé haciendo en algunos
casos de maestro, de los faristas, y de los hijos del jefe. Un día le dije que
no trabajaba porque no comía. Preguntó si era comunista. Contesté: ¿Soy
comunista porque quiero comer? Escribía poesía, había leído a León Felipe y
otros poetas. Un día viene un visitador médico, y Elsa le dijo que escribía, la
pellizqué. El hombre preguntó. Aclaré que escribía para mí, nada más. Dijo que
conocía a Mastronardi y que quizá me pudiera orientar. Mastronardi estaba allá
lejos. Elsa dijo que quería conocerlo, y entonces quedamos en el Tortoni, cerca
del año 60. Estuvimos charlando de filosofía. Me dijo: Se ve que donde está se
lee mucho. Contesté que quería avanzar en la escritura. Le di un manuscrito,
poesía”.
El
empujón del notable: “Yo estaba trabajando como médico en Holt, en el sur de
Entre Ríos. Había roto con el PC y quise irme de Buenos Aires. Tomé distancia
después de lo de Hungría. Porque si una ideología tiene que basarse en la
violencia para afirmarse, está contradiciendo el problema de la liberación de
la gente. A la falta de liberación se suma la compulsión sobre la gente,
entonces todo se desvirtúa. Pasó un mes y pico, pensaba que a Mastronardi no le
había gustado. Pero Elsa me alcanzó al hospital una carta muy extensa. Eran
tres cartas. Me decía que yo tenía lo principal: Solo le falta pulirlo. A
partir de ahí nació una amistad bárbara. Me aconsejaba que siga con la escritura.
Era el amigo dilecto de Borges. Nos hicimos tan amigos que nos reuníamos en el
Tortoni, o en el Bajo, y nos echaban a baldazos; hablábamos de filosofía, de
todo. Empezamos a cartearnos, y a través de él, conocí a Borges. Guardo como 30
cartas de Mastronardi”.
Y
dentro de la escritura, ¿qué dice Eise sobre el aforismo?: “Yo era muy
politizado, había leído mucho a Marx, muchos autores de izquierda, pero también
había leído mucha filosofía. El aforismo es el género más viejo que hay. Llegué
a esa forma leyendo a Porchia, y porque simplemente me brotaban. Como todo,
tiene sus problemas de interpretación, pero te obliga a razonar, a pensar: es
el camino más corto entre el pensar, el sentir y el decir, aunque puede ser el
camino más largo para comprender. El aforismo está entre la filosofía y la
poesía, un mensaje filosófico/poético”.
Una
cuestión de perfiles y miradas en la palabra de Eise: “Manejo bien el relato y
el ensayo, tengo varios perfiles; no sé si ello beneficia o perjudica, pero de
cualquier manera te abre el panorama. El poder manejar varias cosas a la vez te
enriquece, pero a la vez te pone en una posición equidistante de todas las
cosas, lo cual no es malo en relación al pensamiento en general que debe estar
integrado de varias formas, pero a su vez limita tu forma de expresión en el
sentido de que hay en ello una dispersión; pero la dispersión no es mala,
porque mirar desde diferentes ángulos, es mirar el mundo de diferente posición.
Las diferentes posiciones te enriquecen para interpretar, porque todo tiene que
ver con todo. No hay nada que esté aislado en el mundo. Todo tiene una
correlación: se dispersan las cosas, pero se enriquecen las cosas. La vida es
una dispersión de conocimiento. Esa dispersión depende de cómo se toma: si
enriquece el todo, está bien, si empobrece, está mal. No hay que caer en la
divagación, es pobreza. Si la dispersión no está estructurada desde una visión
general de las cosas, es pobreza, si está estructurada desde el arte, enriquece”.
A
partir de la pobreza: “La pobreza enriquece a veces en la visión profunda de
las cosas, pero también trae un sabor amargo de lo vivido, pero liberarse de
eso provoca la libertad que no te lleva al resentimiento. Si vos tomás como
enriquecimiento todos los momentos de la vida, y los sabés analizar, te
enriquece; con resentimiento, te empobrece”.
Eise
Osman y El Beduino Errante, y una palabra vital “enriquecimiento”: “De Holt me
voy como asesor del laboratorio Bernabó; una aclaración: me pusieron los amigos
El Beduino Errante, a veces la inquietud de conocer, enriquece, siempre y
cuando la estructura de pensamiento no divague. Otra vez en Buenos Aires, ganábamos
bien, pero no vivíamos. ¿Qué es lo principal?, ¿vivir o acumular riqueza?
Volvimos a Holt, y de esa manera nos conectamos con una realidad más dura,
profunda, y posiblemente más enriquecedora, porque las peores cosas y las
mejores pasan a la vez en la experiencia de lo vivido, es decir, si la vida
fuera nada más una experiencia de placer, sería un placer inútil; si la vida va
mezclada por una experiencia profunda, donde uno encuentra un caleidoscopio de
cosas buenas y malas, uno se enriquece. De Holt nos fuimos a Mansilla. Vivíamos
a conciencia entre amigos como Linares Cardozo, que sabía mucho de filosofía y
cambiábamos ideas. Encontraba en mí un punto de vista diferente. Puntos de
vista de visión personal de la filosofía y de la vida, pero que no encierran
ninguna verdad dentro de la variabilidad de nuestro desconocimiento. Tenemos
experiencia de pueblo chico, y en el fondo las grandes ciudades son pueblos
grandes. De Mansilla vinimos a Gualeguay por el año 70. Uno va adquiriendo
experiencia de los distintos lugares donde ha estado, pero el ser humano, su
variabilidad, es prácticamente una forma de dar vueltas sobre sí mismo; pero en
todas esas vueltas algo queda de lo vivido, y esa experiencia sirve para dos
cosas: primero para ver la realidad de la vida, y segundo para estar alienado
de nuestros propios problemas”.
Guardo en mi memoria encuentros
con escritores, todos ellos una mezcla saludable de poeta, narrador y pensador.
Soy un escucha aplicado de la persona que tiene sustancia, que lleva una vida
de trabajo en la vereda por la que elegí transitar mi oficio. Guardo encuentros
maravillosos, de profundo aprendizaje humano. A través de José Saramago nombro
a un puñado de admirados a quienes pude estrechar la mano y la palabra; en
ellos la reflexión en sintonía poética que alumbró distintas maneras de mirar
sobre la vida; así mi dispersión feliz en busca de la comprensión de mi
criatura/las criaturas. Anoto entonces que Eise Osman ocupa un lugar de
privilegio en el quehacer de mi pensamiento.
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