domingo, 24 de septiembre de 2017

Entre el pan y la galleta

El pan como presencia fundamental en la memoria. Casi un amigo de la infancia. De chico tuve la oportunidad de espiar las entrañas de la panadería que estaba a la vuelta de mi casa: la panadería frente al club 12 de Octubre, en Martín Coronado, en el oeste de la provincia de Buenos Aires. El pan se queda eterno en las manos de un pibe, lo pienso y lo anoto al tiempo que desde mi memoria aparece una imagen, el recuerdo de una lectura de ayer. Mientras trabajaba como librero en Buenos Aires, durante los años 90, llegó a mis manos el libro “En el país del viento. Viaje a la Patagonia (1934)” (1997), un puñado de notas escritas por Roberto Arlt (1900-1942) publicadas en “El Mundo”. El 06 de febrero de 1934 fue el turno de la nota titulada “Hay hambre en los escolares del Sur”: “Acabo de saber que en el Sur hay chicos tan hambrientos que cuando uno come pan, los otros se agachan para recoger las migas. (…)”. Arlt afirma que a él mismo le costó creerlo, pero que luego habló con la gente. Era en una zona cercana a Bariloche. Este recuerdo siempre se asoma a mi cotidiano. Qué decir: si el pan quedó eterno en mis manos, y no me faltó, ¿cuáles las palabras nacidas desde su ausencia?
También durante los 90 tuve la oportunidad de conocer en un desayuno de trabajo al escritor español Manuel Vicent (1936), de su pluma, años después, pude leer: “Comer y beber a mi manera” (2006). La apertura de la obra está referida al pan, algunas memorias y consideraciones: “En medio del hambre de la posguerra, siendo muy niño, en el pueblo las familias se dividían en dos: casas donde amasaban pan y casas donde no amasaban pan. Eso significaba que tenían o no tenían harina y en esa división consistía entonces ser absolutamente rico o pobre de solemnidad. Si no había tierras, no había grano; si no había grano, no había harina; si no había harina, no había pan (…). Había unos versos de cantar de ciego que decían: ‘El pan no se tira, hermano, / si se cae al suelo, se recoge, / se besa y se da en la mano’. Había que besar el pan cuando caía al suelo, en efecto, pero eso sólo lo hacían los ricos temerosos de Dios, ya que los pobres con el estómago vacío se olvidaban del precepto y sin piedad alguna convertían ese beso en el primer mordisco. Desperté al uso de razón cuando para mucha gente de alrededor comer pan era una hazaña que se intentaba todos los días sin resultado. (…) En griego ‘pan’ es un adjetivo cuantitativo que significa ‘todo’. También recibe ese nombre el dios de la naturaleza. El dios Pan es el que transmite el pánico cuando uno se encuentra perdido en medio del bosque o sobrepasado ante cualquier catástrofe, acto de terrorismo o hambre canina sin esperanza de poder remediarla nunca. Comer pan también equivale a comerse a aquel dios griego que tenía patas de cabra y tocaba el caramillo en el bosque. Los cristianos convirtieron el pan en el cuerpo de Cristo y por eso está mal visto en la mesa partir el pan con cuchillo y no con la mano. A Dios no hay que apuñalarlo. Por otra parte, ‘compañero’ significa ‘el que comparte el pan’, en la mesa o en el camino y también como un acto de solidaridad en la desgracia. (…)”.
Fotografías de Fernando Sturzenegger
Mi memoria, antes de habitar la ciudad/río de Gualeguay, se aferra a la presencia del pan, de corteza crocante, del pan acompañando el salame y queso, de la presencia majestuosa de unos pebetes tan esponjosos y suaves que imaginaba como si fueran comodísimas camas en el día de mayor sueño y disfrute. Pero sucedió que, de manera progresiva, fui atrapado por una nueva presencia: la galleta gualeya. En Buenos Aires había galletas, pero su imagen no era determinante, sucedía igual que con la presencia de las tortas negras entre las facturas, quedaban para el final. Todo eso se revirtió en Gualeguay. Sobre la mayoría de las mesas: galletas, y las facturas se entienden como otra manera de nombrar a las tortas negras.
El gualeyo Jorge Surraco, documentalista fallecido no hace mucho tiempo, y que tanto lamento no haber conocido en persona (permutamos barrios: él terminó viviendo en mi Boedo, y yo en su Gualeguay), pero con el que sí estuve en contacto a través del ciberespacio. Le mandé algunos de mis libros y él algunos de sus documentales, entre ellos: “La galleta nuestra de cada día” (2010).
Dentro del documental hay una historia del desarrollo de la galleta, y aparecen dando testimonio dos amigas, dos ciudadanas notables, que tienen que ver con temas como la memoria y la identidad: la poeta Tuky Carboni, y la historiadora y arquitecta Nidya Rampoldi. En sus apariciones, dos imágenes, dos maneras de llegar hasta la galleta gualeya.
Recuerda Tuky: “La galleta está unida a una etapa muy feliz, diría que mágica, que fue mi infancia. Si bien nací en Gualeguay, en calle Sarmiento 182, mi papá tenía un almacén de ramos generales en Estación Lazo. Mientras no íbamos a la escuela, estábamos toda la semana en Lazo y los fines de semana a Gualeguay… Después papá quedó en el campo y nosotros vinimos con mi madre para empezar los estudios. Entre todas las cosas que vendía mi papá, vendía la galleta que venía de Gualeguay. En ese momento pasaba el tren por delante del caserío de Estación Lazo, y la estación estaba un tanto retirada del caserío. Entonces cuando el tren enfrentaba el caserío pitaba dos veces y se lanzaban 3 o 4 bolsas de galleta; no todos los días, dos veces por semana. Los empleados de mi padre recogían las bolsas, e inmediatamente empezaba el desfile de todos los lugareños a comprar galleta. Papá las ponía en unas latas muy grandotas para conservarlas el mayor tiempo posible”.
Dijo Tuky que “La galleta es algo muy nuestro”, y es Nidya Rampoldi, una “extranjera”, quien confirma la esencia de este pilar del ser gualeyo: “La galleta me encanta, pero hace unos años que no la puedo, porque me cae mal todo lo que tiene harina; así que cuando como una galleta la disfruto como si fuera un bombón, un chocolate. Porque me lo permito, por lo general los domingos en el almuerzo familiar. Es tan rica, algo tan básico, tan exquisita, que de pensarlo ya se me llena la boca de agua. Soy de Tres Arroyos, al sur de la provincia de Buenos Aires, y allá la galleta que había cuando era chica era distinta. En todos los pueblos se hacen galleta y sobre todo si hay campo cerca, porque el pan se hacía de una manera que al otro día estaba seco; la galleta se hacía para llevar al campo, una vez a la semana, y duraba una semana. En Buenos Aires, cuando fui a estudiar, no me llamó la atención el tema. En cambio cuando llegué a Gualeguay descubrí la galleta, y me pareció riquísima. Pasó el tiempo, y hubo una época en que mucha gente se iba a trabajar a Buenos Aires, y en algunas panaderías de allá empezó a haber este tipo de galleta que llamaban galleta suiza, qué suiza, entrerriana en todo caso; y también recuerdo a una tía que se empezó a llevar galleta a Buenos Aires, y hoy hay mucha gente que la lleva. Viajar a la gran ciudad no era fácil, llevar galleta era acarrear la bolsa en la balsa. Me atrevería a comparar el consumo de galleta con un vicio. Algo que una vez que uno lo prueba, no lo deja. Esa es mi impresión”.
Desde que tramito mi ciudadanía gualeya, como ya anoté, de manera progresiva, fui atraído por el vicio de comer galleta, sin dudas un vicio feliz, profundo, casi como la lectura. Desde su forma imperfecta, la galleta promete bondades, y es solo desde una condición de imperfección que un estímulo puede llegar a enredarse entre mis almas, mis patrias internas. Digo que la galleta bien puede ser tomada como un artilugio nacido para la posible obtención del placer. Una sustancia de frontera, siempre al borde casi orgásmico en cada bocado; el convite imperfecto en la criatura imperfecta puede darse de dos maneras, como señala Vicent en relación al pan, también hijo de la diosa harina: puede devorar galleta del piso o desde la canasta quien hambre carga, y puede deleitarse quien a cubierto de las desesperaciones -de las peores- que nacen en el vacío de estómago; porque ¿no estarán nuestras almas más importantes en la zona estomacal?, pienso en la ceremonia japonesa del seppuku, ¿por qué el samurái hunde su katana en el estómago?, se asegura en la cultura japonesa que allí está el centro del hombre para variadas cuestiones. El hombre imperfecto, tomemos un gualeyo medio al que tanto le gusta comer; de seguro que con hambre se saltará pasos que juzgará innecesarios, y lo bien que hará. Pero también pienso en un gualeyo sin hambre, o sí, hambriento, pero de maravillosas sensaciones. En este momento, mi caso, tomo una galleta, y en esta mi imperfección, elijo una galleta cuadrada porque me acerca a una presencia, una forma, tan reverenciada, por mágica, amiga, por sumamente placentera: el libro. La galleta cuadrada tiene la apariencia de libro. Tiene tapa y contratapa, y presenta un puñadito de páginas. Destreza debe mostrar el gualeyo, comensal y lector, en la apertura del fantástico artilugio. La tapa y la contratapa deben leerse “a bodega” en los primeros movimientos, y no habrá riesgo de que por sí mismas caigan las páginas de la misma manera que en una imagen bien gastada de margarita en llanto de pétalos. El secreto está en las páginas, era obvio, en el corazón del libro. Me tomo el tiempo necesario para pasar esas páginas de manera satisfactoria, o sea, pasarlas de a una, cuanto más finas mejor; las desprendo del libro, las leo en detalle, y luego las acuesto, muy despacio, sobre la lengua, como en esas ceremonias en que se recibe el cuerpo del hombre, que en mi caso es mujer: una dama, una damisela suave, esponjosa, delicada, a la que en confianza llamo: galleta. Una vez que ella llega hasta la lengua, una garúa se hace lugar en la boca; es otra de las pistas del placer, al que hay que estar siempre atento, porque como todo en esta vida, se acaba; y cuando esto sucede leo otra de las páginas de mi obra de pura galleta gualeya, así hasta su final; luego del cual, el hombre imperfecto se devela a través de su dama imperfecta. Si se aplicó a la ceremonia casi religiosa, el hombre sabrá aprehender en su memoria la existencia de una sintonía de encuentro entre el placer y las almas que lo forman sobre su paisaje. Comer galleta puede ser, además de un vicio, un buen desafío interno, de los mejores.
Claro que me quedo pensando, cuando mi búsqueda poética desembarca en la realidad sucia de estos días tristes: ¿cuántos en la ciudad/río de Gualeguay fundan memoria de la galleta a partir de su ausencia? ¿Cuántos esperan las migas? ¿En cuántas casas falta la sustancia de este libro?

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