La otra noche, en la chacra gualeya, llegó con chamuyo de sorpresa. Es
cierto que mi amiga lechuza ya es habitué de la segunda columna en el frente de
mi casa. Es sabido para este cronista y sus lectores que su presencia desde esa
altura propone la observación, el pensamiento: la posibilidad de una vida a
conciencia despierta. De a poco ella se fue acercando a mi casa, paso a paso
detectó los movimientos en la misma, cuándo la quietud, cuándo es que la espío
por entre las barras de la persiana. La lechuza necesita de mi compañía como yo
de la de ella. Nos acompañamos, nos pensamos.
Digo que la otra noche no fue una más, porque al fin detecté un mensaje
de mi amiga. A través de las noches fui registrando su grito, su decir. Su palabra
aparece como si se tratara de dos ráfagas de viento: inesperado, contundente, y
luego el silencio. Todo se da de manera tal que quizás el primer grito sea un
aviso, el prólogo al mensaje que se da momentos después. El grito, el canto, la
palabra que hace un tajo en la noche, que hiela el espacio entre las estrellas
cercanas del cielo gualeyo.
Ella sobre la columna. Ella y su palabra.
La noche en que escuché el grito/canto/palabra a conciencia despierta,
esa primera vez, abandoné la lectura y me acerqué a la ventana. Ahí estaba la
lechuza. La veía de perfil; más allá de los movimientos sobrenaturales de su
cabeza, su cuerpo se recortaba en la noche apuntando a la esquina. La casa está
separada por unos veinte metros de la esquina, hacia la derecha.
Salí hacia la noche. Ella abandonó su vista al frente para seguir mi
avance. Cuando yo estaba a unos dos metros, emprendió el vuelo hacia la
esquina, y entre las sombras que flotaban a baja altura perdí el rastro de
vuelo de mi amiga. Fue inevitable terminar parado en la puerta de casa y
mirando hacia la derecha, mirando la calle de tierra mientras se desprendía, sangre
adentro, un gajo sustancioso de la memoria.
Anoté cuando volví a estar frente a la computadora: “Vivo en la chacra
gualeya. Mi refugio, mi escritorio, desde donde ahora escribo, se encuentra a
unos veinte metros de una encrucijada, un cruce de caminos. Una encrucijada en
el paisaje de los días, es el dibujo de dos sintonías que se tocan, dos mundos:
el de los vivos y el de los muertos. Una encrucijada es la presencia con que se
inicia este juego de memoria y escritura”.
Incontables veces miré hacia la esquina, y hasta el aviso de la lechuza,
nunca la había visto como una encrucijada. Y ahora no puedo dejar de pensar en
ese detalle no menor. Es a la vez un aviso sobre el descuido que a veces se
abate sobre las personas cuando andan, digamos, un tanto descuidadas y entonces
no ven todo lo que hay que ver, sean estas señales pruebas irrefutables de la
existencia de la vida y de la muerte, es decir de los vivos y los muertos. Sin
embargo, ahí andaba este cronista sin ver la encrucijada que vivía a la mano de
las ideas y sus consecuencias.
Soy hombre de blues entre mis patrias internas, soy hombre de guitarra
melanco, de guitarra con niebla y llovizna, de guitarra con saudade, con aroma
de remembranza, de garúa finita entre las almas. No está bien que el hombre
llegue al descuido, repito, porque entre el descuido se meten los malos de las
historias, decía, no está bien de que a un hombre de blues se le escape un
cruce de caminos. Está mal que por ejemplo Robert Johnson no haya sido
convocado una noche a charlar sobre su historia en la encrucijada. Cuando era
un don nadie, un músico mediocre, y se fue de medianoche al cruce y cantó un
blues de su autoría para regodeo del maligno, que podía ser un diablo, un
traidor, un demonio ceo, muy ceo (de lindo nada), estos seres oscuros que
enseguida conectan con los que deciden en la altura, y entonces Robert desapareció
un año. Volvió sabiendo de la guitarra, sabiendo lo suficiente para componer el
puñado de blues que lo ubicaría en la historia grande del blues. Alguien le
cedió la receta a cambio de su alma, así se cuenta. Claro que, como sucede en
todas las historias, nunca nadie cuenta todo, nadie entrega toda la
información, y mucho menos el poder de la precognición. Fue así que, por
hacerle el amor a la mujer del dueño del boliche donde tocaba, no vio venir que
la botella abierta de whisky que le convidaban venía con tanto veneno que no
había demonio que conjurara el fuego. Así marchó Robert: desde la encrucijada a
la tumba, desde la encrucijada a la historia.
Y no está nada bien que a un hombre de blues como se define este
cronista, que gusta de un trago de whisky de la botella propia, y que sabe del
diablo por haberlo tratado los años que duró la escritura de uno de sus libros
(y no por ir a una encrucijada, sino porque el diablo es personaje de la
novela), no haya reparado en el cruce de caminos, ya que antes de quemar las
naves en Buenos Aires y volar a la ciudad/río de Gualeguay, vivió un puñado de
años a unos veinte metros de una encrucijada. Era en el barrio de San
Cristóbal, sobre calle Estados Unidos, a poco de encontrarse con Avenida Jujuy.
Frente al edificio de departamentos en que vivía, había un puesto de
diarios y revistas. Lo atendía Lucas, que se definía como persona cercana al
pensamiento mágico. Fue Lucas quien me anotició de la encrucijada en el barrio.
En esa esquina, por donde sabe volar el colectivo 23, se dejaban ofrendas para
misteriosas deidades.
Recuerdo que quedé sorprendido. Lucas nombró a Naná, la diosa del reino
de la muerte, la más vieja de las diosas del agua, un orixá del Umbanda. Me
dijo que esas ofrendas se hacen en un cruce mágico de caminos como era Estados
Unidos y Jujuy. Me informó que quien hace la ofrenda no puede vivir a menos de
siete cuadras de la encrucijada.
Las ofrendas consistían mayormente en bolsas de pochoclo, la pipoca.
También Lucas me contó de algún simulacro de altar en la encrucijada.
Tanto me gustó este detalle tan cerca de casa, que el impulso me llevó,
entre otras motivaciones, a escribir una novela alrededor de ciertos misterios.
Es por estos detalles que no debería haber desatendido una encrucijada tan
cercana. Pero gracias a la lechuza, estoy avisado. Cada noche ella me llama y
me recuerda la encrucijada. Y entonces pienso cada noche en el cruce de
caminos, y la veo a ella en la columna y camino hasta la calle para mirar hacia
la esquina. Una de estas últimas noches, yo no estaba en el escritorio, andaba
en la cocina, en el fondo de la casa. Escuché los dos gritos de la lechuza.
Miré por la ventana, no la vi. Otra vez dos gritos. Salí bajo la galería,
busqué sobre los tirantes, y nada, hasta que miro sobre el verde del pasto; a
unos seis metros, ahí estaba, nos miramos y voló.
Sobre una de las esquinas de la encrucijada están construyendo una casa
alta. Avanza rápido. Pienso en cuánto quedará, en poco tiempo más, de esta zona
de chacras. En otra de las esquinas, la vigilia eterna de un espinillo. Los
cimientos de otra construcción en una tercera esquina, con un cerco de pilotes
de cemento, con el obrador un tanto alejado, terreno adentro; y en la cuarta un
cerco de postes sin alambre ni tejido marcando el perímetro de un terreno. Estos
postes, el altar superior de la columna de cemento del tendido eléctrico y mi
columna, son los lugares desde donde ella otea la encrucijada.
Hay un foco en la esquina donde está la casa alta, todavía deshabitada,
que da una luz tenue; dicha pátina de luz que pide permiso, en los días en que
la lluvia está lejana, especialmente en verano, se ve acentuada por la
levitación de la tierra que presenta un estado de gracia cercano al talco: en ese
momento la encrucijada (en el próximo verano la veré como ahora la imagino)
será como un muelle desde donde parten botes y viajeros hacia otras tierras, y
muelle al que lleguen las almas de los que ya habían partido.
Será por eso que vi, que descubrí en otro juego de escritura, la
presencia de Catón, el llevador. Me dije: ¿qué hace acá?, una pregunta
estúpida, qué puede hacer Catón saliendo de una encrucijada: llevar al muelle las
almas que quieran ir hasta los confines de la naturaleza, y luego volver para
acompañar a los espíritus que eligieron quedarse en la ciudad/río.
Anoto entonces que una historia de encrucijada, de un cruce de caminos,
sea en plena ciudad de Buenos Aires, sea en medio de un blues de autoría
propia, sea en medio de la zona de chacras gualeya, siempre, me digo, es la
posibilidad de encontrar un puerto desde donde pueda partir la conciencia, y
adonde esa misma conciencia pueda llegar. Frente a una encrucijada se piensa en
los afectos que viven en las personas que nos acompañan, en los afectos que
rondan desde nuestros fantasmas. Frente a un cruce de caminos se piensa en el
otro, y se tiene el cuidado de poner a raya a los demonios que invitan a otras
historias. Pienso en el pobre de Robert, andar vendiendo el alma por algo a lo que
se llega con trabajo y esfuerzo; pienso en el que se cree obligado a la ofrenda
quizá demasiado misteriosa.
Pienso en cada una de las veces que me llama la lechuza para que salga
del refugio. Me entero de la encrucijada, de las encrucijadas que se presentan
todos los días, y pienso, reflexiono
desde la persona que soy: quién el que mira, desde dónde mira, por qué lo hace,
cuál la guía. La identidad, nuestras patrias internas son un cruce de caminos,
tan reales como mágicos. Mi encrucijada de almas es la que me lleva a
preguntarme, y eso me hace feliz, es sano respirar en la duda, otra rosa de los
vientos, y es bueno agradecer el aviso de los amigos, como es la lechuza que me
ronda.
Pienso en la vida, y recuerdo unas líneas de un poema de Raúl González
Tuñón: “La cerveza del pescador Schiltigheim”: “(…) Para que a cada paso un
paisaje o una emoción o una contrariedad / nos reconcilien con la vida pequeña
y su muerte pequeña. // Para que un día nos queden unos cuantos recuerdos:
decir, estuve, / estuve en tal pasión, en tal recodo. (…)”.
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