domingo, 18 de marzo de 2018

De regreso a la primaria


En la ciudad/río de Gualeguay, desde ella, ayer por la tarde, regresé a un claro sueño de felicidad. Escribo en este especialísimo día de la mujer para festejar un momento familiar, pero también para festejar una historia construida de la mano de varias mujeres.
Mujer: mi compañera Evangelina, mujer: nuestra hija Julia, en un momento para guardar en la memoria de las bondades de esta naturaleza humana. Esperaba frente a la escuela Normal cuando las vi acercarse hacia la entrada. Crucé la calle, y tendí los brazos hacia Julia. Sabía de sus ganas por llegar hasta el primer día de su primer grado en la escuela primaria. La escuela de grandes. Julia preguntó cada día. Pura emoción frente al nuevo mundo. Y la emoción de los padres. Hay en el universo nacido a partir de la escuela una órbita primera: una memoria profunda para toda la vida. Pienso en Julia sabiendo que ella transita la escuela donde fue su mamá, y aún más, ella transita por las mismas aulas, galerías y patio, traspone las mismas puertas por las que pasaron sus abuelos maternos. La escuela primaria es una base esencial de la memoria: una marca de fundación, los primeros pasos fuera del hogar para alumbrar la sustancia de la que se nutre la identidad.
El abrazo con mi hija, su inmensa felicidad, me llevó hasta mi felicidad que, supe a partir de ese momento, vivía intacta en mi interior. Desde mi identidad como trabajador de la memoria a través de la escritura, podía saber que los recuerdos alrededor de mi escuela primaria estaban guardados; esa certeza aparecía desde el pensamiento, desde una pista intelectual, pero ocurrió que, después de casi 50 años, por primera vez en mi vida, la más pura emoción me ganaba las almas, mis patrias internas, y me hacía feliz; sin pensarlo me llevaba hacia el pasado, hacia ese refugio interior donde, sin dudas, eterno y feliz, vive aquel pibe de barrio, de Martín Coronado, en la provincia de Buenos Aires.
Anoto la palabra “felicidad” porque es sinónimo de escuela. Fui un pibe feliz en cada día de mi primaria. Esa fue, y sigue siendo la sensación. Nunca pensé en querer ser maestro, pero una profunda admiración sentía por quienes eran mis maestras: personas que sabían mucho más que yo; y sabía aquel pibe que en la escuela se podía aprender de todo. En la casa paterna se fortaleció la idea: escuchar al maestro, respetarlo; y siempre tratar de hacer bien las cosas, no por imposición, sino por propia voluntad. Una manera de andar para toda la vida: escuchar al que sabe, y entonces pienso en la suerte que tuve al conocer y charlar con varios escritores a los que tanto respeto; y siempre, me digo, estoy dispuesto a ser un buen alumno, ante todo, de la vida. Un buen alumno -y no hablo de perfección- que sepa de las bondades del diálogo, un alumno lejano a la necedad, que sepa -porque es parte de su identidad- dar entidad al otro: el amigo, hermano, conocido, vecino. Comprender y comprenderse en el otro es uno de los mayores desafíos en esta vida, y digo que mi intento viene apuntalado desde mi escuela primaria.
El abrazo con Julia me llevó de regreso a la caminata que hacía desde la casa hasta la escuela. Calle San Guillermo: de diez cuadras era el caminito de hormigas hacia la escuela n° 22 Martín Miguel de Güemes. El primer día de Julia me llevó al recuerdo de la señorita Susana, que la tuve dos años, primero y segundo grado; de Beatriz, la maestra de tercero; quinto fue para el recuerdo de Elvira; y tengo en la memoria la cara de la maestra de sexto, de quien el nombre ahora se me niega. Mientras transitaba por los años de primaria, siempre tenía en mente el desafío, las ganas, de llegar hasta ese sexto grado; la maestra tenía fama de exigente, y yo quería llegar para escribir mucho; y, caramba, creo haberlo logrado.
Desde mi casa paterna, en cuanto comencé a leer, recibí de manos de mi padre: libros. Me encantaba leer: fue tiempo para “Las aventuras de Tom Sawyer” de Mark Twain o “Colmillo blanco” de Jack London o “Veinte mil leguas de viaje submarino” de Julio Verne. Fui un gurí/pibe al que le gustaba leer y jugar a la pelota en el club 12 de Octubre, que estaba a la vuelta de casa. Siempre lo digo: se puede ser lector y deportista. Siempre se puede ser lector. Y el amor por la lectura me esperaba en la escuela primaria desde el interés de mis maestras. Ellas, las primeras lectoras, ellas, personas que tenían incorporada la importancia fundamental de la lectura para los alumnos, y para todas las personas. Las veces que me tocaba leer en clase, en voz alta, eran de disfrute, era otra vez tratar de hacer bien las cosas, y en este caso, en un tema de mi agrado. Nunca fui bueno para los números, y esto también fue una constante. Nada es perfecto. Cuando terminé la primaria recibí un libro como obsequio de la escuela: “La vuelta al mundo en ochenta días” de Julio Verne, que todavía guardo en mi biblioteca. De pibe tuve mi biblioteca, como bibliotecas tenía, y tiene, mi padre. Tuve la suerte de que en casa, la única herencia posible estaba en tratar de ser buena gente, y en las bibliotecas que alumbraron los sueños, y en los cuadros que colgaban de las paredes, cuadros que pintaba mi padre, y cuadros de sus amigos pintores. Desde ese pasado salí a hacer la vida, y se agradece a padres y maestras.
El abrazo con Julia, y luego su saludo con las compañeritas más cercanas en las salas de Jardín de infantes: las miradas nerviosas con Guille, Alfon y Ambar, me llevó a otra de las maravillas de la primaria: la amistad, los compañeros, esas caras y nombres que se quedaron conmigo. Volví a ver en persona a pocos, y muchos años hace que nada sé de nadie, pero siguen a mi lado: los veo, muchas veces pronuncié sus nombres, y vuelvo hacerlo mientras escribo: Mario Anglada, Claudio Ariola, Beatriz Ríos, Patricia Lladó, Hugo Hanze, César Cirelli, Adriana Panarelli, Liliana Simio, Jorge Apanasionek, Adrián Díaz, Claudio Franciosa, entre tantos, y el recuerdo especial de Roberto Ferrazzo y Néstor Ortiz, que se fueron tan pronto.
Y de regreso desde estos recuerdos, vuelvo en esta escritura a ubicarme en la reunión previa al inicio de clases organizada en la Normal, donde el director del nivel primario: Oscar Vescina, y una de las vicedirectoras: Paola Cantoni (la acompaña en el cargo Liliana Etala) hablaron a los padres de los pibes que iniciaban su primaria. Mis padres fueron respetuosos de mis maestros, y ahí estaba yo, con mi mundo y mi manera de mirar, frente a la apertura de una de las puertas de nuestra historia cotidiana. Fue una suerte escuchar a las autoridades. Me infundieron confianza, seguridad. Me gustó qué se dijo y cómo se dijo; me gustó desde dónde hablaban: desde un cuidado compromiso con la labor docente. Entonces sentí mucho respeto por la palabra, y presencia tan humana. Digo: confianza, seguridad, y agrego: esperanza, una materia tan necesaria en cada uno de los días a vivir en nuestra sociedad. Mi hija va a la escuela a aprender, ante todo: a ser buena persona, a desarrollar capacidades, a sumar conocimientos, a caminar tramos fundamentales en la construcción de su identidad. Sale desde la casa con una intención de bondad, de solidaridad y justicia, que uno espera sea cuidada por los sucesivos maestros, de la escuela y de la vida. Pero como padre consciente no puedo dejar de pensar en el mundo que a nuestros pibes les toca en suerte. Un mundo veloz donde no hay tiempo para el contacto, los sentimientos; un mundo donde las personas como mamá y papá, se pasan los días ocupados en lo supuestamente importante, mientras el tiempo para festejarnos en la vida, se vuela. Es cierto que el tiempo lo descuenta muchas veces la flecha indicadora del sistema en el que vivimos: puede ser su mensajero el trabajo en pos de la moneda necesaria para sobrevivir; pero también puede ser la esencia de estos tiempos: primero yo para hacer la diferencia -una constante: la desenfrenada obtención de dinero y poder-, y después también yo sin importar las cabezas que rueden en el lance. Un sistema que se ilustra con un triste ejemplo: un hombre y su equipo miente de manera consciente para lograr su propósito: la presidencia del país: no voy a hacer esto ni aquello (recuerdo al miserable de los ´90 que admitió que si decía lo que iba a hacer no lo votaba nadie), y sin embargo, desde que ese hombre asumió su rol dentro del esquema del poder económico, actúa en contrario de cada una de sus afirmaciones. La sociedad atenta es testigo. Desde cada hogar con ganas de justicia, y desde cada grado de la escuela, me digo, se debe resistir frente a un mundo que no es el soñado, que no es el que se quiere para los hijos. Amistad, solidaridad y conocimiento deben alumbrar el nacimiento del criterio en el mejor de los pesebres: la mirada de un pibe. Digo que este es mi sueño, construido con cantidad de elementos que no cotizan en ninguna bolsa, salvo en el portafolio de la memoria, esa que a diario refleja su cara en el espejo del baño: es saludable que luego de cada lavado, la cara siga siendo la misma. Sueño con un mundo sincero, solidario, justo; un mundo donde la riqueza esté mejor repartida; mi mundo está hecho de historias de la realidad y de la fantasía, mi formación es literaria, mi dios guía baila dentro de una mirada de sintonía poética. A muchos este mundo puede parecerle irreal. Pero este mundo se construye desde tierra adentro: el pibe que fui sigue soñando al tiempo que practica el maravilloso arte de la memoria. Entonces vuelven las maestras que tanto me dieron, vuelven los compañeros, los juegos, los pasillos de la escuela, el patio, todo un universo humano, simple, sustancia pura en movimiento.
Julia empezó las clases en la escuela Normal dos días después del inicio dispuesto por las autoridades de Educación. Los maestros fueron al paro. Julia sabe que los maestros son trabajadores, y que como tales deben defender el sueldo para dar de comer a sus familias. Es bueno, y volviendo a tema tan determinante como es la memoria, saber de dónde se viene, saber del esfuerzo de abuelos y padres, saber de la vereda a la que se pertenece. Julia viene de un hogar de trabajadores donde se defiende al trabajador, de un hogar donde se sabe que la verdad está abajo, en las calles y con la gente, y no en la altura donde se eligen los trajes de tanta impostura, no esa altura soñada por los que la juegan de saltamontes: los viajeros del desclase esperan que, de un momento a otro, les arreglen la papelería que los confirme dentro del cielo de los mezquinos. Por eso la escuela pública como búsqueda y afianzamiento de la identidad y de la memoria; por eso, digo, sigo volviendo a ella, y en este nuevo día de la mujer, a ellas, mis maestras de grado.

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