domingo, 7 de mayo de 2017

Lechuza en la encrucijada

La otra noche, en la chacra gualeya, llegó con chamuyo de sorpresa. Es cierto que mi amiga lechuza ya es habitué de la segunda columna en el frente de mi casa. Es sabido para este cronista y sus lectores que su presencia desde esa altura propone la observación, el pensamiento: la posibilidad de una vida a conciencia despierta. De a poco ella se fue acercando a mi casa, paso a paso detectó los movimientos en la misma, cuándo la quietud, cuándo es que la espío por entre las barras de la persiana. La lechuza necesita de mi compañía como yo de la de ella. Nos acompañamos, nos pensamos.
Digo que la otra noche no fue una más, porque al fin detecté un mensaje de mi amiga. A través de las noches fui registrando su grito, su decir. Su palabra aparece como si se tratara de dos ráfagas de viento: inesperado, contundente, y luego el silencio. Todo se da de manera tal que quizás el primer grito sea un aviso, el prólogo al mensaje que se da momentos después. El grito, el canto, la palabra que hace un tajo en la noche, que hiela el espacio entre las estrellas cercanas del cielo gualeyo.
Ella sobre la columna. Ella y su palabra.
La noche en que escuché el grito/canto/palabra a conciencia despierta, esa primera vez, abandoné la lectura y me acerqué a la ventana. Ahí estaba la lechuza. La veía de perfil; más allá de los movimientos sobrenaturales de su cabeza, su cuerpo se recortaba en la noche apuntando a la esquina. La casa está separada por unos veinte metros de la esquina, hacia la derecha.
Salí hacia la noche. Ella abandonó su vista al frente para seguir mi avance. Cuando yo estaba a unos dos metros, emprendió el vuelo hacia la esquina, y entre las sombras que flotaban a baja altura perdí el rastro de vuelo de mi amiga. Fue inevitable terminar parado en la puerta de casa y mirando hacia la derecha, mirando la calle de tierra mientras se desprendía, sangre adentro, un gajo sustancioso de la memoria.
Anoté cuando volví a estar frente a la computadora: “Vivo en la chacra gualeya. Mi refugio, mi escritorio, desde donde ahora escribo, se encuentra a unos veinte metros de una encrucijada, un cruce de caminos. Una encrucijada en el paisaje de los días, es el dibujo de dos sintonías que se tocan, dos mundos: el de los vivos y el de los muertos. Una encrucijada es la presencia con que se inicia este juego de memoria y escritura”.
Incontables veces miré hacia la esquina, y hasta el aviso de la lechuza, nunca la había visto como una encrucijada. Y ahora no puedo dejar de pensar en ese detalle no menor. Es a la vez un aviso sobre el descuido que a veces se abate sobre las personas cuando andan, digamos, un tanto descuidadas y entonces no ven todo lo que hay que ver, sean estas señales pruebas irrefutables de la existencia de la vida y de la muerte, es decir de los vivos y los muertos. Sin embargo, ahí andaba este cronista sin ver la encrucijada que vivía a la mano de las ideas y sus consecuencias.
Soy hombre de blues entre mis patrias internas, soy hombre de guitarra melanco, de guitarra con niebla y llovizna, de guitarra con saudade, con aroma de remembranza, de garúa finita entre las almas. No está bien que el hombre llegue al descuido, repito, porque entre el descuido se meten los malos de las historias, decía, no está bien de que a un hombre de blues se le escape un cruce de caminos. Está mal que por ejemplo Robert Johnson no haya sido convocado una noche a charlar sobre su historia en la encrucijada. Cuando era un don nadie, un músico mediocre, y se fue de medianoche al cruce y cantó un blues de su autoría para regodeo del maligno, que podía ser un diablo, un traidor, un demonio ceo, muy ceo (de lindo nada), estos seres oscuros que enseguida conectan con los que deciden en la altura, y entonces Robert desapareció un año. Volvió sabiendo de la guitarra, sabiendo lo suficiente para componer el puñado de blues que lo ubicaría en la historia grande del blues. Alguien le cedió la receta a cambio de su alma, así se cuenta. Claro que, como sucede en todas las historias, nunca nadie cuenta todo, nadie entrega toda la información, y mucho menos el poder de la precognición. Fue así que, por hacerle el amor a la mujer del dueño del boliche donde tocaba, no vio venir que la botella abierta de whisky que le convidaban venía con tanto veneno que no había demonio que conjurara el fuego. Así marchó Robert: desde la encrucijada a la tumba, desde la encrucijada a la historia.
Y no está nada bien que a un hombre de blues como se define este cronista, que gusta de un trago de whisky de la botella propia, y que sabe del diablo por haberlo tratado los años que duró la escritura de uno de sus libros (y no por ir a una encrucijada, sino porque el diablo es personaje de la novela), no haya reparado en el cruce de caminos, ya que antes de quemar las naves en Buenos Aires y volar a la ciudad/río de Gualeguay, vivió un puñado de años a unos veinte metros de una encrucijada. Era en el barrio de San Cristóbal, sobre calle Estados Unidos, a poco de encontrarse con Avenida Jujuy.
Frente al edificio de departamentos en que vivía, había un puesto de diarios y revistas. Lo atendía Lucas, que se definía como persona cercana al pensamiento mágico. Fue Lucas quien me anotició de la encrucijada en el barrio. En esa esquina, por donde sabe volar el colectivo 23, se dejaban ofrendas para misteriosas deidades.
Recuerdo que quedé sorprendido. Lucas nombró a Naná, la diosa del reino de la muerte, la más vieja de las diosas del agua, un orixá del Umbanda. Me dijo que esas ofrendas se hacen en un cruce mágico de caminos como era Estados Unidos y Jujuy. Me informó que quien hace la ofrenda no puede vivir a menos de siete cuadras de la encrucijada.
Las ofrendas consistían mayormente en bolsas de pochoclo, la pipoca. También Lucas me contó de algún simulacro de altar en la encrucijada.
Tanto me gustó este detalle tan cerca de casa, que el impulso me llevó, entre otras motivaciones, a escribir una novela alrededor de ciertos misterios. Es por estos detalles que no debería haber desatendido una encrucijada tan cercana. Pero gracias a la lechuza, estoy avisado. Cada noche ella me llama y me recuerda la encrucijada. Y entonces pienso cada noche en el cruce de caminos, y la veo a ella en la columna y camino hasta la calle para mirar hacia la esquina. Una de estas últimas noches, yo no estaba en el escritorio, andaba en la cocina, en el fondo de la casa. Escuché los dos gritos de la lechuza. Miré por la ventana, no la vi. Otra vez dos gritos. Salí bajo la galería, busqué sobre los tirantes, y nada, hasta que miro sobre el verde del pasto; a unos seis metros, ahí estaba, nos miramos y voló.
Sobre una de las esquinas de la encrucijada están construyendo una casa alta. Avanza rápido. Pienso en cuánto quedará, en poco tiempo más, de esta zona de chacras. En otra de las esquinas, la vigilia eterna de un espinillo. Los cimientos de otra construcción en una tercera esquina, con un cerco de pilotes de cemento, con el obrador un tanto alejado, terreno adentro; y en la cuarta un cerco de postes sin alambre ni tejido marcando el perímetro de un terreno. Estos postes, el altar superior de la columna de cemento del tendido eléctrico y mi columna, son los lugares desde donde ella otea la encrucijada.
Hay un foco en la esquina donde está la casa alta, todavía deshabitada, que da una luz tenue; dicha pátina de luz que pide permiso, en los días en que la lluvia está lejana, especialmente en verano, se ve acentuada por la levitación de la tierra que presenta un estado de gracia cercano al talco: en ese momento la encrucijada (en el próximo verano la veré como ahora la imagino) será como un muelle desde donde parten botes y viajeros hacia otras tierras, y muelle al que lleguen las almas de los que ya habían partido.
Será por eso que vi, que descubrí en otro juego de escritura, la presencia de Catón, el llevador. Me dije: ¿qué hace acá?, una pregunta estúpida, qué puede hacer Catón saliendo de una encrucijada: llevar al muelle las almas que quieran ir hasta los confines de la naturaleza, y luego volver para acompañar a los espíritus que eligieron quedarse en la ciudad/río.
Anoto entonces que una historia de encrucijada, de un cruce de caminos, sea en plena ciudad de Buenos Aires, sea en medio de un blues de autoría propia, sea en medio de la zona de chacras gualeya, siempre, me digo, es la posibilidad de encontrar un puerto desde donde pueda partir la conciencia, y adonde esa misma conciencia pueda llegar. Frente a una encrucijada se piensa en los afectos que viven en las personas que nos acompañan, en los afectos que rondan desde nuestros fantasmas. Frente a un cruce de caminos se piensa en el otro, y se tiene el cuidado de poner a raya a los demonios que invitan a otras historias. Pienso en el pobre de Robert, andar vendiendo el alma por algo a lo que se llega con trabajo y esfuerzo; pienso en el que se cree obligado a la ofrenda quizá demasiado misteriosa.
Pienso en cada una de las veces que me llama la lechuza para que salga del refugio. Me entero de la encrucijada, de las encrucijadas que se presentan todos los días, y pienso,  reflexiono desde la persona que soy: quién el que mira, desde dónde mira, por qué lo hace, cuál la guía. La identidad, nuestras patrias internas son un cruce de caminos, tan reales como mágicos. Mi encrucijada de almas es la que me lleva a preguntarme, y eso me hace feliz, es sano respirar en la duda, otra rosa de los vientos, y es bueno agradecer el aviso de los amigos, como es la lechuza que me ronda.

Pienso en la vida, y recuerdo unas líneas de un poema de Raúl González Tuñón: “La cerveza del pescador Schiltigheim”: “(…) Para que a cada paso un paisaje o una emoción o una contrariedad / nos reconcilien con la vida pequeña y su muerte pequeña. // Para que un día nos queden unos cuantos recuerdos: decir, estuve, / estuve en tal pasión, en tal recodo. (…)”.

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