En
la ciudad/río de Gualeguay, desde ella, ayer por la tarde, regresé a un claro
sueño de felicidad. Escribo en este especialísimo día de la mujer para festejar
un momento familiar, pero también para festejar una historia construida de la
mano de varias mujeres.
Mujer:
mi compañera Evangelina, mujer: nuestra hija Julia, en un momento para guardar
en la memoria de las bondades de esta naturaleza humana. Esperaba frente a la
escuela Normal cuando las vi acercarse hacia la entrada. Crucé la calle, y
tendí los brazos hacia Julia. Sabía de sus ganas por llegar hasta el primer día
de su primer grado en la escuela primaria. La escuela de grandes. Julia preguntó
cada día. Pura emoción frente al nuevo mundo. Y la emoción de los padres. Hay
en el universo nacido a partir de la escuela una órbita primera: una memoria
profunda para toda la vida. Pienso en Julia sabiendo que ella transita la
escuela donde fue su mamá, y aún más, ella transita por las mismas aulas,
galerías y patio, traspone las mismas puertas por las que pasaron sus abuelos
maternos. La escuela primaria es una base esencial de la memoria: una marca de
fundación, los primeros pasos fuera del hogar para alumbrar la sustancia de la que
se nutre la identidad.
El
abrazo con mi hija, su inmensa felicidad, me llevó hasta mi felicidad que, supe
a partir de ese momento, vivía intacta en mi interior. Desde mi identidad como
trabajador de la memoria a través de la escritura, podía saber que los
recuerdos alrededor de mi escuela primaria estaban guardados; esa certeza
aparecía desde el pensamiento, desde una pista intelectual, pero ocurrió que,
después de casi 50 años, por primera vez en mi vida, la más pura emoción me
ganaba las almas, mis patrias internas, y me hacía feliz; sin pensarlo me
llevaba hacia el pasado, hacia ese refugio interior donde, sin dudas, eterno y
feliz, vive aquel pibe de barrio, de Martín Coronado, en la provincia de Buenos
Aires.
Anoto
la palabra “felicidad” porque es sinónimo de escuela. Fui un pibe feliz en cada
día de mi primaria. Esa fue, y sigue siendo la sensación. Nunca pensé en querer
ser maestro, pero una profunda admiración sentía por quienes eran mis maestras:
personas que sabían mucho más que yo; y sabía aquel pibe que en la escuela se
podía aprender de todo. En la casa paterna se fortaleció la idea: escuchar al
maestro, respetarlo; y siempre tratar de hacer bien las cosas, no por
imposición, sino por propia voluntad. Una manera de andar para toda la vida:
escuchar al que sabe, y entonces pienso en la suerte que tuve al conocer y
charlar con varios escritores a los que tanto respeto; y siempre, me digo, estoy
dispuesto a ser un buen alumno, ante todo, de la vida. Un buen alumno -y no
hablo de perfección- que sepa de las bondades del diálogo, un alumno lejano a
la necedad, que sepa -porque es parte de su identidad- dar entidad al otro: el
amigo, hermano, conocido, vecino. Comprender y comprenderse en el otro es uno
de los mayores desafíos en esta vida, y digo que mi intento viene apuntalado
desde mi escuela primaria.
El
abrazo con Julia me llevó de regreso a la caminata que hacía desde la casa
hasta la escuela. Calle San Guillermo: de diez cuadras era el caminito de
hormigas hacia la escuela n° 22 Martín Miguel de Güemes. El primer día de Julia
me llevó al recuerdo de la señorita Susana, que la tuve dos años, primero y
segundo grado; de Beatriz, la maestra de tercero; quinto fue para el recuerdo
de Elvira; y tengo en la memoria la cara de la maestra de sexto, de quien el
nombre ahora se me niega. Mientras transitaba por los años de primaria, siempre
tenía en mente el desafío, las ganas, de llegar hasta ese sexto grado; la
maestra tenía fama de exigente, y yo quería llegar para escribir mucho; y,
caramba, creo haberlo logrado.
Desde
mi casa paterna, en cuanto comencé a leer, recibí de manos de mi padre: libros.
Me encantaba leer: fue tiempo para “Las aventuras de Tom Sawyer” de Mark Twain
o “Colmillo blanco” de Jack London o “Veinte mil leguas de viaje submarino” de
Julio Verne. Fui un gurí/pibe al que le gustaba leer y jugar a la pelota en el
club 12 de Octubre, que estaba a la vuelta de casa. Siempre lo digo: se puede ser
lector y deportista. Siempre se puede ser lector. Y el amor por la lectura me
esperaba en la escuela primaria desde el interés de mis maestras. Ellas, las
primeras lectoras, ellas, personas que tenían incorporada la importancia
fundamental de la lectura para los alumnos, y para todas las personas. Las
veces que me tocaba leer en clase, en voz alta, eran de disfrute, era otra vez
tratar de hacer bien las cosas, y en este caso, en un tema de mi agrado. Nunca
fui bueno para los números, y esto también fue una constante. Nada es perfecto.
Cuando terminé la primaria recibí un libro como obsequio de la escuela: “La
vuelta al mundo en ochenta días” de Julio Verne, que todavía guardo en mi
biblioteca. De pibe tuve mi biblioteca, como bibliotecas tenía, y tiene, mi
padre. Tuve la suerte de que en casa, la única herencia posible estaba en
tratar de ser buena gente, y en las bibliotecas que alumbraron los sueños, y en
los cuadros que colgaban de las paredes, cuadros que pintaba mi padre, y
cuadros de sus amigos pintores. Desde ese pasado salí a hacer la vida, y se
agradece a padres y maestras.
El
abrazo con Julia, y luego su saludo con las compañeritas más cercanas en las
salas de Jardín de infantes: las miradas nerviosas con Guille, Alfon y Ambar,
me llevó a otra de las maravillas de la primaria: la amistad, los compañeros,
esas caras y nombres que se quedaron conmigo. Volví a ver en persona a pocos, y
muchos años hace que nada sé de nadie, pero siguen a mi lado: los veo, muchas
veces pronuncié sus nombres, y vuelvo hacerlo mientras escribo: Mario Anglada,
Claudio Ariola, Beatriz Ríos, Patricia Lladó, Hugo Hanze, César Cirelli,
Adriana Panarelli, Liliana Simio, Jorge Apanasionek, Adrián Díaz, Claudio
Franciosa, entre tantos, y el recuerdo especial de Roberto Ferrazzo y Néstor
Ortiz, que se fueron tan pronto.
Y
de regreso desde estos recuerdos, vuelvo en esta escritura a ubicarme en la
reunión previa al inicio de clases organizada en la Normal, donde el director del
nivel primario: Oscar Vescina, y una de las vicedirectoras: Paola Cantoni (la
acompaña en el cargo Liliana Etala) hablaron a los padres de los pibes que
iniciaban su primaria. Mis padres fueron respetuosos de mis maestros, y ahí estaba
yo, con mi mundo y mi manera de mirar, frente a la apertura de una de las
puertas de nuestra historia cotidiana. Fue una suerte escuchar a las
autoridades. Me infundieron confianza, seguridad. Me gustó qué se dijo y cómo
se dijo; me gustó desde dónde hablaban: desde un cuidado compromiso con la
labor docente. Entonces sentí mucho respeto por la palabra, y presencia tan
humana. Digo: confianza, seguridad, y agrego: esperanza, una materia tan
necesaria en cada uno de los días a vivir en nuestra sociedad. Mi hija va a la
escuela a aprender, ante todo: a ser buena persona, a desarrollar capacidades,
a sumar conocimientos, a caminar tramos fundamentales en la construcción de su
identidad. Sale desde la casa con una intención de bondad, de solidaridad y
justicia, que uno espera sea cuidada por los sucesivos maestros, de la escuela
y de la vida. Pero como padre consciente no puedo dejar de pensar en el mundo
que a nuestros pibes les toca en suerte. Un mundo veloz donde no hay tiempo
para el contacto, los sentimientos; un mundo donde las personas como mamá y
papá, se pasan los días ocupados en lo supuestamente importante, mientras el
tiempo para festejarnos en la vida, se vuela. Es cierto que el tiempo lo
descuenta muchas veces la flecha indicadora del sistema en el que vivimos: puede
ser su mensajero el trabajo en pos de la moneda necesaria para sobrevivir; pero
también puede ser la esencia de estos tiempos: primero yo para hacer la
diferencia -una constante: la desenfrenada obtención de dinero y poder-, y
después también yo sin importar las cabezas que rueden en el lance. Un sistema que
se ilustra con un triste ejemplo: un hombre y su equipo miente de manera
consciente para lograr su propósito: la presidencia del país: no voy a hacer
esto ni aquello (recuerdo al miserable de los ´90 que admitió que si decía lo
que iba a hacer no lo votaba nadie), y sin embargo, desde que ese hombre asumió
su rol dentro del esquema del poder económico, actúa en contrario de cada una
de sus afirmaciones. La sociedad atenta es testigo. Desde cada hogar con ganas
de justicia, y desde cada grado de la escuela, me digo, se debe resistir frente
a un mundo que no es el soñado, que no es el que se quiere para los hijos.
Amistad, solidaridad y conocimiento deben alumbrar el nacimiento del criterio
en el mejor de los pesebres: la mirada de un pibe. Digo que este es mi sueño,
construido con cantidad de elementos que no cotizan en ninguna bolsa, salvo en el
portafolio de la memoria, esa que a diario refleja su cara en el espejo del
baño: es saludable que luego de cada lavado, la cara siga siendo la misma. Sueño
con un mundo sincero, solidario, justo; un mundo donde la riqueza esté mejor
repartida; mi mundo está hecho de historias de la realidad y de la fantasía, mi
formación es literaria, mi dios guía baila dentro de una mirada de sintonía
poética. A muchos este mundo puede parecerle irreal. Pero este mundo se
construye desde tierra adentro: el pibe que fui sigue soñando al tiempo que practica
el maravilloso arte de la memoria. Entonces vuelven las maestras que tanto me
dieron, vuelven los compañeros, los juegos, los pasillos de la escuela, el
patio, todo un universo humano, simple, sustancia pura en movimiento.
Julia
empezó las clases en la escuela Normal dos días después del inicio dispuesto
por las autoridades de Educación. Los maestros fueron al paro. Julia sabe que
los maestros son trabajadores, y que como tales deben defender el sueldo para
dar de comer a sus familias. Es bueno, y volviendo a tema tan determinante como
es la memoria, saber de dónde se viene, saber del esfuerzo de abuelos y padres,
saber de la vereda a la que se pertenece. Julia viene de un hogar de
trabajadores donde se defiende al trabajador, de un hogar donde se sabe que la
verdad está abajo, en las calles y con la gente, y no en la altura donde se
eligen los trajes de tanta impostura, no esa altura soñada por los que la
juegan de saltamontes: los viajeros del desclase esperan que, de un momento a
otro, les arreglen la papelería que los confirme dentro del cielo de los
mezquinos. Por eso la escuela pública como búsqueda y afianzamiento de la
identidad y de la memoria; por eso, digo, sigo volviendo a ella, y en este
nuevo día de la mujer, a ellas, mis maestras de grado.
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