Cada hombre deberá ocuparse de su manera
de regresar, de sacar la sortija de la calesita que nos puede regalar una
vuelta por la memoria. Juan Rogelio tiene sus maneras de volver desde el más
allá. Lugar en el que, de seguro, tampoco tenga residencia fija, tal cual hacía
mientras andaba por entre estas tierras de la vida. Hasta hace unos días no
sabía quién había sido Juan Rogelio, y sin embargo, ahora escribo sobre algunos
retazos de su vida.
Sucedió que le acerqué a la poeta Tuky
Carboni el último número de la revista “El Tren Zonal” del poeta, editor y
guitarrero Ricardo Maldonado. El ejemplar viene acompañado de un librito
(Cuadernos del Señalero 41). Una selección de poemas que el mismo Maldonado
hiciera sobre la obra del poeta gualeyo Amaro Villanueva (1900-1969). A los
pocos días Tuky me escribe: “(…) Amaro, además de deslumbrarme con su poesía,
le dedica un soneto precioso a mi tío abuelo Juan Rogelio Calo, la oveja negra
de mi familia materna. Eran panaderos y tenían una empresa familiar donde
trabajaban mis bisabuelos y seis de sus siete hijos. Juan Rogelio jamás tocó la
harina; se dedicaba día y noche a escribir poemas y ponerles música. Por eso,
pasó a la historia como un haragán congénito. Pero, para mi sorpresa, lo
nombran todos los poetas de su generación: Carlos Mastronardi, Juanele, Carlos
Alberto Álvarez, ¡y ahora, descubro que también Amaro!”.
Mi reacción no se hizo esperar, tomé el
grabador y una mañana fui a escuchar a Tuky: “Nació en Gualeguay. La oveja
negra de la familia: Juan Rogelio Calo. Era muy delgadito, por eso le decían
Tacuarita. Un haragán que tocaba la guitarra, y escribía y cantaba todo el día,
mientras sus seis hermanos y sus padres sudaban junto al horno de la panadería.
Era una empresa familiar fundada por mi bisabuelo Antonio, que había llegado de
Italia; era Callo, con doble ‘l’, acá le sacaron una. Mi mamá era Calo. Estos
gringos eran muy trabajadores, unos obsesivos, se levantaban a las dos de la
mañana para prender el horno, y se turnaban para la atención del público. Mi
abuelo trabajaba ahí; mi mamá perdió a su madre a los 9 años, era la mayor de
tres. En la familia la manera de recriminar a los chicos era hacer referencia
al tío haragán que no hacía más que tocar la guitarra, escribir y cantar, porque
esa era su vida. Nunca tocó la harina y eso enfurecía a los gringos. Vivió con
la familia hasta que, supongo, el padre le habrá dicho que así no lo bancaba
más. Recuerdo que mamá dijo: Se fue. Para ellos fue un alivio”.
Tuky recuerda una visita: “Conocí a
Tacuarita cuando yo tenía 20 años, ya estaba casada. Vino una vez a Gualeguay y
se hospedó en la casa de mi tío Beto Calo. Almorzó y cenó en casa. Conversó
mucho de sus amistades rutilantes. Mi mamá decía: ‘Son mentiras, qué va a tener
esos amigos’, pero ocurrió que cuando empecé a leer cosas más serias que los
cuentos de hadas, y eso no lo vio mamá, me hubiese gustado, vi que Mastronardi
lo reconocía como amigo, que Juanele nombraba la voz y la guitarra de Tacuarita;
y una vez que fui a recibir un premio a Paraná, para mi sorpresa, me lo entregó
el poeta Carlos Alberto Álvarez, un referente de escritores, nacido en La Plata
y un enamorado de Entre Ríos. Dijo: ¿De Gualeguay?, yo tenía un amigo allá,
pero después desapareció, creo que se fue al Norte; yo le pedí que me dijera su
nombre, que quizá lo conocía; me dio el nombre: Juan Rogelio Calo; Era hermano
de mi abuelo, le dije. Fue muy grato para él entregarle el premio a la sobrina
nieta de un amigo, y me habló maravillas de él, de su altura ética, algo muy
distinto a los comentarios que yo había recibido desde la familia. Y descubrir
ahora que Amaro le dedicó un soneto, con la importancia literaria que tuvo, aunque
es un poeta que todavía espera un mayor reconocimiento, nunca le perdonaron su
filiación comunista, fue una nueva alegría. Así que ante mis ojos, y ante los
de la única hermana que me queda, la figura negativa de Juan Rogelio Calo pasó
a ser otra cosa. Fue una revelación. Yo me cuestioné. Tacuarita debe haber sido
felicísimo, porque en su vida fue lo que le quiso ser. También era luthier,
hacía guitarras; cuando se iba a la buena de Dios, por La Plata, Buenos Aires,
Córdoba, por distintos puntos de Entre Ríos, y cuando alguna gente tenía la
gentileza de alojarlo, él pagaba su estadía haciendo una guitarra para el dueño
de casa, cuando este tenía interés en el instrumento”.
La “endemoniada” presencia del tío Juan
Rogelio tuvo sus consecuencias en la vida de la poeta gualeya: “Yo escribía
desde los 9 años y no me atrevía a mostrar lo que hacía, porque lo había
asociado con la personalidad de Juan Rogelio; porque todos los parientes se
avergonzaban de él, entonces desde chica yo sabía que no quería ser como el
tío. Para una de las becas que tengo, por poesía, el premio al Mérito Artístico,
debía firmar el poema con seudónimo: elegí Juan Rogelio. Y el tío me devolvió
la atención”. A continuación el poema premiado, y acompañado por el tío: “Un
ave, un crepúsculo, mi alma: Por las altas regiones de las nubes / vuela un
pájaro: azul, brillo y esmalte. / Las alas, / como pétalos dormidos / sobre el
zafiro intenso de la tarde, / deshojan, / blandamente por el cielo / las
violetas translúcidas de aire. // Me quedo / prisionera de la tierra, / en el
lagar oscuro de mi sangre; / pero mi alma se bebe el infinito / por las altas
regiones; / como el ave”.
Tuky Carboni hace memoria, se sincera
entre recuerdos: “Me costó mucho vencer esa asociación que había hecho de chica;
gracias a la familia asocié a un poeta con la vagancia. Gracias a Dios
modifiqué la sentencia, porque escuché otras voces: nunca hay que escuchar una
sola campana, pero yo, en familia, ¿a quién podía recurrir? De manera anónima,
a los 32 años, mandé 3 sonetos firmados con mi segundo nombre: Irene, tenía
ganas de saber si lo que escribía tenía algún valor, a la radio, al programa de
Mario Alarcón Muñiz, que sabe mucho de arte; en el momento que leyó estaba el
doctor Raúl Bardaracco, culto, muy lector. Los dos festejaron mi escritura,
entonces pensé que aquello que hacía no estaba tan mal. Me animé. Se llamó a la
creación de SEGuay. Entré con mucha vergüenza, pero ahí estuve. Recuerdo que
guardaba mis poemas en la memoria, ni siquiera los había escrito a todos;
cuando mandé a la radio, recién ahí los pasé al papel; todo era debido a esa
vergüenza que venía desde la condena familiar hacia Juan Rogelio. Daniel
González Rebolledo fue quien insistió para que anotara todos los poemas, y así
comencé a hacerlo”.
La poeta gualeya busca entre sus
recuerdos (acompaño con alguna pregunta mínima), por momentos se guarda en
silencios, continúa: “Pudo vestirse y comer gracias a su guitarra y sus
canciones. No tengo nada de lo que escribió. Creo recordar que Carlos Alberto
Álvarez me dijo que tenía unos libros de él. Creo que lo conoció Mario Alarcón
Muñiz. No formó familia, no tuvo hijos. Habrá nacido por 1890, y murió en
Córdoba, al poco tiempo de la visita por Gualeguay. Una semana que fue una
especie de despedida, visitó a varios amigos, año 58/59. Le avisaron de su
muerte a Carlos Alberto Álvarez. Había dejado una valijita junto al nombre,
teléfono y dirección de Álvarez, que fue a Córdoba a buscarla. Nunca lo vi de
chica. Nunca supe que haya tenido un lugar fijo de residencia, una casa. Cuando
estuvo en casa aquella vez cantó una canción: linda voz, la guitarra bien
tocada: fue una especie de juglar, como los de la Edad Media”.
En la charla con Tuky apareció el
recuerdo del librero Hartkopf. En su librería realizaba exposiciones de
artistas jóvenes, ahí empezó Cachete González, Derlis Maddonni, Antonio Castro,
y en ese lugar se hacían recitales para unas pocas personas, y en ese lugar se
realizaba, afirmaría la familia gringa de Juan Rogelio Calo, de manera
inevitable, una suelta de vagos: esa gente que gasta la vida escribiendo
cuentitos, pavadas, pensando historias, algunas con destino de búsqueda
plástica, otras buscando la compañía de una guitarra. Mucha búsqueda y chamuyo,
diría el crítico, pero nada para vender y progresar/prosperar. Porque tanto en
el ayer como en este “mientras tanto” importa, ante todo, señalar ese
condenable “estado de gracia” que presenta quien intenta encontrarse, con él
mismo y sus semejantes, en los territorios del arte. Ahí el problema: vivir en
una sintonía poética que se opone al claro mandato, familiar/social, que se
basa en dos pilares: producción y facturación. Un artista que se precie de
intentar el camino sincero en pos de su objetivo: acercarse al arte, necesita
de tiempo; lleva una vida construirse dentro de un oficio, y en ese tiempo,
tironea la necesidad de hacerlo, de seguir el impulso, y tironea la vida, y
dentro de ella especialmente la urgencia de los demás, los que poco entienden
de procesos interiores. Y sin embargo, luego, la mayoría de los detractores de
aquellos que eligieron el intento creativo, cuando el vecino, el familiar, el
amigo, alcanza algún peldaño y sale del anonimato, ahí es cuando se hacen un
buen buche de admiración. Queda bien tener cerca un escritor, un poeta, un
músico: mi amigo, se dice, y es como si ellos mismos fueran los artistas. La
cuestión es figurar. Muchos en Gualeguay se llenan la boca con los artistas
nacidos en la aldea, pocos saben de quiénes eran, qué hicieron, pero no hay
nada que suene mejor que hacer referencia a Carlos Mastronardi, Juan L. Ortiz o
Cachete González. Eso sí, se aplaude con mayor fuerza cuando el artista es más
reconocido en sociedad, directamente proporcional; no importa tanto el artista
que todavía tiene metidas las patas en la sombra.
No todo es mercancía.
Juan Rogelio Calo sale al solcito entre
los avisados, pero no queda duda, sale, estuvo, está en el soneto “Tu hermana
de los zorzales” que le dedica Amaro Villanueva: “La tensa carne del jacarandá
/ le dio veta armoniosa a tu vihuela: / tan recta que, al herir la cuerda,
vuela / trampolínea la nota en que se da. // La mano ejecutiva sabe ya / que el
sonoro cordaje se revela / con solo el aire que al pulsar desvela / dentro del
arca en que sensible está. // Cuando se va de cielo, en primavera, / la clara
sangre del jacarandá / se vuelve lila al florecer cimera. // Y aquí, desde su
rama, en tu vihuela, / sus alas abre la canción y va / de cielo en cielo, como
lo que vuela”.
felictaciones¡¡¡
ResponderEliminarNo todo pasa por el sudor y el despliegue obrero del esfuerzo físico. "Ahí el problema: vivir en una sintonía poética que se opone al claro mandato, familiar/social, que se basa en dos pilares: producción y facturación". Tengo un amigo que vive en Gualeguay próximo a doctorarse en estas lides. Abrazo fraterno. Mario
ResponderEliminarHola, quisera saber si tiene ud, Eduardo, una dirección de e-mail, a la cual escribirle para comentarle y preguntarle algunas cosas del Gualeguay de mi madre ya desaparecida.
ResponderEliminarMuchas gracias.