Desde la chacra gualeya me pregunto si
los escritores seguirán eligiendo entre sus paisajes: los cafés y las librerías
como ámbitos de preferencia. Vengo de una ciudad donde esta fue la práctica
histórica. En Buenos Aires fui habitué de estos lugares. La librería amiga, la
última: El Gato Escaldado en mi barrio de Boedo, y mis cafés: el Cao en San
Cristóbal y el Margot en Boedo. En mi intento de escritura, el café fue mi
lugar preferido de trabajo: escribí más en los cafés que en mis departamentos
alquilados. Hoy escribo la totalidad de lo alumbrado desde la casa que visita,
cada noche, mi amiga la lechuza, a metros de mi encrucijada gualeya.
El maestro Carlos Mastronardi me llevó
hasta mis tiempos de librería y café. Otra vez, a bordo de su libro “Memorias
de un provinciano” (1967), fui de feliz viaje hacia otro pasado donde asoman
los mismos puertos para el arribo y la permanencia. El Capítulo XI se titula:
“La nueva sensibilidad”. Comienza de esta manera: “En la librería de Samet,
hospitalario cubículo situado en la avenida de Mayo, solían congregarse, en las
tardes de 1925, algunos escritores jóvenes que, todavía sin saberlo, integraban
una nueva generación literaria. El hecho de haber estado en ese lugar, según me
dicen, tiene ahora un sentido casi mitológico. El porvenir, sujeto a fines
didácticos, simplifica y borra matices, pero lo cierto es que los amigos de
Samet no se veían como una importante grey homogénea. La librería que hoy, a
través del recuerdo, parecen haber prestigiado, estaba a poca distancia del
persistente teatro Avenida, tan español en sus espectáculos ahora como ayer.
Los taconeos y rítmicos saltos de sus bailarinas resonaban en el local del
librero y a veces conmovían los precarios anaqueles. En ellos se enfilaban
algunas obras de autores contemporáneos que aún no habían llegado al gran
público. No otra cosa esperaban de Samet quienes concurrían a su negocio.
Cansinos-Asens, Gómez de la Serna, Huidobro, Salvador Reyes, Lenormand, San
Secondo, Rilke, Pirandello, poco difundidos por entonces, poblaban buena parte
de aquellas estanterías. La revista ‘Proa’ y sus congéneres uruguayas y
chilenas despertaban el interés de los iniciados en los ritos de la ‘nueva
sensibilidad’, cuyos oficiantes también se daban cita en la librería del
bondadoso Manuel Gleizer.
Carlos Mastronardi |
En el mínimo comercio de la avenida de
Mayo vi por primera vez a Güiraldes, a González Lanuza y a Jacobo Fijman.
Asimismo, creo que allí empezó mi amistad con Borges. (…)”.
A continuación Mastronardi ocupa varias
líneas en demarcar las coordenadas que hablan de los nuevos vientos en la labor
y el arte de acomodar palabras. Aprovecha la ocasión para dar pista de su
primer paso en el territorio en que era un recién llegado. Había conocido a
escritores y poetas, admiraba y escuchaba, aprendía. Lo imagino en ese espacio/tiempo
como aplicado escucha y testigo, la más de las veces en medio del silencio que
acompaña a la contemplación, pidiendo permiso, haciéndose, tratando de
conocerse entre enseñanzas: “Antes de conocerlos, la revista ‘Proa’ había
publicado un poema relativamente mío, que envié, disimulado en seudónimo, desde
una estancia entrerriana. Con menos convicción que espíritu de aventura, como
quien tira una botella al mar, arriesgué esa página en un ambiente desconocido.
La había escrito según las liberales leyes de la nueva retórica; en
consecuencia, estaba plagada de imágenes. He olvidado su título –y espero
olvidar todo el resto- pero recuerdo sus primeras líneas: ‘El crepúsculo sufre
en una estrella / que es el martirio ardiente de la hora…’.
Aquel poema, que no era más que un
ejercicio por demás perfectible, fue mi tarjeta de presentación. Ajustado a los
cánones de la secta reciente, alojaba en cada verso una metáfora. Por entonces
se creía que, no siendo la prosa el ámbito natural de la metáfora, ésta debe acudir
al poema, donde el lenguaje nocional o lógico no debe notarse mucho. De acuerdo
con dicha simplificación, el poeta se redujo a exponer estados, operaciones
internas, como si hubiese renunciado al manejo de los elementos narrativos. Así
apuraba las primeras etapas de un proceso que habría de llevar, treinta años
después, y en sus últimas consecuencias, a la abolición del mundo externo y al
destierro de todo argumento fundado en hechos. Ya entonces, tanto la poesía
como las artes plásticas, rehusaban la anécdota, la fábula vertebral que servía
a los clásicos como punto de partida. Se hablaba con desdén de los artistas
‘esclavos de la anécdota’ y atentos a la realidad sensible; de tal suerte,
empezó a manifestarse cierta voluntad eliminatoria que, dos generaciones
después, crearía las condiciones para erigir un arte donde el sujeto ya no se
dirige a objeto alguno. En ese reino impreciso, el ser y la nada se tocan.
Paralelamente a la evolución que se operaba en estos dominios, Husserl escribía
que todas las evidencias son fenómenos internos. En el terreno de las letras,
por entonces, los críticos anunciaban el advenimiento de la poesía pura. (…)”.
Mastronardi refiere una de las recetas
en la historia de la poesía, señala: “cánones de la secta reciente”, ¿cuántas
antes de la dirección señalada?, ¿cuántas después de ella?, me pregunto a la
hora de subir la escritura propia a una receta general que mande hacer como
dice tal o cual oráculo. Se desacredita, en la verdad revelada de esos años, el
uso de “elementos narrativos” dentro de la poesía; se recomendaba “la abolición
del mundo externo y al destierro de todo argumento fundado en hechos”; se
ironizaba sobre los “esclavos de la anécdota”. Mastronardi lo define como un
“reino impreciso”, donde “el ser y la nada se tocan”. La descripción de este
Revuelto Gramajo de carácter casi religioso, me lleva a pensar en un estado de
pretensión superior, como si se buscara la limpieza extrema que asegurara la
ausencia del hombre en su estado natural: la imperfección. Nada del afuera, me
digo, y pienso en las historias que regala la realidad, con sus suciedades y
desesperaciones lógicas en torno al adentro y el afuera de la criatura. Pienso
en el escritor, en el poeta, que piensa que en la calle vive la mejor semilla
para intentar la fundación del poema, la escritura; pienso en esa semilla
abonada en los mares interiores de la persona que, por oficio e impulso, ha
decidido entrarle al intento artístico, a hacerse determinadas preguntas sobre
la condición de la criatura que aún habita el barro. Pienso en el escritor, en
el poeta, que todavía tiene dudas sobre sus seguridades; la duda como motor, la
duda como oportunidad que lo autoriza a abrir las puertas necesarias para
encontrarse con sus almas, sus patrias internas, que son, en definitiva, las
únicas que podrán alumbrar el camino que mejor se sustancie dentro de una
identidad. Luego, en estos territorios, no hay más lugar que para una sola
receta: la personal. Afuera, como debe ser, los vientos seguirán llevando
verdades, jugando a las conveniencias.
Desde la izquierda: Jorge Luis Borges, Sergio Piñero, Carlos Mastronardi y Guillermo de Torre (1927). |
En relación al tema Mastronardi hace
referencia a otro detalle fundamental para el escritor, el poeta: “En el tiempo
hacia el cual me remonto, también Nalé Roxlo, Rega Molina, Pedro Miguel
Obligado y otros poetas respetuosos de las leyes métricas, visitaban la famosa
librería. Quiero poner en luz la buena coexistencia de unos y otros porque, en
la hora presente, tiende a creerse que los rimadores y los practicantes del
verso libre no se enfrentaron sino para combatirse. Conviene tener presente que
ninguno de los dos bandos –si así pueden llamarse- obraba en función de
interpretaciones futuras, es decir, de la venidera historia literaria. La
fluencia espontánea de la vida era más fuerte que el espíritu banderizo. Sólo
cuando los hombres, atentos al mañana, representan un papel, cuidan todos sus
movimientos y se defienden de presuntas contaminaciones. (…)”.
En todas las épocas la pregunta fue (y
sigue siendo) ética: ¿en qué vereda te parás, escritor o poeta? ¿Del lado de la
“fluencia espontánea de la vida”?, o ¿en la representación de un papel mientras
se va atento al mañana? Por diversas razones se llega al oficio de la
escritura, un oficio que tiene que ver, al menos así lo pienso, con una toma de
posición, desde dónde se mira, frente a los elementos que construyen la
sociedad que nos toca a lo largo de los días. Y pensando en estos tiempos
presentes, un escritor, un poeta, debe saber guardar una posición, deber saber
hacer esquina en la vida fundando una parada ética clara, un pensamiento, una
identidad. Tres bases que estarán representadas en la escritura a través de una
concepción del mundo de los hombres. Si se acentúa el interés por el futuro, se
nubla el presente. Si solo se piensa en uno mismo, si se juegan las ideas en
función del ego, la mirada, las palabras, nacerán sin sustento, palabras de
dioses amarretes que no respirarán más de cinco minutos.
El pensamiento es la llave, la
herramienta que se alimentaba y construía en los cafés y en las librerías ayer,
supongo que también en las de hoy, en todos los paisajes en que habitara un
poeta, un escritor. Habrá nuevos paisajes, seguro, en que el trabajador de la
cultura funde su refugio, el nido de barro desde donde nace la palabra después
de cada lluvia, y en ellos la bondad de la reflexión vital, sincera, sobre el
presente que nos toca.
Mastronardi cuenta una anécdota a
propósito de la “no presencia” del amigo fundamental de la palabra: “La
librería de Samet, por cierto, no era el único lugar donde convergían los
hombres de mi generación. También frecuentaron la confitería Pedigree, acaso la
más antigua de Palermo. Allí, el humorista Guillermo Juan y el poeta Rega
Molina compitieron en un juego de habilidades y destrezas físicas. Se retaron,
por ejemplo, a levantar rectamente una pesada silla, con el brazo estirado y
sin que vacilara el pulso. Hubo que separarlos. En ese mismo local, unos meses
después, Roberto Arlt, con su aire de inocencia pero también con interés
temible, le preguntó a cierto comediógrafo afamado:
‘¿Usted piensa cuando escribe? ¿O se
dedica de lleno a escribir, sin distraerse del trabajo?’. (…)”.
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